miércoles, 29 de agosto de 2007

Cine y Antropología: Azul

El problema de la libertad

“Hablar del planteamiento político de los tres valores: libertad, igualdad y fraternidad, ya no tiene razón de ser. El mundo occidental es libre (...) Pero sí está planteado el problema de la libertad personal, el problema de saber hasta qué punto somos libres frente a nuestros odios y nuestros amores”
KRZYSZTOF KIESLOWSKI
 
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Tres colores: Azul
Krzysztof Kieslowski. (Francia, 1993)

El cineasta polaco Krzysztof Kieslowski (1941-1996) culminó su producción artística con la trilogía titulada Tres colores, basada en los colores de la bandera francesa (azul, blanco y rojo), símbolo de los valores de la Europa occidental (libertad, igualdad y fraternidad). Se ha dicho que con esta trilogía, y especialmente con Azul, el cine de autor ha llegado al gran público en Europa. Este autor polaco fue descubierto por la crítica en el Festival Internacional de Cannes de 1988 con “No matarás”, otra pieza de un conjunto más amplio como es en este caso el Decálogo. Esto nos sitúa ante uno de los aspectos más interesantes de la obra de este autor: cada obra singular se puede considerar como parte de un texto único, orgánico. El cine de Kieslowski, desde el Decálogo en adelante, ha cuestionado siempre el concepto de “duración” del film. Cada film se inserta en la relación con otras películas, con otros personajes, con otras historias. Kieslowski nunca concluye una historia, la pone siempre en relación con otras historias, mostrando la importancia de las infinitas ligaduras. Este planteamiento llega a su culminación con Tres colores, donde todas las historias parecen confluir en un mismo punto, como se verá, al final en Rojo.

Como en el resto de sus películas nos encontramos aquí con una reflexión sobre los valores que han contribuido a construir Europa. La visión de Kieslowski, muy próxima al existencialismo, tiene luces y sombras, pero no se le puede negar una afirmación de fondo esperanzadora: el individualismo puede ser superado, la solidaridad es posible; en definitiva, la afirmación de que en esta sociedad cabe la esperanza de "no estar solos en el mundo". En la trilogía lo que permite a los hombres hacer frente al conflicto entre el individuo y el mundo, lo que permite superar la coraza del individualismo es la fuerza irrefrenable del amor.

SINOPSIS DE “AZUL”:

En un accidente, Julie pierde a su marido, famoso compositor, y a su única hija. Tras el inicial abatimiento, intentará cortar con el pasado: trata de empezar de nuevo de otro modo y en otro lugar, pero le será difícil olvidar la vida que dejó atrás. Con notable generosidad atiende a las necesidades de sus criados y de su madre. Los acontecimientos le llevan a descubrir que va a nacer un hijo natural de su marido, y dispone todo como para el heredero... Y, contra su inicial deseo, continúa una inacabada partitura de su marido, infiel y mentiroso, quizá menos autor que ella de su música... se trata de un "Concierto para la unificación europea" cuya parte coral recoge el texto, en versión griega, del himno a la caridad de San Pablo (capítulo 13 de la 1ª carta a los Corintios), donde se afirma que el amor (la caridad) sobrevivirá al tiempo: "Si no tengo caridad, no soy nada (...) La caridad nunca acaba. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada".


La libertad como problema

En Azul Kieslowski nos invita a reflexionar sobre la libertad. No sobre la libertad en abstracto, sino sobre la libertad individual de las personas concretas. Julie (Juliette Binoche), la protagonista, es una mujer que, debido al tremendo golpe emocional que ha supuesto la muerte en accidente de su marido y su hija, decide cortar con todas las ataduras afectivas del su vida pasada, ya que el amor no es para ella más que un motivo de sufrimiento. Es una mujer que quiere “liberarse” de toda atadura, de todo compromiso, que intenta recomenzar su vida desde ese punto de partida, y para ello vende la casa y se traslada a un apartamento en un barrio donde nadie la conozca. Lo que realmente busca es una libertad personal que se plantea en conflicto con los lazos afectivos.
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Kieslowski, quizá influido por su confesada afinidad con el existencialismo, nos presenta una libertad problemática, en conflicto con el amor: “Decimos constantemente que queremos ser libres, – afirmará en una entrevista – pero casi todo lo que hacemos conduce a la negación de nuestra propia libertad: cada cosa que compramos nos somete a nuevas servidumbres, nos libera de una esclavitud y nos mete en otra. Lo paradójico es que la libertad es un concepto contradictorio con la naturaleza humana (...) el amor entra en contradicción con la libertad. Cuando uno ama se hace dependiente y empieza a perder una parte de su libertad”.


Contexto filosófico

No es raro entre los pensadores contemporáneos presentar un concepto problemático de la libertad. Y esto cuando no es negada abiertamente. No vamos a extendernos aquí sobre este punto. Baste con recordar que para Spinoza, como para los marxistas posteriormente, la libertad es “tomar conciencia de la necesidad”. En los voluntaristas la libertad está mermada. El parecer de Schopenhauer respecto de ella es reductivo si no negador de la misma. Sostiene que todo hombre depende de una voluntad única y ciega de la que no podemos saber nada porque es arbitraria y al margen del conocimiento. Nietzsche tampoco admite la libertad, porque acepta el destino, el eterno retorno. Ser libre para él es aceptar que todo lo que sucede es necesario, con la necesidad del eterno retorno.

Otros autores no niegan que podamos conocer la libertad; de hecho nos sabemos libres, dicen, pero para ellos -es el caso de los existencialistas-, la libertad es un absurdo, un sin sentido. Niegan por tanto el sentido de la libertad. Estamos “condenados a ser libres”, -añadirá Jean Paul Sartre-, a realizar acciones que van fraguando nuestra esencia, porque de entrada existimos pero no tenemos esencia alguna. La libertad, es pues un peso, una condena. Pensar en ella produce angustia. Nuestra existencia, por tanto, es absurda.
Desde la teología el mayor ataque moderno a la libertad proviene de Lutero y el protestantismo, porque, según él, la libertad humana es enteramente corrupta y sólo se dirige al mal. Queda pues instaurada una concepción negativa de la libertad, entendida sólo como “liberación” de fuerzas o condicionamientos opresores. Desde la teología contemporánea el descrédito de la libertad lo protagoniza la llamada Teología de la Liberación, porque no entiende la libertad en sentido positivo, como “libertad para”, sino en sentido negativo, como “libertad de”. La pérdida de sentido positivo en la concepción de la libertad humana en estos movimientos teológicos es llamativa.


Libertad para amar

Tratemos de analizar el concepto de libertad que nos propone Azul con sus aciertos y también sus carencias. Julie ha perdido a sus seres más queridos, y esa pérdida la sitúa en un estado de hipotética libertad. Pero poco a poco descubre que es una libertad sin sentido a la vez que irá descubriendo la importancia del amor. En realidad es el amor lo que da sentido a cada vida personal. Tocamos aquí el nervio filosófico de la cuestión: el hombre por esencia es un ser necesitado de sentido. El problema de la libertad es, en Kieslowski el problema de una libertad sin sentido.
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Una vez conseguida esa “libertad”, la protagonista se percata de que una libertad sin amor no es nada, como dice el himno a la caridad de San Pablo (1 Cor 13), cantado al final de la película. Pero no esperemos de Kieslowski un discurso cerrado, con unas conclusiones acabadas. Su obra pretende más bien proponer interrogantes al espectador, o compartirlos, más que dar soluciones: “Lo que verdaderamente me interesa – llega a afirmar – es crear un contacto con el espectador, con cada espectador singular, un contacto por medio del cual cada individuo sienta que sus propias dudas, sus propios miedos, sus propios interrogantes son compartidos”. Parece que existe una contradicción entre la libertad y el amor, pero quizá seamos nosotros, los espectadores, quienes hemos de resolverla.

Aparece claro en el film que el amor es necesario para poder vivir, pero ese amor es consecuencia de la libertad. Digamos que hay una “libertad primera” que nos lleva a elegir y una “libertad segunda” que nos lleva a comprometernos con lo elegido, es decir, a amar lo elegido. Azul nos muestra claramente que es imposible vivir sin compromisos. Julie lo intenta y fracasa, pretende romper con todo (intento de suicidio, recuerdos de su marido, etc.) pero siempre queda algo (la música que componía con su marido viene a su memoria una otra vez, en un magistral recurso de Kieslowski). Es imposible vivir sin que nada importe, al final siempre nos quedamos con algo. En el caso de la protagonista está esa lámpara azul de la que no quiere desprenderse... y la música, que no la abandona, por más que ella quiera deshacerse de las partituras.

Por otro lado, está claro que son actos libres los que le permitirán ir reconstruyendo su vida. Consciente de que no puede liberarse plenamente del pasado (“libertad de”), va tomando, casi sin darse cuenta, decisiones (“libertad para”) que le permiten establecer encuentros y compromisos amorosos con el pasado y con nuevas relaciones: relación con Olivier, que siempre estuvo enamorado de ella, con la amante de su marido, que espera un hijo del compositor fallecido, etc.


Itinerario espiritual

En Azul domina la perspectiva psicológica. Kieslowski nos introduce en el mundo interior de los personajes, no le interesa tanto la libertad exterior o política (lo que me es permitido hacer) como la interna, esa que emana del núcleo personal irreductible. En este sentido acompañamos a Julie en su peculiar viaje interior desde ese estado oscuro y angustioso en el que se encuentra tras el accidente hasta encontrar el camino que le conduce a la plenitud y al amor. Es, sin duda un itinerario doloroso, un calvario que Julie recorre doliente y desconcertada al principio, confiada y segura después. Poco a poco va superando temores y angustias a la vez que su carácter se va fortaleciendo, asumiendo el reto de una nueva vida, que será creativa y fecunda en la medida en que asume también su pasado.

Pero, sobre todo, lo que vemos es la valentía y la generosidad de una mujer que es capaz de rectificar. Vemos un ascenso desde los infiernos para aprender el verdadero significado de la libertad. Libremente –con una libertad superior y creativa– perdona a la amante de su marido y se muestra espléndidamente generosa con ella. Libremente asume la tarea de terminar el inacabado “Concierto para la unificación europea”. Libremente, aunque de un modo tan natural que parece lo más normal, como si no pudiera actuar de otra manera. Misteriosa “solidaridad” la que liga libertad y necesidad: “¡no puedo hacer otra cosa!” es a la vez el lamento del esclavo y el gozoso postulado del amante.

