miércoles, 30 de octubre de 2013

A Dios desde el ateísmo moderno

Al Dios cristiano desde el ateísmo moderno
Gerhard L. Müller
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe

Como decía Johann Wolfgang von Goethe,“La vida es demasiado corta para beber vino malo”. Curioso proverbio éste, que bien podría reflejar la concepción epicúrea del mundo y el nihilismo casi infantil por su terquedad, propios de las actuales élites posmodernas.

Frente a ello, la visión cristiana del mundo y del hombre es un verdadero canto a la vida y al optimismo. Es aquel optimismo que San Pablo expresa con entusiasmo en su Carta a los Romanos: “estad alegres en la esperanza, constantes en la tribulación, perseverantes en la oración, compartiendo las necesidades de los santos, practicando la hospitalidad” (Rom 12, 12-13 ).

Todos podemos constatar que la vida terrena es corta y conforme pasa el tiempo, la brevitas vitae se convierte en un desafío existencial. Pero ésta es precisamente la cuestión: sólo el beneficio del tiempo permite despertar del sueño de la ideología de la autorrealización, o lo que es lo mismo, de la visión del hombre que se apoya únicamente en sí mismo. Incluso podríamos decir: “la vida es demasiado corta para desperdiciarla con una mala filosofía”. Gaudium et Spesdice al respecto: “ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?” (GS, 10).

El ateísmo afirma que Dios no existe, lo cual no constituye en sí ninguna novedad. Acudamos, si no, a aquel salmo davídico que por tres mil años ha proclamado que “el necio dice en su corazón: que no hay Dios” (Ps. 14,1). Las estadísticas más recientes demuestran un aumento vertiginoso de “conversos” al ateísmo: más del 10% de la población mundial se declara atea. ¿Por qué más y más personas se vuelven ateas? ¿ El ateísmo es realmente la postura más lógica, tal como afirman los ateos? ¿Por qué los libros del tipo El gen egoísta y el espejismo de Dios de Richard Dawkins o Dios no es bueno de Christopher Hitchens figuran en las listas de los más vendidos?

Benedicto XVI, en su carta al ateo Piergiorgio Odifreddi, ha afirmado que la teoría de la “mimética” de Richard Dawkins tan sólo es una propuesta de “ciencia ficción”. En sus obras, Dawkins explica que del mismo modo que los genes difunden la información biológica por procreación, así los “memis” difunden la información cultural por imitación. La ideas y las opiniones pasarían de mente a mente como “memis” invisibles. Aún más: Dawkins usa esta teoría a modo de crítica a la religión, pues según él, las creencias religiosas no son sino “virus” que atacan al hombre enfermo.

En cambio, el Dr. Michael Blume, famoso biólogo evolutivo y teólogo, se ha expresado recientemente en el sentido que “la afirmación de Benedicto XVI es plenamente correcta”: ni los “memis” se han logrado definir a pesar de los numerosos intentos realizados, ni se puede afirmar que ningún estudio sostenible los haya verificado desde el punto de vista científico-empírico. Por otra parte, mientras que todos los “miméticos” han abandonado esta teoría ya en el 2010, hasta el momento presente Richard Dawkins aún no se ha pronunciado acerca del fracaso científico de esta propuesta (Kath.net, Religionswissenschaftler bestätigt Benedikt-Urteil über Dawkins, 30 Septiembre 2013).
¿Cómo explicar este dato? Hay que tener presente que la justificación que realiza el ateismo moderno del proceso de descristianización que vive la civilización Europea y Norteamericana desde el siglo XVII, y su propuesta de un estilo de vida hedonista marcado por el lucro y el beneficio, se realiza bajo formas sólo aparentemente científicas.

El llamado “neo-ateísmo” no ofrece, de hecho, ningún fundamento novedoso que no se pueda encontrar claramente formulado en David Hume y en todos los que han sido calificados y se califican como empiristas y materialistas. La única novedad que se ofrece al respecto desde el horizonte de la teoría evolucionista y neurofisiológica, solo se encuentra en los esfuerzos por ir más allá del enfoque propio de las ciencias naturales. Desde esta aproximación, la astrofísica, la biología y la investigación sobre el cerebro deberían llevar a una visión científica del mundo, supuestamente objetiva, sin tener presente que ésta, al final, no permitiría al hombre ser persona, es decir, sujeto responsable de sus actos, ni tener una relación personal con Dios.

Hoy en día, la concepción pseudo-científica del mundo que promociona el neo-ateísmo, se exalta como un programa de opinión que hay que imponer a toda la humanidad. Llevada al extremo, esta teoría propugna que el que cree en la existencia de un Dios personal no debería tener derecho a existir ni en el mundo del pensamiento (por haber contraído el “virus divino”, con lo que habría que ponerlo en cuarentena), ni tan siquiera en el físico (por ser un parásito social).

En este sentido, el carácter intolerante e inhumano del neo-ateísmo es aún más evidente si observamos el ateísmo político potenciado por el nacionalsocialismo en Alemania o el programa estalinista de extinción de la Iglesia ejecutado en la antigua Unión Soviética. Es una constatación que el llamado “ateísmo científico” ha tendido siempre a imponerse como cosmovisión del mundo y por sus características específicas, como programa político totalitario e inhumano.

Al inicio de la Era Moderna asistimos a la oposición entre empirismo y racionalismo en su intento por resolver el dualismo en favor de una de las dos vías de acceso a la realidad. ¿Puede el pensamiento apropiarse del mundo material? O a la inversa ¿la razón es una simple función del proceso evolutivo? El hombre, como sujeto pensante, ¿es sólo parte de un momento de la diferenciación de la materia, sujeto a la ley de la selección natural como cualquier otro producto carente de sustancia o de una totalidad integral que lo comprende todo?

Robert Spaemann ha resumido bien el concepto de modernidad en sus repercusiones negativas sobre el hombre como persona, en tanto que ser con capacidades morales e intelectuales propias: “La visión científica del mundo substrae el yo y el  de la corta vida del individuo, de su complejidad y significado, del ser representación única de lo incondicionado en pro de un desarrollo colectivo, el cual pasa a ser en sí mismo único portador verdadero de significado” (Gesammelte Reden und Aufsätze I, 14). El enfoque de la modernidad tiene sus raíces en el empirismo de David Hume, según el cual “nunca vamos más allá de nosotros mismos” (cf.Gesammelte Reden und Aufsätze II, 9): hay que subrayar que esta visión reductivista no tiene en cuenta la capacidad evidente del intelecto de ir más allá de lo inmediato.

Los descubrimientos de la reciente investigación de tipo evolucionista y de la neurobiología se ocupan más bien poco de la condición subyacente del hombre, es decir, como ser dotado de una naturaleza corporal-espiritual y de una tendencia al conocimiento de la verdad y del bien, y por lo tanto, de una tendencia a la plena realización personal. Tales descubrimientos se limitan a considerar las condiciones materiales de la razón y de los actos de la voluntad del hombre, desde una interpretación pseudo-científica que se sobrepone a una filosofía basada en el materialismo monista. Dada su tendencia a convertirse en un monismo de tipo idealista, el verdadero proyecto de la modernidad, con su innegable valor humanizador, sólo puede lograr su objetivo si supera la imposición del empirismo y sus derivados: el materialismo, el positivismo y el racionalismo.

Si queremos definir en plenitud al hombre, no podemos considerarlo como el mero objeto de sus propias investigaciones sobre la naturaleza, la historia, la cultura y la moral, pues siempre es aquél que se comprende a sí mismo en su propia mente. El hombre, como ser en el espacio y en el tiempo, no puede renunciar a la mediación sensible del contexto material y sociológico, los cuales sostienen las condiciones materiales de su existencia. Sin embargo, para garantizar tanto el proyecto de la libertad del individuo ante la colectividad, como la consciencia personal ante la ley puramente positiva y la dignidad inalienable de todo ser humano ante la instrumentalización de los intereses de grupo (clase, pueblo, capital, etc.), es indispensable unametafísica de la realidad y una antropología de la trascendencia del hombre que lo relacionen con la fuente de la creación.

