martes, 30 de junio de 2009

Diagnóstico cultural de nuestro tiempo

Alejandro Llano, Catedrático de Filosofía y Director del Instituto de Antropología y ética, Universidad de Navarra hace un clarificador "diagnóstico cultural del tiempo presente": Si se examinan las mentalidades y formas de vida que hoy imperan en Occidente, se detectan cuatro problemas de fondo que tiene que abordar la educación del hombre actual…

El relativismo, la concepción de los derechos humanos, la idea y práctica de la sexualidad, y el consumismo son cuestiones de las que nadie puede considerarse al margen. Ante las tendencias disolventes en estos terrenos, se presenta una oportunidad de ser rebeldes, para crear otros modos de pensar y de vivir más conformes con la dignidad de la persona.

Podemos considerar el relativismo cultural como el primer problema, el más profundo y abarcante, que ofrece hoy día relevancia intelectual. Como ha señalado Pierre Manent en su libro La ciudad del hombre, lo que se encuentra en la raíz del relativismo cultural es el abandono de la noción de naturaleza y, con ella, de la visión teleológica del hombre y de la entera realidad. Con mucho acierto, Pierre Manent sitúa en el siglo XVII la época en la que la humanidad europea se decide a echar por la borda de una buena vez la idea de naturaleza humana. Y el autor más representativo de esta operación ideológica no es otro que John Locke. Esto va unido a unas variaciones en el modo de vida que suponen el cambio de los parámetros comunitarios propios de la polis o de la civitas por otros, característicos de las sociedades modernas, en las que la clave relacional ya no es la amistad cívica sino el comercio.

El comercio no tiene patria ni aspiraciones de perfeccionamiento. Es una combinatoria anónima cuyo único propósito consiste en la mejora de las condiciones materiales de vida y, por decirlo de una manera que para Locke no es trivial, en el logro de la comodidad, del comfort. El comercio es defensivo, huidizo: no busca ya el vivir bien de los clásicos y cristianos, sino meramente el sobrevivir de la manera más placentera posible.

La vida buena, las humanidades, la religión, la cultura, se convierten entonces en una creación circunstancial e histórica del propio hombre. Y, por lo tanto, poseen un valor estrictamente relativo. A su vez, el modo comercial de vida –que sigue siendo el nuestro– fomenta la globalización, la movilidad de la población y, por lo tanto, el multiculturalismo, que viene a ofrecer en un solo golpe de vista el abigarramiento de las diferentes creencias, valoraciones, creaciones artísticas, gustos, preferencias o estructuras familiares.

Ética leve
En una situación de esta índole, la virtud fundamental es la tolerancia. Lejos de toda pretensión de superioridad o exclusivismo, cada cultura o religión debe concebirse a sí misma como una más entre otras. Lo contrario sería dogmatismo o fanatismo –eso que hoy día se llama fundamentalismo–, que es lo único que la tolerancia no debe tolerar.
Evidentemente, tal visión de la realidad social abre camino a una concepción minimalista, leve, light de la moralidad. Es la ética sin metafísica y, por los mismos motivos, un enfoque de la convivencia social que -por utilizar la expresión de John Rawls- se caracteriza por ser político, no metafísico. Como ya no se admite que haya una naturaleza –y tampoco, por ende, que haya cosas que sean según la naturaleza o contra la naturaleza–, la ética es exclusivamente procedimental o funcional: es la moral del buen funcionamiento.

Sin embargo, a la luz de lo acontecido en estos tres últimos siglos, cabe decir que “el funcionalismo no funciona”. El olvido de la naturaleza –que, por más que nos empeñemos en negarlo, sigue siendo nuestra manera fundamental de ser- lleva consigo un completo descoyuntamiento de la vida personal y social. Sin necesidad de echar cuentas de quebrantos y ganancias de este período, basta con fijarnos en la pérdida de sustancia moral característica de las sociedades actuales, en las que lo que empieza a ser problemático es justamente aquello que ante todo se pretendía, a saber, sobrevivir de una manera mínimamente digna.

La verdad es subversiva
Como moraleja de estas disquisiciones, puede servir la recomendación de una relectura de dos encíclicas que mutuamente se complementan y que presentan un extraordinario valor histórico en el fin del milenio: Veritatis splendor y Fides et ratio. Ambos documentos nos vienen a decir –el primero en clave práctica y el segundo en clave teórica– que lo más grave de esta época reside en la falta de un pensamiento que esté a la altura de los tiempos y de la condición humana.

Es la paradoja de un pensamiento que ha perdido su finalidad propia: la orientación de toda la vida hacia la verdad, como perfeccionamiento último del hombre. Es preciso que redescubramos la tremenda fuerza de la verdad, el interés absoluto de la verdad, el valor inalienable de la verdad. Como dice Leonardo Polo, la verdad no tiene sustituto útil, no se puede reemplazar por nada que resulte igualmente válido. Hoy día, decir la verdad siempre –sin componendas, cesiones o compromisos- es la estrategia subversiva por excelencia. Desde luego resulta peligrosa para quien la proclama, pero sobre todo es dañina para quien procura ocultarla por su puro y simple acallamiento, o por la relativización de algo que es en sí mismo absoluto.
El relativismo es un modo muy deficiente de pensar, que no resiste los primeros embates de una crítica mínimamente rigurosa. Constituye, más bien, un modo de no pensar, de acomodar la vida a las circunstancias inmediatas, sin estridencias, y dedicarse al consumo y al comfort.

