miércoles, 28 de mayo de 2008

Origenes del concepto de “Bien Común”

Rodrigo Guerra López nos explica los orígenes y el proceso de “maduración” de un concepto que resultará fundamental para el desarrollo de la sociedad:


El bien común es una antigua noción filosófica que usada en el presente busca expresar el bien que requieren las personas en cuanto forman parte de una comunidad y el bien de la comunidad en cuanto esta se encuentra formada por personas. Sin embargo, una noción aparentemente sencilla, ha tenido un largo y a veces tortuoso proceso de definición. Platón en La República, (c. IV) concebía al bien común como un bien que trasciende los bienes particulares ya que la felicidad de la ciudad debe ser superior y hasta cierto punto independiente de la felicidad de los individuos. Aristóteles perfeccionaría esta idea en su Política: “fin de la ciudad es el vivir bien (…) Hay que suponer, en consecuencia, que la comunidad política tiene por objeto las buenas acciones y no sólo la vida en común”(Política, III, 9). De este modo no sólo el bien común es superior por ser el bien del todo social sino por su esencial índole moral: antes que versar sobre bienes públicos (calles, plazas, etc.) está construido por la virtud, es decir, por todo aquello que desarrolla de manera positiva y estable al ser humano de acuerdo a su naturaleza profunda.

En el siglo XIII, Tomás de Aquino, siguiendo en buena medida a Aristóteles, escribirá importantes textos en los que trata sobre la noción de «bien común», entre los que destaca el opúsculo De regno dedicado a Hugo II de Lusignan, Rey de Chipre, quien apenas contaba con 14 años de edad. Tomás tenía 40, su hermano Aimón de Aquino había participado en una expedición a Tierra Santa en la que había caído prisionero de Juan de Ibelín. El padre de Hugo II intercedió para liberarlo por lo que Aimón le prestó vasallaje. Posteriormente Aimón le pediría a su hermano el Fraile dominico que escribiera un texto que le fuera de utilidad al joven gobernante.

Una de las ideas centrales de este breve escrito es precisamente mostrar que en el bien común adquiere su significado pleno el gobernar: “Gobernar consiste en conducir lo que es gobernado a su debido fin”. El fin de la comunidad no puede ser diverso al fin del ser humano. Más aún, determinando el fin del hombre y de la comunidad podemos saber el tipo de persona que ha de gobernar. Por eso “si el fin último de un solo hombre o de la multitud consistiera en la vida corporal y la salud del cuerpo, el medico desempeñaría esa tarea. Si el último fin consistiera en la abundancia de riquezas, el “oeconumus” se convertiría en rey de la sociedad.” Evidentemente esto es absurdo para un hombre como Tomás de Aquino. Sólo alguien que no entendiera el verdadero bien de la persona y de la sociedad podría proponer que la sociedad fuera gobernada por un médico o por un administrador de recursos. Ni la salud ni las riquezas cumplen las expectativas más profundas de la condición humana.

¿Será acaso el fin del hombre y del todo social el pacto o el acuerdo que entre todos logremos con el fin de subsistir? Por supuesto que no: “si los hombres llegan a un acuerdo únicamente por vivir, también los animales constituirían parte de la sociedad civil.” Así es como Tomás de Aquino piensa que el fin último del hombre y de la sociedad tiene que consistir en contemplar y gozar del más común y más alto de los bienes: Dios. “Pero como el hombre no consigue el fin de la visión divina por virtud humana, sino por favor divino, como dice el Apóstol: La vida eterna es una gracia de Dios, no pertenece al régimen humano, sino al divino, conducirlo a su último fin.” ¿Qué corresponde, pues, al «régimen humano»? “Como el armero hace la espada de modo que sirva para la lucha y el constructor debe distribuir el espacio de la casa de forma que sea habitable. Luego (…) es propio de la tarea del rey procurar que la sociedad viva de manera buena, de modo adecuado para conseguir la felicidad celestial, como por ejemplo ordenará lo que lleve a tal felicidad y prohibirá lo que se le oponga, en cuanto sea posible”.

Es interesante observar que para este importante autor medieval el oficio se define por la tarea a realizar. Por ello si el médico es aquel que cuida a la salud, el que cuida del bien común sólo puede llamarse con propiedad rey. Conviene insistir en este punto: rey no es cualquier hombre con poder aunque formalmente esté al frente de una comunidad: “Rey es aquel que dirige la sociedad de una ciudad o provincia hacia el bien común”.

De esta manera reaparece la comprensión primordialmente ética del bien común aunque ahora en un explícito contexto cristiano en el que la Revelación ha mostrado que por encima de la vida virtuosa está Alguien que la funda y la rebasa. Así es como aparecerá la idea de que el bien común posee entonces una dimensión sobrenatural y otra temporal ordenadas en relación jerárquica. El bien común temporal coincidirá con aquello que requiere la sociedad para vivir de manera buena y encaminar a los hombres a la plenitud que sólo Dios puede dar: “Se precisan tres requisitos para que la sociedad viva de manera buena. El primero es que la sociedad viva unida por la paz. El segundo es que la sociedad, unida por el vínculo de la paz, sea dirigida a obrar bien; (…) En tercer lugar, se requiere que, por la diligencia del dirigente, haya suficiente cantidad de lo necesario para vivir rectamente”.

lunes, 26 de mayo de 2008

Esplendor y consumación de Vicente Aleixandre

En diciembre de 1984 fallecía Vicente Aleixandre, con este motivo otro gran poeta, Gerardo Diego publicaba este bello artículo en el que hace un breve recorrido por la obra del Premio Nobel de Literatura y que ahora ponemos a disposición de los internautas amantes de la poesía:


Me gustaría poder escribir un texto que no fuese más que un Vicente Aleixandre repetido en sí mismo, que se pudiera al mismo tiempo comprender como la obra más suya, más incomparable, como nacida de su propia entraña y a la vez el reflejo de esa obra en la conciencia y representación de su partido, poético, tal como no una masa, sino una unidad de crítico la puede abrazar y a su vez transmitírsela al lector.