Una metafísica del ser y del conocimiento de Dios, en el sentido propio de la teología filosófica, no tiene un mero interés histórico, sino que también son condición indispensable para que el proyecto de la modernidad no naufrague en la dialéctica propia del iluminismo. Por esta razón, el diálogo con la razón humana ha sido más importante que el diálogo con las religiones, tanto en los inicios del cristianismo como en el momento presente, pues sólo así se recupera el acceso completo a la realidad y, con ello, la posibilidad de elaborar una correcta teología natural.

No es necesario retornar a formas de metafísica ya caducas ante la propuesta que las ciencias naturales y la reflexión filosófica surgida en la modernidad hacen de la realidad mundana, ni para poder demostrar la racionalidad de nuestro enfoque ni menos aún de los contenidos de la Revelación sobrenatural de Dios en Jesucristo. En cambio, hay que partir de la experiencia del mundo real. La finalidad es lograr una auto-comprensión refleja, en el sentido que el ser “espíritu” le da al hombre la posibilidad de hacer, y un conocimiento de Dios que no lo sea en sí mismo, sino en cuanto el mundo se relaciona con Él como origen y fin de todo el ser finito, incluido el hombre. El hombre se reconoce a sí mismo como persona únicamente a la luz de esta orientación trascendente. Cuando busca la verdad y tiende al bien, sólo en Dios encuentra la paz.

Por lo tanto, el discurso sobre Dios no puede comenzar a partir de su “ser-en-sí”, como si Dios se pudiera abstraer del mundo existente. Si la razón finita y creatural comienza siempre con la experiencia de que el mundo ya existe, la afirmación de que “Dios” está aquí permite significar el punto de proveniencia del ser y del espíritu, sin que sea una especie de objeto mundano que solo es conocido a modo de complemento. Como principio, el hombre está constitutivamente determinado como espíritu por la inevitable e indisponible referencia a Dios. A posteriori, el hombre debe tomar conciencia de este momento apriorístico y trascendente de su propia realización: sólo así Dios aparece como el horizonte incircunscribible hacia el que nos movemos, y del que sabemos que derivamos en sentido absoluto, y no se convierte en un objetivo categorial. El espíritu se trasciende intencionalmente sólo si está direccionado al infinito, sólo si se reconoce constituido en su intencionalidad en este absoluto extra-mundano que es Dios. En última instancia explicativa, siempre está la realidad del Dios trascendente.
En palabras de San Juan de la Cruz:

“Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura”.  (Cántico Espiritual, 21-25)

El concepto de “Dios” lo concebimos como la condición real de nuestro ser espiritual en el mundo y por lo tanto, también como condición de nuestra realidad finita. Mientras que Dios es su propia esencia a través de la posesión absoluta del ser, el mundo es realidad finita mediante la recepción del ser bajo forma de participación. El mundo participa en el ser de Dios por existir por voluntad de Dios, precisamente bajo forma finita. En cambio, Dios existe por sí mismo, en sí mismo, en virtud de sí mismo y por su propia realidad (cf. Ef 4,6) . Él es ipsum esse per se subsistens (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, Ia, qu. 44, ar. 1).
Por ello, la naturaleza espiritual del hombre es el principio que hace finito y concreto el modo de su participación en el ser espiritual de Dios. Dios, en cambio, como Espíritu, está confiado directamente a sí mismo y puede disponer de sí mismo, de su ser espiritual. Ello significa que el espíritu forma parte constitutivamente de la referencia al origen del ser en general. Esta relación con Dios, incluso donde no llega a ser temática, constituye la existencia-en-sí, el presupuesto y la condición de lo que llamamos “ser personal”.
La acción creadora de Dios es la perenne inserción del mundo en Dios y la realización de éste a través de Dios. Por eso no existe ninguna contradicción entre la afirmación de la creación a través del Logos y el sostén que el Logos creador da a todas las cosas en el proceso evolutivo. En el hombre, la historia natural del ser penetra en la historia del espíritu y el hombre se concibe, por tanto, como recepción espiritual perfecta del ser real por parte de su esencia, en la que existe como persona, es decir, como ser-en-sí-mismo. La trascendencia de la persona creada para la participación de la realidad espiritual de Dios es posible, porque la creación es implícitamente auto-manifestación del ser y de la bondad de Dios. La creación del ser y del espíritu finito indica la apertura a un horizonte ilimitado para una explícita manifestación de Dios en su palabra. O lo que es lo mismo, el Creador del mundo, de la naturaleza y del hombre, va al encuentro del hombre en forma personal como cumplimiento de la auto-trascendencia, lo cual determina al espíritu creado, atraído por el Espíritu increpado.

Fuera de lo creado, el acto único, atemporal e indivisible de la creación coincide con la actualidad de Dios. En la medida en que la actualidad infinita del ser se realiza de forma finita en lo creado, éste no forma parte adecuadamente de la auto-iluminación divina. Pero en la medida en la que participa en el ser de Dios, es un medio creatural por el cual llegamos a conocer y amar a Dios. El conocimiento y el amor de Dios se manifiestan más profundamente en la participación creatural del auto-conocimiento de Dios. Por eso, la realización creatural de un espíritu creado es un evento en el cual Dios mismo se da a conocer y amar. Así leemos enRomanos 1,19-20: “Pues lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto; Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables”. Y en Hechos 17:26b-28a: “Él creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad, para ver si a tientas la buscaban y la hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos”.
Concretamente, el hombre no existe en una especie de efectividad abstracta de la existencia, sino siempre en la realización concreta de ésta en tanto que movimiento dinámico que tiende a completarse en el otro. Por ello llamamos “naturaleza” a la separación abstracta de la simple constitución (perfectio formae) respecto de su realización (operatio in perfectionem finis). Y en tanto que por tendencia, esta naturaleza se caracteriza por ser movimiento hacia la presencia de Dios y hacia el cumplimiento de la obra de éste, hablamos de gracia. Si el hombre se aleja de Dios en su realización como libertad y espíritu, pierde la gracia y cae en la culpa (defectus gratiae): ante el pecado y la pérdida de Dios, la presencia salvífica permanente de Dios asume en el hombre el carácter de redención. Por ello, la realización creadora de Dios, por la cual la criatura existe, se revela como perdón y reconciliación. En su Redentor, el pecador encuentra al Creador.

En la creación, en su realización y en medio de las realidades creaturales, la presencia originaria de la gracia de Dios se hace de nuevo accesible bajo la forma de gracia de Jesucristo. En el Verbo eterno encarnado de Dios y en el Espíritu Santo de Dios infundido en los corazones, los justificados participan en la auto-revelación del Dios Uno y Trino, y así, en esta historia de salvación, se hacen realidad en el mundo. La actividad creadora de Dios en la Palabra que viene a nosotros en forma de redención, asume directamente en Jesús una realidad creatural. En Él, el pecador encuentra un medio creatural hecho totalmente por Dios, un medio que lo pone en contacto directo con el Creador cual Dios Redentor. Por ello, Jesús es el cumplimiento, la redención y el fundamento que recrea la naturaleza espiritual y su auto-trascendencia mediada creaturalmente para alcanzar la cercanía inmediata de Dios.

La trascendencia y la inmanencia de Dios están en relación inversamente proporcional. Sólo por que Dios es absolutamente trascendente al mundo, puede ser de manera insuperable inmanente en el mundo. La conservación del mundo (creatio continua), no se debe concebir como una serie de actos creativos individuales y consecutivos, sino que consiste en la presencia atemporal e indivisible de la realización creadora dentro de la existencia y el movimiento del mundo. Dios es la causa prima que no anula las causae secundae creaturales de la forma, materia, causalidad, finalidad, sino que capacita para operar autónomamente en el modo que sólo Él es capaz de hacer. La “intervención” de Dios en el mundo nunca puede significar una suspensión de la causalidad creatural. Sin embargo, Dios puede hacer que la causalidad creatural sea la causa instrumental de su específica voluntad salvífica hacia el hombre, el cual posee la libertad como forma concreta de su existencia. Por ello afirmamos que el hombre no tiene, sino que es, espíritu y libertad, aunque sólo en forma finita.