Entender los derechos humanos
Por muy relativista que se sea, toda persona humana y toda sociedad necesitan un marco de referencia, algo en lo que confiar y en lo que creer. Pues bien, a la luz de lo dicho y de una cuidadosa exploración de nuestro entorno cultural, cabe advertir que las únicas referencias “políticamente correctas” son los derechos humanos. Expulsada por la puerta, la humana naturaleza vuelve a entrar por la ventana. ¿Qué podría significar el calificativo humanos que se une al sustantivo derechos sino aquello que es propio del hombre, que le corresponde por su propia esencia o naturaleza? Bien entendidos, los derechos humanos no son otra cosa que lo que antes se llamaba derecho natural o ley natural, sin entrar ahora en otras precisiones conceptuales. Y aquí nos encontramos con una pieza doctrinal, culturalmente acreditada, de la que cabe echar constantemente mano, no por oportunismo o táctica, sino justo por atenerse a la verdad del hombre que en tales derechos se expresa.

Ahora bien, sería ingenuo pensar que el sentido actualmente dominante de la expresión derechos humanos fuera justamente el de derecho natural o ley natural, por más revisiones y actualizaciones que se hagan de estos conceptos clásicos. En lo que podríamos llamar “semántica de los derechos humanos”, la acepción predominante en la modernidad no puede ser otra que la de unos atributos que -a falta de cualidades naturales- el hombre se da a sí mismo, como reivindicación de esa autonomía absoluta que le confiere precisamente el haberse librado de una naturaleza heterónoma. Así entendidos, los “derechos humanos” no admiten límite: siempre se pueden reivindicar derechos humanos “nuevos”, aunque ello suponga transgredir aquellos otros “viejos” y seguramente más fundamentales. En su acepción ideológica radicalizada, los llamados “derechos humanos” son esencialmente insolidarios: algo que alguien reivindica contra otro.

Es imprescindible ganar la “batalla retórica” de los derechos humanos; no permitir que deriven irreversiblemente hacia su versión individualista y agnóstica; abrir un camino cada vez más ancho a su versión cognitivista, es decir, aquella que se basa en la admisión de la capacidad que el hombre tiene para conocer su propia naturaleza.

Materialismo artificial
En el fondo de las graves confusiones con las que nos enfrentamos al doblar el cabo del milenio, se encuentra una concepción del mundo y del hombre que consiste en un materialismo cada vez más sofisticado y, por ello mismo, más radical. Ya nadie niega que haya esferas de la realidad que no responden a simples procesos físico-químicos, entre otras cosas porque se ha descubierto paso a paso que tales procesos nada tienen de simples, en el sentido de susceptibles de una explicación simplista. Lo que sucede es que, por más que haya evolucionado la ciencia contemporánea, en el fondo seguimos pensando que todo acaba por reducirse a materia y movimiento local, es decir, a un mecanismo que no se distingue esencialmente de los que el hombre mismo puede fabricar.

El ejemplo más profundo y más claro es el de nuestro propio conocimiento. La gran hazaña intelectual de Husserl y la fenomenología es haber demostrado, de manera invulnerable, que el conocimiento humano no consiste en los procesos psico-físicos de nuestra mente. Porque, en realidad, en la mente no hay procesos, sino actos. Y, en último término, porque no existe algo así como un recinto de internos fenómenos psíquicos –al que llamamos “mente”- que transcurrirían en paralelo a los externos fenómenos físicos.

Que no estoy exagerando demasiado es algo que se demuestra en los actuales debates sobre inteligencia artificial. En los laboratorios de las universidades norteamericanas ya constituye una especie de broma el animar a alguien a que pida una subvención pública o privada para llevar a cabo una investigación en inteligencia artificial, por la fundamental razón de que es un campo en el que se ha prometido mucho y no se ha producido casi nada. Y, sin embargo, cada vez está más extendida la idea de que nuestro cerebro es una especie de potentísimo ordenador, al cual se pueden reducir todos los procesos mentales.

Culto al cuerpo
¿A qué se debe que hayamos perdido lo que se podría llamar el “sentido del espíritu”, la convicción de que ahí reside la realidad verdadera, la fuerza más poderosa? Se debe a que se ha incorporado a nuestra visión del mundo el lema “la fuerza viene de abajo”, de la estructura material y básica, que condiciona la superestructura más o menos adjetiva y evanescente, donde acontecen los fenómenos de tipo cultural o “espiritual”, en un sentido completamente desvaído de esta última palabra. Pensar así equivale a ser marxista sin saberlo. Por eso produce cierta triste gracia ver cómo a materialistas resabiados se les llena la boca hablando de “la caída del muro de Berlín”: al fin y al cabo han tenido que recurrir a un hecho material y anecdótico (el derrumbamiento de una pared), para visualizar un evento histórico que está lejos de haberse resuelto de una vez por todas.

Decía Goethe, en el que se inspira Nietzsche y en general los “filósofos de la sospecha”: “gris es la ciencia y verde el árbol de la vida”. El espíritu es de un gris tristón y desvaído -”el último humo de una realidad que se apaga”, diría Nietzsche-, mientras que el cuerpo resplandece con sentimientos, emociones, perspectivas y visos siempre nuevos. El materialismo de esta época es, sobre todo, un corporalismo: culto al cuerpo. Corporalismos son, al cabo, la new age , la meditación trascendental, el yoga y demás orientalismos.
El auténtico “culto al espíritu” no puede separarse del culto a Dios: de lo contrario, degenera en corporalismos cada vez más ambiciosos, porque se acaban atribuyendo al cuerpo aquellas características del espíritu que todavía no se han disipado del todo. Como decía el San Josemaría Escrivá, es preciso materializar la vida sobrenatural, que es justamente lo contrario de “espiritualizar” la materia.