Esto nos conduce inevitablemente a preguntarnos por el concepto de libertad que triunfa en Europa. La “idea europea de libertad” como diría Hegel es una libertad entendida fundamentalmente como autonomía. Pero la autonomía, en las personas, puede entenderse en clave de independencia o en clave de autoposesión, en un sentido negativo (“libertad de”) o en un sentido positivo: “libertad para” coger las riendas de mi vida y conducirla hacia algo que valga la pena. Sería de desear que todos sepamos trascender la primera fase de la libertad, como hace la protagonista de este film, y miremos más allá de la libertad misma: hacia lo que esa libertad apunta.

La libertad interesa porque hay algo más allá de la libertad misma que la supera y marca su sentido: el bien, todo aquello que, por ser bueno, merece la pena que nos comprometamos. Así, entendemos que la libertad de una persona se mide por la calidad de sus vínculos: es más libre quien dispone de sí mismo de una manera más intensa. Quien no se siente tan dueño de sí mismo como para decidir darse del todo porque le da la gana, en el fondo no es muy libre: está encadenado a lo pasajero, a lo trivial, al instante presente. Libertad y compromiso no se oponen, sino que se potencian.

domingo, 26 de agosto de 2007

Lecturas y relecturas

Reproducimos el interesante artículo de OLEGARIO GONZALEZ DE CARDEDAL, teólogo y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, publicado en ABC el pasado 23 de agosto de 2007.



¿QUÉ sería de nosotros sin libros? ¿Cómo será la vida interior de una persona que no ha leído nunca nada? Casi imposible nos parece la vida sin la escritura. Sin embargo en el momento en que surgió, junto con el agradecimiento por las posibilidades que ofrece, se percibieron los posibles efectos perjudiciales. La escritura nos ofrece saberes que nos vienen de fuera. Pero, ¿el real conocimiento personal puede venir desde fuera del propio espíritu del hombre? ¿No deberá nacer del encuentro consigo mismo, de aquella interiorización que llamamos memoria (Erinnerung)? Platón relata el mito del origen de la escritura en Egipto en un diálogo entre el dios Theuth y el rey Ammón. Aquél le explica así el invento: «Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y aumentará su memoria». El rey le replica que a la vez que una ganancia será una pérdida, porque «en las almas de quienes lo aprendan dará origen al olvido, por descuido del cultivo de la memoria, ya que los hombres por culpa de la confianza en la escritura, serán traídos al recuerdo desde fuera, por unos caracteres ajenos a ellos, no desde dentro por su propio esfuerzo» (Fedro 274-275)
Con el libro hemos pasado del cultivo de la memoria que retiene a la lectura que se despreocupa. Ahora estamos en trance de pasar de ésta a la cultura de la imagen. No se trata de sustitución, sino de complementaridad. Una y otras hacen más rica y ancha la vida humana, pero exigen un esfuerzo de integración y de establecimiento de prioridades. La memoria para Platón remite al fondo del hombre en el que su espíritu se funde con el ser, conecta con la verdad y se abre a Dios. En este encuentro descubre su destino y su misión. La memoria así entendida es la condición para ser hombres verdaderos. El libro no viene a desplazarla sino a emplazarla. Lo mismo vale para las nuevas tecnologías respecto del libro. Memoria, texto e imagen forman el triángulo en el que se encuadra hoy la verdad del hombre en búsqueda de su plenitud.
El libro nos arranca a nuestra soledad y nos abre a la interioridad del prójimo, plasmada en sus páginas. Nos permite viajar a otros mundos, existir con otros hombres, hablar con otras palabras, pensar con otros pensares: en una palabra, tener nuevos ojos para descubrir el fondo de la realidad que nos es familiar y abrirnos a otras realidades que nos eran ajenas e insospechables.
Un libro nos permite compartir la experiencia de otro ser semejante a nosotros. Su destino puede ser nuestro destino y sus aventuras, nuestras aventuras. Podemos morar en sus mansiones interiores durante los meses que dura la lectura; acompañar el río de su vida desde el nacimiento en las fuentes de la montaña hasta la desembocadura en el océano.
En el curso de sus aguas llegamos a ser otra persona, ya que lo que le ocurre a un hombre en el fondo le ocurre a todo hombre. Todas las vidas pueden ser nuestras vidas, todas las muertes pueden ser nuestras muertes, y mientras recorremos aquéllas revivimos las nuestras, que así se ven iluminadas, ensanchadas, condenadas o justificadas.
Un hombre tiene la edad de sus lecturas, de las que ha hecho y de las que no ha hecho, porque no haberse asomado a ciertas cumbres y abismos es haber quedado disminuido en la talla posible de humanidad. Los libros tienen su tiempo y no pueden ser leídos todos en cualquier edad. Hay lecturas de infancia y de adolescencia, de juventud y de madurez. Junto a ellas hay otras que son capaces de afectar al lector en todo tiempo, porque en sobria sencillez llegan hasta su médula, sea niño o anciano. Cuando la savia es profunda permea raíz, tronco y ramas, llegando hasta las extremidades en tallos y flores. Somos aquello que hemos sido y leído, aquello que hemos pensado y amado, aquello que hemos realizado y omitido.
No se puede leer al azar, sin discernir, porque la vida es corta y lo que merece la pena leer es mucho. No podemos leer todo. Una característica de la juventud es pensar que el mundo, ancho y dilatado, le será visitable en todos sus rincones y cognoscible en todas sus dimensiones. Pero llega un momento en la vida en que esta intuición escinde como un rayo nuestra alma: hay en mi biblioteca un libro que ya no leeré, un paisaje que nunca más contemplaré, un amigo que no visitaré. Por ello es un imperativo sagrado seleccionar, yendo a lo bello, creativo y esencial.
Hay libros que tenemos que leer por obligación y otros que leemos por el gozo de la lectura gratuita. Estos hay que degustarlos, dejándose arrastrar por sus corrientes y modelar por sus aristas: libros de humanidad viva, en los que late un corazón gozoso o dolorido, en los que el humor y la esperanza brotan como un surtidor hasta la altura y nos lanzan al azul del cielo para ensancharnos con su inmensidad. Libros que alimenten la imaginación y la memoria, el corazón y la inteligencia; que nos conduzcan hasta aquellas angosturas en las que, puestos ante el borde de lo supremo, despertamos del sueño de nuestros desatinos, discerniendo lo que permanece de lo pasajero, la verdad de la mentira, la dignidad de la corrupción. Hay tanta o más filosofía en la novela del siglo XIX que en los sistemas filosóficos de ese siglo, y en el XX, Ortega y Unamuno nos han mostrado cómo la vida del hombre, la fe y la esperanza en Dios laten con suprema intensidad en las obras literarias de genio.
¿Se puede establecer un canon de lecturas? En nuestros días se han hecho famosos varios intentos desde la «Biblioteca de la gran literatura mundial» de H. Hesse a las obras de H. Bloom, monstrando: «Cómo leer y por qué» y las de Italo Calvino preguntando «Por qué leer los clásicos». Hay libros de valor universal que, trascendiendo el tiempo en el que surgieron, son contemporáneas de cada generación y de cada hombre.
La Odisea y la Biblia, San Agustín y Dante, Cervantes y Shakespeare... no pertenecen ya a nadie ni quedan enterrados en el marco de su nacimiento. A los clásicos hay que permitirles que nos habiten para poder nosotros inhabitarlos. Junto a ellos, cada uno tenemos que construir nuestra biblioteca personal. Borges dejó entre sus papeles una lista de prólogos a 64 obras de las 100 que iban a constituir su «Biblioteca personal». Cada vida es un abismo y para alumbrarla necesitamos ayudas. Cada vida es una construcción diferente y para edificarla se necesitan las piedras propias: cimientos y sillares, adarajas y cumbreras.
Hay que leer y a partir de cierta edad hay que releer. ¡Ay de quién no relea, porque eso supone que sólo leyó por mera curiosidad o forzada necesidad y que los libros no echaron raíces en su ser! Hay que volver, y no por nostalgia de pasado sino por ambición de futuro, a aquellos libros que nos fundan para siempre, porque nos abren los horizontes definitivos de la vida. Lecturas que nos descubrieron ideales y otras que nos forzaron a ver la verdad dura y desnuda a pesar de nuestra tentación de ocultarla o negarla. Libros de amigos y de enemigos, para no edificar sobre el orgullo, el odio o el resentimiento. Cuando visito la biblioteca de alguien la curiosidad me incita a observar qué libros están intactos, cuáles han sido usados y cuáles encuadernados. En la mía tengo una docena encuadernados en rojo. Son los que me han acompañado en mi camino y, desgastados, necesitaron un refuerzo para seguir acompañándome.
El invierno y el verano deben surtirnos con lecturas o relecturas placenteras, pero nunca triviles. Las palabras iluminadoras de H. Bloom merecen ser recordadas y repetidas: «Cuando uno ronda los setenta, le apetece tan poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo transcurre implacable... Nada ni nadie, cualquiera que sea la colectividad que pretende representar o a la que intente promocionar, puede exigir de nosotros la mediocridad».

sábado, 25 de agosto de 2007

sobre la inmortalidad del alma

El último libro del profesor Alejandro Llano se titula “En busca de la trascendencia”. En él, con una enorme honradez intelectual, el filósofo aborda el problema más difícil, pero también más decisivo de la existencia humana: la pregunta por lo que está más allá de nuestro horizonte vital inmediato. Copio en magnífico Epílogo del libro, cuya lectura recomiendo, advirtiendo que será especialmente provechosa para aquellos que esté algon iniciados en la ciencia filosófica.

 
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El sabor que me dejan las reflexiones expuestas en este libro podría plasmarse en las palabras que un discípulo de Sócrates, llamado Simmias, formula en el diálogo Fedón a propósito de la inmortalidad del alma:

«A mí me parece, ¡oh Sócrates!, sobre las cuestiones de esta índole, tal vez lo mismo que a ti: que un conocimiento exacto de ellas es imposible o sumamente difícil de adquirir en esta vida, pero que el no examinar por todos los medios posibles lo que se dice sobre ellas, o el desistir de hacerlo, antes de haberse cansado de considerarlas desde todos los puntos de vista, es propio de un hombre muy cobarde. Porque lo que se debe conseguir con respecto a dichas cuestiones es una de estas dos cosas: aprender a descubrir por uno mismo qué es lo que hay de ellas, o bien, si esto es imposible, tomar al menos la tradición humana mejor y más difícil de rebatir y, embarcándose en ella como en una balsa, arriesgarse a realizar la travesía de la vida, si es que no se puede hacer con mayor seguridad y menos peligro en un navío más firme, como, por ejemplo, una revelación religiosa.»