Por ejemplo, de un libro suyo “Poemas de la consumación”, uno de sus últimos libros, pasarían diversos fragmentos, tal el titulado «Felicidad, no engañas», que es el que repro¬duzco ahora:

Felicidad, no engañas.
Una palabra fue o sería,
y dulce quedó en el labio. Algo
como un sabor
a miel, quizá
aún más a sal
marina. A agua de mar, o a verde fresco
de la campiña. Quizá a gris robusto
del granito o poder, que allí tentaste.
La gravedad del mundo está ostensible
ante tus ojos. No, no busques
por tu labio el color rubio del beso
que es miel, con su amargor que puede
sobrevivir. Vivir o no es ignorar
una verdad. El labio sólo sabe
a su final sabor: memoria, olvido.

Sí ahora queremos buscar un contraste, demos un salto atrás hasta toparnos con los primeros ejemplos de poesía escrita. No absolutamente los primeros, como yo creía, sino de la primera época, entre los veinte y treinta y tres ó treinta y cinco años, que son las fechas a que corresponden estos poemas que después publicaría ya como libro total e independiente. El libro se llamaría “Pasión de la tierra”. El poeta ha querido siempre ver en sus zonas abisales el arranque de la evolución de su poesía que desde su origen ha sido una aspiración a la luz. Por eso este libro me ha producido un doble complejo sentimiento: de aversión por su dificultad y de llamamiento por su apelación a la proximidad común a todos. A este libro pertenece un poema en prosa cuyo título es «La muerte o antesala de consulta». Reproduzco solamente el comienzo del poema:

Iban entrando uno a uno y las paredes desangradas no eran de mármol frío. Entraban innumerables y se saludaban con los sombreros. Demonios de corta vista visitaban los corazones. Se miraban con desconfianza. Estropajos yacían sobre los suelos y las avispas los ignoraban. Un sabor a tierra reseca descargaba de pronto sobre las lenguas y se hablaba de todo con conocimiento. Aquella dama, aquella señora argumentaba con su sombrero y los pechos de todos se hundían muy lentamente. Aguas. Naufragio. Equilibrio de las miradas. El cielo permanecía a su nivel, y un humo de lejanía salvaba las cosas.

Paso ahora por el libro siguiente, cuyo título es “Espadas como labios”. Este libro salió a luz en 1932, pero lo estaba ya concluyendo tres años antes, en 1929. El libro quería ser poesía..., pero en prosa. Voy a presentar un poema de los más atrevidos que por entonces ya lanzaba a la aventura nuestro protagonista. Y debo advertir que aparece ya aquí lo que va a ser un signo singularísimo de Vicente Aleixandre en esta etapa de su trabajo poético. Y ya que estamos explicando el fragmento al que te ha tocado el turno, anotaremos que Vicente Aleixandre era ya, y lo ha seguido siendo siempre, el poeta del adverbio de duda que se complace en presentársela al lector para que él elija. Tal el que él llama «Toro» y en cuyo contexto están saltando constantemente las negaciones por el uso y abuso del elemento típico y multiplicadamente poderoso. Hélo aquí:

Esa mentira o casta.
Aquí, mastines, pronto; paloma; vuela; salta, toro,
toro de luna o miel que no despega.
Aquí, pronto; escapad, escapad,
sólo quiero los bordes de la lucha.
Oh tú, toro hermosísimo, piel sorprendida;
ciega suavidad como un mar hacia adentro,
quietud, caricia, toro, toro de cien poderes,
frente a un bosque parado de espanto al borde.
Toro o mundo que no,
que no muge. Silencio;
vastedad d esta hora. Cuerno o cielo ostentoso,
toro negro que aguanta caricia, seda, mano.
Ternura delicada sobre una piel de mar,
mar brillante y caliente, anca pujante y dulce,
abandono asombroso del bulto que deshace
sus fuerzas casi cósmicas como leche de estrellas.
Mano inmensa que cubre celeste toro en tierra.

“Sombra del paraíso”, así le llama su autor a este libro. Y así le juzga (con “La destrucción o el amor” e “Historia del corazón”): «es uno de los libros que mayor estimación me marece entre los míos». Elijo «El cuerpo y el alma», cuya palabra esencial es la que encabeza el último verso, «Vacilando.»
Pero es más triste todavía, mucho más triste.
Triste corno la rama que deja caer su fruto para nadie.
Mas triste, más. Como ese vaho
que de la tierra exhala después la pulpa muerta.
Como esa mano que del cuerpo tendido
se eleva y quiere solamente acariciar las luces,
la sonrisa doliente, la noche aterciopelada y muda.
Luz de la noche sobre el cuerpo tendido sin alma.
Alma fuera, alma fuera del cuerpo, planeando
tan delicadamente sobre la triste format abandonada.
Alma de niebla dulce, suspendida
sobre su ayer amante, cuerpo inerme
que pálido se enfría con las nocturnas horas
y queda quieto, solo, dulcemente vacío.
Alma de amor que vela y se separa
vacilando, y al fin se aleja tiernamente fría.

Este otro ejemplo que voy a presentar po¬dríamos definirlo como la soberanía, el triunfo de los superlativos. Por si fuera poco el título se descompone en dos:

La mirada infantil
La clase
Como un niño que en la tarde hermosa
va diciendo su lección y se duerme.
Y allí sobre el magno pupitre está el mudo
Profesor que no escucha.