Esta es la clave: hay que afirmar, por todos los medios, la primacía del espíritu sobre la materia. Y este sentido de la realidad y eficacia del espíritu procede reincorporarlo a la vida diaria, al común vivir y sentir de las gentes, hasta en los detalles aparentemente más intrascendentes: desde decir “adiós” en lugar de “venga”, hasta redescubrir el profundo sentido espiritual de la alimentación humana; desde añadir “si Dios quiere” al formular un proyecto o previsión, hasta defender las tradiciones cristianas.

Sexualidad exhibicionista
Nada tiene de extraño que ese difuminado materialismo teórico desemboque en numerosas y variadas manifestaciones de materialismo práctico. La primera y más llamativa es la que deriva de la llamada “revolución sexual”, producto de las ideas de 1968 y de las técnicas anticonceptivas. Como ha señalado Fernando Inciarte, este es quizá el único ejemplo claro y delimitable de lo que el marxismo entiende por “revolución”: la transformación de unas condiciones materiales que genera un cambio moral y religioso, una mutación de las costumbres y los modos de vida. Se dirá que siempre ha habido disolución moral en el campo de la sexualidad. Pero lo que es un fenómeno del todo nuevo es el permisivismo completo en muchos ambientes, hasta llegar a la exaltación del sexo y la normalización social de las perversiones sexuales. La pérdida del pudor, del respeto al cuerpo propio y ajeno, de la vergüenza en exhibirlo ante propios y extraños es quizá el fenómeno moral más grave con el que nos enfrentamos en este fin de siglo.

Detrás de esta realidad social hay toda una labor de ejercicio de la “sospecha” intelectual que viene de muy atrás. Existe también una estrategia de seducción y perversión, desde la infancia hasta la vejez, que ha conducido a una penosa “sexualización” del arte y de la moda, por no hablar de la publicidad, el cine y, por supuesto, la televisión. Por debajo de estas manifestaciones se encuentra lo que antes llamaba “corporalismo”, culto al cuerpo, preocupación excesiva por la apariencia externa –causante de tantas anorexias–, por la salud, por la comida, por el descanso, etc.

Reeducar el gusto
Pero incluso en este terreno tan pantanoso resulta que hay lo que un colega mío llamó “límites invulnerables del ethos social”. Será difícil –por ejemplo– decir siempre la verdad, pero tampoco se puede llegar a mentir siempre o casi siempre, porque entonces la sociedad se disolvería. La corrupción sexual también registra efectos, por así decirlo, de rebote, que es preciso aprovechar con astucia de serpiente (no se me ocurre otro terreno más adecuado para aplicar tan olvidado mandato evangélico).

Ahora bien, el trabajo más eficaz es siempre el positivo. Por señalar una vía, apuntaría a la recuperación de los clásicos. De sus obras artísticas y literarias cabría decir justamente lo contrario de lo señalado en las producciones actuales: que es muy raro encontrarse con representaciones o relatos escabrosos (aunque nada se deja sin tratar con toda naturalidad: basta pensar en la Biblia, en El Quijote, en Shakespeare, ¡en Quevedo!, o en la serenidad de los desnudos que aparecen continuamente en la pintura y escultura clásicas). Se trata de una re-educación del gusto, es decir, de que llegue de nuevo a agradar lo bello y lo bueno, y a repeler o disgustar lo soez y desvergonzado. Y en este campo no es improcedente cultivar un sentido de la excelencia y hasta, si se me permite, una cierta discriminación.

El consumo, por último. Evidentemente, hay que consumir, porque de lo contrario uno se muere o malvive. Pero poner en el consumo el núcleo de la vida es una estrategia mortal. Los lujos de ayer se redefinen como necesidades de mañana, decía Daniel Bell en ese libro imprescindible que sigue siendo Las contradicciones culturales del capitalismo. Y si la economía actual exige la expansión indefinida del consumo, es que se trata de una economía mal pensada, humanamente deplorable.

Sobriedad, elegancia del espíritu
Y aquí entran de lleno las viejas virtudes morales, que ahora se están redescubriendo no sin cierto asombro. Solo con vivir la justicia distributivo se evitarían gran parte de los males del consumismo, que es una enfermedad social corrosiva y epidémica. De manera que la difusión de la labor de las ONGs asistenciales (y honradas), el fomento del voluntariado, la reivindicación del famoso 0,7% y la promoción de una cooperación internacional mucho más eficaz son acciones que van en la buena dirección. Se trata de llegar, por todos los medios posibles, a una situación en la que la riqueza común sea compatible con la austeridad personal, sin que los consabidos indicadores económicos hagan sonar sus apocalípticas señales de alarma. Como indica Schumacher en Lo pequeño es hermoso –otro libro de obligada relectura–, la virtud que hoy más necesitamos es la sobriedad. Y la sobriedad es la elegancia del espíritu.

martes, 16 de junio de 2009

Los ocho desafíos del mundo actual

¿Cuáles son los desafíos que todo líder político o económico, toda persona que quiera promover un mundo más justo, tiene que afrontar en nuestra época? Juan Pablo II ha respondidó a esta pregunta concretando ocho retos decisivos que tienen un común denominador: poner al hombre y a la mujer en el centro del desarrollo. 