Todos nosotros estamos embarcados en la travesía de la vida. Quiérase o quiérase que no, hemos de pasar a la otra orilla, ésa que se encuentra más allá de la muerte. Y nadie sabe, a ciencia cierta, qué es lo que allí nos aguarda. Por mi parte, son muchas razones, sumariamente expuestas hasta aquí, las que me llevan a estar moralmente seguro de que no todo se acabará tras el fallecimiento. Hay un rescoldo de permanencia en esa dimensión nuestra, estructural y profunda, a la que llamamos alma. Y ese poso de calor y de luz se reanimará en una nueva vida que ya no termina. No estoy solo en esta pretensión. La corriente principal de todas las tradiciones de pensamiento conduce a confirmar la existencia de una vida futura. Por otra parte, ninguna evidencia científica contemporánea contradice lo que vislumbraron las mentes más lúcidas que la humanidad ha dado desde antes del comienzo de la historia. Aunque también es innegable la existencia del rechazo, la resistencia a aceptar un destino eterno sobre el que no se nos ha pedido opinión y acerca del cual, al parecer, no se nos ofrecen suficientes noticias.

Como advirtió Pascal, se trata de una apuesta. Nadie puede dejar de intervenir en este gran juego de la existencia. Porque no participar implica ya adoptar una postura negativa. Aunque nadie pueda negar a otro el derecho a seguir dudando, la vacilación no es una actitud en la que sea viable instalarse de manera permanente. Si no en el pensamiento, al menos en la vida, se acaba tirando por uno de los dos senderos que se abren ante nosotros. Desde luego, la respuesta afirmativa al dilema es más bella y fecunda que el cierre agnóstico. Mas ¿posee suficiente apoyo para dar sinceramente ese tremendo salto mental que nos conduce desde la inquieta incertidumbre hasta la firmeza segura?

No habría tal apoyo si estuviéramos solos. Pero lo cierto es que no lo estamos. Hay un conocimiento natural de Dios y de la espiritualidad del hombre, que son los preámbulos de la esperanza. Y, como dice Ratzinger, jamás ha habido una época, por lo que podemos saber, en la que el tema de lo «totalmente Otro», de lo divino, haya sido ajeno al hombre. Pues bien, la existencia de Dios constituye un sólido fundamento para la creencia en la vida eterna. Si Dios existe, nuestro futuro está asegurado. No es posible que ese Ser máximamente bueno y omnipotente nos gaste la mala jugada de dejar que se frustre una esperanza razonablemente cierta. Ahora bien, ¿no han manejado acaso pensadores tan serios como Ockham y Descartes la hipótesis de un dios engañador o de un genio maligno? ¿No han sido suficientemente insidioso el mensaje de Nietzsche como para no dejar que nuestros bondadosos deseos se enfrenten con la crudeza de una realidad en la que campea el horror y el engaño?

Resulta, al cabo, que sólo el amor puede salvamos. Éste no es un sentimiento piadoso que huela a debilidad y sometimiento por todos los costados. No, no es así, porque sabemos que el amor es más fuerte incluso que la muerte. Y es lo más lúcido de todo. Ésta es una convicción que la experiencia universal del amor lleva consigo. Creemos porque amamos, dijo Newman. Y esta revelación del amor alcanza una cota muy alta en el cristianismo. Mejor dicho, en el propio Cristo. Como dice Bono (U2), Cristo enseña que Dios es amor: «¿Qué significa eso? Para mí significa estudiar la vida de Cristo. En ella el amor se describe a sí mismo como un niño que nace en la pobreza más absoluta, en la situación más vulnerable de todas, sin honor.» Jesús, muerto y resucitado por nosotros, nos asegura la salvación de la muerte eterna. Y no tenemos motivos para desconfiar de él. Creerle es participar de su visión de la realidad, que nos ha sido comunicada ininterrumpidamente por testigos de toda garantía. En comunicación existencial con él, sabemos que lo que nos espera tras el último aliento no es sólo la pálida existencia de un alma descorporalizada, sin organismo en el que encarnarse y desde el que vivir. Mi entrañable amigo Florentino, andaluz apasionado y analítico, se lamentaba de que el plan de las almas separadas no permitiera tomarse unos finos con los amigos y palmotearles ruidosamente en la espalda. Ciertamente, sin inmortalidad del alma no hay resurrección de los muertos, porque una resurrección sin inmortalidad implicaría recrear a alguien totalmente desaparecido. Pero a los cristianos -y a todas las personas que escuchen las palabras de la Escritura - se les ha hecho saber que la inmortalidad no es la situación definitiva. La estación de llegada se alcanza con cuerpo y alma, en la visión de Dios cara a cara.

Alguien me preguntará: ¿tantas páginas erizadas de razonamientos, desperdiciadas en este libro, para llegar a una afirmación puramente dogmática? No es así, desde luego, como yo vivo la fe en la vida futura, y en esto no me diferencio de las demás personas que han recibido el don de la fe. Porque los creyentes confiamos en la realidad de la vida eterna con una seguridad que nos parece, por decirlo así, más racional que la que pueden aportar todas las pruebas filosóficas y, desde luego, más lúcida que todas las actuales impugnaciones escépticas. Ya me doy cuenta de que quien no ha recibido este complemento de luz leerá estas palabras, en el mejor de los casos, con extrañeza. No trato de convencerle, como no lo he pretendido con los argumentos desarrollados a lo largo de este ensayo. Sólo quiero asegurarle ahora que esas pruebas han sido expuestas con honestidad intelectual y que la certidumbre de mi fe es plenamente sincera. Lo cual no constituye un argumento, sino sólo un testimonio: el mío, por lo que valga.

Recuerdo una de esas interminables conversaciones nocturnas de Colegio Mayor universitario. Pasadas las diez de la noche solíamos oír -era en torno al movimiento estudiantil del 68- Radio España Independiente o Radio París, para enteramos de las noticias censuradas en el «radio hablado» oficial, obligatorio para todas las emisoras españolas. Las charlas que sosteníamos después el pequeño grupo de los conspiradores estaban teñidas de esa emoción arriesgada que proporciona el ambiente de la ilegalidad; tenían el aroma del riesgo que de hecho corríamos no pocas veces al día siguiente, en las discusiones de las aulas y en las manifestaciones por las calles. En aquella ocasión, bien entrada la madrugada, el río de la conversación nos condujo a hablar sin más del cristianismo. El más inteligente de los contertulios habituales era un estudiante ligeramente tartamudo. Disculpados por su indudable superioridad intelectual, no dejábamos de tomar el pelo al lúcido tartaja. Pero la noche en cuestión nos dejó en silencio cuando dijo entre los trompicones verbales de siempre: lo más importante del cristianismo es Cristo.

Al menos en nuestra cultura, no hay experiencia vital más trascendente que confrontar la propia existencia con Jesús de Nazareth. Tampoco en este caso comparece impugnación alguna válida que provenga de pintorescos evangelios apócrifos o descubrimientos arqueológicos aireados por revistas de divulgación. Sabemos, con mayor certeza que de otros personajes históricos indudables, que Cristo existió, predicó lo que el Nuevo Testamento sintéticamente recoge, murió por nosotros y resucitó al tercer día. El significado antropológico de este sacrificio redentor lo ha aclarado últimamente René Girard mejor que nadie: Jesús es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo y cancela de una vez por todas la violencia sagrada, la cual utiliza el odioso recurso al chivo expiatorio, papel atribuido desde antiguo a un inocente al que se hace apechugar con la culpa de los conflictos y catástrofes de una comunidad.

Si Cristo no hubiera muerto por nosotros, careceríamos de un impresionante testimonio histórico de entrega por amor, que avalora un mensaje trascendente; pero si no hubiera resucitado, nuestra fe en la salvación y en nuestra propia resurrección sería vana. Mas lo cierto es que realmente murió en la cruz y resucitó de entre los muertos, como desde entonces han testificado con su inteligencia y hasta con su sangre miles de seguidores suyos. Tal es el único fundamento posible de la esperanza.

Lo insólito de la oferta hace de su aceptación una respuesta que es preciso razonar y decidir libremente. Por eso, el rechazo debe ser respetado, y la realidad es que la mayoría de las veces se respeta, en contraste con tantas intolerancias que cruzan de hecho las sociedades actuales. Mientras que la acusaciones a los cristianos de dogmatismo, oscurantismo, oposición al progreso científico, prepotencia y sectarismo se vuelven contra los que las formulan. Nadie, y menos en algunos países, es hoy cristiano por conveniencia. Porque, humanamente hablado, llevamos todas las de perder. Aunque sabemos, que en el plazo largo -es decir, el auténticamente real- una victoria serena está asegurada.

Cada cristiano puede decir sin arrogancia alguna: «Yo sé de quién me fío». Y tiene como cierto que, cuando llegue el trance definitivo, no estará solo, sino que se encontrará con la presencia fuerte y amorosa del Hijo de Dios, hecho hombre para salvarle. El cristiano sabe que la inmortalidad no es un simple sobreponerse a la muerte, haciendo romo su aguijón, sino que conduce a una vida plenaria en la que todo lo caduco habrá sido cancelado y las injusticias del mundo viejo quedarán reparadas, aunque eso no le disculpe de luchar contra ellas mientras camina por esta tierra. De manera que los esfuerzos racionales para probar la existencia de Dios y la incorruptibilidad del alma no son vanos ni ociosos, sino que resultan superados y mantenidos -dicho hegelianamente- por el regalo de una gracia que sale a nuestro encuentro y socorre nuestra debilidad. Estamos a la espera de la vida que Dios nos regala tras la muerte. No es otra nuestra esperanza.

La fe es el signo más. No consiste en un consuelo para timoratos ni en un freno para la libertad de pensamiento. Es una interna potenciación de la inteligencia que añade capacidades nuevas sobre la base de lo que naturalmente se comprende. De suyo es completamente original, porque estriba en una posibilidad que ni siquiera se puede adivinar o sospechar desde un nivel meramente humano. Y, además, hacer este tipo de consideraciones no es una manifestación de autocomplacencia, sino que se desprende de una lectura -incluso fría y neutra- de las evidencias de la historia. Sin la fe cristiana los valores fundamentales de la modernidad occidental resultarían incomprensibles. Ni la ciencia, ni la democracia, ni el progreso técnico, ni el reconocimiento de la dignidad de la mujer y del hombre serían posibles sin el cristianismo, y de hecho nunca han surgido al margen de una cultura de inspiración cristiana.

