viernes, 18 de noviembre de 2011

Educar para la interioridad

Francisco Vendrell nos facilita esta interesante reflexión sobre la educación para la interioridad:


Es frecuente que en muchas ocasiones se eduque para la eficacia y se olvide el poner mayor atención a lo más profundo, al alma, al pensamiento. De la inteligencia y los sentimientos ha de salir la fuerza de la voluntad para la acción. Ese mismo planteamiento de búsqueda predominantemente del hacer se manifiesta en la vida cristiana, se piden obras externas olvidando la santidad profunda de la que nacerán y saldrán sin duda todas los frutos, todas las tareas.

Faltan hoy gentes preocupadas por formar integralmente, esto es gente equilibrada y armoniosa. Equilibrados en la unidad de cuerpo y espíritu. Equilibrados en la inteligencia que busca la verdad, en los afectos que gozan de la belleza, en la voluntad que ama el bien. Estos son gentes armoniosas que buscan, poseen y gozan de la verdad por si misma. El buen educador debe ser un buscador de la verdad y un transmisor a sus alumnos de esa búsqueda recta de la verdad. La verdad encontrada y querida como bien por la voluntad. La verdad admirada y sentida como belleza por la afectividad

Hoy vivimos dispersos. La escuela no fomenta la interioridad que produce la armonía personal y como resultado la social. La dispersión está presente no sólo en la escuela, sino en la familia, en la vida cultural, etc. Convivimos con la dispersión, con la exterioridad ruidosa sin sentido, convivimos con un ruido que impide entrar en sí mismo. Contemplamos unas vidas desparramadas que no son simples y que nunca son y serán camino para el conocimiento propio y por lo tanto para nuestro reconocimiento como personas.

Es preciso, es necesario, amar y descubrir la necesidad de recogimiento que trabaje en fortalecer el hombre interior de modo que se robustezca la vida para adentro. San Pablo nos habla de fortalecer ese hombre interior porque el exterior se desmorona a ojos vista; por la edad, por las costumbres contra la naturaleza, por la violencia engendrada en la convivencia egoísta cuando cada cual quiere mantener su territorio que no permite que sea rozado siquiera por otro que no sea él mismo...

Cuando hablamos de cultivo de la interioridad no hablamos de una introspección, de un monólogo interior, que siempre conduce a la complicación. Hablamos de volver a “entrar en sí”. Hay que enseñar a reaccionar como aquel hijo rebelde, pero sincero: “volviéndose en sí se dijo…” El pródigo no afirma al volverse en sí que se gozó de “haberse conocido”, como algunos fatuos que nada pueden enseñar más que su propia inmadurez, sino que reconoció su mal y se arrepintió de él y se puso en camino de obrar con coherencia.

El hombre interior sabe de la verdad. Allá en el fondo de sí encuentra a Aquel que nunca deja al hombre, incluso cuando el hombre le ha negado. El espera siempre allá en lo más hondo. El hombre exterior vive de los sentidos: me gusta o me apetece. Pero no es esa la autentica postura humana ante la vida, ante toda realidad.
La razón profunda de este encuentro del hombre en su interior está en que el hombre fue hecho a imagen de Dios, esa es su realidad y a esa realización ha de inclinarse. Y sólo encuentra en Él su realización. Por eso lo natural que mantiene el hombre en su humanidad, es querer alimentar el hombre interior en el que mora Él.

Dios está dentro de nosotros como nuestro alimento y vida. El hombre debe volverse a sí mismo “para tener vida y vida abundante”. Podría decirse: contémplate, sondéate, examínate. Vuélvete a tu interior y quizá encontraras tu conciencia maltrecha. Debes examinarla y llevarla por caminos de acción de gracias, por lo que eres, y de arrepentimiento por las obras que niegan esa verdad intima del hombre como amigo e hijo de Dios. Hay que arrepentirse como ejercicio diario y arrepentirse de esas negaciones – muy fáciles cuando se vive desparramado y no recogido - que nos apartan de nuestra verdad de ser hechos a imagen de Dios. La imagen esta en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en nuestra afectividad. El hombre busca la verdad, quiere el bien, contempla la belleza.

Por eso no conviene al hombre ocultarse a sí mismo. No ha de salir de sí de espaldas al propio ser. Cada hombre debe tenerse en cuenta. Tenemos que vernos. Vernos como somos. Qué somos. Y qué deseamos ser. Vernos así prepara un camino de felicidad. Debo ponerme delante de mí y verme feo, deforme, sucio, enfermo... No huir de sí. Entrar en nuestro interior. Mirarnos por dentro. En la carrera de la vida hay que encontrarse a si mismo. Y esto es tan importante porque en nuestro interior, en nuestro corazón, está uno solo con Dios. La interioridad no es pues pura evasión de la realidad, ni vacía búsqueda de la soledad.

El hombre tiene un tesoro dentro de sí, a Dios. “Dios está donde se gusta la verdad” dice San Agustín. La verdad es la misma y verdadera aspiración del alma humana. Toda actividad del hombre ha de perseguir la verdad. Ese es el alimento del hombre interior. Ese es el alimento del alma. La verdad cambia al hombre sin disminuirlo en su humanidad, sino desarrollándolo en toda la gran potencialidad de su persona hecha a imagen y semejanza de Dios. El que la come - la verdad - se identifica con ella, dirá bellamente San Agustín.

La verdad está por encima del hombre. Abracémosla y gocemos de ella. Busquemos la verdad de Dios y la nuestra. Busquémosla no sólo con la inteligencia, sino con todas nuestras fuerzas y afectos. Y cuando la alcanzamos, entonces, nos alcanzamos y nos poseemos. El amor arrastra al hombre hacia la verdad, si la verdad se busca no se retira, no se hace esquiva. La verdad es pues la gran pasión del hombre. Así ha de ser. Nada se ama más. Nada ha de amarse más.

lunes, 25 de julio de 2011

La tentación del poder

Todo lo que toca de cerca o de lejos a la autoridad, su ejercicio y sus abusos gira en torno a una paradoja. El mismo Jesús la ha resumido en esta declaración: «Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor; os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros». Si por una parte se afirma su autoridad, por otra, en el ejercicio de esta autoridad, el Maestro se da y no domina, siendo el primero en ponerse a los pies de los últimos de sus discípulos.

Pedro deduce las consecuencias cuando exige una autoridad «no por sórdida ganancia, sino con generosidad; no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño». Así, a ejemplo del Maestro y Señor, la autoridad en la Iglesia está llamada a hacer oír su voz magisterial, pero al servicio del que, resucitado, no puede ya utilizar públicamente la suya; e igualmente a dar su propio cuerpo para repetir las palabras y los gestos que, aunque de la Iglesia, están al servicio de la memoria viviente de Aquel de quien ninguno en la Iglesia podría prescindir y detrás del cual la Iglesia debe desaparecer aun cuando lo represente hasta que vuelva.

Existe una paradoja común a cualquier tipo de autoridad. Lo revela el origen de la misma palabra. La autoridad se despliega para hacer al otro autor de sí mismo, para aumentar en el otro su capacidad de ser y hacerse persona humana. Entonces la autoridad debe empobrecerse para enriquecer al otro hasta el punto de que alcanza su finalidad cuando el otro es capaz de tomar el peso y asumir a su vez el servicio que toda autoridad está llamada a prestar a la sociedad humana.

Dar lo recibido
Los niños no se hacen hombres sin la autoridad de los padres; si esta autoridad se reduce al mero ejercicio de poder y dominio, no se dará una verdadera educación, la cual consiste en sacar a la luz los talentos y posibilidades que se ocultan en el interior del niño. Sin excluir el eventual empleo de la fuerza, la autoridad se mueve por el don de sí al otro y mira paradójicamente a su perfección, y ésta se realiza cuando ya no es necesaria porque el niño ha adquirido el grado de libertad que le hace capaz de regirse a sí mismo. La misma paradoja condiciona la relación entre maestro y discípulo.

Así la paradoja se concreta. La autoridad existe y subsiste en la medida en que da y entrega lo que ha recibido. Si, al contrario, guarda para sí el don recibido y se encierra en una suficiencia prepotente utilizando su capacidad para sus propios fines, se hace autoritaria y abusa el poder. Junto a la negativa a dar, existe también el caso de una autoridad que no tiene ya nada que compartir y se aferra a la letra de la ley o a la sola fuerza militar o dictatorial. El Señor, que conoce lo que hay en el corazón humano, no se hacía muchas ilusiones sobre la dificultad de vivir una exigencia paradójica fundada en la disponibilidad para morir a sí mismos para que el otro tenga más vida.

No obstante, Jesús no niega su autoridad religiosa: estos jefes ocupan la cátedra de Moisés: por tanto, «haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen». Y el Señor repite la regla de oro de su autoridad: «El primero entre vosotros será vuestro servidor».


La autoridad, según Jesús
Pero no faltan los intentos de hacerse con el poder dentro del grupo de los apóstoles. Durante la cena pascual surgió de nuevo entre ellos la discusión sobre cuál de ellos era el primero. Esta vez Jesús define claramente lo que es la autoridad en el concepto de Dios su Padre, y lo que es la autoridad dejada a la tendencia humana de independencia y suficiencia: «Los reyes de los gentiles los dominan y los que ejercen autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierna, como el que sirve».