Y ha entrado en la última hora un vapor leve, porfiado,
pronto espesísimo, y ha ido envolviéndolos a todos.
Todos blandos, tranquilos, serenados, suspiradores,
¡ah!, cuán verdaderamente reconocibles.
Por la mañana han jugado,
han quebrado, proyectado sus límites, sus ángulos,
sus risas, sus imprecaciones, quizá sus lloros.
Y ahora una brisa inoíble, una bruma, un silencio,
casi un beso, los une,
los borra, los acaricia, suavísimamente los recompone.
Ahora son como son. Ahora puede reconocérseles.
Y todos en la clase se han ido adurmiendo.
Y se alza la voz todavía, porque la clase dormida se sobrevive.
Una borrosa voz sin destino, que se oye y que no se
supiera ya de quién fuese.
Y existe la bruma dulce, casi olorosa, embriagante,
y todos tienen su cabeza sobre la blanda nube que los envuelve.
Y quizá un niño medio se despierta y entreabre los ojos,
y mira y ve también el alto pupitre desdibujado
y sobre él el bulto grueso, casi de trapo, dormido, caído,
del abolido profesor que allí sueña.

Y ahora yo, señalando superlativos;
última
espesislmo
inoíble
suavísimamente.
«Violeta»
Aquel grandullón retador lo decía.
«Violeta». Y una calleja oscura.
Violeta... Una flor. ¿Pero un nombre?
Y decía, y contaba. Y el niño chico casi no lo [entendía.
Cuando él se acercaba, los mayores se callaban.
¡Ah!, aquella flor oscura, seductora, misteriosa, embriagante,
con un raro nombre de mujer...
«Violeta»... Y el niño rompía un extraño olor a clavel reventado.
Y el uno decía: «Fui...» Y el otro: «Llegaba...»
Y un rumor más bísbíseante. Y la gran carcajada súbita,
la explosión, casi hoguera, de una como indecente alegría
superior
que exultase.
Y el niño, diminuto, escuchaba.
Corno si durmiese bajo su inocencia, bajo un río callado.
Y nadie le veía y dormía.
Y era como si durmiese y pasase leve, bajo que le las aguas buenas,
que le llevaban.

jueves, 22 de mayo de 2008

vivir la fortaleza

La fortaleza es «la gran virtud: la virtud de los enamorados; la virtud de los convencidos; la virtud de aquellos que por un ideal que vale la pena son capaces de arrastrar los mayores riesgos en aras de un bien más alto».
(José Antonio Galera, Sinceridad y fortaleza)



Alguno podría llegar a pensar que, si esto es así, no vivimos tiempos propicios para desarrollar la virtud de la fortaleza “no es tiempo de héroes” dice, en un momento de la película el protagonista de “El tercer hombre”. Pocas personas piensan hoy en el «bien más alto», más bien nos preocupamos por un sinfín de pequeños intereses o «necesidades». Incluso podría llegarse a pensar que es sospechoso de fundamentalismo semejante planteamiento. Hoy dejamos poco margen a la aventura porque todo está hecho, todo está descubierto, todo está organizado.

Podemos preguntar nos: ¿dónde existen los cauces adecuados para recoger el deseo del hombre de hacer algo grande, de esforzarse en función de un ideal? Incluso el cristiano no se encuentra en la situación extrema de tener que dar su vida por la fe -el martirio- que es el acto supremo de la fortaleza, ni se aproxima a ello por lo menos en un país donde la fe es aceptada y vivida por muchas personas. Ordinariamente no se presentan ocasiones de hacer grandes cosas; sin embargo, es propio del cristiano hacer grandes por el Amor los pequeños servicio de cada día.

Y aquí encontramos la respuesta al problema planteado. No se trata de realizar actos sobrehumanos; de descubrir las zonas del Amazonas nunca pisadas por el hombre; de salvar a cincuenta niños de un incendio; éstas son, en todo caso, posibilidades fruto de una imaginación calenturienta. Más bien se trata de hacer de las pequeñas cosas de cada día una suma de esfuerzos, que pueden llegar a ser algo grande, una muestra de amor.

Por eso está claro que el hombre con una visión mezquina de la vida nunca puede llegar a desarrollar su fortaleza, y aunque lo hemos dicho en otras ocasiones conviene volver a recordar que los hijos necesitan saber que su vida sirve para algo; que, aunque tienen muchas miserias y su vida parece de poco valor, cada persona tiene una misión intransferible de glorificar a Dios. Cada persona puede y debe amar, salir de sí, servir a los demás, superarse personalmente para trabajar mejor. La persona que no quiere mejorar, que es egoísta, que no busca nada más que el placer o la comodidad, no tiene motivos para desarrollar la virtud de la fortaleza porque es indiferente al bien.


«El fuerte, situaciones ambientales perjudiciales a una mejora personal, resiste las influencias nocivas, soporta las molestias y se entrega con valentía en caso de poder influir positivamente para vencer las dificultades y para acometer empresas grandes».
David Isaacs

Nosotros quisiéramos aquí simplemente proponer unas sugerencias para vivir la fortaleza:

Lo primero sería intentar aclararse respecto a lo que puede conside¬rarse «bueno» en cada circunstancia, porque no podemos olvidar que la fortaleza podría convertirse también en “palanca para el mal” como apunta san Ambrosio. Hemos de recordar que no es correcto tomar decisiones, o sencillamente reaccionar, sin pensar en los criterios adecuados o dejándose llevar por el impulso del momento.

Precisamente porque tenemos la mirada puesta en el bien intentaremos superar la pereza, la rutina y la imitación ciega de los demás con el fin de centrar mi atención en el bien. Conocer el bien requiere esfuerzo, un esfuerzo para superar toda una serie de tendencias básicas. Por ejemplo centrar la atención en el bien significa «estudiar» los problemas hasta encontrar lo que podemos considerar la mejor solución.