En nombre de Dios y de la Iglesia se han cometido todo tipo de desafueros y fecharías, pero no más que en nombre de cualquier otro ideal que resulte manipulable desde la ignorancia, el resentimiento y la mala conciencia. El pasado siglo es testigo cualificado de que las mayores matanzas de la historia se han basado en planteamientos frontalmente hostiles al cristianismo. Y en lo poco que va de esta centuria ya hemos podido advertir que el apartamiento de la concepción cristiana del hombre no es precisamente una vía para escapar de un callejón sin salida que empieza a ser agobiante. Desde luego, nadie abraza la fe por admiración hacia un presunto «genio del cristianismo». No hay interpretación de la historia que demuestre la verdad de religión alguna. Pero es preciso reconocer que tampoco son rigurosos los grandes contrarrelatos en los que la apertura a la trascendencia se considera como el origen de todos los males reales o ficticios. La radical libertad de la fe se basa en que no hay ninguna realidad histórica o natural que abrumadoramente la imponga, así como no hay evidencia alguna que la contradiga.

La fuerza interior que rompe la indiferencia e inclina la balanza hacia la aceptación del mensaje salvador es la forma de vida. Los que ven a Dios son los limpios de corazón. Quienes no tejen su existencia en torno a sus propios intereses, quienes no están totalmente embebidos en sí mismos:
ésos son quienes se abren agradecidamente a una realidad que constituye el regalo primordial. Hay una especie de «mirada espiritual» que nos hace ver el mundo como creado. Y sólo la verdad de la creación abre camino a la aceptación de los dones sucesivos y constantes. La vida es un obsequio y no un producto. El gran obstáculo para aceptar la noticia sobre el destino eterno del hombre es su propia hybris, la soberbia de la vida, que prefiere aferrarse a la crispación de la certeza individual, antes que abrirse a la riqueza de la verdad compartida. La fe es un saber autónomo, pero se apoya en la confianza recíproca por la que los conocimientos del otro se convierten en conocimientos míos. Tampoco en este sentido estamos solos. La relación con el mensaje de Dios pasa por la interdependencia con los miembros de una comunidad. No es un refugio solitario: es una aventura de humana solidaridad. Nadie lo sabe todo, pero todos juntos sabemos lo que necesitamos saber.

La conversión humana conduce a las puertas de la fe y permite aproximarse a una justa visión de lo real, en la que Dios y la vida eterna tienen un sentido capital. Esa conversión primordial es la apertura confiada a las demás personas, la cual implica el desprendimiento de lo que tenemos y la fidelidad a lo que somos. Las puertas del espíritu se abren hacia fuera. En el anhelo por reencontrarnos, por llegar a ser nosotros mismos, tropezamos con los otros y con el absolutamente Otro. El amor es la llave que abre la puerta del conocimiento.

viernes, 24 de agosto de 2007

Nuestro punto de partida: la Grecia clásica

Sócrates (470–399 a. C.)

SÓCRATES es el primero de los clásicos que centra su atención filosófica en el hombre, no quedándose en el de la naturaleza física. Sócrates entregó su vida por la verdad. Su ejemplo quedó esculpido en la vida de sus discípulos, especialmente en la de Platón y Aristóteles. Como es sabido, uno de los pilares de la ética socrática es la virtud (areté). El otro es la ley (nómos). Sócrates es la encarnación de estas dos bases que permiten que uno se considere miembro de una ciudad (pólis).
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Para Sócrates –al menos en lo que refieren los Diálogos platónicos– del hombre no importa tanto su hacer como su alma. El hombre es su alma. El cuerpo es el instrumento del que se sirve el alma, siendo ésta invisible y de naturaleza divina. La espiritualidad del alma la deduce del pensar. En efecto, el universal es un gran descubrimiento de Sócrates, un objeto propio del pensar que trasciende la realidad física singular, reino de lo particular. Tras ese hallazgo, el fin que buscará este autor no es utilitario, práctico, sino la mejora interna de la propia alma. Se trata del descubrimiento de la virtud y, en consecuencia, de la ética. La virtud perfecciona intrínsecamente al alma. De ahí el que "el mayor mal no es sufrir la injusticia, sino cometerla" , porque cuando uno la comete se vuelve injusto él mismo, se degrada; no cuando la sufre. No obstante, no cabe virtud sin sabiduría práctica, es decir, sin prudencia. Por tanto, para él el mal siempre se comete por ignorancia. Tal sabiduría apunta al bien, a la consecución de la felicidad.
El planteamiento socrático cuenta con grandes aciertos, como el del descubrimiento de la inducción (el paso del conocimiento de lo particular a lo universal), del universal, y de la virtud, la dimensión social humana, etc., que son piezas maestras para descubrir la índole inmaterial e inmortal del alma, la índole relacional del hombre, su apertura a la trascendencia, etc. Sin embargo, también es rectificable en algunos puntos, como el referente a la propuesta que imputa como causa del mal a la ignorancia. No siempre es así, porque a veces el hombre hace a sabiendas lo malo, por mala voluntad. Esas rectificaciones al llamado intelectualismo ético socrático vendrán de manos de Aristóteles.

El dualismo de Platón (427–347 a. C.)

El pensamiento platónico es deudor de las corrientes de pensamiento presocráticas que postulan el dualismo de la radical separación del cuerpo y el alma. Tanto el orfismo como los pitagóricos, por ejemplo, habla de la transmigración de las almas y de la reencarnación y entienden el cuerpo como “cárcel del alma”. Después de Aristóteles nos parece descabellado pensar que cualquier alma pueda descender a cualquier cuerpo, pero en culturas orientales aún hoy perdura esta creencia. La prohibición de no comer la carne de determinados animales tiene posiblemente aquí su origen. El problema del dualismo es que no explica bien la unión del cuerpo y el alma.
Para PLATÓN, como para ARISTÓTELES, la antropología es más bien psicología (tratado De anima), pues sostiene que el hombre es, ante todo, alma, que describe como substancia subsistente, simple, única, inmaterial, espiritual, supraterrena, eterna e invisible, unida accidentalmente al cuerpo. Es el alma independiente del cuerpo y no sólo inmortal sino preexistente al cuerpo, y por ello, se admite para todo hombre la encarnación . La preexistencia la intenta demostrar a través de la tesis de la reminiscencia, es decir, del recuerdo. El cuerpo es la "cárcel del alma", y la tarea del hombre en esta vida es prepararse para la definitiva liberación. La antropología platónica tendrá gran influencia en el pensamiento cristiano, sobre todo en la Edad Media.
El alma humana es triple, es decir, posee tres principios diferentes: el alma concupiscible, principio de los apetitos sensibles, ínsita en el vientre; la irascible, que impulsa al valor, inscrita en el pecho; y la racional, principio de la ciencia y de la virtud, radicada en la cabeza. De esas tres es sólo esta última la que es inmortal y simple. Su origen procede del “demiurgo”, un dios menor. Radicada en el cuerpo, el alma está en él por una caída, como en una cárcel. Su papel respecto a él es el de ser auriga, el de conducir sus movimientos, siendo estos movimientos dobles: los irascibles y los concupiscibles. Si logra el dominio de ellos, tras la muerte pasa a la inmortalidad contemplando el Mundo de las Ideas. De lo contrario, debe transmigrar (influencia pitagórica y del orfismo) de cuerpo en cuerpo hasta que se purifique.
El aporte antropológico platónico cuenta con grandes aciertos: el protagonismo del alma, su inmortalidad, el papel rector de ésta sobre el cuerpo, etc. Pero también cuenta con desaciertos innegables: el dualismo alma-cuerpo, la visión tripartita del alma, las opiniones de la encarnación y reencarnación, etc. Será Aristóteles, su mejor discípulo, el que establecerá las rectificaciones pertinentes a estos planteamientos. La gran influencia de Platón a lo largo de la historia del pensamiento queda fuera de toda duda.

La psicología de Aristóteles (384–322 a. C.)

Para ARISTÓTELES el alma es el principio de la vida, el acto primero del cuerpo físico orgánico, que tiene vida en potencia; una forma que actualiza el cuerpo, dotada de entendimiento y voluntad. Alma y cuerpo forman, por tanto, un sólo compuesto, no dos sustancias heterogéneas, sino una única sustancia o naturaleza compuesta de materia y forma. Es la superación del dualismo platónico.
El libro I del De Anima aristotélico es una exposición y una crítica a toda la psicología precedente. Para Aristóteles el intelecto es una entidad independiente, no sometida a corrupción; es lo más divino en nosotros. Tampoco el alma es un cuerpo sutil, ni es mezcla constituida a partir de elementos ni tampoco se halla mezclada con la totalidad del Universo porque el alma no es divisible. Más aún, es lo que mantiene unido al cuerpo puesto que al alejarse ella, éste se disgrega y se destruye.
En el libro II recurre a la doctrina expuesta en el libro de la Metafísica para definir el alma como acto (perfección) de un cuerpo natural que tiene vida en potencia; es decir, de un organismo; un cuerpo natural organizado; un cuerpo natural que posee en sí mismo el principio del movimiento y del reposo. Existe una composición evidente entre alma y materia, más que entre alma y cuerpo, que sería el planteamiento cartesiano. Sin alma no hay cuerpo: hay apariencia de cuerpo (cadáver). En el cuerpo organizado está el alma informando la materia; alma es acto, materia es potencia. Llegará a decir Aristóteles que si el ojo fuera un ser vivo, su alma sería la vista (el acto del ojo).
Ciertas facultades del alma, además, no son separables del cuerpo. En cambio el intelecto puede darse separado del cuerpo, como lo eterno de lo corruptible. Esto es importante, porque si el alma puede ejercer alguna función sin el cuerpo, entonces podrá subsistir sin él. El intelecto permite demostrar la inmortalidad del alma.
El libro III comienza con el estudio de las potencias cognoscitivas sensibles internas: el sensorio común y la imaginación. Luego pasa a escrutar las potencias del alma sin soporte orgánico, que son las superiores. Estas son el entendimiento y la voluntad. El primero, también llamado entendimiento posible o paciente , que de entrada es –declara– como una tablilla de cera en la que no hay nada escrito, pero que está abierto a conocer todas las cosas. Al conocerlas la razón las posee, pero no físicamente sino intencionalmente (no se posee la piedra sino la forma de la piedra). Sin embargo, cabe todavía un modo de posesión intelectual más alto para Aristóteles: el de los hábitos.
La voluntad, por otra parte, es el apetito racional, que tiene en muchos casos un marcado carácter desiderativo, tendencial, no como acto. He ahí uno de los límites del enlace entre psicología y antropología en Aristóteles, que será rectificado por el pensamiento medieval. Por encima de éstas dos facultades está –continua Aristóteles– el entendimiento agente , que es el que actualiza al entendimiento posible, y el que es inmortal, separado del cuerpo, eterno, lo más divino en nosotros, el que viene de fuera, y lo que subsiste tras la muerte, pero que, como afirma en la Ética a Nicómaco, tras la muerte ya no posee una actividad como la actual, sino que pasa al reino de las sombras, con una vida más imprecisa, desvaída.
Las nociones de hábito y de virtud, son fundamentales en sus tratados de ética, pues es del hombre de quien depende la formación y el crecimiento de esas perfecciones internas. No hay, sin embargo, un desarrollo suficiente acerca del núcleo personal humano. El legado aristotélico es colosal. El pensamiento griego acerca del hombre se consolida con Aristóteles en cuanto a concebirlo como animal racional (animal que tiene “logos”, razón), animal lingüístico (que posee lenguaje) o animal político (con sociedad). En cambio, el medieval recogerá su aporte por lo que respecta a la finura con que distingue las diversas facultades del alma, sus actos, sus hábitos y objetos propios.