El Maestro traza así una línea clara y definida ente la actitud pagana, que en fin de cuentas revela ser inhumana, y el modo cristiano de ejercer la autoridad que, aunque suponga la muerte a sí mismo, conduce a una autoridad verdaderamente fructuosa para el hombre y a una verdadera libertad. Jesús denuncia con realismo una enfermedad congénita en todos los que asumen autoridad y responsabilidad: la tentación a encerrarse en un egoísmo larvado que latentemente o a la luz del sol aspira a la propia independencia y a la dependencia ajena. Para transformar esta enfermedad congénita en sano ejercicio de la autoridad plenamente responsable, hace falta convertirse de continuo, descentrar el pensamiento y la acción de lo que parece espontáneo y del todo natural –el amor propio–, para compartir lo que se es y se ha recibido para servicio ajeno.

Así no hay que extrañarse mucho si el abuso de la autoridad asoma incesantemente por todas partes y en todos los tiempos, y si el ejercicio de la autoridad está constantemente sometido a corrección y conversión, contestación y reconciliación. En la convicción de Pablo de Tarso, de que toda autoridad proviene de Dios, se puede leer la ayuda de Dios que la autoridad necesita en todo instante para vivirla en el espíritu del Maestro y Señor, presente en medio de nosotros como el que sirve.

En la Iglesia de los apóstoles no faltan los abusos del poder. Si la autoridad del templo impone silencio a los discípulos del Resucitado, Pedro y Juan la interpelan sobre su derecho a cerrarles la boca: «¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a Él? Juzgadlo vosotros». La autoridad va más allá de sus derechos: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres».


La autoridad y sus tentaciones
Al inicio de este tercer milenio, Juan Pablo II no ha vacilado en pedir perdón por los abusos de autoridad en la Iglesia y por parte de la Iglesia. Si han sido tantos los hombres y mujeres que han sufrido por la Iglesia del Señor, no faltan los que han sufrido por los hechos y actos de las autoridades de la Iglesia, imperturbablemente inmovilizadas a veces en costumbres antiguas, o prisioneras de un poder que sólo el conformismo o el conservadurismo han construido. Con los ojos abiertos a la Historia, la Iglesia puede confesar con el Evangelio que los que detentan la autoridad sufrirán siempre la tentación de abusar de una tal misión, humanamente imposible, igual que Cristo aceptó ser tentado en el corazón de su ejercicio de autoridad, para arrancar a sus servidores de esta aberración; pero puede asimismo declarar que los que detentan la autoridad han resistido a menudo esta tentación de abusar de la autoridad, gracias al Espíritu que ha hecho divinamente posible lo que era humanamente imposible. «Esta confianza con Dios –escribe san Pablo– la tenemos por Cristo. No es que por nosotros mismos estemos capacitados para apuntarnos algo como realización nuestra; nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser servidores de una alianza nueva, no basada en pura letra, sino en el Espíritu, porque la pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da la vida».

El Reino no se realiza sino con medios conformes al Reino. Y no es que, por seguir al que, siendo Maestro y Señor, lava los pies a sus discípulos, la autoridad se libre de sus enfermedades congénitas, para hacer a todo hombre hijo del Padre, hermano de Jesús y autor en el Espíritu.

Peter-Hans Kolvenbach, S.J.

sábado, 28 de mayo de 2011

Un político ejemplar

Alejandro Navas en "Diario de Navarra", 8 de Mayo de 2011.

Nuestro político destaca por la nobleza de sus sentimientos y la dignidad de su porte externo. Habla de modo pausado y nunca pierde la serenidad. Afable y conciliador, nada hay en él que sea vulgar. Al llegar a la jefatura del Gobierno, renunció a casi toda vida social; apenas se le vio en fiestas ni en celebraciones. Hizo una excepción con la boda de su primo: asistió a la ceremonia religiosa, pero no se quedó al banquete.

Pasó quince años al frente del Estado, y en ningún momento sucumbió a las tentaciones de la corrupción. En su vida privada adoptó un tono extremadamente austero, lo que provocó más de una queja de su mujer, de sus hijos y de otros parientes. A la vez, dedicaba una considerable cantidad de dinero al socorro de los indigentes. Su reputación era intachable, por lo que ni siquiera tuvo que rechazar propuestas de soborno: los eventuales sobornadores ni lo intentaban, conscientes de la inutilidad de sus pretensiones.

En su tarea de gobierno no se limitó a seguir al pueblo, de acuerdo con los datos que ofrecían los escrutadores de las opiniones dominantes. La demagogia no iba con él. Se negó a adular a la ciudadanía y actuó como un buen maestro, que persuade con razones sólidas. Si advertía que la gente iba a lo fácil, sabía ser fuerte para hacerle ver lo que convenía al bien común.
Cuando su país se vio envuelto en conflictos bélicos, actuó con prudencia, sin lanzarse a aventuras temerarias, incluso cuando la opinión pública parecía alentarlas. Consiguió frenar esos ímpetus desbordantes y contener las ansias de injerencia en asuntos internos de otros países.

Supo aprovechar los años de prosperidad económica y de superávit en las cuentas públicas para desarrollar un ambicioso programa de obras públicas y de monumentos artísticos. Contrató a los mejores artistas y, en un plazo asombrosamente corto, impulsó la creación de obras destinadas a ser la admiración de las generaciones futuras. Nunca se ha hecho tanto de tanta calidad en tan poco tiempo.

Cuando todo le sonreía y parecía tener el mundo bajo sus pies, la tragedia golpeó duramente a su familia. En un breve lapso de tiempo murieron sus hijos, su hermana y la casi totalidad de sus parientes y amigos. Tampoco entonces perdió la grandeza de espíritu, y supo mantener la compostura ante la adversidad. Tras sufrir un revés electoral, dejó la política y se retiró a la vida privada. Su ausencia fue breve: la ciudadanía lo añoraba y lo llamó de nuevo para que se hiciera cargo del Gobierno. No se sentía muy animado a volver, pero el pueblo le pidió disculpas por su ingratitud y él aceptó encargarse de nuevo de los asuntos del Estado. Dispuso de un poder como nadie había tenido antes que él, y aun así no trató a ningún enemigo personal como adversario irreconciliable. Le tocó vivir tiempos azarosos, pero en medio de los conflictos más enconados supo mantener la moderación y la altura de miras.

Estoy hablando de Pericles, el líder de la democracia ateniense en el siglo V a. C., tal como lo describe Plutarco. Los historiadores han dado su nombre, “el siglo de Pericles”, a esa época gloriosa, no sólo de Atenas, sino de la humanidad en general. Se puede argüir que Pericles queda muy lejos -veinticinco siglos atrás- y que las circunstancias de la vida política son hoy muy diferentes. Es verdad, pero su caso muestra que el ideal del político exitoso y honrado no es imposible.
Ante las inminentes elecciones nos corresponde la tarea de encontrar -y votar- a esos Pericles en potencia, tanto en el ámbito regional como municipal. Desde luego que un sistema electoral de listas abiertas o desbloqueadas facilitaría su elección. Sin embargo, podemos abonar el peaje de la lista cerrada si así les ayudamos a entrar en ayuntamientos y parlamentos. Los políticos no cuentan con la simpatía de la gente, pero no todo está perdido: hay también candidatos honestos y capaces, dispuestos a trabajar con abnegación por la cosa pública. Con nuestro respaldo, al menos podrán intentarlo.

viernes, 20 de mayo de 2011

El placer de leer

Jaime Nubiola nos habla del hábito de leer:

La primera etapa para aprender a escribir –que dura toda la vida, aunque evoluciona en sus temas y en intensidad– consiste básicamente en coleccionar aquellos textos breves que, al leerlos –por primera o por duodécima vez–, nos han dado la punzante impresión de que estaban escritos para uno. A veces se trata de una frase suelta de una conversación o de una clase, o incluso un anuncio publicitario o cosa parecida; otras veces se trata de fragmentos literarios o filosóficos que nos han cautivado porque nos parecían verdaderos sobre nosotros mismos. Lo decisivo no es que sean textos considerados "importantes", sino que nos hayan llegado al fondo del corazón. Después hay que leerlos muchas veces. Con su repetida lectura esos textos se ensanchan, y nuestra comprensión y nosotros mismos crecemos con ello.

Lo más práctico es anotar esos textos a mano, sin preocupación excesiva por su literalidad, pero sí indicando la fuente para poder encontrar en el futuro el texto original si lo necesitamos. Esas colecciones de textos en torno a los temas que nos interesan, leídas y releídas una y otra vez, pensadas muchas veces, permiten que cuando uno quiera ponerse a escribir el punto de partida no sea una estremecedora página en blanco, sino todo ese conjunto abigarrado de anotaciones, consideraciones personales, imágenes y metáforas. La escritura no partirá de la nada, sino que será la continuación natural, la expansión creativa de las anotaciones y reflexiones precedentes. La escritura será muchas veces simplemente poner en orden aquellos textos, pasar a limpio –y si fuera posible, hermosamente– la reflexión madurada durante mucho tiempo.