Dado que el Dios trascendente mueve todas las cosas precisamente de acuerdo a la naturaleza creada de todo ser finito, también mueve al hombre de acuerdo a su naturaleza espiritual libre. La predestinación no elimina la libertad, sino que permite que la voluntad salvífica universal, aceptada desde la fe, sea el principio del auto-movimiento del espíritu hacia el fin prometido.

La relación entre la producción absoluta del hombre, su libertad operada por Dios y el auto-movimiento espiritual del hombre que constituye su libertad, se pueden expresar en estos términos: Dios no ejercita ninguna influencia físicamente mensurable sobre la libertad creada, sino que va al encuentro de ésta más bien como motivo (movens) de su acción. Cuando Dios viene a mí libremente en la palabra divina que lo manifiesta, se actualiza siempre como cumplimiento de mi libertad: Dios y su libertad permiten que el movimiento dinámico de la libertad de las criaturas se realice plenamente más allá de sus límites creaturales. En términos bíblicos, el hombre, de quien Dios se ha convertido en el motivo de su acción y de su auto-proyecto en el mundo, sabe que es una especie de “arcilla en las manos del Creador que lo modela”. Como resultado, dice y confiesa que Dios obra en él el querer y el operar (cf. Fil2,13)​​. Al mismo tiempo, sin embargo, no se ve desautorizado o privado de su libertad y personalidad. Por el contrario, se experimenta como capacitado para llevar a cabo su propia libertad. Mientras lo hace, sabe que sólo gracias a la auto-donación de Dios, como cumplimiento de su libertad, está capacitado para actuar en orden a su propia finalidad. La realización se mueve hacia su fin sólo por la presencia directa de la finalidad: la libertad está habilitada por la gracia para recibir, auto-realizándose, su aceptación por parte de Dios. En la gracia, Dios se revela como la fuente eterna de la libertad creada y su horizonte eterno bajo la forma de amor. La forma de la libertad humana, entonces, no se realiza en oposición a Dios, como lo ve el ateísmo, sino sólo sobre la base de la libertad espiritual perfecta de Dios. Si Dios es exaltado, en consecuencia el hombre es exaltado. Por ello afirmamos que la salvación del hombre sólo puede venir de Dios, el cual ofrece libremente su gracia a los hombres.
San Pablo escribe: “Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios  que practicáramos” (Ef 2,8-10 ).

En este sentido, el Concilio Vaticano II enseña: “Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos (cf. 2 Co 5,15), da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse (cf. Hch 4,12). Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro” (Gaudium et Spes , 10).
Los que niegan el carácter metafísico de la teología natural y por lo tanto, la posibilidad del conocimiento de Dios a través de la Revelación, tienden a menudo a caer en las diversas formas de pesimismo cínico o nihilista. En cambio, la visión de la Iglesia se nutre de aquella plenitud que, por gracia de Jesucristo, todos hemos recibido (cf. Jn 1,16). Si solamente Cristo es “la vid verdadera” (Jn 15,1 ) que ofrece el “vino bueno” (Jn 2,10), necesario para la vida eterna, podemos concluir que sólo la Iglesia es la verdadera promotora de la “modernidad”, dado que sólo la apertura a Dios, futuro del hombre, hace auténticamente posible para todos la esperanza que ésta proclama.

lunes, 28 de octubre de 2013

El sentido de la fiesta

Por Josef Pieper

Nuestra alérgica sensibilidad a las grandes palabras nos impide quizá hablar de la fiesta como de un «día de júbilo». Sin embargo, apenas estaríamos en desacuer­do con quien, exagerando un poco, dijera de la fiesta que es una «cosa alegre». Es un día en el que los hom­bres se alegran. Aun quien tenga por una «habilidad» encontrar tales hombres, quiere tan sólo decir que se ha hecho difícil y raro participar festivamente en la fiesta. Indiscutible permanece que el día festivo es un día de alegría. Un griego de la primitiva cristiandad ha dicho incluso: «Fiesta es alegría y nada más».

Pero la alegría es, por naturaleza, algo subordinado, algo secundario. Nadie puede alegrarse «absolutamente» por razón de la alegría. En verdad que es absurdo preguntar a un hombre por qué quiere alegrarse; y, sin embargo, la exigencia de alegría no es otra cosa que el deseo de que debería haber motivo y ocasión para ale­grarse. Tal motivo, si lo hay, es anterior a la alegría y distinto de ella. El motivo es lo primero, la alegría es lo segundo.

El motivo de la alegría es siempre el mismo, aunque presente mil formas concretas: uno posee o recibe lo que ama; y da lo mismo que ese poseer o ese recibir sean realmente actuales o una simple esperanza o un recuerdo. La alegría es una manifestación del amor. Quien no ama a nada ni a nadie no puede alegrarse, por muy desesperadamente que vaya tras ello. La ale­gría es la respuesta de un amante a quien ha caído en suerte aquello que ama.

Si es cierto que no puede pensarse una auténtica fiesta sin alegría, no lo es menos que debe haber antes un motivo para alegrarse, digamos, un «festivo por qué». Más exactamente: no basta que haya un motivo objetivo, sino que es preciso que el hombre lo consi­dere y reconozca como tal; debe sentirlo incluso como algo que le ha caído en suerte, por el hecho de amar. De manera extraña se ha atribuido alguna vez a la fiesta una objetividad inapropiada, como si pudiera te­ner lugar «incluso sin asistentes». «También hay Pas­cua donde nadie la celebra». Me parece que esto son imaginaciones, toda vez que se habla de la fiesta como de una realidad humana.

La estructura interna de una auténtica fiesta se en­cuentra del modo más conciso y claro en la incompa­rable sentencia de San Juan Crisóstomo: Ubi caritas gaudet, ibi est festivitas, donde se alegra el amor, allí hay fiesta.

Pero ¿qué motivo ha de ser el que haga posible la alegría festiva e incluso la fiesta misma? «Plantad en el centro de una plaza desnuda un poste coronado de flores, convocad al pueblo... y tendréis una fiesta.» Debería pensarse que cualquiera ve que esto es bas­tante poco. Sin embargo, en modo alguno me he inven­tado yo la frase para ponerla de ejemplo de una in­genua simplificación; antes bien, procede de Jean Jacques Rousseau. Es casi una simplificación tan descon­soladora como ésta pensar que simples «ideas» pueden ser el motivo de auténticas fiestas. Para ello es preciso algo más y distinto: quien las celebra, y sólo él, debe participar en un acontecimiento real. Por eso no es de extrañar que, por ejemplo, el intento racionalista de celebrar la Pascua como la fiesta de la «inmortalidad» hubo de caer en el vacío, sin hablar de proyectos tan fantásticos como los de Augusto Comte, que en un ca­lendario elaborado por él preveía las fiestas de la «humanidad», de la «paternidad» e incluso de la «intimidad del hogar». Ni siquiera la idea de libertad sería capaz de mover a los hombres a poner las luminarias de una fiesta, pero sí, en cambio, el hecho de una liberación, en el supuesto de que ese acontecimiento, aun lejano en el tiempo, posea todavía, en el día de la fiesta, una presencia efectiva. No toda conmemoración es una fies­ta. Lo pasado, en sentido estricto, no puede conmemorarse festivamente a no ser que la vida de la comunidad celebrante reciba de ello brillo y realce, no en virtud de una mera reflexión histórica, sino por ser una reali­dad históricamente activa. Si no se entiende la Encar­nación de Dios como un acontecimiento que afecta de manera inmediata a la actual existencia de los hombres, es imposible y aun absurdo celebrar festivamente la Navidad.