Noción de alma
La vida es el alma de los seres vivos (su forma). Estar vivo es base (acto primero) y condición de posibilidad de todas las operaciones (actos segundos). No es, por tanto, la suma de dichas operaciones. Ese acto es indivisible, sin partes, y por ello es inmaterial (aún tratándose de la vida de una planta mínima, de un virus o una bacteria). El alma es lo que constituye a un organismo ; es el primer principio del cuerpo vivo; el primer principio de vida de los seres vivos. Aristóteles la describe como el acto de un cuerpo natural que posee la vida en potencia. Y también como aquello por lo que primeramente vivimos, sentimos, nos movemos, y entendemos.
La biología moderna ha dado la razón a Aristóteles, mostrando con claridad la existencia de un principio estructural subsistente que trasciende la materia. Esto lo podemos ver en el fenómeno de la autorrenovación de la substancia en los seres vivos. Nada es permanente en la materia viva, constantemente se están renovando las células de un cuerpo vivo, a un ritmo distinto según los tejidos, pero de modo incesante, de manera que ningún organismo está constituido por la misma materia en el pasado y en el presente. Es lo que algunos autores han llamado el “torbellino metabólico”, los complejos moleculares que constituyen la materia viva están sometidos a continuos cambios. Sin embargo, en medio de ese “torbellino”, las células permanecen estables: existe una estructura inalterable y subsistente que es el alma informando a la materia.
No es, pues, el alma una sustancia superpuesta, sino el acto del cuerpo vivo; lo que lo vivifica. El alma se compara al cuerpo como el acto a la potencia. La vida no es nada material, no es propiedad del cuerpo. ¿Qué diferencia hay entre un cuerpo de un ser vivo y otro recién muerto? Los elementos son los mismos. La diferencia es la vida, que es la que vivifica, ordena, organiza esa materia. Es el alma misma la que unifica a la materia. No se requiere por tanto de un tercer elemento que a modo de pegamento una ambos principios.

El cuerpo humano, un cuerpo orgánico
La vida no es algo sobreañadido extrínsecamente al cuerpo orgánico, sino el movimiento intrínseco. Conviene añadir ahora que la vida es lo que hace que un cuerpo sea precisamente cuerpo. Vivificar a un cuerpo es, a la par, constituirlo como cuerpo. El cuerpo no es tal antes de recibir la vida. Sin ella las realidades físicas no son cuerpo orgánico, sino materia inerte. Cuerpo con vida es cuerpo orgánico. Los órganos son los soportes biológicos de las potencias o facultades de que está dotado un ser vivo corpóreo (ej. los oídos son los órganos de la facultad auditiva, los ojos lo son de la visiva, etc.). Tales potencias con soporte orgánico son principios que ordenan, configuran, informan, una parte del cuerpo, no el cuerpo entero, sino cada una a su órgano. La vida es el principio unitario que vivifica enteramente al cuerpo. Es, por tanto, el principio del que dimanan todas las facultades o potencias, que contribuyen a que el cuerpo sea un organismo.
Los cuerpos orgánicos tienen mayor o menor complejidad dependiendo del mayor o menor número de potencias o facultades que posean y del tipo de las mismas. De modo que los órganos son para las facultades y no al revés. La noción de fin es esencial a la hora de comprender algo. No se puede comprender enteramente a los órganos exclusivamente desde una perspectiva anatómica, biologista, sino que se los entiende en atención a las facultades (ej. no se comprende enteramente al ojo fisiológicamente, es decir, al margen de que el ojo es el órgano de la visión, es decir, de que está hecho para ver).

viernes, 17 de agosto de 2007

sexo y preservativo

Las insistentes campañas en pro de la difusión del preservativo encierran engañosas falacias que el Dr. Enrique A. Alemán desvela en esta interesante reflexión tomada de http://www.prensa.com

Tengo más de 20 años trabajando como médico urólogo y, por lo tanto, he tenido la oportunidad de conversar con muchos de mis pacientes, entre otras cosas, sobre realidades de su vida sexual y, además, tratar a niños y adultos con enfermedades de transmisión sexual. Mi convicción tallada en estas décadas de aprendizaje es que no nos equivocaremos nunca si aprendemos a limitar nuestras relaciones sexuales al ámbito del matrimonio. Hemos caído en la trampa de los mass media al permitir que parte importante de la polémica sobre la sexualidad, las enfermedades de transmisión sexual, principalmente el sida, recaigan sobre el uso o no uso del condón.














El problema no es el uso o el no uso del condón. Lo fundamental del asunto es la concepción que tengamos del hombre y de su sexualidad. Si el sexo es solo placer o pasión, entonces no tenemos nada que discutir. Usen todos los preservativos que quieran. Hemos destruido el significado del sexo y nuestra actual sociedad, al decidir vender actualmente el sexo como producto del hedonismo y del mercantilismo, está pagando un precio terrible, tan evidente, que nadie sensato y honesto puede discutir: aumento de las enfermedades de transmisión sexual, de embarazos no deseados, de abortos; inicio de vida sexual en edades tempranas de la adolescencia, uniones a prueba no comprometidas y egoístas, ausencia de matrimonios, irrespeto a la feminidad, a la maternidad y disminución de la fertilidad; incremento de la pornografía, de la prostitución, de la violencia doméstica, y de las infidelidades. Esto no se resuelve con el condón.
Hay muchos que entendemos la relación sexual como algo maravilloso, como una extraordinaria experiencia, enriquecedora, y que lleva a una vida plena y madura, pero, cuando la realizamos en el marco de un compromiso serio, maduro, responsable como es el matrimonio. Nos permite llevar una vida matrimonial y, por lo tanto, familiar más rica, más tolerante, más generosa. Muchas personas, que están de acuerdo y no de acuerdo con estas últimas líneas, objetarán diciendo que esto es una quimera, que es imposible, que es muy difícil, que la naturaleza humana no está hecha para estos conceptos. Solo puedo responder diciéndoles que estoy de acuerdo con que es difícil, es una lucha, pero que no es imposible, que vale la pena ese esfuerzo. También es difícil trabajar duro y honradamente para llevar adelante una profesión y una familia; que también es difícil decir la verdad siempre; que también es difícil saber olvidar y perdonar; que también es difícil alegrarse del éxito de los demás a pesar del fracaso profesional o económico de uno; que también es difícil levantarse una y otra vez, no importa cuántas veces nos hayamos equivocado o caído. Vivir valores y una vida digna es difícil.
La tragedia que vive la sociedad mundial con la presencia el sida y otros flagelos no es causado, ni es problema de condón o no condón. Estas realidades se han agravado por las desigualdades económicas y sociales, por los bajos niveles de educación, por el ataque frontal, altamente lucrativo, contra las mujeres y su dignidad, por la promiscuidad sexual, por la degradación del matrimonio, por la homosexualidad y por la promoción del hedonismo y del consumismo.
Soy un convencido de que las campañas masivas de repartir condones, no resuelve el problema que todos los involucrados en el tema queremos solucionar de buena fe. Más bien agrava la situación, pues el mensaje queda claramente enunciado: "muchachos y muchachas tengan sexo, cuando quieran y con quien quieran, que eso no es problema, tienen derecho a darte ese placer; lo malo, lo irresponsable es no usar el condón y así evitar el embarazo y una enfermedad de transmisión sexual". Este mensaje es falso, equivocado. El uso del condón no es sexo seguro. Sigue siendo un sexo inseguro y al destruir la voz de la conciencia (que sin duda existe), desbocamos sin control el fuerte instinto sexual que se despierta en nuestra adolescencia, aumentando la promiscuidad sexual con todas las consecuencias ya descritas.
El objetivo preventivo del condón es destruido con creces por esa otra realidad científica que son las consecuencias del aumento de relaciones sexuales irresponsables e inmaduras. No es asunto de mojigatería. La mojigatería es seguir pensando que tener relaciones sexuales cuando y con quien el instinto nos invite, con condón o sin condón, no tiene consecuencias nefastas en la vida de esas personas, en el matrimonio, en la familia y en la sociedad.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Nueva encíclica de Benedicto XVI sobre doctrina social

Leo en aciprensa.com que el Papa Benedicto XVI trabajó durante sus vacaciones en Lorenzago di Cadore en julio en una nueva encíclica social, que abordará el desafío del justo desarrollo de los pueblos en el marco de la globalización. El vaticanista italiano Ignazio Ingrao, observador del Vaticano para la revista Panorama, citó esta semana fuentes del Vaticano señalando que la esperada encíclica social del Papa, la segunda de su pontificado, conmemorará los 40 años del histórico documento del Papa Pablo VI “Populorum Progressio” (“El Desarrollo de los Pueblos”), publicado en la Pascua de 1967. Parece que Bruno Forte no andaba desencaminado en su libro ¿Dónde va en cristianismo? al señalar la doctrina social como un tema prioritario en la Iglesia actual.

















La segunda encíclica del Papa Benedicto -al parecer- abogará “por un mundo donde el comercio mundial y la economía estén reguladas de tal manera que impida mayor injusticia y discriminación”, como consecuencia de la globalización. Es previsible que la encíclica social, según observadores vaticanos, contenga importantes criterios éticos más que “recetas” para el manejo de la economía mundial.