El placer de la lectura
La lectura resulta del todo indispensable en una vida intelectual. La literatura es la mejor manera de educar la imaginación; es también muchas veces un buen modo de aprender a escribir de la mano de los autores clásicos y de los grandes escritores y resulta siempre una fuente riquísima de sugerencias. Así como la tarea escritora, con sus penas y sus gozos, suele ser comparada a los dolores y alegrías del parto, la lectura es siempre lactancia intelectual. Quien no ha descubierto el placer de la lectura en su infancia o en la primera juventud no puede dedicarse a las humanidades, o en todo caso tiene que empezar por ahí, leyendo, leyendo mucho y por placer. No importa que lo que leamos no sean las cumbres de la literatura universal, basta con que atraiga nuestra imaginación y disfrutemos leyendo.

"Leer no es, como pudiera pensarse, una conducta privada, sino una transacción social si –y se trata de un SI en mayúsculas– la literatura es buena". Si el libro es bueno, –prosigue Walker Percy– aunque se esté leyendo sólo para uno, lo que ahí ocurre es un tipo muy especial de comunicación entre el lector y el escritor: esa comunicación nos descubre que lo más íntimo e inefable de nosotros mismos es parte de la experiencia humana universal. Como explica en Tierras de penumbra el estudiante pobre, descubierto robando un libro en Blackwell's, "leemos para comprobar que no estamos solos". Hace falta una peculiar sintonía entre autor y lector, pues un libro es siempre "un puente entre el alma de un escritor y la sensibilidad de un lector". Por eso no tiene ningún sentido torturarse leyendo libros que no atraigan nuestra atención, ni obligarse a terminar un libro por el simple motivo de que lo hemos comenzado. Resulta contraproducente. Hay millares de libros buenísimos que no tendremos tiempo de llegar a leer en toda nuestra vida por muy prolongada que ésta sea. Por eso recomiendo siempre dejar la lectura de un libro que a la página treinta no nos haya cautivado. Como escribió Oscar Wilde, "para conocer la cosecha y la calidad de un vino no es necesario beberse todo el barril. En media hora puede decidirse perfectamente si merece o no la pena un libro. En realidad hay de sobra con diez minutos, si se tiene sensibilidad para la forma. ¿Quién estaría dispuesto a empaparse de un libro aburrido? Con probarlo es suficiente".

Leer y anotar
¿Qué libros leer? Aquellos que nos apetezcan por la razón que sea. Un buen motivo para leer un libro concreto es que le haya gustado a alguien a quien apreciemos y nos lo haya recomendado. Otra buena razón es la de haber leído antes con gusto algún otro libro del mismo autor y haber percibido esa sintonía. Conforme se leen más libros de un autor, de una época o de una materia determinada, se gana una mayor familiaridad con ese entorno que permite incluso disfrutar más, hasta que llega un momento que sustituimos ese foco de interés por otro totalmente nuevo.

¿En qué orden leer? Sin ningún orden. Basta con tener los libros apilados en un montón o en una lista para irlos leyendo uno detrás de otro, de forma que no leamos más de dos o tres libros a la vez. Está bien el tener un plan de lecturas, pero sin obsesionarse, porque se trata de leer sin más lo que a uno le guste y porque le guste. Al final eso deja un poso, aunque parezca que uno no se acuerda de nada. Yo suelo dar prioridad a los libros más cortos, eso favorece además la impresión subjetiva de que uno va progresando en sus lecturas. Otras personas gustan de alternar un libro largo con uno corto. Depende también del tiempo de que uno disponga, pero hay que ir siempre a todas partes con el libro que estemos leyendo para así aprovechar las esperas y los tiempos muertos.

¿Cómo leer? Yo recomiendo siempre leer con un lápiz en la mano, o en el bolsillo, para hacer una pequeña raya al margen de aquel pasaje o aquella expresión con la que hemos "enganchado " y nos gustaría anotar o fotocopiar, y también llevar dentro del libro una octavilla que nos sirva de punto y en la que vayamos anotando los números de esas páginas que hemos señalado, alguna palabra que queramos buscar en el diccionario, o aquella reflexión o idea que nos ha sugerido la lectura. "El intelectual es, sencillamente, –escribía Steiner– un ser humano que cuando lee un libro tiene un lápiz en la mano".

domingo, 15 de mayo de 2011

Amor en el matrimonio

Tomás Melendo, Catedrático de Filosofía y Director de los Estudios Universitarios en Ciencias para la Familia de la Universidad de Málaga nos habla del amor en el matrimonio

Más de una vez he oído explicar la grandeza del amor que se pone en juego en el momento de la boda haciendo ver que no se trata de un acto de amor como cualquier otro, sino de algo especialísimo, realmente grandioso, porque lleva consigo la osadía de hacer obligatorio el amor futuro: si antes de la boda los novios se amaban de forma radicalmente gratuita, sin compromiso alguno, en el preciso momento del "sí" se aman tanto, con tal locura e intensidad, que son capaces de comprometerse a amarse de por vida.

Siendo esto verdad, no lo es menos algo que con frecuencia ni tan siquiera se nombra… A saber: que el sí matrimonial es capaz de originar la obligación gozosa de amarse para siempre, en las duras y en las maduras, porque simultáneamente hace posible esa entrega incondicionada.

Y "eso", ¿no es una locura?

La reflexión sobre los excesivos fracasos matrimoniales que observamos en la actualidad, y más todavía la mayor frecuencia con que rompen los lazos quienes se han unido en convivencia cuasimatrimonial pero sin casarse, me han llevado a advertir que la pretensión de obligarse a amar de por vida a otra persona, con total independencia de las circunstancias por las que una y otra atraviesen, si no fuera acompañada de un robustecimiento de la recíproca capacidad de amar, resultaría, en el fondo, una soberana ingenuidad, casi una demencia.

En parte para atraer la atención de quienes me escuchan, y sobre todo porque estimo que el ejemplo es correcto, aunque atrevido, suelo ilustrar ese debercapacitación con el mandamiento máximo y máximamente nuevo que Jesucristo impuso a sus discípulos en la Última Cena.

Y añado, con todo el respeto posible y una pizca de humor, que semejante pretensión sería una auténtica chifladura si el Señor, en el momento de establecer el precepto, no incrementara de manera casi infinita la capacidad de amar del cristiano, o previera los medios para fortificarla y hacerla crecer.

¿Cómo, si no, pedir a unos simples hombres que quieran a los demás como el mismísimo Dios los ama: "Como Yo os he amado"?

Pues algo análogo, no idéntico, sucede en el momento de la boda, también la que se sitúa en el ámbito natural. En el mismo momento en que pronuncian el sí de manera libre y voluntaria, los nuevos cónyuges no solo se obligan, sino que sobre todo se tornan mutuamente capaces de quererse con un amor situado a una distancia casi infinita por encima del que podían ofrecerse antes de esa donación total. Por el contrario, sin ese sí que los "hace aptos", la pretensión de obligarse resultaría casi absurda.

Lo importante

Cuando mis amigos o alumnos afirman, con más o menos agresividad y "buscándome las cosquillas", que lo importante para llevar a buen puerto un matrimonio es el amor, les respondo sin titubear que sin ninguna duda: estoy mucho más convencido que cualquiera de ellos.

(Es más, considero que el haber centrado la clave de la vida conyugal en el amor mutuo, dejando de lado otras razones menos fundamentales, es una de las ganancias o conquistas teóricas más relevantes de los últimos tiempos respecto al matrimonio).

Pero inmediatamente añado que, para poder amarse con un amor auténtico y del calibre que exige la vida en común para siempre, es absolutamente imprescindible haberse habilitado para ello; y que semejante capacitación es del todo imposible al margen de la entrega radical que se realiza al casarse.

Con otras palabras: lo importante, desde el punto de vista antropológico, no son ni "los papeles" ni "la bendición del cura".

(Personalmente, considero una inaceptable usurpación y, por eso, me niego en rotundo a que me case ningún funcionario del Estado ni sacerdote alguno: me caso yo y mi mujer y justo y solo porque quiero y quiere ella; ningún otro está capacitado para hacerlo por mí; solo el libre consentimiento de los cónyuges realiza esa unión, con todos los efectos antropológicos que lleva aparejados).

Sin embargo, para que lo importante el amor sea efectivamente viable resulta del todo necesaria la acción de libre entrega por la que los cónyuges se dan el uno al otro en exclusiva y para siempre.

Estamos, lo digo especialmente para los conocedores de la filosofía, aunque todos podamos entenderlo, ante un caso muy particular del nacimiento de un hábito bueno o virtud: que, para más inri, es justamente la virtud de la "castidad conyugal", tan denostada.

Virtud… ¡qué aburrimiento!

No quiero insistir en que el hábito y la virtud tienen mucha menos relación con la repetición de actos, que a menudo conduce a la rutina o incluso a la manía, que con la potenciación o habilitación de la facultad o facultades que vigorizan.