Habitualmente deberíamos centrar la atención en lo que es bueno para los de¬más aunque cueste un esfuerzo o tenga que sufrir. Con cierta frecuencia algunos ponen como valor superior «la paz», entendida como «ausencia de tensiones o conflictos». Se sienten satisfechos con tal de que no haya enfrentamientos o enfados. El bien requiere esfuer¬zo, y por tanto sufrimiento. No siempre es compatible con «ausencia de tensión». Muchas veces superar una injusticia implica enfrentarse a otros, luchar por defender unos derechos, etc.

Vivir la fortaleza es esforzarse habitualmente en realizar las pequeñas cosas de cada día con cuidado y con cariño. Aunque se puede entender la virtud de la fortaleza como la virtud del caballero andante que está dispuesto a correr cualquier riesgo, habitualmente la fortaleza se traducirá en pequeños esfuerzos en hacer las cosas normales bien, no a “cazar leones” por los pasillos, como hacía el Tartarín de Daudet.

También hay que resistir las tentaciones que invaden la vida como consecuencia de la sociedad de consumo. Esto requiere superar los caprichos, no dejarse llevar por lo que ha¬cen los demás, no leer de todo ni comprar de todo ni ver todo en la televisión, o en internet por ejemplo. Tener medida es tener autodominio y para eso hace falta ser fuertes. Damos verdadera lástima si no somos dueños de nuestros actos, si no nos “poseemos.

Ser fuerte es no quejarse ante las dificultades, limitaciones, las incomprensiones o los cambios. La comodidad y el deseo de no sufrir son dos influencias notorias en el ambiente actual. Pero la fortaleza significa usar la voluntad para superar estas debilidades. No pocas veces las cosas discurrirán por caminos distintos a los que nosotros queremos y, en esos casos, el fuerte sabe adaptarse y hacer el bien en circunstancias que no eran las previstas.

La fortaleza implica tomar decisiones con iniciativa para hacer cosas de auténtico valor para los demás. La ilusión y el entusiasmo por la vida ayudarán a salir de la rutina, a pensar, organizar y empujara los demás hacia fines interesantes, sin reparar demasiado en el sacrificio que comportan. También supone no acostumbrarme a lo que está mal, sencillamente como consecuencia de la frecuencia con que ese mal se repite. Es muy fácil acostumbrarse al mal y, así, perder la lucha en la bús¬queda del bien. No estaría de más preguntarse de vez en cuando si contentamos con poco en éste o aquél asunto.

sábado, 17 de mayo de 2008

El pensamiento ecológico de Juan Pablo II

Juan Pablo II se sitúa como adelantado de un nuevo humanismo basado al tiempo en el rechazo de una modernidad decadente y agotada, y en el retorno a una naturaleza que ha sido ocultada en los últimos siglos por gruesas capas de artificiosidad. El profesor José Pérez Adán explica en este artículo la original aportación de Juan Pablo II en este campo.


La Centesimus annus centra su atención sobre todo en tres problemas estructurales de capital importancia. Son, quizá, desde el punto de vista de Juan Pablo II, los tres grandes obstáculos que la sociedad contemporánea ha de superar para alcanzar unas cotas mínimas de justicia y equilibrio.

a) El primer problema se refiere a la creciente diferenciación social que separa, en el contexto del sistema global, a los habitantes de los países ricos del planeta, de los países menos ricos. La división y alejamiento de los mundos constituye una palpable falta de justicia social que clama porque se emprendan de manera urgente medidas más radicales y eficaces para salvar el abismo que se abre cada vez más ancho entre países a veces no tan lejanos geográficamente.

b) El segundo problema concierne a la necesidad de emprender acciones positivas dentro del ámbito de los estados individuales o sociedades cerradas para invertir el proceso de separación entre riqueza y pobreza. Este problema, común a todos los países de la Tierra, se pone de manifiesto en el hecho de que el capital productivo no ha compaginado su proceso de crecimiento con el reparto, dando origen a una perpetuación de la concentración, lo que viene a constituir en muchas instancias "violaciones escandalosas del destino universal de los bienes", como afirmó en la alocución en el centenario de la "Rerum novarum", (15-V-1991).

c) Por último, el tercer problema atañe a la "cuestión ecológica". Juan Pablo II alude aquí a la responsabilidad que incumbe a la sociedad con respecto a la creación y a las generaciones futuras.

Los tres problemas están, naturalmente, relacionados y como resaltaremos después se pueden unir en una causa general. Queremos subrayar ahora, sin embargo, la novedad y originalidad que representa dentro del planteamiento de la Doctrina Social Cristiana el agrupamiento de estos tres problemas individuales, y especialmente la incorporación del tercero para configurar el marco de la denuncia que efectúa el magisterio social pontificio.

La "cuestión ecológica" en el pensamiento de Juan Pablo II

Pasemos ahora a diseccionar las causas y relaciones de este tercer problema; es decir, lo que hemos denominado "la cuestión ecológica" ¿A qué carencias sociales, según Juan Pablo II, está ligada la degradación medioambiental? ¿Cuáles son las causas próximas de la amenaza que representa la pérdida del equilibrio ecológico? Presentamos seis puntos en los que, según nuestra opinión, puede resumirse la contestación del Romano Pontífice a estas cuestiones:

1.- La precaria paz mundial. La sensación de inseguridad frente a los problemas que se puedan presentar hace que la violencia se justifique con argumentos demasiado endebles, porque "no pocos valores éticos, de importancia fundamental para el desarrollo de una sociedad pacífica tienen una relación directa con la cuestión ambiental". Nuestro presente está muy lejos de reflejar una sociedad pacífica, no sólo en el sentido de que si uno no está en paz con Dios, no estará en paz consigo mismo -y, por tanto, tampoco con sus semejantes y con la creación-, sino también porque de hecho vivimos en una sociedad activamente preparada para la guerra: "A pesar de que determinados acuerdos internacionales prohíban la guerra química, bacteriológica y biológica, de hecho en los laboratorios se sigue investigando para el desarrollo de nuevas armas ofensivas, capaces de alterar los equilibrios naturales. Hoy cualquier forma de guerra a escala mundial causaría daños ecológicos incalculables. pero incluso las guerras locales o regionales, por limitadas que sean, no sólo destruyen las vidas humanas y las estructuras de la sociedad, sino que dañan la tierra destruyendo las cosechas y la vegetación, envenenando los terrenos y las aguas".