Nos parece interesante recordar el artículo publicado por el semanario Alfa y Omega en el que analiza las ocho propuesta que presentó Juan Pablo II en su discurso a los embajadores de los países acreditados ante la Santa Sede el 10 de enero de 2002. El artículo recoge su enunciado sintético, tal y como fue presentado por el Papa a los representantes de la comunidad internacional, ilustrándolo con declaraciones del mismo obispo de Roma y de sus representantes ante los foros internacionales de las Naciones Unidas.

Defensa de la vida humana en toda situación

El primer desafío que en estos momentos espera al mundo es, según Juan Pablo II, «la defensa del carácter sagrado de la vida humana en toda circunstancia, en particular ante las manipulaciones genéticas». 

Ante todo, el Pontífice especifica: en toda circunstancia. La aclaración recuerda el encendido debate que existía entre los católicos estadounidenses, hace algo más de tres años. Los grupos pro-vida, que luchan por la defensa de la vida humana en sus fases preliminares, se preguntaban si debían luchar con la misma energía contra la pena de muerte. Algunos de ellos, contradictoriamente, eran incluso favorables a la ejecución capital; otros eran convencidos opositores, pero se decían que quizá era mejor concentrar los esfuerzos en la defensa del no nacido, pues los sondeos confirmaban que la mayoría de la opinión pública es favorable a la pena de muerte. En pleno debate, era muy esperada la visita de Juan Pablo II a Saint Louis (Estados Unidos), a final del mes de enero de 1999, tras su viaje a México. En la misa celebrada en el Trans World Dome de aquella ciudad de Missouri, el 27 de enero, fue muy claro: «Ser incondicionalmente pro-vida –dijo textualmente– significa defender, servir y celebrar la vida en toda circunstancia». 

«Un signo de esperanza –añadió– es el mayor reconocimiento de que no se puede quitar nunca la dignidad de la vida humana, incluso cuando alguien haya cometido un gran mal. La sociedad moderna tiene los medios para protegerse, sin negar definitivamente a los criminales la oportunidad de reforma». El Papa fue aún más allá. Un día antes, en el aeropuerto de Saint Louis, ante el entonces Presidente Bill Clinton, explicaba: «Escoger la vida implica rechazar toda forma de violencia: la violencia de la pobreza y del hambre, que oprime a demasiados seres humanos; la violencia de los conflictos armados, que no resuelve, sino que agrava las divisiones y las tensiones; la violencia de armas particularmente horrendas, como las minas anti-personales; la violencia del tráfico de droga; la violencia del racismo; y la violencia de los irresponsables daños al ambiente natural». 

Para el Papa, sería un error reducir la cultura de la vida a la defensa de los derechos de los no nacidos. Ciertamente, éstos exigen un compromiso especial, pues son particularmente inermes. Pero la defensa de la vida no sería creíble si no se compromete en la defensa de toda vida, en todos los instantes, desde la concepción hasta el ocaso natural. Ahora bien, en el enunciado de este desafío, el sucesor de Pedro hace una especificación significativa: exige defender la vida en particular ante las manipulaciones genéticas. Éste es quizá el gran reto que el hombre tiene ante sí en estos momentos, según el timonel de la barca de Pedro. Las estupendas posibilidades de la investigación científica, tan ardientemente promovidas por él en estos 23 años de pontificado, presentan el riesgo de hacer del hombre, en especialmente en el primer instante de su existencia, mero instrumento de experimentación o materia prima sacrificada al provecho de la industria farmacéutica.
Se entienden así las afirmaciones del físico Antonino Zichichi, Presidente de la Federación Mundial de Científicos, quien consideró que las consecuencias de la ingeniería genética podrían ser mucho más graves que las de la bomba atómica (Il Messaggero, 17 de agosto de 2000).



Promoción de la familia
El segundo desafío que expone el Papa es «la promoción de la familia, célula fundamental de la sociedad». Mucho antes que ser una cuestión ética o religiosa, presenta la familia como una realidad humana y social. 

En una sociedad globalizada, en la que las personas se convierten en simples números de tarjeta de crédito, en códigos de identificación fiscal, o en votos, el Santo Padre está convencido de que la familia es el primer lugar en el que se superan las «relaciones puramente funcionales», para instaurar «relaciones interpersonales, ricas de interioridad, de entrega gratuita» (explicaba el 15 de octubre de 2000, en el Jubileo de las Familias). En la familia, el hombre, la mujer, el bebé, no son consumidores, son personas con nombres y apellidos. 

Por ello, según el mismo obispo de Roma, «uno de los desafíos más arduos que afronta hoy la Iglesia es el de una cultura individualista, que tiende a circunscribir y aislar el matrimonio y la familia en el ámbito privado» (discurso a la Rota Romana, 11 de febrero de 2001). Es en la familia donde comienza la resistencia ante la homologación y homogeneización de la cultura dominante. 

«La Iglesia sabe también, y la experiencia diaria se lo confirma –añadía el Papa en el Jubileo de las Familias–, que cuando este designio originario se obscurece en las conciencias, la sociedad recibe un daño incalculable». Numerosos estudios han demostrado ampliamente que los índices de criminalidad, de suicidio, de pobreza y marginación aumentan con los índices de divorcio. 



Eliminación de la pobreza

El tercer desafío para Juan Pablo II es «la eliminación de la pobreza, mediante esfuerzos constantes en favor del desarrollo, de la reducción de la deuda y de la apertura del comercio internacional». 