Es decir, el hábito y la virtud, con independencia absoluta de su origen, nos tornan mejores y, de forma muy directa, nos permiten obrar a un nivel muy superior que antes de poseerlos.

La cuestión resulta muy fácil de ver en las habilidades de tipo intelectual, técnico o artístico, llamadas en filosofía hábitos dianoéticos: solo quien ha aprendido durante años a dibujar, a proyectar edificios y jardines o a interpretar correctamente al piano (y el resultado de esos aprendizajes son distintos hábitos o capacitaciones de un conjunto de facultades) es capaz de realizar tales actividades de la forma correcta y adecuada, con facilidad y gozo, y sin peligro próximo de equivocarse… a no ser que le de la gana hacerlo mal (cosa no tan infrecuente).

Lo mismo ocurre con las virtudes en sentido más estricto, que son las de orden ético. Quien ha adquirido la virtud de la generosidad, pongo por caso, no solo se desprende fácilmente de aquello –¡el tiempo, en primer lugar!– con lo que puede hacer más feliz a otro, sino que se siente inclinado a realizar ese tipo de acciones y, ¡ahí es nada!, disfruta como un enano al realizarlas.

De ahí que la vida éticamente bien vivida no sea una especie de carrera de obstáculos tediosa y sin norte, un "más difícil todavía" carente de término, sino que, precisamente a causa de a las virtudes, compone una senda de disfrute progresivo, en el que incluso el dolor y el sacrificio se tornan gozosos.

La génesis de las virtudes

Una de las diferencias que se han señalado tradicionalmente entre hábitos dianoéticos (técnicas, artes, etc.) y éticos, es que algunos de aquellos pueden lograrse con un solo acto –ahí se encuadra, por ejemplo, la tan clara como difícil de comprobar adquisición del "uso de razón"–, mientras que las virtudes propiamente dichas requieren de una repetición de actos realizados cada vez con mayor amor.

Propongo una leve corrección a esta doctrina. Por un lado, porque la experiencia demuestra que, en ocasiones, una persona adquiere el valor o pierde el miedo como resultado de una única acción, más o menos arriesgada: por ejemplo, lanzarse a la piscina después de meses de dudarlo o saltar en paracaídas por vez primera… y experimentar la emoción que inclina a volver y volver a saltar, pero ahora ya sin miedo.

Y me parece que el acto único de la entrega matrimonial consciente y decidida tiene un efecto muy parecido: otorga a quienes se casan el vigor y la capacidad para amarse de por vida a una altura y con una calidad que resultan imposibles sin esa donación absoluta.

Cosa no difícil de comprender si recordamos que el fin de toda vida humana es el amor entregado, y que la ofrenda que se realiza en el matrimonio (igual que la que se hace a Dios de forma definitiva), por encarnar de manera privilegiada esa tendencia al amor, no puede sino fortalecer la capacidad de amar, hasta el punto de situarla a una distancia casi infinita de la que los novios tenían antes de la boda.

No se trata de una cuestión psicológica, como algunos me han comentado o preguntado, aunque también pueda reflejarse en esos dominios; sino de algo infinitamente más serio. Estamos ante un cambio abismal, comparable por ejemplo a lo que en filosofía denominamos el primum cognitum o la llegada del "uso de razón": aquel hábito que permite –en un momento difícil de precisar, pero sin duda existente–, conocer la realidad tal como es, con independencia de sus beneficios o desventajas para mí, y no solo, como los animales y los niños de muy poca edad, en lo que cada una supone para mi propia satisfacción o malestar.

De esta suerte, igual que puede hablarse de un hábito primero en los dominios del conocimiento, que lleva a conocer de un modo radicalmente superior al que se tiene antes de su formación (es lo que llamo primum cognitum o habitus entitatis), es legítimo referirse a un hábito muy concreto de la voluntad –lo denominaría, si no fuera una cursilada, habitus sponsalis amoris–, que hace posible amar de una forma inédita y muy ennoblecida: conyugalmente.

Hasta el extremo de que hay que afirmar que la persona que lo genera –justo en el instante y como producto de la entrega sin reservas– es capaz, en general, de fijar definitivamente el objeto de sus amores en aquel (o Aquel) a quien se ha entregado y, en el caso del matrimonio, de transformar el cuerpo sexuado en vehículo eficaz (de la culminación) de la entrega de la propia persona… cosa imposible antes de casarse.

Habilitarse… más o menos

Me explico con un poco más de detalle. A veces entendemos la responsabilidad como la cuenta que habremos de dar, ¡si nos pillan!, por lo que hemos hecho mal; o del premio que recibiremos por lo bueno que hay en nuestra vida… y que nosotros nos encargamos de dejar muy claro.

De nuevo es una visión correcta, pero muy pobre. Ante cualquier acción que realizamos, nuestra persona responde de inmediato mejorando o empeorando, haciéndonos más capaces de obrar de nuevo, mejor y con más facilidad, en el mismo sentido, bueno o malo: quien se acostumbra a robar se va haciendo un ladrón; el que miente, un mentiroso; el que emprende grandes empresas en bien de los demás, una persona magnánima; quien se entrena siete horas en el gimnasio –si no perece en el intento– un auténtico "cachas", etc.

Esa respuesta, que nos marca queramos o no, es la verdadera responsabilidad: el modo como nuestro ser responde y se modifica en función de nuestras actuaciones.

Pongámonos en el supuesto de acciones buenas. Cada una de ellas nos mejora y nos hace más capaces de realizar fácilmente, con gusto y sin equivocarnos el mismo tipo de operaciones. Pero no todas nos capacitan con la misma intensidad.

Quien presta sus apuntes a un compañero, se hace un poco más generoso; quien dedica toda una tarde a explicarle lo que no comprende, bastante más; quien, sin que se note, está constantemente pendiente –aunque a él le cueste sangre– de que sus amigos hagan lo que deben, con gracia y sin hacérselo pesar… ¡es un tío grande, maestro en generosidad y en muchas otras virtudes (no digo "tía grande", no por pusilánime, sino porque ellas se llaman a sí mismas "tío": viva la juventud y la nojuventud que quiere parecer joven)!

Una puntualización importante

Pero todos estos ejemplos cuadrarían mejor con el incremento paulatino de la capacidad de amar que, cuando queremos bien, vamos generando en nosotros.

Hay otros casos que se sitúan más cerca del que estamos considerando, aun sabiendo que un ejemplo es solo eso: algo que, si está bien escogido, ayuda a entender la realidad que pretendemos ilustrar, pero que no se identifica con ella.

Me refiero, por concretar, y en negativo, a que quien no se decide a tirarse desde un trampolín, venciendo con ello el miedo que inicialmente lo acogota, nunca estará en condiciones de saltar de nuevo, con gusto y soltura, mejorando progresivamente la técnica y el estilo.

O, en positivo, y apurando un poco más la analogía, a la firme decisión que lleva, después de un tiempo de aprendizaje, a lanzarse por primera vez en caída libre desde un avión, gracias a un acto de valor que vence el miedo connatural a realizar ese salto; o, en una línea no muy lejana, a dar el paso definitivo para entrar a ejercer una profesión de alto riesgo en beneficio de los demás (pienso, entre otros, en los bomberos o los equipos de salvamento), haciendo caso omiso del temor que suscita el poner la propia vida en peligro con relativa frecuencia.

En estas circunstancias y en otras similares, ese notable acto de virtud, al multiplicar el vigor de las facultades respectivas, coloca a quien lo realiza en un nivel superior que antes de llevarlo a cabo, y lo faculta para irse superando en el ejercicio cada vez más perfecto de las actividades, que antes no eran posibles y ahora ya sí lo son.

La gran aventura

Y casi en el término de esa línea ascendente se sitúa el sí de la boda.

Como apuntaba, varón y mujer son seres-para-el-amor; y la culminación y mayor expresión de todo amor es la entrega. Cuando esa entrega es sincera, profunda, total y de por vida –cosa que se manifiesta en un solo acto, el sí de la boda–, ¿cómo no va a responder nuestra persona incrementando de una forma impensable su capacidad de querer?

¡Ahí se encuentra la razón antropológica más de fondo de la necesidad de casarse! El motivo más entusiasmante para decir un sí que nos permita iniciar la gran aventura del matrimonio: el camino que nos llevará hasta nuestra plenitud personal y nuestra felicidad.

¿Que eso suena demasiado utópico? ¡Qué lástima!, porque entonces no se comprende lo que es una aventura. Lo propio de ella es que:

" Quienes la emprenden se pongan una meta alta, en apariencia inalcanzable, pero que vale la pena.

" No tienen ninguna seguridad de que van a alcanzar su objetivo; de lo contrario, ¿dónde queda la gracia de la aventura?

" Una vez que la inician, no permiten que las dificultades y los contratiempos, también los imprevistos, sofoquen la ilusión inicial ni les impidan recrearse en lo que ya han logrado.

" La mirada fija en el fin, en el triunfo hace que, a cada paso, renueven las energías y las agallas para seguir adelante.