2.- La falta de respeto a la vida. El aumento del número de abortos y de muertes por eutanasia, como muestras claras de falta de respeto a la vida, constituyen quizá el signo más profundo y grave de las implicaciones morales inherentes a la cuestión ecológica (Centesimus annus, n. 39). A este respecto, Juan Pablo II, nos habla de la necesidad de preservar y defender el sentido de integridad de la creación y advierte que la indiferencia o rechazo de las normas éticas fundamentales que emanan de la defensa de la integridad de la persona humana puede llevar al hombre al borde mismo de la autodestrucción. "Es el respeto a la vida y, en primer lugar, a la dignidad de la persona humana, la norma fundamental inspiradora de un sano progreso económico, industrial y científico. Es evidente a todos la complejidad del problema ecológico. Sin embargo, hay algunos principios básicos que, respetando la legítima autonomía y la competencia específica de cuantos están comprometidos en ello, pueden orientar las investigaciones hacia soluciones idóneas y duraderas. Se trata de principios esenciales para construir una sociedad pacífica, la cual no puede ignorar el respeto a la vida, ni el sentido de la integridad de la creación".

3.- Las formas estructurales de pobreza. Juan Pablo II introdujo en la Solicitudo rei socialis el concepto de "estructuras de pecado" y más tarde se ha pronunciado también por reformas profundas de las estructuras sociales: económicas, políticas y, sobre todo, culturales, que apunten en la dirección de una mayor participación en la creación y distribución de riqueza a nivel global. En este sentido, el Papa observa que las bolsas de pobreza no pueden achacarse a la indolencia de las masas que las sufren, sino más bien a condicionamientos impuestos desde posiciones de poder económico, como es el caso de muchos países que endeudados fuertemente se ven obligados a dilapidar su riqueza ecológica condicionando gravemente su futuro. "Es preciso añadir también que no se logrará el justo equilibrio ecológico si no se afrontan directamente las formas estructurales de pobreza existentes en el mundo (...) Es necesario más bien ayudar a los pobres -a quienes la tierra ha sido confiada como a todos los demás- a superar su pobreza y esto exige una decidida reforma de las estructuras y nuevos esquemas en las relaciones entre los Estados y los pueblos".

4.- La falta de una adecuada ética del trabajo. Difícilmente podrá una persona -que no es responsable de sus actuaciones laborales, porque trabaja para otros y no para sí, ni aún de manera indirecta-, dar un contenido solidario a sus relaciones laborales con el entorno. Es en este contexto en el que Juan Pablo II subraya la necesidad de dar "la debida atención a una ecología social del trabajo". Efectivamente, un trabajador "alienado", tal y como el Papa emplea el término en la Centesimus annus, nunca se sentirá trabajando en algo propio cuando se trata de ejercitar la inteligencia y la libertad en el trabajo. Por el contrario, si realmente se pretende una verdadera realización humana del trabajador, en el sentido último de que éste pueda ser capaz de ver esa realización en la propia donación libre, la solidaridad queda sólidamente preservada, y el trabajador considerará como propios el bien de los demás y la preservación del entorno para ellos y para los que vendrán después.

5.- La deficiente educación estética. Como consecuencia de la excesiva artificiosidad de lo que nos rodea, hemos perdido quizá el contacto con la naturaleza y, de alguna manera también, con el esplendor de paz y seguridad que da la contemplación de la creación. La obra de la creación queda inevitablemente menospreciada y la naturaleza relegada a la función de un útil dispensable; visión que es necesario corregir. "No se debe descuidar tampoco el valor estético de la creación (...) ni la relación que hay entre una adecuada educación estética y la preservación de un ambiente sano"(Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1990).

6.- La necesidad de educar la responsabilidad ecológica. Esto supone para Juan Pablo II el retorno a la educación y práctica de las virtudes, de las que muchas de ellas, como las relacionadas con la sobriedad, pueden denominarse hoy propiamente "virtudes sociales". "La austeridad, la templanza, la autodisciplina y el espíritu de sacrificio deben conformar la vida de cada día a fin de que la mayoría no tenga que sufrir las consecuencias negativas de la negligencia de unos pocos". Es toda una llamada del Papa a la responsabilidad personal; es decir, "hay una urgente necesidad de educar en la responsabilidad ecológica: responsabilidad con nosotros mismos y con los demás, responsabilidad con el ambiente. Es una educación que no puede basarse simplemente en el sentimiento o en una veleidad indefinida. Su fin no debe ser ideológico ni político, y su planteamiento no puede fundamentarse en el rechazo del mundo moderno o en el deseo vago de un retorno al 'paraíso perdido'. La verdadera educación de la responsabilidad conlleva una conversión auténtica en la manera de pensar y en el comportamiento".

Hasta aquí la enumeración de los factores de base más importantes que en su acción conjunta provocan de modo próximo y según Juan Pablo II la aparición de la cuestión ecológica como problema fundamental para el futuro de la humanidad, y, por tanto, como tema central en las últimas exposiciones de la Doctrina Social Cristiana.