Josef Andreas Jungmann ha formulado hace poco la idea de que la fiesta, como institución, presenta un carácter derivado, mientras que la «forma originaria» de la fiesta se encuentra allí donde se celebre un acon­tecimiento concreto, como nacimiento, boda o vuelta al hogar. Si con ello quiere decirse que el acontecimiento concreto es el motivo «propio» e incluso «último» al que puede llegar una interpretación teórica de la fiesta, no me parece esto del todo convincente. Es posible, e incluso necesario, seguir preguntándose, por ejemplo: ¿Por qué es un acontecimiento concreto el motivo de una fiesta y de una celebración? ¿Puede celebrarse fes­tivamente el nacimiento de un niño si se está de acuer­do con la frase: «Es absurdo haber nacido...» (con lo que se cita obviamente a Jean-Paul Sartre)? Quien esté seriamente convencido de que «nuestra existencia es algo que mejor sería que no fuese» y de que, en consecuencia, no vale la pena vivir, ése ni puede «cele­brar» el nacimiento de un niño ni menos un cumple­años, sea el quince o el setenta, sea el propio o el ajeno. Ni un solo «acontecimiento concreto» puede dar motivo a una fiesta, a no ser... A no ser, ¿qué?

Debería poder mencionarse ahora el motivo de todos los motivos por los que se celebran acontecimientos como nacimiento, boda o vuelta al hogar con la sensa­ción de ser la parte de algo amado que le cae a uno en suerte, y sin lo que no hay alegría ni fiesta. De nue­vo es Nietzsche quien ha formulado la intuición deci­siva, alumbrada con dolor, al parecer, como resultado de fructíferas experiencias interiores, en las que era igualmente habitual la desesperación de no poder en­contrar «alegría en nada», como «el decir sin límites: sí y amén». La formulación se encuentra en los apuntes póstumos; dice así: «Para tener alegría por algo, se debe aprobar todo».

A toda alegría festiva excitada por algo concreto an­tecede necesariamente un asentimiento universal, que se extiende al mundo en su conjunto, tanto a la reali­dad de las cosas como a la existencia humana. Natural­mente, esa aprobación no debe acontecer en una con­ciencia refleja; ni siquiera requiere ser formulada. Sin embargo, continúa siendo el soporte único de la fiesta, sea lo que sea lo que in concreto se celebre. Y cuanto más profunda sea la radicalidad de la negación y más insuficientes sean, en consecuencia, los argumentos pen­últimos, más necesario será formular con palabras ese último fundamento. Me refiero a la convicción de que el «festivo por qué», fundamento en última instancia de toda fiesta, concisamente expresado, es el siguiente: todo lo que existe es bueno, y es bueno que exista. El hombre no puede hacer suya la suerte del amado si para él no son algo bueno—y, por tanto, «amado»—el mundo y la existencia.

Además, desde la otra orilla nos llega una especie de confirmación de todo esto. Allí donde encontremos, de corazón, que es «bueno», maravilloso, espléndido, arrebatador algo concreto, como un sorbo de agua fres­ca, el funcionamiento preciso de una herramienta, los colores de un paisaje, el encanto de una caricia, la ala­banza que va más allá de las palabras, allí hay un hálito de ese asentimiento del mundo entero. De ma­nera que es igualmente cierta la inversión—hecha por el mismo autor—de la frase antes citada: «Caso de aprobar un único momento, hemos dicho "sí" no sólo a nosotros mismos, sino a toda la existencia».

¿Es preciso señalar qué poco tiene que ver con este asentimiento un optimismo superficial o incluso la có­moda aprobación de los hechos? No hay que concebirlo como si hiciera caso omiso de todo lo terrible del mun­do; antes bien, habría de decirse que su profundidad se manifiesta precisamente en la confrontación con la perversión histórica. Ese asentimiento es de tal natura­leza que incluso debería atribuirse a los mártires, en su último silencio ante el golpe asesino de la violencia. Al interpretar teológicamente el Apocalipsis, se ha di­cho: no haber salido de su boca palabra alguna con­tra la creación divina es lo que diferencia al mártir cristiano. A pesar de todo, encuentra «muy bien» todo lo que existe; a pesar de todo, continúa siendo capaz de alegrarse e incluso, en la medida de lo que puede, de celebrar fiesta. Por el contrario, quien siempre, aun­que le vaya bien, rehusa aceptar la realidad como un todo, es incapaz de ambas cosas. Cuanto más dinero tenga y, sobre todo, cuanto de más tiempo libre dis­ponga, más angustiosamente se pondrá esto de mani­fiesto.

Eso vale en la misma medida para quien rehusa la aprobación de su propia existencia, en aquella situación sublime y difícil de entender, la «desesperación de la debilidad», de la que ha hablado Sören Kierkegaard, y que en la vieja ascética se llama acedía, «pereza del corazón». Se alude con ello a esa no cooperación, que afecta al manantial de la existencia, y que impide al hombre que, «angustiado, quiere dejar de existir», habitar consigo mismo y arrojado así de su propia casa, se refugia en el ruido ensordecedor del «trabajar y nada más que trabajar», en el pretencioso ajetreo de la pala­brería sofista, en la continua «diversión» mediante es­tímulos vacíos; en una palabra, se refugia en la tierra de nadie, que quizá está muy confortablemente insta­lada, pero que no deja sitio para el sosiego de un que­hacer con sentido, para la contemplación y, con ese motivo, para la fiesta.

La fiesta vive de la afirmación. Incluso el funeral, el Día de Difuntos y el Viernes Santo no podrían tener el carácter de fiesta si no existiera la certeza de que el mundo y la existencia, considerados en su totalidad, es­tán en orden. Si no hubiera «consuelo», las exequias serían un absurdo. El consuelo es, sin embargo, una forma de alegría, si bien la más callada. Como también es en el fondo una experiencia alegre la catarsis, la pu­rificación del alma en la realización compartida de la tragedia (aunque el emplazamiento propio de lo trágico no es la tragedia como literatura, sino la realidad histórica del hombre). Sólo se da «consuelo» en el supuesto de que se acepte y también se afirme, a pesar de todo, el dolor, la pena, la muerte.

Este es el momento de corregir la comparación que a veces se establece entre «festivo» y «alegre». Es un hecho altamente significativo el que la leyenda griega retrotraiga el origen de todas las funciones festivas a un rito funerario. De las fiestas de la antigüedad ro­mana se ha dicho siempre que no deben ser entendidas como simples «días de alegría». Naturalmente, no han de excluirse de la fiesta, llevada a su más libre plenitud, la gracia, la despreocupada hilaridad, la risa y el re­gocijo, como tampoco la broma o la verbena. Pero la fiesta es fiesta si el hombre reafirma la bondad del ser mediante la respuesta de la alegría. ¿No se nos mues­tra acaso esta bondad nunca tan claramente y con tal conmovedora vehemencia como en la súbita conmoción producida por la pérdida y la muerte? Esto es precisa­mente lo que Holderlin da a entender en su famoso dístico a la Antígona de Sófocles: «Muchos intentan en vano decir alegremente lo más alegre / Aquí se me ma­nifiesta al fin, aquí, en la tristeza.»

Así no es de extrañar que ambas—la afirmación de la existencia y su negación—sean difícilmente recono­cibles no solamente por el observador ajeno, sino también para la propia conciencia. Al mártir apenas le parecerá que afirma el mundo, a pesar de todo; tam­poco se contempla a sus ojos como un mártir, sino como acusado, encarcelado, ridículo, estrafalario y, sobre todo, enmudecido. Incluso la negación puede ser irreconocible. Por ejemplo, puede ser dominada por el placer, en sí altamente simpático y puramente vital, de danzar, can­tar, beber; placer al que no ha llegado la noticia de un sí rehusado. Pero esta negativa se puede ocultar ante todo tras la fachada más o menos forzada de una segu­ridad en la vida; la risa radiante de Sísifo, que «niega los dioses y mueve la piedra», es engañosa, incluso en el sentido de que logra posiblemente el engaño y quizá, lo que es mucho más difícil, el autoengaño.