Si enfocamos de este modo el matrimonio, contando con las fuerzas que nos proporciona el habernos casado, sí será ciertamente un camino de rosas, en el que la apariencia y la fragancia de las flores logren que casi no advirtamos los pinchazos de las espinas (¡qué cursilada!, pero como no lo ha leído mi mujer…).

No lo será, sin embargo, si por ignorancia o dejadez o desprecio hemos decidido que la boda constituye un mero trámite y no nos hemos capacitado para querer con un amor relevante, aventurado y venturoso; más todavía, con ese actoomisión nos vamos paulatinamente haciendo incapaces de amar de la forma correcta.

Por el contrario, si, mediante el matrimonio, conseguimos que lo importante sea efectivamente el amor, no cabe la menor duda de que ¡vale la pena casarse!

martes, 26 de abril de 2011

¿son relativos el bien y el mal?

Robert Spaemann en "Ética. Cuestiones fundamentales"


La pregunta por la significación de los términos bien y mal, bueno y malo, pertenece a las cuestiones más antiguas de la filosofía. Pero, ¿no pertenece también a otras disciplinas? ¿No se va al médico para preguntarle si se puede fumar? ¿No hay psicólogos que aconsejan en la elección de profesión? ¿Y no le dice a uno el experto en finanzas: es bueno que cierre Ud. un contrato de ahorro para la construcción; el próximo año estará peor el asunto de las primas, y será más largo el período de espera? ¿Dónde surge exactamente lo ético, lo filosófico?
Prestemos atención al modo cómo se emplea la palabra bueno en el contexto citado. El médico dice: "es bueno que Ud. se quede un día más en la cama". Estrictamente, al usar la palabra bueno debería añadir dos cosas; debería decir: "es bueno para Ud. y añadir: "es bueno para Ud. en el caso de que lo que quiera ante todo sea ponerse bueno". Estas añadiduras son importantes, pues en el caso de que alguien planee, por ejemplo, un robo con homicidio para un determinado día, entonces, consideradas todas las cosas, resulta sin duda mejor, si "pesca" una pulmonía que le impide acometer su empresa. Pero puede ocurrir que, por tener que llevar a cabo un día algo importante e inaplazable, no hagamos caso al médico que nos manda hacer reposo en cama, y aceptemos el riesgo de una recaída en la gripe. A la pregunta de si es bueno actuar así, el médico, como tal, no puede pronunciarse en absoluto. "Bueno" significa para él, según su modo de hablar, que es bueno si de lo que se trata ante todo es de su salud. Decir eso es de su competencia. Como persona, pero ya no en su calidad de médico, puede decir que, en mi caso, debo tener en cuenta ante todo la salud.
Y si yo quiero despilfarrar el dinero, o dárselo a un amigo que lo necesita de modo apremiante, en lugar de colocarlo en un contrato de ahorro para la construcción, el experto financiero no puede decir nada al respecto. Si él dijera "bueno", entonces estaría pensando: bueno para Ud. Si lo que quiere es, ante todo, ganar más dinero.
En todos estos buenos consejos, la palabra "bueno" significa tanto como: "bueno para alguien en un determinado sentido", y entonces puede ocurrir que la misma cosa resulte, bajo diversos aspectos, buena o mala para la misma persona. Hacer muchas horas extraordinarias es bueno, por ejemplo, para subir el nivel de vida, pero es malo para la salud. Puede ser también que la misma cosa sea buena para uno y mala para otro; así la construcción de una carretera puede ser buena para los automovilistas y mala para los vecinos, etc.
Pero también (En moral) usamos la palabra "bueno" en un sentido, por así decir, absoluto, o sea, sin añadir un "para", o "en determinado sentido". Este significado cobra actualidad siempre que se da conflicto de intereses o de puntos de vista; también cuando se trata del interés o de los puntos de vista de una misma persona, por ejemplo, los del nivel de vida, la salud o la amistad. Surgen entonces dos cuestiones: ¿qué cosa es realmente y de verdad buena para mí? ¿Cuál es la jerarquía exacta de los puntos de vista? La otra cuestión es: en caso de conflicto, ¿qué bien o qué interés debe prevalecer? Para decirlo ya de antemano: una verdad pertenece a las ideas fundamentales de la filosofía de todos los tiempos, a saber, que a la hora de su solución ambas cuestiones no son independientes. Pero de ello hablaremos más tarde. En cualquier caso, decimos que la reflexión sobre estas cuestiones es de carácter filosófico.
Pero lo primero que debemos dejar bien claro es la justificación de tales preguntas, precisamente por ser éstas impugnadas una y otra vez. Siempre nos encontramos con la misma afirmación de que los problemas éticos no tienen sentido porque no se les puede dar respuesta. Las proposiciones de la Ética no serían susceptibles de verdad. En el campo de lo "bueno para Juan desde el punto de vista de la salud, o de lo "bueno para Pablo desde el prisma del ahorro de impuestos" se pueden hacer razonamientos de validez general; pero cuando la palabra bueno se toma en un sentido absoluto, entonces, por el contrario, las afirmaciones se hacen relativas, dependientes del ámbito cultural, de la época, del estrato social y del carácter de los que usan esas palabras. Y, presuntamente, esta opinión puede apoyarse en un rico material de experiencia: ¿no existen culturas que tienen por buenos los sacrificios humanos? ¿No hay sociedades que mantienen la esclavitud? ¿No concedieron los romanos al padre el derecho de exponer al hijo recién nacido? Los mahometanos permiten la poligamia, mientras que en el ámbito de la cultura cristiana sólo se da como institución el matrimonio monógamo, etc.

Que los sistemas normativos son en gran medida dependientes de la cultura, es una eterna objeción frente a la posible exigencia de una Ética filosófica, es decir, una objeción a la discusión racional sobre el significado absoluto, no relativo, de la palabra "bueno".
Pero esta objeción desconoce que la Ética filosófica no descansa en la ignorancia de esos hechos. Todo lo contrario. La reflexión racional sobre la cuestión de lo bueno con validez general comenzó, precisamente, con el descubrimiento de esos hechos; en el siglo V antes de Cristo eran ya ampliamente conocidos. Procedentes de viajes, corrían entonces en Grecia noticias que contaban cosas fantásticas de las costumbres de los pueblos vecinos. Pero los griegos no se contentaron con encontrar esas costumbres sencillamente absurdas, despreciables o primitivas, sino que algunos de ellos, los filósofos, comenzaron a buscar una medida o regla con la que medir las distintas maneras de vivir y los diversos comportamientos. Quizá con el resultado de encontrar unas mejores que otras. A esa norma o regla la llamaron "fisis", naturaleza. De acuerdo con esa medida, la norma, por ejemplo, de las jóvenes escitas que se cortaban un pecho resultaba peor que su contraria. He aquí un ejemplo particularmente sencillo y sugestivo. El concepto no era, en absoluto, adecuado para resolver, sin dar lugar a dudas, cualquier cuestión en tomo a la vida corriente. Por el momento nos basta constatar que la búsqueda de una medida, universalmente válida, de una vida buena o mala, del buen o mal comportamiento, brota de la diversidad de los sistemas morales, y que, por lo tanto, hacer ver esa diversidad no constituye un argumento contra dicha búsqueda.
Ahora bien, ¿qué abona esa búsqueda? ¿Qué es lo que mueve a aceptar que las palabras bueno y malo, bien y mal, tienen no sólo un sentido absoluto, sino un significado universalmente válido? Esta pregunta está mal planteada. No se trata, en efecto, de una suposición o de tener que aceptar algo; se trata de un conocimiento que todos poseemos, mientras no reflexionamos expresamente sobre ello. Si oímos que unos padres tratan cruelmente a un niño porque se ha hecho por descuido en la cama, no juzgamos que esa manera de proceder sea satisfactoria y por tanto "buena para los padres, y, "mala" por el contrario para el niño; sino que desaprobamos sin más el proceder de los padres, ya que nos parece malo en un sentido absoluto que los padres hagan algo que es malo para el niño. Y si oímos que una cultura acostumbra a hacer esto, juzgamos entonces que esa sociedad tiene una mala costumbre. Y cuando un hombre se comporta como el polaco P. Maximiliano Kolbe que se ofrece libremente al bunker de hambre de Auschwitz para, a cambio, salvar a un padre de familia, no pensamos que lo que fue bueno para el padre de familia y malo para el Padre Kolbe sea, considerada en abstracto, una acción indiferente, sino que en ella vemos a un hombre que ha salvado el honor del género humano que sus asesinos habían deshonrado. La admiración surge allí donde se cuente la historia de este hombre, sea entre nosotros, o sea entre los pigmeos de Australia. Ahora bien, no necesitamos buscar casos tan dramáticos y excepcionales. Las coincidencias en las ideas morales de las distintas épocas son mayores de lo que comúnmente se cree.
Sencillamente, estamos sometidos de modo habitual a un error de óptica. Las diferencias nos llaman más la atención porque las coincidencias son evidentes. En todas las culturas existen deberes de los padres hacia los hijos, y de los hijos hacia los padres. Por doquier se ve la gratitud como un valor, se aprecia la magnanimidad y se desprecia al avaro; casi universalmente rige la imparcialidad como una virtud del juez, y el valor como virtud del guerrero. La objeción que se hace de que se trata de normas triviales, que además se deducen fácilmente por su utilidad biológica y social, no es ninguna objeción. Para quien tiene una idea de lo que es el hombre, las leyes morales generales que pertenecen al hombre serán naturalmente algo trivial; y lo mismo decir que sus consecuencias son útiles para el género humano. ¿Cómo podría resultar razonable para el hombre una norma cuyas consecuencias produjeran daños generales? Lo decisivo es que el fundamento para nuestra valoración no es la utilidad social o biológica; lo decisivo es que la moralidad, es decir, lo bueno moralmente, no se define así. Daríamos también valor al proceder del P. Kolbe aunque el padre de familia hubiera perdido la vida al día siguiente; y un gesto de amistad, de agradecimiento, sería algo bueno aunque mañana el mundo se fuera a pique. La experiencia de estas coincidencias morales dominantes en las diversas culturas, de una parte, y el carácter inmediato con que se produce nuestra valoración absoluta de algunos comportamientos, de otra, justifican el esfuerzo teórico de dar razón de la norma común, absoluta, de una vida recta.
Pero son precisamente las diferencias culturales las que nos obligan a preguntarnos por la existencia de un criterio o medida para juzgar. ¿Existe esa medida? Hasta ahora hemos considerado sólo argumentos provisionales, indicios iniciales. Ahora queremos acercarnos a una respuesta más definitiva a la cuestión, examinando los dos puntos de vista extremos, que sólo en una cosa se muestran de acuerdo: en negar validez universal a cualquier contenido moral. Se trata pues de dos variantes del Relativismo moral. La primera tesis dice: Todo hombre debe seguir la moral dominante en la sociedad en que vive. La segunda: Cada uno debe seguir su propio capricho y hacer lo que le venga en gana. Ninguna de las dos resiste un examen racional. Consideremos en primer lugar la tesis: Cada uno debe vivir de acuerdo con la moral dominante en la sociedad en que vive. Esta máxima incurre en tres contradicciones.
Se incurre en la primera contradicción cuando quien plantea la máxima quiere fijar al menos una norma universalmente válida, justamente aquella que dice que debe seguirse siempre la moral dominante. Se podrá objetar que no se trata de una norma de contenidos, sino, por así decir, de una metanorma que no puede entrar en colisión con las normas de la moral. Pero las cosas no son tan sencillas. Puede ocurrir, por ejemplo, que una parte de la moral dominante lo constituya el pensar mal de otras sociedades, condenando a los hombres que siguen las morales dominantes en ellas. Si yo sigo esa moral dominante en mi ámbito cultural debo entonces participar de ese juicio condenatorio de las otras morales. Puede incluso pertenecer a la moral dominante en una cultura determinada un impulso misionero que le lleva a penetrar en las demás culturas y a cambiar sus normas. En este caso es imposible seguir tal regla, es decir, no es posible afirmar que todo hombre debe seguir la norma dominante en su entorno: si yo sigo esa norma, debo entonces intentar precisamente disuadir a otros hombres de que vivan de acuerdo con su moral. En una tal cultura no se puede vivir de acuerdo con la máxima propuesta.