El tema es una de las preocupaciones del actual Papa, que ya a inicios de su pontificado, en su encuentro con dirigentes de la FAO, ponía el dedo en la llaga de la preocupante paradoja de nuestro mundo: el crecimiento simultáneo de desarrollo y pobreza:

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS PARTICIPANTES EN LA XXXIII CONFERENCIA DE LA FAO


Jueves 24 de noviembre de 2005

Señores primeros ministros;
señor presidente;
señor director general;
ilustres señoras y señores:

Me complace daros una cordial bienvenida a todos vosotros, representantes de los Estados miembros de la FAO, que participáis en la trigésima tercera conferencia de la Organización de las Naciones Unidas para la alimentación y la agricultura. Este es nuestro primer encuentro, y me permite conocer de cerca vuestros esfuerzos al servicio de un gran ideal: librar a la humanidad del hambre. Saludo a todos cordialmente y, en particular, al director general, señor Jacques Diouf. Le expreso mis mejores deseos al comienzo de su nuevo mandato.

El encuentro de hoy me brinda la ocasión para expresar mi sincero aprecio por el programa que la FAO, en sus diversas agencias, ha desarrollado desde hace sesenta años, defendiendo con competencia y profesionalidad la causa del hombre, comenzando precisamente por el derecho básico de cada persona a estar "libre del hambre". La humanidad vive actualmente una paradoja preocupante: junto a avances siempre nuevos y positivos en las áreas de la economía, la ciencia y la tecnología, se asiste a un aumento continuo de la pobreza. Estoy seguro de que la experiencia que habéis acumulado durante estos años puede ayudar a desarrollar un método adecuado para combatir con éxito el hambre y la pobreza, un método modelado por el realismo concreto que ha caracterizado siempre las intervenciones de vuestra benemérita Organización.

En estos años la FAO ha trabajado en favor de una cooperación más amplia y ha visto en el "diálogo entre las culturas" un medio específico para garantizar un mayor desarrollo y un acceso seguro a la alimentación. Hoy, más que nunca, hacen falta instrumentos concretos y eficaces para eliminar las recurrentes tentaciones de conflicto entre diferentes visiones culturales, étnicas y religiosas. Es necesario basar las relaciones internacionales en el respeto a la persona y en los principios fundamentales de coexistencia pacífica, fidelidad a los compromisos asumidos y aceptación mutua por parte de los pueblos que constituyen la familia humana. Además, es preciso reconocer que el progreso técnico, aun siendo necesario, no lo es todo. Sólo es verdadero progreso el que salvaguarda íntegramente la dignidad del ser humano y permite a cada pueblo compartir sus recursos espirituales y materiales en beneficio de todos.

En este contexto, deseo recordar la importancia de ayudar a las comunidades autóctonas, con demasiada frecuencia sometidas a apropiaciones indebidas realizadas con fines de lucro, como vuestra Organización ha subrayado recientemente en sus Directrices sobre el derecho a la alimentación.

No se debe olvidar tampoco que, mientras algunas áreas están sujetas a medidas y controles internacionales, millones de personas están condenadas al hambre, incluso a morir de inanición, en zonas donde tienen lugar conflictos violentos, conflictos que la opinión pública tiende a olvidar porque los considera internos, étnicos o tribales. Pero en esos conflictos se han eliminado sistemáticamente vidas humanas, mientras que la población ha sido desarraigada de sus tierras y a veces forzada, para huir de una muerte segura, a abandonar sus alojamientos precarios en los campos de refugiados.

Un signo alentador es la iniciativa de la FAO de convocar a sus Estados miembros para discutir sobre la cuestión de la reforma agraria y el desarrollo rural. No se trata de un área nueva, pero la Iglesia siempre se ha interesado por ella, preocupándose en particular por los pequeños agricultores rurales que representan una parte significativa de la población activa, especialmente en los países en vías de desarrollo. Una línea de acción podría consistir en asegurar que las poblaciones rurales cuenten con los recursos y los medios que necesitan, comenzando por la educación y la formación, así como estructuras organizativas que salvaguarden las pequeñas haciendas familiares y las cooperativas (cf. Gaudium et spes, 71).

Dentro de pocos días muchos de los participantes en esta Conferencia se encontrarán en Hong Kong para entablar negociaciones sobre el comercio internacional, particularmente con respecto a los productos agrícolas. La Santa Sede confía en que prevalezca un sentido de responsabilidad y solidaridad con los menos favorecidos, para que se dejen a un lado los intereses locales y la lógica del poder. No se debe olvidar que la vulnerabilidad de las áreas rurales tiene repercusiones significativas en la subsistencia de los pequeños agricultores y sus familias, si se les niega el acceso al mercado. Actuar con coherencia implica, por tanto, reconocer el papel esencial de la familia rural, guardiana de los valores y agente natural de solidaridad en las relaciones entre las generaciones. Por consiguiente, es preciso apoyar también el papel de la mujer rural y asegurar a los niños no sólo la alimentación sino también la educación básica.

Señoras y señores, consciente de la gran complejidad de vuestro trabajo, ofrezco estas reflexiones a vuestra consideración, puesto que estoy convencido de que el corazón de todos debe abrirse cada vez más a todas las personas que en nuestro mundo carecen del pan de cada día. Los trabajos de esta Conferencia mostrarán la fuerza de la creciente convicción de que hace falta una lucha valiente contra el hambre. Que Dios todopoderoso ilumine vuestras deliberaciones y os conceda la fuerza necesaria para perseverar en vuestros indispensables esfuerzos al servicio del bien común. Renuevo a todos mis mejores deseos de pleno éxito en los trabajos de vuestra Conferencia.

El encuentro de hoy me brinda la ocasión para expresar mi sincero aprecio por el programa que la FAO, en sus diversas agencias, ha desarrollado desde hace sesenta años, defendiendo con competencia y profesionalidad la causa del hombre, comenzando precisamente por el derecho básico de cada persona a estar "libre del hambre". La humanidad vive actualmente una paradoja preocupante: junto a avances siempre nuevos y positivos en las áreas de la economía, la ciencia y la tecnología, se asiste a un aumento continuo de la pobreza. Estoy seguro de que la experiencia que habéis acumulado durante estos años puede ayudar a desarrollar un método adecuado para combatir con éxito el hambre y la pobreza, un método modelado por el realismo concreto que ha caracterizado siempre las intervenciones de vuestra benemérita Organización.

En estos años la FAO ha trabajado en favor de una cooperación más amplia y ha visto en el "diálogo entre las culturas" un medio específico para garantizar un mayor desarrollo y un acceso seguro a la alimentación. Hoy, más que nunca, hacen falta instrumentos concretos y eficaces para eliminar las recurrentes tentaciones de conflicto entre diferentes visiones culturales, étnicas y religiosas. Es necesario basar las relaciones internacionales en el respeto a la persona y en los principios fundamentales de coexistencia pacífica, fidelidad a los compromisos asumidos y aceptación mutua por parte de los pueblos que constituyen la familia humana. Además, es preciso reconocer que el progreso técnico, aun siendo necesario, no lo es todo. Sólo es verdadero progreso el que salvaguarda íntegramente la dignidad del ser humano y permite a cada pueblo compartir sus recursos espirituales y materiales en beneficio de todos.

En este contexto, deseo recordar la importancia de ayudar a las comunidades autóctonas, con demasiada frecuencia sometidas a apropiaciones indebidas realizadas con fines de lucro, como vuestra Organización ha subrayado recientemente en sus Directrices sobre el derecho a la alimentación.

No se debe olvidar tampoco que, mientras algunas áreas están sujetas a medidas y controles internacionales, millones de personas están condenadas al hambre, incluso a morir de inanición, en zonas donde tienen lugar conflictos violentos, conflictos que la opinión pública tiende a olvidar porque los considera internos, étnicos o tribales. Pero en esos conflictos se han eliminado sistemáticamente vidas humanas, mientras que la población ha sido desarraigada de sus tierras y a veces forzada, para huir de una muerte segura, a abandonar sus alojamientos precarios en los campos de refugiados.

Un signo alentador es la iniciativa de la FAO de convocar a sus Estados miembros para discutir sobre la cuestión de la reforma agraria y el desarrollo rural. No se trata de un área nueva, pero la Iglesia siempre se ha interesado por ella, preocupándose en particular por los pequeños agricultores rurales que representan una parte significativa de la población activa, especialmente en los países en vías de desarrollo. Una línea de acción podría consistir en asegurar que las poblaciones rurales cuenten con los recursos y los medios que necesitan, comenzando por la educación y la formación, así como estructuras organizativas que salvaguarden las pequeñas haciendas familiares y las cooperativas (cf. Gaudium et spes, 71).

Dentro de pocos días muchos de los participantes en esta Conferencia se encontrarán en Hong Kong para entablar negociaciones sobre el comercio internacional, particularmente con respecto a los productos agrícolas. La Santa Sede confía en que prevalezca un sentido de responsabilidad y solidaridad con los menos favorecidos, para que se dejen a un lado los intereses locales y la lógica del poder. No se debe olvidar que la vulnerabilidad de las áreas rurales tiene repercusiones significativas en la subsistencia de los pequeños agricultores y sus familias, si se les niega el acceso al mercado. Actuar con coherencia implica, por tanto, reconocer el papel esencial de la familia rural, guardiana de los valores y agente natural de solidaridad en las relaciones entre las generaciones. Por consiguiente, es preciso apoyar también el papel de la mujer rural y asegurar a los niños no sólo la alimentación sino también la educación básica.

Señoras y señores, consciente de la gran complejidad de vuestro trabajo, ofrezco estas reflexiones a vuestra consideración, puesto que estoy convencido de que el corazón de todos debe abrirse cada vez más a todas las personas que en nuestro mundo carecen del pan de cada día. Los trabajos de esta Conferencia mostrarán la fuerza de la creciente convicción de que hace falta una lucha valiente contra el hambre. Que Dios todopoderoso ilumine vuestras deliberaciones y os conceda la fuerza necesaria para perseverar en vuestros indispensables esfuerzos al servicio del bien común. Renuevo a todos mis mejores deseos de pleno éxito en los trabajos de vuestra Conferencia.

martes, 14 de agosto de 2007

La amistad según Aristóteles

Como en ocasiones anteriores hemos rastreado en el pensamiento de Aristóteles. Ofrecemos aquí una selección de textos breves que ilustran el elevado concepto qwue tiene de este gran bien que es la amistad.
















La amistad es una virtud, va acompañada de virtud y, además, es lo más necesario en la vida. Sin amigos nadie querría vivir, aunque tuviera todo tipo de bienes.

En la pobreza y en las demás desgracias se considera a los amigos como el único refugio. Los jóvenes los necesitan para evitar el error; los viejos, para sostener su debilidad. Los que están en plenitud de facultades, porque siempre la unión hace la fuerza.