En los últimos años, las Conferencias internacionales organizadas por las Naciones Unidas sobre el desarrollo han llegado siempre a una misma conclusión: los esfuerzos para reducir a la mitad la pobreza en el mundo (compromiso solemnemente asumido por la comunidad de naciones) son insuficientes. Ante esta situación, los representantes de la Santa Sede ante las Naciones Unidas insisten cada vez más en el hecho de que toda política que hoy día quiera combatir la pobreza en su raíz tiene que hacer del hombre, de la mujer, protagonista de su futuro. Esto es particularmente evidente en la economía actual, «fundada sobre los conocimientos», como constataba el arzobispo Diarmuid Martin, observador permanente de la Santa Sede, al intervenir, el 25 de marzo, ante la Comisión para los Derechos Humanos de la ONU. «Su iniciativa y creatividad son la fuerza motriz, e innovadora, de una economía moderna», añadió. Ahora bien –constató–, «la triste realidad es que muchas personas, quizá la mayoría hoy, no tienen los medios que podrían asegurarles ocupar su lugar de forma eficaz y humanamente digna dentro de un sistema productivo en el que el trabajo es realmente esencial». 

Por este motivo, el representante papal aseguró que, «actualmente, la pobreza no puede definirse sólo en términos de falta de ingresos, sino más bien en términos de capacidad de desarrollar completamente ese potencial humano con el que Dios ha dotado a cada hombre y mujer. Combatir la pobreza significa desarrollar el potencial humano». De este modo se entienden mejor las dos peticiones específicas que presenta ante este desafío el Papa: por una parte, la condonación de la deuda externa de los países en vías de desarrollo, que, como han demostrado estudios del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, quitan recursos decisivos al gasto público en campos como la educación o la sanidad. 

La otra petición, «la apertura del comercio internacional», es particularmente importante. Las instituciones financieras internacionales han comenzado a considerar como un parámetro del nivel de vida de las personas de un país (junto a los índices relativos a los servicios sanitarios o escolares) el acceso a los mercados internacionales, pues los mercados crean riqueza. La petición pontificia toca de lleno a Estados Unidos y Europa, que predican apertura de los mercados, como sucedió en la Conferencia sobre financiación del desarrollo (Monterrey, 18 al 22 de marzo), pero después hacen lo contrario: cerrando sus mercados a los productos de los países pobres (como los nuevos impuestos de Washington al acero, o la política agrícola comunitaria). En el fondo, se promueve así una globalización falsa, de conveniencia, en la que lo más importante, el capital humano, no es libre, pues está sometido a las severas leyes sobre inmigración impuestas por los países ricos.




Derechos humanos 

Como cuarto desafío, el Papa presenta «el respeto de los derechos humanos en todas las situaciones, con especial atención a las categorías de personas más vulnerables, como los niños, las mujeres y los refugiados». 

Juan Pablo II considera –lo dijo el 27 de febrero pasado– que, en estos momentos, una gravísima amenaza se cierne sobre los derechos del hombre, pues, como denunció ante la Academia Pontificia para la Vida, en las legislaciones nacionales están perdiendo su naturaleza propia y se están convirtiendo en «expresiones de las opciones subjetivas propias de quienes gozan de poder para participar en la vida social, o de quienes obtienen el consenso de la mayoría». 

El riesgo es que los derechos humanos sean establecidos (o cancelados) a golpe de mayoría, ya sea en los sondeos de opinión, ya sea en los Parlamentos (el voto del Europarlamento del 13 de marzo sobre mujer y fundamentalismo es una buena prueba). En ese discurso citado, el Papa alertó así ante la posibilidad de que «incluso los regímenes democráticos se transformen en un substancial totalitarismo». 

Al hablar de derechos humanos, el Papa habla de los sujetos que corren un riesgo particular: los niños, las mujeres, los refugiados. Tras los atentados contra las Torres gemelas y el Pentágono, el riesgo es que la seguridad nacional de los países (comprensible) haga olvidar otros derechos fundamentales, como los de los refugiados. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) denuncia precisamente, en el editorial del último número de su revista, Refugiados, que la guerra al terrorismo lanzada por Washington corre el riesgo de agravar la situación de más de veinte millones de refugiados del mundo, de los cuales entre el 50 y el 60% son niños, que con frecuencia han nacido y vivido en un campo de refugiados.



Desarme

La quinta prioridad actual mencionada por el Papa es «el desarme, la reducción de las ventas de armas a los países pobres y la consolidación de la paz una vez terminados los conflictos». 

El 8 de abril pasado (2002), monseñor Francis Chullikat, de la delegación de la Santa Sede ante la Comisión preparatoria para la Conferencia de Revisión del Tratado de No Proliferación de armas nucleares, denunció que, en estos momentos, «la Conferencia sobre desarme está paralizada. Una de las partes del Tratado sobre Mísiles antibalísticos ha dado señales de retirada. Las armas nucleares se mantienen todavía en estado de alerta». Por otra parte, «la admonición del Tribunal Internacional de Justicia para la conclusión de las negociaciones orientadas a su eliminación es ignorada». 

Pero más grave aún que la falta de progresos –indicó monseñor Chullikat– es «la abierta determinación de algunos Estados con armas nucleares a seguir dispensando a las armas nucleares un papel decisivo en sus doctrinas militares. Las viejas políticas de disuasión nuclear que prevalecieron en la guerra fría deben llevar ahora a medidas concretas de desarme –añadió–. Las leyes no pueden aprobar la continuación de doctrinas, según las cuales, mantener las armas nucleares es esencial». Y concluyó asegurando que «las armas nucleares son incompatibles con la paz que buscamos para el siglo XXI; no pueden ser justificadas», y «son instrumentos de muerte y destrucción». 