Una pregunta nos queda por resolver: ¿existe en la mente del Papa una causa remota, clara y definida, a la que se puede remitir el origen del problema? ¿Podemos aunar todo lo dicho hasta ahora en la denuncia de una carencia singular? La respuesta es inequívocamente afirmativa y Juan Pablo II la manifiesta con claridad, tanto en la Centisimus annus como en el resto de sus documentos sociales: Estamos, nos dice el Papa, ante un problema moral de primer orden. Los problemas ecológicos tienen una causa moral, llegando a afirmar en la citada Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1990: "la situación ecológica demuestra cuán profunda es la crisis moral del hombre". Este es un tema que Juan Pablo II repite constantemente y que hace extensivo a la raíz de los otros dos problemas a los que antes nos referíamos como centrales en la Centesimus Annus:

"En su historia, ahora centenaria, la doctrina social de la Iglesia ha afirmado siempre que la reforma de las estructuras debe estar acompañada por una reforma moral, pues la razón más profunda de los males sociales es de índole moral; es decir, 'por una parte el afán de ganancia exclusiva, y, de otra, la sed de poder' (Solicitudo rei socialis, n. 37). Siendo de este orden la raíz de los males sociales, resulta que sólo se les podía vencer en el plano moral; o sea, por medio de una 'conversión', un pasar de comportamientos inspirados por un egoísmo incontrolado, a una cultura de solidaridad auténtica".

En este marco conceptual debe entenderse la llamada del Papa para salvaguardar las condiciones morales de una auténtica "ecología humana". La dimensión moral, tan ignorada hasta hace bien poco, cobra así una importancia primordial. En la consideración de la cuestión ecológica juegan, pues, un papel específico las referencias valorativas que parten de la visión que el hombre tenga de sí mismo como persona y como ser social. "No solo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la intención originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado"( Centesimus annus, n. 38).

lunes, 12 de mayo de 2008

Dimensión social de la persona




Hemos visto, de la mano de Gonzalo Beneytez, que la persona es un ser dotado de intimidad, con una dimensión espiritual. Veremos ahora que a la vez es un modo de ser abierto a los demás. Necesitamos combinar la convivencia con los demás —la vida exterior— con la reflexión, la vida interior. Las dos formas de vida forman parte del ser de la persona.


En la intimidad se fraguan las convicciones, los gustos, el aprecio por las personas, el interés por determinados proyectos. En la intimidad se forjan las actitudes fundamentales de la vida, los planes, las elecciones cotidianas. En la intimidad defino mi propia personalidad. Sin intimidad la vida personal discurriría como el agua que se pierde por una acequia. Es preciso desarrollar la interioridad personal. La existencia personal es tanto más plena en cuanto que la vida interior es más profunda.

Al mismo tiempo hemos de reconocer que la vida no se reduce a interioridad. La vida humana se desarrolla precisamente en el entramado de las relaciones personales y en la confrontación con los acontecimientos externos. Esas situaciones establecen las condiciones en las que el sujeto debe crecer, aprender y madurar. Ese es el campo en el que la persona puede y debe realizarse. Hay que saber encontrar el justo equilibrio entre vida exterior y vida interior. La vida interior precisa apertura hacia fuera, abrirse al mundo exterior. Esta apertura es precisamente la comunicación.

La comunicación humana

La comunicación es una capacidad esencial de la existencia humana. La persona dispone de muchos medios de comunicarnos con los demás.
El cuerpo es tal vez el medio más básico de comunicación con los demás. Se ha dicho que el rostro es el reflejo del alma. Podríamos añadir que no sólo el rostro; todo el cuerpo es el medio por el que una persona refleja el estado anímico interior. Las posturas, los gestos, el modo de mirar, la posición de las manos, la cercanía física... son el lenguaje primordial con el que comunicamos a los demás nuestra postura personal ante los asuntos y las circunstancias que vivimos.

La comunicación corporal se prolonga por medio del lenguaje oral, el diálogo, la conversación. Por la conversación salimos de la soledad propia de la intimidad y compartimos la riqueza de la intimidad con los demás. Por la escucha permitimos que el prójimo nos revele su intimidad. Surge así el diálogo, la comunicación, el encuentro personal entre los hombres: la comunión entre las personas. Todos necesitamos abrir el corazón: manifestar las alegrías, penas, proyectos, dificultades... para desahogarnos, para encontrar consuelo, recibir ayuda, superar la ignorancia y ganar seguridad.

La comunicación es una capacidad específica de relación entre las personas. La comunicación es la puerta del hombre a la cultura y hacia su propia humanización. Por la comunicación aprendemos desde lo más básico hasta lo más trascendente de la vida. Los hombres poseemos la capacidad de comunicar lo que conocemos, lo que sentimos, queremos y amamos. Podemos así ayudarnos a conocer la verdad y vivir en la verdad. Gracias a la comunicación cada persona percibe en el fondo lo que más necesita: saberse comprendido, valorado y amado como persona.

Ámbitos de convivencia

De manera natural cabría decir que las primeras experiencias que acompañan a una criatura humana desde que nace son de amor: el amor de los padres, el amor paterno-filial. El niño reclama sentirse querido desde el nacimiento. El hijo va discerniendo poco a poco que su vida se origina y desarrolla en íntima conexión con el amor mutuo de sus padres. Esta atmósfera de amor es de vital importancia para su equilibrio y estabilidad psíquica.