En segundo lugar hay que decir que no existe en absoluto esa moral dominante. Precisamente en nuestra sociedad pluralista concurren distintas concepciones morales. Una parte de la sociedad, por ejemplo, condena el aborto como un crimen; otra lo acepta, e incluso lucha contra el sentimiento de culpa que con él se relaciona. El principio de atenerse a la moral dominante no nos enseña a favor de qué valores dominantes debemos optar.
Tercero. Hay sociedades en las que el proceder de un fundador, profeta, reformador o revolucionario de un hombre que no se acomoda a la moral de su tiempo, sino que la ha cambiado tiene carácter de modelo. Ahora bien, puede ocurrir que tengamos por válidas sus normas y no nos parezca necesario un cambio fundamental. Eso sucede precisamente porque estamos convencidos de la rectitud de sus prescripciones desde el punto de vista de los contenidos, y no porque tengamos corno cosa recta la simple acomodación al modo común de proceder, ya que, en el caso en cuestión, tiene valor de modelo para nosotros una persona que, por su parte, no se acomoda. En ese caso, ¿a qué se debería adaptar quien tiene por principio el acomodarse? Esto por lo que respecta a la primera tesis. En ella se otorga un carácter absoluto a la respectiva moral dominante y se definen las palabras "bueno" y "malo" de acuerdo con dicha moral, cayendo así en las contradicciones apuntadas.
La segunda tesis condena cualquier moral vigente como represión, sojuzgamiento, y exige que cada uno actúe como quiera y sea feliz a su manera. Según esto, pertenece al código penal y a la policía hacer que las acciones contra el bien común sean tan perjudiciales para quien las realiza que las omita por su propio interés. Podíamos denominar la primera tesis como autoritaria; ésta como anarquista o individualista. Examinémosla también. A primera vista nos parece más falta de sentido que la primera, y se encuentra en inmediata oposición a nuestro sentir moral. Teóricamente sin embargo es más difícil de refutar, precisamente porque con frecuencia reviste el carácter de un amoralismo consecuente, para el que no existe otro sentido de bueno o malo que el de "bueno para mí en un determinado sentido". A quien no reconoce una diferencia de valor entre la fidelidad de una madre a su hijo, la acción de Kolbe y la de su verdugo, la falta de escrúpulos de un traidor o la habilidad de un especulador de bolsa, le faltan algunas experiencias fundamentales o posibilidades de experiencia, que no son reemplazables por argumentos. Aristóteles escribe: La gente que dice que se puede matar a la propia madre no merece argumentos, sino azotes. Se podría decir quizás que necesitaría un amigo. La cuestión es si sena capaz de amistad. Pero el hecho de que quizá no sea capaz de prestar oídos a los argumentos, no quiere decir que no haya argumentos contra él.

Estrictamente, la tesis según la cual cada uno debe actuar como quiera, resulta algo trivial. Cada uno actúa como le gusta. El que obra según su conciencia tiene a bien actuar así, y quien obedece a una norma moral tiene a bien proceder de ese modo. ¿Qué es lo que entonces se quiere decir exactamente cuando se plantea, con intención crítico moral, la tesis de que cada uno debe hacer lo que quiera? Evidentemente parte de que en el hombre existen distintos impulsos; aboga por unos y está contra otros. Detrás está de algún modo la idea de que unos son más interiores y naturales al hombre que otros: precisamente los llamados impulsos morales. Estos impulsos morales, por el contrario, son considerados como una especie de heterodeterminación, como un dominio interiorizado del que es preciso librarse. Pero al abogar por la autodeterminación, por lo natural frente a lo extraño, resulta que la protesta antimoralista desemboca directamente en la tradición de la filosofía moral. Esta, ante la variedad de los usos sociales, había comenzado por preguntarse por lo que propiamente es natural al hombre, y pensaba que sólo se podría llamar libre a quien hiciera lo que le es natural. Ahora bien ¿qué es "lo natural" al hombre? Quien diga que cada uno debe hacer lo que quiera se mueve en un círculo vicioso. Ignora el hecho de que el hombre no es un ser acuñado de antemano por los instintos, sino alguien que debe buscar primero y encontrar después la norma de su comportamiento. Ni siquiera poseemos por naturaleza el lenguaje; debemos aprenderlo. Ser hombre no es tan sencillo como ser animal; ni se vive espontáneamente la vida humana. Como afirma el dicho, debemos dirigir nuestra vida. Tenemos deseos e impulsos contrapuestos. Y la afirmación: haz lo que quieras, presupone que uno sabe lo que quiere.
Pero no podemos formar una voluntad en armonía consigo misma sin considerar lo que significa la palabra "bueno". Palabra que designa el punto de vista bajo el que se ordenan los demás puntos de vista, que son la causa de que queramos esto o aquello. Sin mostrar aquí en qué consiste, podemos decir en qué no consiste: no en la salud, ya que en ocasiones puede ser bueno estar enfermo; ni en el éxito profesional, ya que puede en ocasiones ser bueno tener un poco menos de éxito; ni en el altruismo, pues circunstancialmente puede ser bueno pensar en uno mismo. El filósofo inglés Moore denomina "falacia naturalista" al hecho de reemplazar por otra la palabra "bueno"; dicho de otro modo, al hecho de reemplazarla por algún punto de vista particular. Si se sustituyese "bueno" por "sano", entonces no se podría decir ya que la salud es, por lo general, algo bueno, ya que con ello sólo se afirmaría que la salud es sana.
Vivir rectamente, vivir bien, significa ante todo establecer una jerarquía en las preferencias, Los antiguos filósofos pensaron que podían ofrecer un criterio para una adecuada jerarquía; es correcta aquella ordenación de acuerdo con la cual el hombre, vive feliz y en paz consigo mismo. Esto es precisamente lo que no puede ocurrir con cualquier ordenación de moda, de manera que el consejo "haz lo que te guste" no basta para responder a la cuestión "¿qué es lo que debe gustarme?". Pero tampoco es suficiente partir de otra base. No existen sólo mis gustos, existen también los de los demás. Es por eso una norma ambigua el decir que cada uno debe hacer lo que le gusta. Puede significar que cada uno tiene que habérselas con los gustos de los demás como le apetezca, amigable y tolerantemente, o de manera violenta e intolerante. Pero puede también significar que cada uno debe respetar los gustos de los demás. Una tal exigencia general de tolerancia limita justamente los propios gustos. Se debe dejar claro que la tolerancia no es de ningún modo, como se dice a veces, una consecuencia evidente del relativismo moral. La tolerancia se funda más bien en una determinada convicción moral que pretende tener validez universal. El relativismo moral, por el contrario, puede decir: ¿por qué debo ser yo tolerante? Cada cual debe vivir según su moral y la mía me permite ser violento e intolerante.
Así pues, para que resulte obvia la idea de la tolerancia se debe tener ya una idea determinada de la dignidad del hombre. Por lo demás, el exigir tolerancia no basta en absoluto para resolver los conflictos entre los deseos propios y los ajenos: muchos de esos deseos son sencillamente irreconciliables. Lo mismo que se dan en mí deseos encontrados de distinto rango, así también los deseos de las diversas personas pueden ser de diverso rango; y no siempre es bueno el preferir los propios deseos o hacerlo siempre con los de los demás. También aquí es preciso saber cuáles son los deseos de uno que colisionan con los de otros. Una solución exigible a ambos tan sólo es posible si existe algo común, es decir, si existe una verdadera medida para juzgar los deseos. El relativismo ético parte de la observación de que esas medidas son conflictivas; pero ese argumento demuestra lo contrario de lo que pretende, ya que en toda disputa teórica subyace la idea de la existencia de una verdad común; si cada cual tuviera su propia verdad, no habría disputas. Sólo la recíproca seguridad hace que se produzca el conflicto. Pero ocurre que el conflicto no se resuelve gracias a una reflexión racional, o disputando sobre la norma correcta, sino merced al derecho físico del más fuerte que impone sin más su voluntad. La zorra y la liebre no discuten entre sí sobre el recto modo de vivir: o sigue cada una su camino, o la una devora a la otra.
La disputa sobre el mal y el bien demuestra que la Ética es campo de litigios. Pero eso es también lo que demuestra justamente que no es algo puramente relativo, que el bien puede estar siempre en lo singular y que es difícil decidir en los casos límites. Esa disputa demuestra que determinados comportamientos son mejores que otros, mejores en absoluto, no mejores para alguien o en relación con determinadas normas culturales. Todos lo sabemos. El sentido de la Ética filosófica es arrojar más luz sobre este conocimiento y defenderlo frente a las objeciones de los sofistas.