Estrictamente es muy poco, por lo demás, considerar la afirmación del mundo como una simple condición y presupuesto de la fiesta. En realidad, es mucho más: es la sustancia misma de la fiesta. En su núcleo esencial no es otra cosa que la vivencia de esa afirmación!

Celebrar una fiesta significa celebrar por un motivo especial y de un modo no cotidiano la afirmación del mundo hecha ya una vez y repetida todos los días.

Así hablan igualmente los hallazgos obtenidos por la Historia de la cultura y de las religiones en la inves­tigación de las grandes fiestas paradigmáticas de las viejas culturas o de los pueblos primitivos. Porque aque­lla afirmación, en la medida en que se produce, es «válida» sin cesar, y continuamente es de esperar que en razón de ella puedan darse miles de motivos legítimos para celebrar una fiesta: desde la llegada de la prima­vera hasta la del primer diente, cantada por Mathias Claudius.

Así, tiene su razón de ser hablar de una fiesta, al menos latentemente, incesante. De hecho, la liturgia de la Iglesia no conoce sino festividades; lo que parece haber llevado por extraños vericuetos lingüísticos a que incluso la palabra feria—originariamente, tanto como «fiesta»—designa precisamente el día corriente, la fes­tividad celebrada cualquier día de la semana. Y un fi­lósofo y teólogo tan notable como Orígenes opinaba que la introducción de determinadas festividades se de­bió a los «catecúmenos» y «principiantes», que no eran «todavía» capaces de celebrar la «fiesta eterna». Pero éste es un tema sobre el que todavía es muy pronto discutir al nivel actual de nuestra investigación.

Ante todo debe formularse expresamente una conse­cuencia a la que lleva todo lo dicho hasta ahora. Como he experimentado muchas veces, suele recibirse tal con­secuencia con espontánea desazón y con el susceptible recelo de haber sido objeto de un asalto de forma poco correcta. Sin embargo, como creo, no hay posibilidad legítima alguna de evitarla, pues es avasalladora, tanto lógica como existencialmente.


La consecuencia tiene varios planos. Primero: no pue­de darse una afirmación del mundo en su conjunto más radical que la glorificación de Dios, que la ala­banza del creador de ese mismo mundo; no puede pen­sarse una aprobación del ser más intensiva, más incon­dicional. Si el núcleo de la fiesta consiste en que los hombres viven corporalmente su compenetración con todo lo que existe, entonces—segundo plano—es el acto del culto, la fiesta litúrgica, la forma más festiva de la fiesta. La otra cara de la moneda es—tercero—que no puede darse en el mundo aniquilación más letal y des­esperanzada que la negación de la alabanza cultual; ese «no» extingue incluso la chispa con la que aún podría inflamarse la llama extinguida de la fiesta.

sábado, 26 de octubre de 2013

Hacia una cultura de diálogo


¿Somos capaces a transmitir pacíficamente nuestra visión del mundo, y escuchar con atención lo que dicen los demás? La teóloga Jutta Burggraf propone el diálogo para evitar el choque entre las culturas y mentalidades.

15 de junio de 2009

Un nuevo reto
En la sociedad actual, convivimos con personas diferentes a nosotros. Este es un hecho concreto y fácilmente perceptible frente al cual no podemos cerrar los ojos. Se trata generalmente de gente proveniente de otros países, con una cultura y religión diferentes a las nuestras; tienen otras costumbres y un estilo de vida que nos resulta extraño y hasta curioso o pintoresco. Tal vez vivan en el mismo pueblo o incluso pertenezcan a nuestra familia. Son "nuestros vecinos de siempre"; pero no piensan ni sienten como yo, o —dicho desde otra perspectiva— yo no pienso ni siento como ellos. Cada persona tiene su propio punto de vista, su mentalidad, su proyecto vital y su modo de juzgar los acontecimientos políticos y sociales.

Lamentablemente, las diferencias originan no pocas veces antipatías o sospechas; pueden llevar a malentendidos e incomprensiones e incluso despertar reacciones violentas. Pueden ser también la causa de múltiples formas de rechazo que hieren el corazón humano.

Muchos sufren injusticias y humillaciones por el mero hecho de no ser "como los demás"; algunos tienen que soportar diariamente torturas, no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en el entorno familiar. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. "El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares," dicen los árabes. Es una pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores o desesperación; y quizá es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más.

¿Cómo podemos evitar este choque entre las culturas y mentalidades que parece caracterizar cada vez más claramente nuestra vida? En los últimos años —y especialmente a partir del 11 de septiembre de 2001— se han dado muchas respuestas muy variadas a este interrogante. De especial importancia es, ciertamente, el diálogo. Pero, ¿somos capaces a transmitir pacíficamente nuestra visión del mundo, y escuchar con atención lo que dicen los demás? O, preguntando de modo más radical: ¿tenemos realmente convicciones propias? ¿Hemos encontrado nuestra identidad? Es un hecho conocido que nadie puede dar (a conocer) lo que no tiene.


I. Dificultades para el diálogo
Somos libres para pensar por cuenta propia. Pero apenas tenemos el valor de hacerlo de verdad. Estamos más bien acostumbrados a repetir lo que dicen los periódicos y revistas, la televisión, la radio, lo que leemos en internet o lo aseverado por alguna persona, más o menos interesante, con la que nos cruzamos por la calle. Hoy en día, en muchos países parece que ha desaparecido la autoridad que dicta los pensamientos, la censura. Pero lo que hallamos en realidad, es que aquella autoridad ha cambiado su modo de obrar: no se vale de la coerción sino tan sólo de una blanda persuasión. Se ha hecho invisible, anónima, y se disfraza de normalidad, sentido común u opinión pública. No pide otra cosa que hacer lo que todos hacen.

¿Resistimos a los tiroteos constantes de este "enemigo invisible"? ¿Hemos aprendido a ejercer nuestra facultad para discurrir y discernir? Pensar no sólo es un juego divertido; es ante todo una exigencia de nuestra naturaleza. No deberíamos cerrar voluntariamente los ojos a la luz, sino todo lo contrario: tendríamos que entusiasmarnos con la realidad que nos rodea, y buscar respuestas a las cuestiones grandes y pequeñas que nos plantea la propia existencia.

Sufrir un ajetreo continuo
Sin embargo, nuestra vida se ha convertido, en muchos sentidos, en un ajetreo continuo. Muchas personas sufren las consecuencias del estrés o de un cansancio crónico. La dureza de la vida profesional, y también las exigencias exageradas de la industria del ocio, traen consigo unas obligaciones excesivas, así que lo único que se desea por la noche es descansar, distraerse de los problemas cotidianos, y no esforzarse nada más. Todo esto puede llevar a una cierta "enajenación" psicológica y espiritual, a la superficialidad de una persona que vive sólo en el momento, para las cosas inmediatas. En nuestra sociedad de bienestar tan saciada, con frecuencia, resulta muy difícil detenernos a reflexionar. Y resulta todavía más difícil hablar en serio con otra persona. ¿Cómo se puede transmitir las propias convicciones si no se tiene ningunas?

Huir en el mundo virtual
Con frecuencia, conocemos mejor a los protagonistas de una determinada serie televisiva que a nuestros vecinos más cercanos; escribimos mails a nuestros colegas de las oficinas al lado, en vez de mirarlos en la cara. Aparte del internet, la televisión es actualmente, sin duda, la fuente principal de información y deformación. Consumimos noticias de todo el mundo, talkshows y películas sin parar. No son pocas las casas en las que la televisión está encendida todo el día, incluso durante las comidas. Esto, obviamente, dificulta la conversación. Hay estudios que dicen, en sus conclusiones, que los niños europeos ven una media de cuatro horas diarias de televisión. En Estados Unidos, parece que ven todavía más, hasta seis horas al día, según las investigaciones del especialista Milton Chen, de San Francisco. Así cuando un chico empieza la enseñanza media, ha visto 18.000 horas de televisión y ha pasado 13.000 horas en la escuela. Su cabeza está llena de imágenes.