La convivencia que normalmente se da entre hermanos abre un horizonte nuevo al niño: la relación de fraternidad. La convivencia familiar, el diálogo, el intercambio y disfrute de bienes, la compartición de cosas, de tareas domésticas, de proyectos familiares, de ideas... todo eso contribuye poderosamente al desarrollo humano del niño y a la toma de conciencia de su condición personal.
La convivencia con otros niños: en el colegio, en el tiempo libre, por la participación en juegos, aficiones, deportes... fomenta el desarrollo de las cualidades básicas de la persona. Se descubre la amistad. Se comprende que ser persona es vivir en convivencia. Y si la convivencia es de confianza y amistad el niño se desarrolla mejor. La educación debe ayudar a cada hombre a desarrollar su personalidad, su carácter, la capacidad de convivir pacífica y armónicamente con los demás.

Desde la pubertad se despierta la inclinación sexual hacia la convivencia con personas del otro sexo. Se experimenta el enamoramiento cargado de fuerza emocional y pasional. El amor juvenil otorga una nueva profundidad a la relación personal: se entiende que la persona es digna de ser amada de una manera superior a cualquier otra realidad del mundo.
El amor emocional pierde poco a poco su fuerte carga afectiva y puede adquirir una forma más objetiva y voluntaria. Se profundiza en el conocimiento mutuo y se empieza a amar al otro de una manera más inteligente, más humana, más madura. El enamoramiento madura hacia formas de amistad con una compenetración humana más o menos profunda.

El enamoramiento puede insinuar la posibilidad de consolidar esa relación hasta el punto de hacerse perdurable y definitiva mediante un compromiso mutuo de entrega absoluta. Se alcanza así la forma más alta de amor: el amor esponsal, amor absoluto entre un hombre y una mujer: amor incondicionado, único, exclusivo, estable y fecundo. Sobre el amor esponsal nos ocupamos más detenidamente en el tema VIII.
La vida humana es convivencia, relación, familia, amistad, sociedad… El hombre se siente llamado a la concordia, la solidaridad, la ayuda, comunicación y promoción mutua, el afecto y amor. Todos somos distintos, pero podemos establecer unas pautas de convivencia que respeten las legítimas diferencias y permitan establecer cauces de entendimiento y colaboración en los que cada uno ponga los talentos propios al servicio de los demás y todos pueden obtener beneficios mutuos.

En la sociedad occidental se extiende por desgracia el fenómeno de la soledad. La soledad tiene una etiología muy compleja; pero cabe discernir que la raíz de este problema se debe a todo un conjunto de deficiencias sociales de tipo cultural: el afán de autosuficiencia, la superficialidad de las relaciones interpersonales basadas primordialmente en la utilidad o el interés pragmático... y en definitiva el individualismo de raíz liberal. La sociedad moderna tiene ante sí el reto de fomentar la conciencia social de la persona: la convicción de que el desarrollo del bien común constituye el mejor modo de asegurar la consecución del mayor bien personal.

La comunión personal

Llamamos comunión personal a la específica relación humana que se establece entre un grupo de personas que se encuentran aunadas por una forma de convivencia, un conjunto de actividades y bienes que les permiten alcanzar una cierta realización personal. El objeto constitutivo de la comunión puede ser de muy diverso tipo: proyectos de vida, aficiones, creencias, ideales, valores, intereses prácticos... La comunión personal establece lazos estables de convivencia, colaboración y ayuda mutua que permiten realizar modos de existencia y alcanzar bienes humanos que serían inasequibles individualmente.

La comunión personal perfecciona a las personas en alguna faceta humana según la naturaleza del bien común compartido. Las principales formas de convivencia destinadas a propiciar la comunión personal deberían ser sin duda el matrimonio y la familia. En segundo lugar —y sirviendo de complemento a éstas— deberían darse manifestaciones de verdadera comunión personal en las diversísimas formas de convivencia que constituye el tejido social: cualquier ámbito de trabajo, las empresas de producción y servicios, los centros comerciales, los centros de enseñanza y formación profesional, los lugares de recreo y diversión, las asociaciones de tipo lúdico, los centros de vida religiosa… Todo el entramado social debería ser lugar de promoción y desarrollo moral de las personas que allí conviven.

miércoles, 7 de mayo de 2008

El amor y otras idioteces

A pesar del título, el último libro de José Pedro Manglano trata de un tema muy serio: la “trivialización del amor”. Abundantes citas literarias ilustran los planteamientos del autor, que termina con un epílogo titulado: “Decálogo para noveles en el amor” donde hace estas afirmaciones:



El amor es como el pan: si no es del día, se queda duro
Cada día hay que volver a amar. No se puede vivir de las rentas. Si no afirmo cada día, con palabras y hechos, que le amo, el corazón se endurece.

En amor solo hay dos calificaciones: sobresaliente o suspenso
Hay un amor y muchos sucedáneos. La naturaleza del amor es tal que solo se puede amar dándolo todo, y sin exigir correspondencia. En amor, los sucedáneos son más baratos pero no funcionan.

La relación que te hace mejor es buena; la que te hace peor es mala
Cuando se aprecia al otro, es bueno que surja el deseo de darle el mejor yo: “no quiero darme así de defectuoso”, “él se merece más”. No es malo que aparezca cierto sentido de indignidad, pues significa que apreciamos el valor sagrado de la intimidad que nos acoge. Esta es la fuerza que hace que queramos mejorar libre y eficazmente: entregar al otro algo más valioso, menos indigno. Se crea así una sinergia que necesariamente mejora.

El aire de los pulmones del amor es la confianza: sin ella, se ahoga
Es mejor estar dispuesto a ser engañado que negar al otro la confianza. Al principio, puede parecer que se pierde; al final, vence la bondad. En el noviazgo se debe conocer si el otro es digno de mi confianza. No significa pasar todo por alto: cada uno debemos exigir que se nos respete. Pero respetar al otro implica no dudar de él, de su intención.