Parece darse de modo natural entre padres e hijos, y en general entre los hombres. Por eso alabamos a los que aman a sus semejantes. Los legisladores aspiran sobre todo a la concordia, una especie de amistad que mantiene unida la ciudad, y lo que más procuran expulsar es la discordia, pues cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia. La política debe, por encima de todo, promover la amistad, pues si uno desea que los hombres no se traten injustamente basta con hacerlos amigos.

Además de necesaria, la amistad es también algo hermoso.

El amigo es uno de los mayores bienes, y la carencia de amigos y la soledad es lo más terrible, porque toda la vida y el trato voluntario se desarrolla entre amigos: pasamos la mayor parte del tiempo con nuestros familiares y amigos, o con los hijos, padres y esposa.

Dice Eurípides que "cuando Dios da bienes, ¿qué necesidad hay de amigos?". Pero parece absurdo atribuir al hombre feliz todos los bienes y no darle amigos, que parecen constituir el mayor de los bienes exteriores. Además, nadie querría poseer todas las cosas y estar solo, pues el hombre es animal social, y por naturaleza necesita convivir.

Igual que los que se aman desean, por encima de todo, verse, lo que más buscan los amigos es la convivencia. Amistad es, en efecto, convivir, y desear para el amigo lo mismo que para sí. Igual que nos resulta agradable la sensación de vivir, nos resulta grata la vida de nuestros amigos, y por eso buscamos su compañía. Y aquello en lo que ponemos el atractivo de la vida es lo que deseamos compartir con ellos. Por eso unos beben juntos, otros disfrutan con el mismo juego practican el mismo deporte, o salen de caza, o charlan sobre filosofía. Y todos ellos pasan el tiempo junto aquello que más les gusta de la vida. Porque para convivir hay que buscar lo que favorezca la convive


Por eso es peligrosa la amistad entre hombres de mala condición, pues se asocian para cosas bajas, y se vuelven malvados al hacerse semejantes unos a otros. En cambio, es buena la amistad entre los buenos, y los hace mejores conforme aumenta el trato, pues mutuamente se toman como modelo y se corrigen. Los malos prefieren los bienes materiales a los amigos, pues no aman a las personas más que a las cosas. El amigo resulta para ellos un accesorio de las cosas, y no las cosas un accesorio de los amigos.

Puede ser objeto de predilección lo que es bueno, agradable o útil. Por eso hay diversas clases de amistad. Pero nunca será amistad el gusto por los objetos, porque no hay reciprocidad ni se desea el bien del objeto. Se desea el vino, pero no el bien del vino; en cambio, debemos desear el bien del amigo. Y hay amistad precisamente cuando esa benevolencia es recíproca.

La amistad por interés no busca el bien del amigo, sino cierto beneficio. Tampoco los frívolos son desinteresados, pues buscan su propio agrado. Estas amistades no son auténticas, y son fáciles de disolver cuando el amigo deja de ser útil o agradable.

La amistad interesada parece darse sobre todo en los viejos, y en los hombres maduros y jóvenes, que buscan la propia conveniencia. Tales amigos no suelen convivir mucho, pues sólo se estiman el uno al otro en la medida en que tienen esperanzas de beneficio.

En cambio, la amistad entre los jóvenes suele tener por causa el sentimiento de agrado y las ganas de pasarlo bien. Eso es lo propio de la juventud, y por eso los jóvenes son amigos y dejan de serlo con facilidad, pues el sentimiento cambia fácilmente.

La amistad perfecta es la de los hombres buenos e iguales en virtud, porque estos quieren el uno para el otro lo auténticamente bueno. Como la virtud es permanente, estas amistades también lo son, además de útiles y agradables. Es natural, sin embargo, que tales amistades sean raras, porque los hombres no suelen ser así. Además, requieren tiempo y trato, pues no es posible conocerse en poco tiempo, ni tampoco aceptarse mutuamente como amigos hasta que cada uno se ha mostrado al otro como digno de afecto y confianza. Los que se apresuran a cambiar entre sí pruebas de amistad quieren, sin duda, ser amigos, pero no lo son aún, porque el deseo de amistad surge rápidamente, pero la amistad no.

El bueno, al hacerse amigo de alguien, se convierte en un bien para aquel de quien es amigo.

La distancia no impide la amistad, sino su ejercicio. Pero si la ausencia se prolonga, también la amistad parece caer en olvido, y por eso se dice que la falta de trato deshace muchas amistades.

Es claro que ni los viejos ni las personas de carácter agrio se prestan a la amistad, porque es poco el agrado que puede encontrarse en ellos, y nadie puede pasar mucho tiempo con una persona molesta o desagradable, pues la naturaleza aspira a lo agradable.

Por eso los jóvenes se hacen pronto amigos, y los viejos no, y tampoco los de mal carácter. Pueden tener buenos sentimientos y ayudarse mutuamente, pero no serán del todo amigos, porque no les resulta agradable la mutua compañía y no conviven mucho.

No es posible ser amigo de muchos con amistad perfecta, pues la intimidad requiere tiempo y es difícil. En cambio, por interés o por pasarlo bien es posible tener bastantes amigos, pues ambas condiciones las reúnen muchos y no requieren mucho tiempo.
 
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Los poderosos suelen buscar amigos útiles y frívolos: útiles para hacer con habilidad lo que se les manda; frívolos para el placer. El hombre bueno no suele hacerse amigo del poderoso, a menos que el poderoso le aventaje también en virtud, y esto no es nada frecuente.

Las amistades mencionadas se apoyan en la igualdad: los amigos obtienen lo mismo el uno del otro, y quieren lo mismo el uno para el otro. Pero también hay amistades fundadas en la desigualdad, como la del padre hacia el hijo, la del mayor hacia el más joven, y la del gobernante hacia el gobernado. En estos casos no obtienen lo mismo el uno del otro, ni deben pretenderlo, pues en las amistades fundadas en la superioridad el afecto debe ser también proporcional. La proporción consiste en que el mejor recibe más afecto que profesa, porque cuando el afecto es proporcionado al mérito se establece en cierto modo una igualdad, característica necesaria de la amistad.

La importancia de la igualdad se pone de manifiesto cuando se produce entre los amigos una gran diferencia en virtud, vicio, prosperidad o cualquier otra cosa: entonces dejan de ser amigos, y ni siquiera aspiran a serlo. Por eso es tan difícil que un hombre normal sea amigo de un rey o de un sabio.

Preferimos ser queridos, pero la amistad consiste más en querer. Como las madres, que se complacen en querer sin pretender que su cariño sea correspondido. Por eso, los amigos que saben querer, son seguros.

Los buenos amigos no hacen peticiones torpes ni se prestan servicios de esa clase. Más bien impiden la torpeza, pues es propio de los buenos no apartarse del bien, y no permitir que se aparten sus amigos.

¿Debemos buscar el mayor número posible de amigos, o un término medio entre demasiados y ninguno? Desde el punto de vista de la utilidad, lo mejor es un término medio, porque corresponder a los servicios de muchos es trabajoso y quizá imposible. También para pasarlo bien son suficientes unos pocos, como un poco de condimento en la comida. Si tenemos más amigos de los que necesitamos, resultarán molestos y embarazosos.

Por tanto, el número de amigos debe ser limitado y relativo: el mayor número con el que podamos convivir, ya que la convivencia parece condición necesaria de la amistad. Por eso la amistad estrecha no se da con muchos, pues sería preciso convivir mucho con cada uno, y por eso es correcto afirmar que el que tiene muchos amigos no tiene ninguno.

Está claro que no es posible dedicar tiempo a muchos. Tampoco es fácil identificarse con las alegrías y las penas de muchos, pues a veces hay que alegrarse con unos y entristecerse al mismo tiempo con otros.

Como no somos capaces de amar a muchas personas, no parece posible ser muy amigo de muchos. De hecho, una gran amistad sólo es posible con pocos. Y los que tienen muchos amigos y los tratan familiarmente, dan la impresión de no ser amigos de nadie, y de obrar así por buena educación. Por cortesía y buen carácter se puede llegar a tener muchos amigos, pero no muchos íntimos. Tener amigos íntimos es, además, una suerte que no todos tienen.

No hay amistad estable sin confianza mutua, y no hay confianza sin tiempo. Por tanto, no hay amigos sin tiempo. El tiempo somete a prueba a la amistad, como dice Teognis: -No puedes conocer la mentalidad de un hombre o de una mujer antes de ponerlos a prueba como a una bestia de carga. El tiempo revela al amigo, y la desgracia pone de manifiesto quiénes no son realmente amigos.

Algunos creen que para ser amigos basta con querer, como si para estar sano bastara desear la salud.

Para que alguien sea un verdadero amigo, no sólo debe ser bueno, sino también bueno para ti.

¿Necesitamos más a los amigos en la prosperidad o en la desgracia? En ambas situaciones los buscamos: para pedir ayuda o para compartir la alegría. Pero es más necesaria la amistad en el infortunio, y más noble en la prosperidad. Y la presencia de los amigos es grata tanto en los buenos momentos como en los malos. El amigo consuela con la presencia, y también con la palabra oportuna.

Nadie desea entristecer a los amigos con las propias desgracias. Por eso los hombres fuertes procuran evitar que sus amigos tomen parte en sus penas, y no admiten compañeros de duelo. En cambio, las mujeres y los hombres que se parecen a ellas, se gozan en tener quienes se lamenten con ellos, y los quieren como amigos por ser partícipes de su dolor.

La presencia de los amigos en los momentos buenos supone disfrutar juntos y tener conciencia de que ellos se alegran con nuestra alegría. Por eso parece que deberíamos invitarlos en esas ocasiones, y evitar en lo posible que participen en nuestras desgracias, porque los males se deben compartir lo menos posible. Sí debemos acudir a ellos cuando, a costa de una pequeña molestia suya, pueden hacernos un gran favor.

Por nuestra parte, deberemos acudir en su ayuda de buena gana, antes de que nos llamen. Eso será grato para ambos y más noble. Participaremos con gusto en las alegrías, pues también en ellas se necesita a los amigos. Y seremos lentos en aceptar favores, porque no es noble estar ansioso de beneficios. Cuidaremos, sin embargo, no caer en el extremo de rechazarlos con displicencia y por sistema, como algunas veces ocurre.

lunes, 13 de agosto de 2007

Coplas por la muerta de su padre

Poco podemos aportar a con nuestros comentarios a este magistral poema de Jorge Manrique (1440-1478). Sólo ofrecer su lectura para que lo disfruten y les ayude a meditar.

1.- Recuerde el alma dormida
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer ,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.