Pero incluso el más ávido telespectador se ve apartado, de vez en cuando, de su pantalla, y tiene que enfrentarse con la realidad de la vida cotidiana. Entonces se encuentra inmerso en un mundo inevitablemente menos emocionante que aquél de las imágenes. La vida diaria puede resultar lenta y aburrida; normalmente no es tan dinámica como una película. Es comprensible que se pueda tener ganas de huir, volver cuanto antes al mundo fantástico de la televisión, y no se quiera salir de él. Así, la televisión puede llegar a ser una droga. Somos nosotros los que hacemos de ella una de las múltiples "drogas electrónicas". Hace pensar que exista también la televisión tamaño-casete que se puede llevar en un transporte público, para no estar solo consigo mismo, ni quince minutos.


Tener un exceso de información
Un exceso de información puede ser otro gran impedimento para pensar. Vivimos en la era de los medios de comunicación de masas. Recibimos una inmensa cantidad de información. Quien intenta acceder inmediatamente a toda la información de los cinco continentes, quien no se pierde ninguna tertulia televisiva, ningún chat ni comentario político, o suele ver una película tras otra, puede convertirse en una especie de robot. Con frecuencia no tenemos ni tiempo, ni fuerzas suficientes para asimilar toda la información recibida. Además, absorbemos inconscientemente muchos miles de datos, cuando, por ejemplo, nos paseamos por el centro de una ciudad.


II. En busca de soluciones prudentes
¿Cómo actuar en esta situación? Hay una pequeña anécdota ilustrativa que se cuenta de la escritora alemana Ida Friederike Görres. Una vez, en los años cincuenta del siglo pasado, le preguntaron qué hacía para tener siempre ideas tan originales y saber juzgar con tanta claridad la situación de la sociedad. Respondió: "No leo ningún periódico. Así puedo concentrar mis fuerzas. De lo importante ya me enteraré de todas maneras" Naturalmente, esta postura es muy discutible y, en principio, no es digna de imitación. Pero sí puede invitarnos a reflexionar. Hoy, varias décadas más tarde, se ha multiplicado enormemente el volumen de la información que recibimos cada día, a la vez que se ha especializado. Los conocimientos de la humanidad se duplican cada cuatro años [1]. Será difícil para una persona llegar a tener convicciones propias sin una cierta "actitud distante" con respecto a los medios de información. El escritor ruso Dostoievski afirma: "Estar solo de vez en cuando, es más necesario para una persona normal que comer y beber" [2].

Opus Dei - Evitar posturas defensivasEs comprensible que algunas personas adopten una postura defensiva: prohíben a sus hijos ver la televisión, o ni siquiera quieren tener un aparato en su propia casa. Este planteamiento radical puede ser enriquecedor para la vida de familia y la propia cultura [3]. Sin embargo, no parece que sea el más apropiado para los retos de nuestro tiempo: el proyecto cultural no puede prescindir de la aportación del cine ya que éste asume un papel de primer plano, porque constituye el punto de encuentro entre el mundo de las comunicaciones sociales y otras formas culturales. Con controles y censuras, hoy en día, prácticamente no se consigue nada. Un alumno puede acceder por cable o satélite a todas las informaciones que quiera; puede ver los programas más nocivos en los bares, autobuses o tiendas, en las casas de los amigos o en la propia casa, cuando los padres están fuera (aparte de que casi la mitad de los adolescentes en Occidente tiene su televisión propia). Cuentan de una buena señora que había discutido mucho con sus hijos acerca de una determinada película, llena de escenas de brutalidad y violencia: los hijos querían verla, los padres lo prohibieron. El día en que salió esta película en la televisión, la señora tenía que acompañar a su marido a una cita importante. Como no estaba segura de si los hijos iban a obedecer o no, llevó la televisión consigo en el coche. Y los hijos vieron la película en casa de los vecinos.

No se consigue nada con prohibiciones. La meta no puede ser una simple renuncia. Esto es utópico y poco atractivo. Hace falta un esfuerzo más grande, que consiste en ayudar a los hijos, con argumentos sólidos, a utilizar bien la televisión: a tomar una actitud crítica positiva ante ella y descubrir sus ventajas y desventajas.

La televisión no es un enemigo; no es necesariamente una "caja tonta". Puede ser un buen amigo, un instrumento eficaz al servicio de la cultura y de la educación. Uno de los directores de la televisión alemana suele decir: "La televisión hace a los listos más listos y a los tontos más tontos" [4]. Conviene aprovecharla bien. Para lograrlo, es aconsejable ver junto con los educandos la televisión, y conversar después sobre lo que se ha visto. Así el aparato tan temido por algunos puede convertirse realmente en un "co-educador", en el sentido más pleno de la palabra.

Puede abrir nuevos horizontes y transmitir auténticos valores. Se puede descubrir también la propia responsabilidad por los programas, escribiendo cartas al director, haciendo sesiones de trabajo. De este modo cada uno puede salir del anonimato y de la pasividad, tan propios a la sociedad de consumo. Cada uno puede contribuir a buscar "una televisión con rostro humano": es decir, una televisión a la medida del hombre, y no un hombre a la medida de la televisión.

Adaptarse a la situación actual
En efecto, hace falta dar no sólo a los medios electrónicos, sino a toda la sociedad "un rostro humano". El primer paso para conseguirlo consiste en ser nosotros mismos verdaderamente "humanos", es decir, en vivir a la altura de nuestras posibilidades, esforzarnos por "ser quienes somos" —ni autómatas, ni marionetas— y abrirnos a los demás.

La globalización ha conducido a un gran cambio cultural en muchos ambientes tradicionalmente homogéneos. Pero esto no debe llevarnos al desconcierto. No puede ser que, en algunos círculos conservadores se vean personas preocupadas y agobiadas que añoran tiempos pasados. Pues una de las características fundamentales del mundo es su constante hacerse. Vivimos hoy de un modo distinto al que se vivía hace veinte, cincuenta o quinientos años. Nuestro tiempo no es un camino exterior por el que corremos, nuestro tiempo somos nosotros: es nuestro modo de ser y de ver la realidad, es nuestra mentalidad, son las experiencias que hemos tenido y la formación que hemos recibido, son nuestras sensibilidades y nuestros gustos y todas nuestras relaciones humanas.

Quien quiere influir en el presente, tiene que tener una actitud positiva hacia el mundo en que vive. No debe mirar al pasado, con nostalgia y resignación, sino que ha de adoptar una actitud positiva ante el momento histórico concreto: debería estar a la altura de los nuevos acontecimientos, que marcan sus alegrías y preocupaciones, sus ilusiones y decepciones, y todo su estilo de vida. "En toda la historia del mundo hay una única hora importante, que es la presente," dice Dietrich Bonhoeffer [5]. Los cambios de mentalidad invitan a exponer las propias convicciones de un modo distinto que antes, para que puedan comprenderlas también aquellos que no los comparten. A este respecto comenta un escritor español: "Naturalmente, yo no estoy dispuesto a modificar mis ideas por mucho que los tiempos cambien. Pero estoy dispuesto a poner todas las formulaciones externas a la altura de mis tiempos, por simple amor a mis ideas y a mis hermanos, ya que si hablo con un lenguaje muerto o un enfoque superado, estaré enterrando mis ideas y sin comunicarme con nadie" [6].