Juan Pablo II se ha comprometido en primera persona, especialmente en 1999, para que la comunidad internacional adopte la Convención de Ottawa contra la producción, almacenamiento y comercio de minas antipersonales, «fríos y ciegos instrumentos ideados, construidos y usados para herir o matar a una o más personas», como las calificó el Vaticano, el 19 de septiembre, en una cumbre internacional celebrada en Managua. 

Las armas ligeras son también una preocupación del Papa, que ha pedido a sus hombres ante las instituciones internacionales su compromiso para luchar contra este comercio de muerte. En una entrevista concedida a los micrófonos de Radio Vaticano, el arzobispo Renato Martino, observador permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas en Nueva York, recordaba que este tipo de armas provocan al año unas 300 mil muertes, en su mayoría civiles: un muerto cada dos minutos.



Medicina para todos

El sexto reto es «la lucha contra las grandes enfermedades y el acceso de los menos pudientes a las curas y los medicamentos básicos». En una carta escrita a una Conferencia internacional celebrada en Varsovia entre el 5 y el 6 de abril sobre ética, ciencia y medicina, el Pontífice acaba de denunciar que algunos países en vías de desarrollo en pleno siglo XXI no tienen acceso a medicinas básicas, pues su comercialización no es interesante, económicamente hablando, para la industria farmacéutica. 

En la reunión del Consejo para los Derechos de propiedad intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC), de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que se celebró en Ginebra del 18 al 22 de junio de 2001, el arzobispo Diarmuid Martin afirmó que la difusión del sida, y el preocupante regreso de otras enfermedades infecciosas, como la malaria o la tuberculosis, constituyen un drama planetario, que exige oportunas medidas para conciliar los legítimos intereses de la industria farmacéutica con la necesidad de los países pobres de comprar medicinas a precios accesibles. «No es posible justificar, desde el punto de vista ético, la lógica de fijar un precio lo más caro posible para atraer a los investigadores y para conservar y reforzar la investigación, dejando de lado la consideración de factores sociales fundamentales», denunció el prelado. 

La Iglesia propone, en este sentido, «la entrada en vigor de un sistema innovador de precios diferenciados», donde «a los productos de lujo y no esenciales, por ejemplo, los cosméticos, se les podría cargar con la mayor parte del peso de la investigación y la elaboración de los medicamentos esenciales».



Conservación del ambiente

El séptimo desafío es «la salvaguardia del entorno natural y la prevención de las catástrofes naturales». El 16 de enero de 2001, en una Audiencia General, Juan Pablo II llamó a una conversión ecológica. «Especialmente en nuestro tiempo, el hombre ha devastado sin dudarlo llanuras y valles boscosos, ha contaminado aguas, ha deformado el hábitat de la tierra, ha hecho irrespirable el aire, ha trastornado los sistemas hidro-geológicos y atmosféricos, ha desertizado espacios verdes, ha establecido la industrialización salvaje, humillando –por usar una imagen de Dante Alighieri (Paraíso, XXII, 151)– ese huerto que es la tierra, nuestra morada». Por eso, según el Santo Padre, «es necesario estimular y apoyar la conversión ecológica que, en estas últimas décadas, ha hecho a la Humanidad más sensible con respecto a la catástrofe hacia la que se estaba encaminando». 

«No está sólo en juego una ecología física –aclaró–, atenta a tutelar el hábitat de los diferentes seres vivientes, sino también una ecología humana, que haga más digna la existencia de las criaturas, protegiendo el bien radical de la vida en todas sus manifestaciones y preparando a las generaciones futuras un ambiente que se acerque más al proyecto del Creador».



Aplicación del Derecho

El octavo y último desafío es «la aplicación rigurosa del Derecho y de las convenciones internacionales». Curiosamente la Iglesia católica, y en particular Juan Pablo II, que ha criticado las políticas malthusianas o relativistas de ciertas agencias de la ONU, es al mismo tiempo uno de los aliados más convencidos de esta institución, como foro en el que el diálogo entre las naciones se hace operativo y se convierte en instrumento para el desarrollo y la salvaguarda del Derecho internacional. De lo contrario, sólo queda la ley del más fuerte.



* * *

«Ciertamente, se podrían añadir muchas otras exigencias –confesaba el Papa al concluir su elenco de desafíos a los embajadores–. Pero si estas prioridades estuvieran en el centro de las preocupaciones de los responsables políticos; si los hombres de buena voluntad las tradujeran en compromisos cotidianos; si los hombres creyentes las incluyeran en su enseñanza, el mundo sería radicalmente diferente». 
Se resumen en un compromiso, que por otra parte ha sido asumido por la comunidad internacional en varios foros: poner al hombre y a la mujer en el centro del desarrollo.

domingo, 7 de junio de 2009

Nirvana o comunión

En un iteresante artículo del card. Ratzinger (1989) titulado "El Espíritu Santo y la Iglesia" (de "El resplandor de Dios en nuestro tiempo")

El Dios trinitario es el prototipo de la nueva humanidad unida, es el prototipo de la Iglesia, cuya palabra fundacional puede reconocerse en la oración de Jesús que pide al Padre «que sean uno, como nosotros somos uno» (—Jn 17,11.21 s). El Dios trino es la medida y el fundamento de la Iglesia. Ésta tiene que lograr que alcance su objetivo la palabra pronunciada por Dios el día de la creación: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, semejante a nosotros» (Gn 1,26). En ella, la humanidad, que en su desgarramiento se convirtió directamente en la contraimagen de Dios, debe volver a ser el Adán único, cuya imagen, al decir de los santos Padres, fue hecha añicos por el pecado y ahora yace dispersa en fragmentos. La medida divina del hombre debe aparecer nuevamente en ella: unidad «como nosotros somos uno». Así, la Trinidad, Dios mismo, es el prototipo de la Iglesia. Iglesia no significa el agregado de una idea adicional del hombre sino la puesta en camino del hombre hacia sí mismo. Y si el Espíritu Santo expresa y es la unidad de Dios, es entonces el verdadero y propio elemento vital de la Iglesia, en el que el enfrentamiento se reconcilia para ser comunidad y los trozos dispersos de Adán son recompuestos en la unidad.