Quien bien te quiere, te hará llorar. Quien mal te quiere, te hará flotar
No se trata de hacer llorar por capricho, sino porque lo exige el crecimiento. No se trata de crear ocasiones difíciles al otro, sino de no evitar las que surgen: se le enfrenta con la realidad, y se le ayuda. Si no le gusta estar con determinadas personas, o si prefiere estar conmigo saltándose su horario de trabajo, o si le resulta arduo ver a un familiar enfermo, o le disgusta que dedique tiempo a amigos… son situaciones en las que necesita de mí para ser capaz de asumirlas; darle mi blanda compasión no le hace mejor. Quiere mal quien en lugar de acompañar mientras el otro pisa el terreno, le ayuda a vivir flotando sobre la realidad, sin enfrentarse a las cosas.

En boca cerrada no duran los amores
Es esencial llevar al día la verdad. De otra manera, se acumula y se hace una bola que no hay garganta que pueda tragarla. Ser sincero es el medio para llevar lo que habita mi intimidad hasta la suya, y para traer la suya hasta la mía. Hablar y escuchar, para tratar de comprender.

El amor dominante no es amor, eso es posesión
El único dominio que conoce el amor es el sometimiento voluntario que suscita la entrega del otro. Las estrategias de dominio son siempre desgraciadas. El amor da alas, no tiende cadenas. La única cadena que conoce es la coacción que supone el amor incondicional recibido.

Entre amantes, mandar es pedir por favor
La naturaleza del amor necesita la libertad. El amor se ha embrutecido si necesita manifestar, explícitamente o con amenazas, sus deseos. Aunque sea más lento, no es bueno romper con esta norma del amor.

Lo que no subas hoy, lo subirás mañana… con más kilos
El noviazgo es un tiempo formidable de la vida que, como las monedas, tiene cara y cruz. Subir a la cima en el amor exige una dolorosa purificación del yo, purificación de todo lo que no me permite amar mejor. Afirmar el tú significa negar el propio yo en muchos aspectos para ser capaz de crear el ‘nosotros’. Tarde o temprano, hay que pasar por esta lenta purificación. Por eso, no importa sudar en el noviazgo: al subir esas rampas nos conocemos mejor y también al otro; además, se hace con la libertad del que no se ha comprometido definitivamente.

“Jugar a novios” daña seriamente la salud del corazón
Ser novios supone una etapa de relación entre dos personas que consideran posible unir sus vidas en un futuro, y se abren paulatinamente para conocerse y confirmar o desechar expectativas. Salir con una persona porque gusta, durante un tiempo –un verano, hasta que me canse, mientras dure una circunstancia…- es jugar. Si uno de los dos va en serio, terminará herido por quien está jugando. Puede no estar mal jugar a novios si los dos están de acuerdo en que eso es lo que hacen y, entonces, no se confían su intimidad. Pero, ¿y si dan a pesar de estar jugando? En tal caso, las supuestas manifestaciones de amor pueden ser fingimiento, imitación o indiscreción, y entonces endurecen, vician o hieren.

Yo puedo deformar mi visión de la realidad, pero la realidad no se deforma
La realidad no se deja manipular. Si una persona no me conviene, por más que quiera convencerme de que es la mejor para mí, seguirá sin convenirme. Y el tiempo dará la razón a la realidad, no a mi montaje mental.

El noviazgo no es una heroica obra de caridad
Declarar que el otro me necesita, que me da pena, que se moriría sin mí… no es criterio para establecer o continuar el noviazgo. Ayudar al otro no es ni puede convertirse en el objetivo exclusivo de la relación. Por el bien de los dos, uno debe elegir… el mejor complemento para los años de su vida. Cuando hay compromiso… ya es otro cantar.

Cualquier complicidad entre amantes es pan para hoy y hambre para mañana
La complicidad para el mal acaba desuniendo. El entendimiento entre amantes es tan grande que resulta fácil que se comparta la atracción del mismo mal. Aunque une mucho hacer el mal juntos, hacerlo cogidos de la mano no hace bueno lo malo; y lo malo, como es mentira, termina por desunir. Cualquier complicidad es un boomerang que, aunque se pierda de vista, acaba volviendo y golpeando a sus autores… Ser cómplice en algo es introducir una mina en la relación que, tarde o temprano, explotará. Así se explican los odios superlativos a quienes estuvieron tan unidos… incluso para el mal.

El cuerpo, como la sal, debe ajustarse a cada plato
Es verdad que la atracción física en muchos casos es la que despierta el proceso amoroso, pero pensar… ‘enganchado lo tendré’, ‘más mío será’… es una estrategia peligrosa. Aunque el cuerpo sea cebo para picar, usarlo para “alimentar el bicho” es contraproducente. Cada etapa de la relación exige su adecuada y verdadera relación corporal. Medir el amor por la cantidad de cuerpo que se da… no es acertado. La máxima entrega física no es la mejor manifestación del amor; la mejor es la que sea verdadera. Si en vez de manifestar el amor con el cuerpo, el cuerpo se usa como arma, se engaña con el cuerpo. Lo mejor no es la máxima entrega física, sino la máximamente verdadera, la entrega física adecuada a la relación.

Quien lleva la cama a la plaza, fácilmente te reemplaza
Lo que rodea a la donación plena de los amantes se vive desde lo más hondo e íntimo de la persona. La intimidad aireada que no duele habla de una relación todavía impersonal. Posibles diagnósticos: 1) no hay núcleo íntimo que salvaguardar; 2) no se tiene nada que dar en exclusividad. Conclusión: Las intimidades fuera de la intimidad no son intimidades. La intimidad pública es contradictoria: ciertos arrebatos amorosos en mitad de la calle son tan incoherentes como un secreto a voces…