Abrirse al mundo
Cualquier persona, por erróneos que nos parezcan sus planteamientos, participa de alguna manera de la verdad: lo bueno puede existir sin mezcla de lo malo; pero no existe lo malo sin mezcla de lo bueno [7]. Por tanto, podemos aprender de todos. Si queremos comprender nuestro mundo, hemos de ampliar continuamente nuestro horizonte, profundizar en la verdad que hemos alcanzado, y buscarla allí donde puede encontrarse, esto es, en todas partes. En otras palabras, debemos estar dispuestos al diálogo, especialmente con aquellos que son distintos a nosotros.

Esta actitud —aparte de contribuir al bienestar de los demás (que se sienten apreciados)— facilita también el propio crecimiento. La situación es comparable a la de una persona que vive algún tiempo en el extranjero. Cuando vuelve al propio país, se da cuenta de que ha aprendido mucho: ve lo mismo de siempre, pero lo ve con otros ojos; puede distinguir ahora mejor entre lo esencial y lo accidental y ha adquirido cierta flexibilidad para adaptarse a nuevas situaciones. Por esta razón, en muchas empresas se prefiere dar el empleo a personas que tengan "experiencia en el exterior"; e incluso, muchas veces da lo mismo en qué país han vivido. Lo importante es que hayan estado fuera de su patria y hayan regresado.


III. Características del diálogo
Un diálogo no es una simple conversación, sino que es un encuentro entre dos (o varias) personas en un clima de amistad. Es una conversación hecha con un espíritu de apertura, comprensión y "benevolencia", en la que cada uno se muestra al otro tal como es y acepta al otro tal como es. Así, cada uno se enriquece con la parte de la verdad que viene del otro, y sabe integrarla armónicamente en su propia visión del mundo.

Un clima de amistad
En ocasiones, nos comportamos de un modo poco natural: nos cerramos ante los demás. En nuestra cultura aprendemos pronto a ser "fuertes" y a "defendernos" en la selva de la vida. La vulnerabilidad es peligrosa y por tanto prohibida. Tendemos a esconder sutilmente nuestras sombras y nuestros miedos, nuestras necesidades y debilidades. Algunos consiguen con este comportamiento un determinado reconocimiento social, pero pagan por ello un gran precio: niegan su propia humanidad, y renuncian a una vida en libertad.

Si una persona se esconde detrás de una muralla gruesa, no está ni en contacto consigo misma, ni tampoco le será posible entrar en contacto con otros. Para lograrlo, es indispensable "desarmarse", aceptar que soy vulnerable, reconocer los propios bloqueos, fisuras y deficiencias.

Quien ha encontrado su identidad, es una persona fuerte. No necesita ofender al otro para mostrar la propia superioridad. Es sereno, pacífico y generoso. Y cuanto más firmes son las propias convicciones, más flexible y acogedora puede ser la persona. Es como un árbol con raíces profundas, que da sombra, apoyo y alivio a quien lo busque.

Cuando se empieza a dialogar, cada uno debe ver lo bueno en el otro, según aconseja la sabiduría popular: "Si quieres que los otros sean buenos, trátales como si ya lo fuesen." Donde reina el amor, no hace falta cerrarse por miedo de ser herido. Por esto, es tan importante mostrar simpatía y cariño, si queremos entrar en contacto con los demás. Amar no consiste simplemente en hacer cosas para alguien, sino en confiar en la vida que hay en él. Consiste en comprender al otro con sus reacciones más o menos oportunas, sus miedos y sus esperanzas. Es hacerle descubrir que es único y es digno de atención, es ayudarle a aceptar su propio valor, su propia belleza, la luz oculta en él, el sentido de su existencia. Y consiste en manifestar al otro la alegría de estar a su lado.

Si una persona experimenta que es amada por lo que es, sin necesidad alguna de mostrarse competente o interesante, se siente segura en presencia del otro; desaparecen las máscaras y las barreras tras las que se ha escondido. Ya no hace falta ni demostrar ni retener nada; ya no hace falta protegerse. Cuando alguien adquiere la libertad de ser él mismo, se vuelve amable. Surge en él una vida nueva que le da una sana autonomía.
Conocer al otro
Para poder amar, hay que conocer. A veces, tenemos ideas bastante desfiguradas acerca de las tradiciones y costumbres de los ciudadanos extranjeros, y hacemos juicios injustos sobre sus planes e intenciones. En ocasiones, ignoramos completamente las razones que los mueven. Así, podemos inconscientemente y por falta de conocimientos contristar e incluso herirlos. Por ejemplo, la abstención de ciertos alimentos —en el caso de los musulmanes o judíos— puede parecernos caprichosa, si no consideramos la motivación religiosa que está en el fondo de este comportamiento.

Conviene tener en cuenta la disposición de ánimo de los demás, saber lo que quieren y lo que rechazan. Por eso es preciso estudiar su historia y cultura, su religión y vida espiritual, y hasta la psicología de su pueblo. ¿Conocemos todo lo que hay de bello y precioso en las otras culturas?

Pero para comprender a otra persona, necesitamos más que un conocimiento meramente libresco. Hace falta un conocimiento por simpatía, que llega más lejos que cualquier teoría, por muy acertada que sea: una madre conoce, ordinariamente, mejor a su hijo que un grupo de pedagogos.

El conocimiento por simpatía se logra en la convivencia, en el trato directo, en la mutua colaboración. En Alemania, durante varios siglos, los cristianos católicos y los evangélicos solían vivir en regiones distintas, frecuentar colegios diversos, eran muy pocos los matrimonios entre personas de distinta confesión y, en general, evitaban cualquier contacto personal. Así, unos construían de otros una imagen cada vez más falsa y menos acorde con las exigencias mínimas de la justicia. Pero cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, los "hermanos separados" se encontraban de repente juntos en los campos de concentración del "Tercer Reich", luchando por la misma causa y dispuestos a morir —conjuntamente- por su fe en Jesucristo, entonces "comenzó el ecumenismo en Alemania" [8]. Los católicos y los evangélicos descubrieron que tenían mucho en común, empezaron a apreciarse mutuamente y, favorecidos por los grandes desplazamientos de población después de esta horrible guerra —las expatriaciones y traslados forzados-, se pusieron a trabajar juntos. El encuentro existencial entre ellos les había revelado la falsedad de muchos de sus esquemas mentales.

Respetar al otroEl hecho de ser distintos constituye una gran riqueza y es, en principio, una fuente de aprendizaje continuo. Las diferencias no pueden ser negadas; no necesitan ser niveladas. Cada hombre es original y tiene el pleno derecho a serlo. Se ha llegado a decir que la capacidad de reconocer diferencias es por antonomasia la regla que indica el grado de cultura e inteligencia del ser humano. En este contexto podemos recordar un antiguo proverbio chino, según el cual "la sabiduría comienza perdonándole al prójimo el ser diferente." No es una armonía uniforme, sino una tensión sana entre los respectivos polos la que hace la vida interesante, le da profundidad y anchura, le da color y relieve.

Actualmente, tenemos un convencimiento más firme que en otras épocas de que cada hombre tiene el derecho de ser él mismo el protagonista de su vida; goza de una honda libertad para decidir su destino (que puede considerarse el núcleo de su intimidad). No podemos, bajo ningún pretexto, destruir ese espacio íntimo. Es esto lo que se intenta cuando se impide a alguien vivir según sus convicciones más profundas. Puede ser que esta persona realice objetivamente un mal, pero si lo hace "libremente" y siguiendo su luz interior, es mejor que cuando hace un bien de un modo forzado [9].

Esta actitud de profundo respeto lo manifestó, por ejemplo, el último rey polaco de la estirpe de los Jajhelloni. En los tiempos en que en Occidente tenían lugar los procesos de la Inquisición y se encendían hogueras para los herejes, este rey dio pruebas de la tolerancia cuando aseguró a sus súbditos: "No soy rey de vuestras conciencias" [10].