Por eso la representación litúrgica del Espíritu Santo comienza con la celebración de la Trinidad. Esa celebración nos dice lo que es el Espíritu: nada en sí mismo que pueda colocarse junto a otra realidad, sino el misterio de que Dios, en el amor, es totalmente uno, pero que, como amor, es al mismo tiempo un frente a frente, es intercambio, comunidad. Y, desde la Trinidad, el Espíritu nos dice cuál es la idea de Dios sobre nosotros: unidad a imagen de Dios. Pero nos dice también que como hombres sólo podremos tener unidad si nos encontramos en una unidad más elevada, como en un tercero: sólo si somos uno en Dios podemos ser unidos entre nosotros. El camino al otro pasa por Dios; si no está presente este medio de nuestra unidad, permanecemos eternamente separados unos de otros por abismos que no hay buena voluntad que pueda superar.
Cualquiera que experimente con mente alerta su condición humana se da cuenta de que no estamos hablando de meras teorías teológicas. Tal vez sólo raras veces se hayan experimentado como en el siglo XX la inaccesibilidad última del otro, la imposibilidad de darse y de entenderse mutuamente de forma duradera. «Vivir significa estar solo; nadie conoce al otro; cada cual está solo»: así lo formula Hermann Hesse. Si hablo con el otro es como si se interpusiera entre nosotros una pared de vidrio opalino: nos vemos, pero no nos vemos; estamos cerca, pero no podemos acercarnos. Así expresaba Albert Camus la misma experiencia.

Pentecostés, la presencia del misterio trinitario en nuestro mundo humano, es la respuesta a esta experiencia. El Espíritu Santo tiene que ver con la pregunta humana fundamental: ¿cómo podemos llegar unos a otros? ¿Cómo puedo seguir siendo yo mismo, respetar la alteridad del otro y, a pesar de todo, salir del enrejado de la soledad y tocar al otro interiormente? Las religiones asiáticas respondieron a esta pregunta con la idea del nirvana: mientras exista el yo, eso no es posible, afirman ellas. El yo mismo es la prisión. Tengo que disolver el yo, dejar atrás la personalidad como prisión y como lugar de irredención, dejarme caer en la nada del verdadero todo. Salvación es des-devenir, y ese proceso debe ser ejercitado: el regreso a la nada, el abandono del yo como la única liberación verdadera y definitiva. Quien experimenta día tras día la carga del yo y la carga del tú puede entender la fascinación de un programa semejante. Pero ¿es realmente mejor la nada que el ser, la disolución de la persona que su plenitud?

Un mero activismo no es respuesta alguna a semejante fuga mística; por el contrario, la suscita. En efecto, todos los nuevos dispositivos que el activismo crea sólo se convierten en nuevas prisiones cuando el tú y el yo no se reconcilian. Pero el yo y el tú no pueden reconciliarse si el hombre sigue sin reconciliarse con su propio yo. ¿Y cómo podrá aceptar ese yo, el yo sediento y ávido, que grita reclamando amor, reclamando al tú, pero que al mismo tiempo se siente vulnerado, amenazado y coartado por el tú? Y a propósito, frente a la gran voluntad que anima a las religiones asiáticas, las técnicas modernas de la dinámica de grupos, de la reconciliación del hombre consigo mismo y con el tú, son sólo pobres soluciones sucedáneas, aun a pesar de sus sofisticadas artes. En ellas se dispone al yo y al tú para funcionar al mínimo, se los acostumbra a reglas a fin de percibirse lo menos posible y de no desgastarse en la mutua fricción. Su pasión divina se ve reducida a un par de instintos y el hombre es tratado como un aparato cuyo manual de instrucciones hay que conocer. Se intenta solucionar el problema de la condición humana negando en general al ser humano y tratándolo como un sistema de procesos que se atraviesan y que hay que aprender a dominar.

Ahora bien: ustedes me preguntarán qué tiene que ver todo esto con el Espíritu Santo y con la Iglesia. La respuesta es la siguiente: la alternativa cristiana al nirvana es la Trinidad, esa unidad última en que el frente a frente del yo y del tú no queda abolido sino que se integra en el Espíritu Santo. En Dios hay personas, y justamente así es Él la realización de una unidad última. Dios no ha creado la persona para que sea disuelta sino para que se abra a la totalidad de su altura y a su máxima profundidad, para que se abra hacia la dimensión donde el Espíritu Santo la envuelve y es la unidad de las personas separadas. Tal vez esto suene demasiado teórico, pero tenemos que intentar acercarnos paso a paso al programa de vida que contiene.