martes, 8 de febrero de 2011

San Agustín y la lectura

Luis Olivera nos ofrece una bonita reflexión sobre la lectura:

El hombre que nos ha enseñado a leer

Se ha dicho que ‘más que ningún otro escritor, San Agustín nos ha enseñado a leer’, no hace ninguna afirmación gratuita y sin red. Y ahora que se habla tanto del fin de la cultura del libro, caído en la lona del ‘ring’ mientras el árbitro decreta el K.O. técnico obtenido por la TV, el tema sigue fascinando.

Influjo de Agustín de Hipona. No sólo en libros recientes. Porque si analizamos la huella que ha dejado este escritor africano en su minucioso interés por la lingüística, es constante en la historia. Reaparece en Petrarca, Montaigne, Pascal, Rousseau -que hizo de Las Confesiones un auténtico género literario-, etc. Después, tanto Lutero como Erasmo absorbieron su programa de estudios de interpretación bíblica. En la iconografía, Jerónimo y Agustín suelen aparecer como los a padres de las cultura del libro en Occidente.

En tiempos de Agustín, el libro era un bien muy escaso. Pues a pesar de lo raro del objeto en cuestión, este escritor formuló una teoría de la lectura, que nos ha enseñado a leer de una manera vital. Brian Stock, profesor de Literatura comparada en la Universidad de Toronto, ha escrito un documentado estudio sobre ‘Agustín, lector:…’, publicado por la Universidad de Harvard.

El lector no sólo lee textos. Sino que, después, los recrea mentalmente en la memoria. Así desarrolla la idea del ser humano como lector: leemos (y releemos -¡tantas veces!-) narrativas almacenadas en la memoria. De ahí su descubrimiento de la ‘certeza interior’ de la existencia de uno mismo frente a la ‘incertidumbre’ de la información, adquirida en la lectura, la conversación, etc. ‘Como una guía para el análisis de uno mismo -escribe Stock-, la lectura ocupa una posición ambivalente en el pensamiento de Agustín’. Sólo un texto autoritario, convincente, coherente, puede ofrecer al lector esa más elevada comprehensión de uno mismo. Por eso, para Silva, ‘la lectura aparece así como un escalón crítico en ese ascenso mental’. Y por él, el lector pasa del mundo exterior al interior, se eleva desde la letra impresa al espíritu, al plano intelectual: el texto se transforma en objeto de contemplación.

En ese mismo sentido, Agustín considera que lo más importante en la lectura de La Biblia es ‘el amor dual de Dios y del prójimo’. Y añade una imagen de gran belleza, que Stock resume así: ‘El amor opera de manera vertical, descendiendo del texto al lector, y de manera horizontal cuando los lectores se relacionan con los demás. La cristiandad surge como una comunidad textual edificada sobre principios compartidos de interpretación’.

Y cuando quieren extender el certificado de defunción de la letra impresa, resulta que la última moda en los Estados Unidos son los ‘reading clubs’ (clubes de lectura), que surgen por todas partes como auténticos hongos. Un grupo de personas lee un libro y luego se pone a discutirlo. Por lo que se puede ver detrás, existe un deseo de pensar más y mejor, de hacer una lectura más crítica pero, a la vez, de dejarse influir por la literatura. Esa discusión con otros lectores, al parecer, favorece una lectura más atenta, crítica y reflexiva. Y parece como si la gente, lejos de dejar los libros, empezara a sacarlos del baúl de los recuerdos, a desempolvarlos y finalmente a leerlos. Incluso las editoriales americanas están publicando ya guías gratuitas para orientar esa lectura.

Parece como si las misteriosas palabras que Agustín de Hipona creyó entender -‘Tolle lege, tolle lege’- volvieran a sonar por todas partes. Agustín estaría feliz, como lo estuvo en Casicíacum, dialogando con sus amigos lectores. ¿Qué diría de este torrente de lectores reflexivos en busca de unas gotas de sabiduría? Creo que diría que hay libros y libros; y unos más libros que otros. Y también que hay lectores y lectores; y algunos más lectores que otros. Diría que la palabra más sabia, cuyo estudio y discusión nunca se agota, es la Sagrada Escritura; y que el mejor lector se parece a Dios en ese aspecto. Diría -finalmente-, que lo importante no es poder leer, sino saber leer; y que la lectura no es un fin, sino un medio. Pero imprescindible, esencial, para el desarrollo ‘espiritual’ del individuo.

jueves, 20 de enero de 2011

Al infierno los fumadores!

Rafael Gómez Pérez nos ofrece una reflexión sobre la ley antitabaco:

La ley antitabaco, que ha entrado en vigor en España el 2 de enero de este año, se ha convertido, en pocos días, en un fenómeno de opinión y de “creencias”, que permite una reflexión más amplia sobre las características de la sociedad en la que vivimos.

Hay datos evidentes y otros sobre los que no compensa debatir, porque tienen la fuerza de los hechos comprobados. Ejemplo del primero es que en España fuma el 30% de la población; ejemplo de lo segundo es que “fumar mata” como se avisa con caracteres alarmantes en todas las cajetillas.

Sobre lo primero, los no fumadores son mayoría y quizá en su nombre se articula una ley tan prohibitiva. Pero, ¿qué hay de aquello del respeto a las minorías? ¿Por qué, por ejemplo, tantos detalles con el colectivo de gays y lesbianas y tan pocos para los fumadores? Toda la furia que se descargue contra el tabaco dará una falsa conciencia de estar entre “los buenos”

Sobre lo segundo, la idea de avisar que “fumar mata” (o, mejor, “puede matar” porque no es apodíctico al cien por cien), no es mala idea; pero se podría extender a otros casos más graves; por ejemplo, poner a la entrada de algunas clínicas: “el aborto mata”; en este caso no sería correcto “el aborto puede matar”, porque es algo inexorable: la muerte entra dentro del mismo concepto de aborto.

Hay fumadores que, en el colmo de su desesperación, razonan con el extremo: si el tabaco es tan malo, que lo prohíba el Estado. En realidad, no lo hace no solo porque dejaría de obtener más de 10.000 millones de euros en impuestos, sino porque la prohibición total solo serviría, como ocurre con la droga, para engendrar todo un mercado negro, con lo que lleva adjunto de una nueva fuente de delincuencia.