Opus Dei -
Por otro lado, hay que tener en cuenta que la actitud de respeto es más que mera tolerancia. Mientras la tolerancia proporciona solamente el margen (necesario) para una convivencia posible entre los hombres, el respeto apunta a la relación misma entre ellos y al desafío que supone la vida de uno para los demás. El hecho de que "la verdad se conoce por la fuerza de la misma verdad", no significa sólo la descalificación de todos los actos contrarios a la libertad y al aprecio de las decisiones del otro. Implica igualmente la responsabilidad, para todas las personas, de buscar el sentido completo de la existencia, cada una en la medida de sus posibilidades individuales.

Pero en lo relativo a los demás, el primer deber consiste en respetar las decisiones que ellos toman acerca de su vida. No debemos reprocharnos mutuamente estrechez de ánimo, hipocresía o una intencionalidad poco noble. No debemos poner etiquetas ni clasificar a nadie.

Sólo cuando uno trata de comprender al otro, se puede crear un clima de confianza. Y sólo cuando uno se muestra abierto hacia las personas que piensan de modo distinto, que hablan otras lenguas, que creen, piensan y actúan de modo diferente, se puede preparar un acercamiento mutuo. La delicadeza se refleja, no en último lugar, en el vocabulario. Lleva a eliminar palabras, juicios y actos que no sean conformes, según justicia y verdad, a la condición de los demás, y que, por tanto, pueden hacer más difíciles las mutuas relaciones con ellos.

Es conocido el extraordinario respeto que mostraba Tomás de Aquino hacia sus adversarios. Incluso cuando este gran filósofo de la Edad Media estaba completamente en desacuerdo con alguien, explicaba la idea contraria con los términos más favorables, claros y objetivos que le fuera posible, procurando no distorsionar el argumento con el fin de facilitar la prevalencia de su propia posición. En ocasiones demostraba tal imparcialidad a la hora de formular las posturas de los demás que las hacía parecer razonables y posibles; incluso, a veces, exponía las teorías con más convicción que sus instigadores [11].

Dar a conocer la propia identidadUna persona que actúa según esta espiritualidad de diálogo, intenta dar a conocer todo lo que piensa, con claridad y suavidad, y adaptado a las circunstancias de cada caso. No busca compromisos baratos, sabiendo que no hay nada tan ajeno a la paz como una actitud relativista o indiferente ante la verdad. Por lo contrario, quiere hacer participar a los demás de las soluciones que ha encontrado.

Asimismo, para ganar en sinceridad en cualquier relación humana, es conveniente y necesario, dar a conocer la propia identidad. El otro quiere saber quién soy yo, y yo quiero saber quién es él. Si hacemos amistad con una persona de otra raza o nación, otro partido político o confesión religiosa, nos interesa realmente lo que piensa y cree. Si reprimimos las diferencias y nos acostumbramos a callarlo todo, previa conformidad tácita, tal vez podamos gozar durante algún tiempo de una armonía aparente. Pero en el fondo, nos moveríamos en un ambiente de confusión. No nos aceptaríamos mutuamente tal como somos en realidad, y nuestra relación se tornaría cada vez más superficial, más decepcionante, hasta que, antes o después, se rompería. En cambio, cuando seguimos cada uno fielmente nuestras propias convicciones, puede parecer, en ciertas circunstancias, que tenemos poco en común, que estamos bastante alejados los unos de los otros. Pero interiormente nos parecemos mucho más que cuando nos juntamos en acuerdos superficiales y dejamos de lado la pregunta por la verdad. Si cada uno sigue su propia luz interior, nos encontramos unidos en lo más hondo de nuestro ser. Tenemos la misma actitud fundamental que es la fidelidad a la propia conciencia. Existe entre nosotros una unidad no plenamente visible, pero sumamente real. Es tan real como la amistad que nos une.

Enriquecerse mutuamente
El diálogo consiste en dar y recibir; significa que ambas partes se escuchan atentamente, con ánimos de aprender, ya que "en todo comentario serio de un oponente se expresa una de las muchas facetas de la realidad" [12].

Es preciso distinguir entre lo fundamental (en lo que no podemos ceder sin cambiar nuestra identidad) y lo accidental (en lo que caben muchas opiniones distintas). El tener una sola postura, en cosas accidentales, es propio de ideologías. John Henry Newman comenta al respecto: "Siempre ha habido posturas diferentes... (en la vida intelectual y espiritual), y siempre las habrá. Si se terminaran para siempre, sería porque habría cesado toda vida espiritual e intelectual" [13]. Y Kierkegaard afirma que una persona se convierte en aburguesada, si absolutiza las cosas relativas [14].

Es enriquecedor conocer los pensamientos de los otros. Así se pueden corregir algunas posturas propias que tal vez se han vuelto exageradamente rígidas. En este sentido advierte San Agustín: "Que ninguno de nosotros diga que ya ha encontrado la verdad. Vamos a buscarla de tal manera, como si fuera desconocida para los dos. Entonces podemos buscarla con suma diligencia y caridad. Para ello es necesario que nadie piense arrogantemente que ya ha encontrado la verdad" [15].

Así, al final de un diálogo, nunca habrá un vencido y un vencedor; en el mejor de los casos encontraremos a dos (convencidos por la verdad).

Nota final
El diálogo nos exige buscar la propia identidad y superar aversiones y polémicas. Es un camino hacia la madurez y la paz. No siempre es fácil, pero nos ayuda a abrir las puertas (en vez de cerrar las fronteras) y a ver lo bueno en los demás (en vez de reprocharles su modo de ser diferentes). Aunque se producirán malentendidos y sufriremos decepciones, mientras los hombres vivan sobre la tierra, a través del diálogo podemos acercarnos, siempre de nuevo, al otro. Por esto es tan importante educar en el arte de practicarlo.

Jutta Burggraf, profesora de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra.

Notas
[1] Cf. P. HAHNE, Schluss mit lustig. Das Ende der Spassgesellschaft, Lahr/Schwarzwald 2005, p.119.
[2] F. M. DOSTOIEVSKI, cit. en Anselm GRÜN, 50 Engel für das Jahr, Freiburg-Basel-Wien 2000, p.53.
[3] Así, por ejemplo, Tonino GUERRA, el "poeta" que inspiraba al gran director de cine Federico Fellini, lanzó hace algún tiempo una provocación atrevida: "Apaguemos todos los televisores durante un año, verán cómo los valores, la fantasía y la espiritualidad renacerán en el corazón de todos." Cf. Las sanas provocaciones del Festival del Cine Espiritual, Agencia internacional "Zenit", 19-XI-1998.
[4] H. GIESECKE, Wozu ist die Schule da? Die neue Rolle von Eltern und Lehrern, 2ª ed. Stuttgart 1997, p.38.
[5] D. BONHOEFFER, Predigten, Auslegungen, Meditationen I, 1984, pp.196-202.
[6] J.L. MARTÍN DESCALZO, Razones para la alegría, 8ª ed., Madrid 1988, p.42.
[7] TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I-IIae q.109, a.1, ad 1.
[8] W. KASPER, Ein Herr, ein Glaube, eine Taufe, en "Stimmen der Zeit" (2002/2), p.75.
[9] Cf. R. BUTTIGLIONE: Zur Philosophie von Karol Wojtyla, en Johannes Paul II., Zeuge des Evangeliums, ed. por St. HORN y A. RIEBEL, Würzburg 1999, pp.36 y39.
[10] JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la Esperanza, Barcelona 1994, p.160.
[11] Cf. J.PIEPER, Guide to Thomas Aquinas, Notre Dame/Indiana 1987, p.77.
[12] Ibid., pp. 83s.
[13] J. H. NEWMAN, cit. por J. L. MARTÍN DESCALZO, Razones para el amor, Madrid 1991, p.47.
[14] S. KIERKEGAARD, cit. en P. HAHNE, Schluss mit lustig. Das Ende der Spassgesellschaft, cit., p.73. 
[15] SAN AGUSTÍN, Contra epistolam quam vocant fundamenti, Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum 25, 195.