A este camino llegamos si recordamos una vez más el decurso de las celebraciones litúrgicas en la Iglesia oriental. Habíamos dicho que, después de la fiesta de la Trinidad el domingo de Pentecostés, se celebra el lunes la efusión del Espíritu Santo, la fundación de la Iglesia; y, al domingo siguiente, la fiesta de Todos los Santos. La comunidad de todos los santos es la humanidad configurada en unidad según el modelo de la Trinidad, la ciudad futura que ya está en proceso de surgimiento y que nosotros procuramos construir con nuestra vida. Es la imagen ideal de la Iglesia, situada, por decirlo así, al final de la semana en cuyo comienzo se encuentra la Iglesia terrena, que comenzó en el Cenáculo de Jerusalén. La Iglesia en el tiempo se extiende entre esa Iglesia del comienzo y la Iglesia del final, que ya se encuentra en crecimiento. En la tradición artística de Oriente, la Iglesia del comienzo, la Iglesia de Pentecostés, es el icono del Espíritu Santo. El Espíritu Santo se hace visible y representable en la Iglesia. Si Cristo es el icono del Padre, la imagen de Dios y, al mismo tiempo, la imagen del hombre, la Iglesia es la imagen del Espíritu Santo. A partir de ahí podemos entender qué es propiamente la Iglesia en lo más hondo de su esencia: la superación del límite entre el yo y el tú, la unificación de los hombres entre sí a través del trascenderse a sí mismos hacia el propio fundamento, hacia el amor eterno. La Iglesia es la incorporación de la humanidad en la modalidad de vida del Dios trinitario. Por eso, la Iglesia no es cuestión de un grupo, de un círculo de amigos; por eso no puede ser Iglesia nacional o identificarse con una raza o con una clase: si así es, tiene que ser católica, «reunir juntos a los hijos de Dios que estaban dispersos», como lo formula el Evangelio de san Juan (11,52).

La expresión del des-devenir que describe el proceso espiritual de las religiones asiáticas podrá resultar poco adecuada para representar el camino cristiano. Pero sí es correcto que ser cristiano implica una ruptura de abrirse y ser abierto al modo como tiene que sucederle al grano de trigo a fin de que, abriéndose, dé fruto. Llegar a ser cristiano es llegar a ser unido: los añicos de la imagen rota de Adán tienen que ser recompuestos. Ser cristiano no es una confirmación de sí mismo sino un ponerse en marcha hacia la gran unidad que abarca a la humanidad de todos los lugares y todos los tiempos. La llama del infinito anhelo no es extinguida sino alzada, de modo que se una con el fuego del Espíritu Santo. Por eso, la Iglesia no comienza como un club sino de forma católica: ya en su primer día habla en todas las lenguas, en las lenguas del orbe. La Iglesia fue universal antes de que diera origen a Iglesias locales. La Iglesia universal no es una federación de Iglesias locales sino su madre. La Iglesia universal dio a luz a las Iglesias particulares, y éstas sólo pueden seguir siendo Iglesia en la medida en que se desprendan constantemente de su particularidad y la trasciendan hacia el conjunto: solamente de ese modo, desde el conjunto, pueden ser icono del Espíritu Santo, que es la dinámica de la unidad.
Aun cuando hablemos de la Iglesia como icono del Espíritu Santo y hablemos de Él como Espíritu de unidad, no debemos perder de vista un rasgo llamativo de la historia de Pentecostés. Dice el relato de Pentecostés que las lenguas de fuego se dividieron y descendieron una sobre la cabeza de cada uno (Hch 2,3). El Espíritu Santo se da personalmente y a cada uno a su modo. Cristo asumió la naturaleza humana, aquello que nos une a todos, y desde ella nos une. Pero el Espíritu Santo se da a cada uno como persona; a través de Él, Cristo se torna respuesta personal para cada uno de nosotros. La unión de los hombres como tiene que suscitarla la Iglesia no sucede por la disolución de la persona sino por su plenitud, que significa apertura infinita. Por eso, a la constitución de la Iglesia pertenece por un lado el principio de la catolicidad: nadie actúa por mera voluntad o genialidad propia; cada uno tiene que actuar, hablar y pensar a partir de lo comunitario del nuevo nosotros de la Iglesia, que está en intercambio con el nosotros del Dios uno y trino.

Pero, justamente por eso, vale por el otro lado que nadie actúa sólo como representante de un grupo o de un sistema colectivo, sino que se encuentra en la responsabilidad personal de la conciencia abierta y purificada en la fe. La eliminación de la arbitrariedad y del egoísmo debería alcanzarse en la Iglesia no por medio de proporcionalidad de grupos e imposición de la mayoría, sino por la conciencia formada por la fe, que no se alimenta de lo propio sino de lo que se ha recibido en común en la fe. En sus discursos de despedida, el Señor describe la esencia del Espíritu Santo con estas palabras: Él «os guiará hacia la verdad plena, porque no hablará por cuenta propia, sino que dirá todo lo que él oye y os explicará lo que está por venir» (J n 16,13). Aquí, el Espíritu se torna en icono de la Iglesia. A través de la descripción del Espíritu Santo, el Señor aclara qué es la Iglesia y cómo debe vivir ésta para ser ella misma. Hablar y actuar cristianamente se realiza de este modo: nunca ser sólo yo mismo. Llegar a ser cristiano significa incorporar a la Iglesia toda en sí mismo o, mejor dicho, dejarse incorporar desde dentro en ella. Cuando hablo, pienso, actúo, lo hago como cristiano siempre en el conjunto y a partir del conjunto: de ese modo halla expresión el Espíritu y los hombres llegan al encuentro mutuo. Sólo llegarán al encuentro exterior si antes han llegado a un encuentro interior: si me he vuelto interiormente amplio, abierto y grande, si he recibido a los otros en mí mismo a través de mi comunión de fe y de amor con ellos, de modo que ya no estoy más solo sino que todo mi ser está marcado por esa comunión.