Con fervor pseudorreligioso

Pero al lado de todo esto se desarrolla un fervor quasirreligioso de muchos antifumadores que querrían arrojar a los fumadores a las tinieblas exteriores. No es de extrañar, porque es muy fácil conectar este tema con el ecologismo, también como pseudorreligión. En Occidente, al darse en amplios estratos de la población una disminución de la sensibilidad religiosa –no solo de la fe– hay un deslizamiento hacia la vivencia, a modo de religión, de ideologías o creencias, no necesariamente políticas, sino sociales o simplemente de moda o tendencia. Como una aplicación de aquella célebre observación de Chesterton: “cuando se deja de creer en Dios se puede creer en cualquier cosa”.

Como aquellos fanáticos que veían “pecado” en el menor de los gestos que a ellos les parecía sospechoso, ahora basta una hilacha de humo para que haya gente que de buena gana lapidaría a quien se ha atrevido a tanto, al grito de “¡No me hagas fumador pasivo”!

En vano los fumadores razonables (porque también los hay irrazonables) aducen que solo quieren un espacio para ellos solos, aunque se ahoguen en su propio humo; que para nada quieren meter su humor en el pulmón ajeno; que les parece exigible que no se coarte la libertad de nadie, ni de los que fuman ni de los que no fuman. Esta sociedad, que acepta fácilmente males muchos mayores (casi todos relacionados con el sexo: el aborto, también de menores de edad; la libre distribución de la “píldora del día después”; los anuncios de formas aberrantes de sexualidad en las páginas de los diarios), es de una intolerancia rayana en el fanatismo cuando se trata del tabaco.

Chivo expiatorio

El fenómeno se ha dado otras veces: por la mala conciencia de aceptar males mayores, el tabaco se convierte en el chivo expiatorio. Toda la furia, el rencor, el odio que se descargue contra el tabaco –e indirectamente contra los fumadores y las fumadoras– dará una cierta (falsa) conciencia de estar en lo justo, en la corrección, entre “los buenos”.

Como en todas las formas pseudorreligiosas, ante el ardor de los fanáticos ha surgido una minoría de disidentes, de “herejes”, que adoptan el nombre de insumisos. Como casi siempre, tienen poco que hacer, porque en contra está no solo el peso del Estado sino de una gran parte de la sociedad. La sociedad mayoritaria ha experimentado en muchas ocasiones un cierto gusto en ir contra las minorías, contra quienes “no son como nosotros”. El caso del tabaco es uno más.

martes, 11 de enero de 2011

El matrimonio ¿artículo de lujo?

La desafección hacia el matrimonio se observa en muchos países de Occidente, pero no entre todos los sectores sociales. En América, casarse sigue siendo la manera más normal de fundar una familia entre personas con estudios universitarios y buenos ingresos, mientras que en los niveles socioeconómicos inferiores es más habitual eludir el compromiso matrimonial. Así nos lo cuenta ACEPRENSA:

Un informe que se acaba de publicar muestra que el declive del matrimonio que se da en Estados Unidos está afectando a la base del orden social: la clase media. El informe, titulado When Marriage Disappears: The Retreat from Marriage in Middle America (“Cuando desaparece el matrimonio: el alejamiento del matrimonio por parte de la clase media norteamericana) es un trabajo conjunto del National Marriage Project de la Universidad de Virginia y del Institute for American Values.

La investigación, desarrollada por W. Bradford Wilcox y Elizabeth Marquardt, observa que en la clase acomodada el matrimonio es más estable y parece estar fortaleciéndose. Entre los desfavorecidos, el matrimonio sigue mostrándose frágil. Pero la tendencia más reciente y de mayor importancia es que la institución matrimonial está debilitándose en la clase media. Entre los estadounidenses de clase media, definidos a los efectos del informe como quienes poseen un diploma de enseñanza secundaria pero carecen de una titulación universitaria, las tasas de maternidad fuera del matrimonio y las de divorcios están creciendo.
Este conjunto “moderadamente educado” de la clase media constituye un 58% de la población adulta. Aquellos con formación universitaria suman el 30%. El restante 12% son los que no terminaron la secundaria.
Línea divisoria
El informe descubre que el matrimonio se está convirtiendo en los Estados Unidos en una línea divisoria entre los de nivel educativo intermedio y quienes poseen título universitario.
Aunque el matrimonio sigue siendo apreciado, se ha reducido la probabilidad de que los norteamericanos con educación secundaria formen matrimonios sólidos, mientras que entre sus compatriotas que han cursado estudios superiores se produce el fenómeno contrario.
Los que se declaran felices en su matrimonio son el 69% de los adultos casados que han cursado educación superior, pero sólo el 57% de los del nivel educativo inmediatamente inferior y el 52% de quienes tienen educación elemental.

Matrimonios más frágiles
También las tasas de divorcio han subido entre los estadounidenses con educación de grado medio, mientras que han descendido entre los de estudios superiores.
Entre los años setenta y los noventa, la probabilidad de divorcio o separación en los diez primeros años de matrimonio decreció entre los más instruidos (bajando del 15 al 11%); subió un poco entre los que habían completado la enseñanza media (del 36% al 37%), y también disminuyó entre los menos instruidos académicamente (del 46% al 36%).
En consecuencia, el porcentaje de adultos con una educación media que permanecían casados en su primer matrimonio cayó del 73% de los años 70 hasta el 45% de la última década. En el mismo periodo, la caída fue de 17 puntos entre los adultos con estudios universitarios y de 28 puntos entre los adultos con pocos estudios.
Es cada vez más probable que los norteamericanos con estudios medios convivan en una unión de hecho en vez de casarse. Desde 1988 hasta ahora, el porcentaje de mujeres de 25-44 años que habían vivido en estas uniones subió 29 puntos en las de estudios medios, 24 puntos entre las de pocos estudios, y 15 puntos entre las que tenían estudios universitarios.

Hijos nacidos fuera del matrimonio
Tener hijos sin estar casados es mucho más probable entre los de niveles medios de educación que entre quienes poseen titulación superior.
A principios de los 80, solo el 2% de los niños de madres con educación superior venían al mundo fuera del matrimonio, frente al 13% de los nacidos de madres con educación media, y el 33% de los hijos cuyas madres tenían el nivel educativo más bajo. A finales de la primera década del siglo XXI, el porcentaje de niños nacidos fuera del matrimonio para las madres con estudios universitarios era del 6%. Los otros dos grupos experimentaron un acusado aumento, hasta el 44% para las madres con una educación media, y hasta el 54% para aquellas con pocos estudios.
Igualmente es más probable que antes que los hijos de padres con educación superior vivan con sus dos progenitores, mientras que en familias cuyos padres tienen estudios medios la probabilidad es mucho menor.
El aumento de divorcios y la crianza de los hijos fuera del matrimonio, en las comunidades de clase media y baja, ha dado como resultado que cada vez más niños de dichas comunidades vivan en hogares en los que no están sus padres biológicos o acaben viviendo en hogares de adopción.
Como dato concreto, el porcentaje de muchachas de 14 años de madres con titulación universitaria y que viven con sus dos padres se mantiene en un 81% en la primera década de este siglo, pero la proporción de jóvenes de esa misma edad que son hijas de madres con educación media y que viven en idénticas condiciones se ha visto reducida al 58%. Y el porcentaje de las muchachas de idéntica edad que vivían con ambos progenitores del nivel de instrucción más bajo, descendió del 65% al 52%.

Se aleja el “sueño americano”
El informe detecta tres cambios culturales que han jugado un papel decisivo en el debilitamiento del matrimonio entre los norteamericanos de clase media.
El primero es una actitud más permisiva en la concepción del matrimonio. El segundo, consecuencia del anterior, es una mayor probabilidad de que estos norteamericanos adopten comportamientos –un número mayor de parejas sexuales y más infidelidad matrimonial– que pongan en peligro sus perspectivas matrimoniales. El tercer cambio cultural es que los norteamericanos con una educación media cada vez son más reticentes a abrazar valores tradicionales como posponer la gratificación o centrarse en la educación. El informe anota después la influencia de algunos otros cambios, como el descenso de la práctica religiosa y la mayor aspiración a encontrar un “alma gemela”, lo que hace que el nivel exigido para casarse sea más elevado que antes.
En general, concluye el informe, “la vida familiar de los estadounidenses con educación de grado medio se asemeja cada vez más a la de los que no completaron dicho ciclo, y que con excesiva frecuencia se ven agobiados por problemas económicos, conflictos de pareja, maternidad en solitario e hijos problemáticos.”
El arrinconamiento actual del matrimonio entre las personas de educación media está poniendo el “sueño americano” fuera del alcance de muchos, advierte el informe. “Hace más difícil la vida de las madres y aleja cada vez más a los padres de las familias. Incrementa las probabilidades de que sus hijos sufran fracaso escolar en la educación secundaria, acaben teniendo problemas de delincuencia, haya más embarazos de adolescentes entre ellos o acaben tomando la senda equivocada de algún otro modo. A medida que el matrimonio –un estado al que antiguamente todos podían aspirar– se convierte cada vez más en terreno acotado de la clase acomodada, crece la brecha social y cultural.”