2.- Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
e acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo non venido
por pasado.
Non se engañe nadie no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vio,
pues que todo ha de pasar
por tal manera.

3.- Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más chicos;
i llegados, son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.

4.- Dejo las invocaciones
de los famosos poetas
y oradores;
non curo de sus ficciones,
que traen yerbas secretas
sus sabores;
a Aquél sólo me encomiendo,
Aquél sólo invoco yo
de verdad,
que en este mundo viviendo,
el mundo non conoció
su deidad.

5.- Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nascemos,
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que, cuando morimos,
descansamos.

6.- Este mundo bueno fue
si bien usásemos dél
como debemos,
porque, según nuestra fe,
es para ganarse aquel
que atendemos.
Aun aquel Fijo de Dios,
para sobirnos al cielo,
descendió
a nascer acá entre nos,
y a vivir en este suelo
do murió.

7.- Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos,
que en este mundo traidor ,
aun primero que muramos
las perdemos;
dellas deshace la edad,
dellas casos desastrados
que acaescen,
dellas por su calidad,
en los más altos estados
desfallescen.

8.- Decidme: la hermosura,
y gentil frescura y tez
de la cara,
la color e la blancura,
cuando viene la vejez,
¿cuál se para?
Las mañas e ligereza
e la fuerza corporal de juventud,
todo se torna graveza
cuando llega al arrabal
de senectud.

9.- Pues la sangre de los godos,
y el linaje e la nobleza
tan crescida,
¡por cuántas vías e modos
se pierde su gran alteza
en esta vida!
Unos, por poco valer,
por cuán bajos e abatidos
que los tienen;
otros que, por non tener ,
con oficios non debidos
se mantienen.

10.- Los estados e riqueza,
que nos dejen a deshora
¿quién lo duda?
non les pidamos firmeza
pues que son de una señora
que se muda,
que bienes son de Fortuna
que revuelve con su rueda
presurosa,
la cual non puede ser una
ni estar estable ni queda
en una cosa.

11.- Pero digo que acompañen
e lleguen fasta la fuesa
con su dueño,
por eso non nos engañen,
pues se va la vida apriesa
como sueño.
E los deleites de acá
son, en que nos deleitamos,
temporales,
e los tormentos de allá,
que por ellos esperamos,
eternales.

12.- Los placeres e duIzores
desta vida trabajada
que tenemos,
non son sino corredores,
e la muerte, la celada
en que caemos.
Non mirando a nuestro daño,
corremos a rienda suelta
sin parar ;
desque vemos el engaño
e queremos dar la vuelta
no hay lugar.

13.- Si fuese en nuestro poder
hacer la cara hermosa
corporal,
como podemos hacer
el alma tan gloriosa,
angelical,
¡qué diligencia tan viva
toviéramos toda hora
e tan presta,
en componer la cativa,
dejándonos la señora
descompuesta!

14.- Esos reyes poderosos
que vemos por escripturas
ya pasadas,
con casos tristes, llorosos,
fueron sus buenas venturas
trastornadas ;
así que no hay cosa fuerte,
que a papas y emperadores
e perlados,
así los trata la muerte
como a pobres pastores
de ganados.

15.- Dejemos a los troyanos,
que sus males non los vimos,
ni sus glorias;
dejemos a los romanos,
aunque oímos e leímos
sus hestorias,
non curemos de saber
lo de aquel siglo pasado
qué fué dello ;
vengamos a lo de ayer,
que también es olvidado
como aquello.

16.- ¿Qué se hizo el rey don Joan?
Los Infantes de Aragón,
¿qué se hicieron?
¿Qué fué de tanto galán,
qué de tanta invinción
que trujeron?
¿Fueron sino devaneos?
¿Qué fueron sino verduras
de las eras,
las justas e los torneos,
paramentos, bordaduras
e cimeras?

17.- ¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados e vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos,
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?

18.- Pues el otro, su heredero,
don Enrique, ¡qué poderes
alcanzaba!
¡Cuán blando, cuán halaguero
el mundo en sus placeres
se le daba!
Mas verás cuán enemigo
cuán contrario, cuán cruel
se le mostró
habiéndole sido amigo,
¡cuán poco duró con él
lo que le dio!

19.- Las dádivas desmedidas,
los edificios reales
llenos de oro,
las vajillas tan fabridas;
los enriques e reales
del tesoro.
los jaeces, los caballos
de sus gentes e atavíos
tan sobrados,
¿dónde iremos a buscallos?
¿Qué fueron sino rocíos
de los prados?

20.- Pues su hermano el inocente
que en su vida sucesor
le ficieron,
¡qué Corte tan excellente
tuvo e cuánto gran señor
le siguieron!
Mas, como fuese mortal,
metióle la muerte luego
en su fragua.
¡Oh juicio divinal,
cuando más ardía el fuego,
echaste agua!

21.- Pues aquel gran Condestable
maestre que conoscimos
tan privado,
non cumple que dél se hable,
mas sólo cómo lo vimos
degollado.
Sus infinitos tesoros,
sus villas e sus lugares,
su mandar,
¿qué le fueron sino lloros?
¿qué fueron sino pesares
al dejar?

22.- E los otros dos hermanos,
maestros tan prosperados
como reyes,
que a los grandes e medianos,
trujieron tan sojuzgados
a sus leyes;
aquella prosperidad
que en tan alto fue subida
y ensalzada
¿qué fue sino claridad
que cuando más encendida
fue amatada?

23.- Tantos duques excellentes,
tantos marqueses e condes
e varones
como vimos tan potentes,
di, muerte, ¿do los escondes
e traspones?
E las sus claras hazañas
que hicieron en las guerras
y en las paces,
cuando tú, cruda, te ensañas,
con tu fuerza las atierras
e desfaces.

24.- Las huestes innumerables,
los pendones, estandartes
e banderas,
los castillos impugnables,
los muros e baluartes
e barreras,
la cava honda, chapada
o cualquier otro reparo,
¿qué aprovecha?
Cuando tú vienes airada
todo lo pasas de claro
con tu flecha.

25.- Aquél de buenos abrigo,
amado por virtuoso
de la gente,
el maestre don Rodrigo
Manrique, tanto famoso
e tan valiente;
sus hechos grandes e claros
non cumple que los alabe,
pues los vieron,
ni los quiero hacer caros
pues que el mundo todo sabe,
cuáles fueron.

26.- Amigo de sus amigos,
¡qué señor para criados
e parientes!
¡Qué enemigo de enemigos!
jQué maestro de esforzados
e valientes!
¡Qué seso para discretos!
¡Qué gracia para donosos!
¡Qué razón!
¡Qué benigno a los sujetos!
¡A los bravos e dañosos,
qué león!

27.- En ventura, Octaviano,
Julio César, en vencer
e batallar;
en la virtud, Africano;
Aníbal, en el saber
e trabajar;
en la bondad, un Trajano;
Tito, en liberalidad,
con alegría,
en su brazo, Aureliano;
Marco Atilio, en la verdad
que prometía.

28.- Antonio Pío, en clemencia;
Marco Aurelio, en igualdad
del semblante;
Adriano, en elocuencia;
Teodosio, en humanidad
e buen talante.
Aurelio Alexandre fue
en disciplina e rigor
de la guerra;
un Constantino, en la fe;
Camilo, en el grand amor
de su tierra.

29.- Non dejó grandes tesoros.
ni alcanzó muchas riquezas
ni vajillas;
mas fizo guerra a los moros,
ganando sus fortalezas
e sus villas;
y en las lides que venció,
cuántos moros e caballos
se perdieron;
y en este oficio ganó
las rentas e los vasallos
que le dieron.

30.- Pues en su honra y estado,
en otros tiempos pasados,
¿cómo se hubo?
Quedando desamparado,
con hermanos e criados
se sostuvo.
Después que fechos famosos
fizo en esta misma guerra
que hacía,
fizo tratos honrosos
que le dieron más tierra
que tenía.

31.- Estas sus viejas hestorias
que con su brazo pintó
en joventud,
con otras nuevas victorias
agora las renovó
en senectud.
Por su gran habilidad,
por méritos e ancianía
bien gastada,
alcanzó la dignidad
de la grand Caballería
dell Espada.

32.- E sus villas e sus tierras
ocupadas de tiranos
las halló;
mas por cercos e por guerras
e por fuerza de sus manos
las cobró.
Pues nuestro rey natural
si de las obras que obró
fue servido,
dígalo el de Portugal
y en Castilla quien siguió
su partido.

33.- Después de puesta la vida
tantas veces por su ley
al tablero;
después de tan bien servida
la corona de su rey
verdadero;
después de tanta hazaña
a que no pudo bastar
cuenta cierta,
en la su villa de Ocaña
vino la muerte a llamar
a su puerta,

34.- diciendo: -«Buen caballero,
dejad al mundo engañoso
e su halago;
vuestro corazón de acero
muestre su esfuerzo famoso
en este trago;
e pues de vida y salud
fecisteis tan poca cuenta
por la fama,
esfuércese la virtud
para sufrir esta afrenta
que vos llama.

35.- No se os haga tan amarga
la batalla temerosa
que esperáis,
pues otra vida más larga.
de la fama gloriosa
acá dejáis.
Aunque esta vida de honor
tampoco no es eternal
ni verdadera,
mas con todo es muy mejor
que la otra temporal
perecedera.

36.- El vivir que es perdurable
non se gana con estados
mundanales,
ni con vida delectable
donde moran los pecados
infernales;
mas los buenos religiosos
gánanlo con oraciones
e con lloros;
los caballeros famosos,
con trabajos e aflictiones
contra moros.

37.- E pues vos, claro varón,
tanta sangre derramaste
de paganos,
esperad el galardón
que en este mundo ganaste
por las manos;
e con esta confianza
e con la fe tan entera
que tenéis,
partid con buena esperanza,
que estotra vida tercera
ganareis.»

/Responde Don Rodrigo/

38.- «Non tengamos tiempo ya
en esta vida mesquina
por tal modo,
que mi voluntad está
conforme con la divina
para todo;
e consiento en mi morir
con voluntad placentera.
clara e pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera
es locura.»

/D. Rodrigo se dirige a Cristo/

39.- «Tú, que, por nuestra maldad,
tomaste forma servil
e bajo nombre;
Tú, que a tu divinidad
juntaste cosa tan vil
como es el hombre ;
Tú, que tan grandes tormentos
sofriste sin resistencia
en tu persona,
non por mis merecimientos,
mas por tu sola clemencia
me perdona.»

/Final/

40.- Así, con tal entender,
todos sentidos humanos
conservados,
cercado de su mujer
y de sus hijos e hermanos
e criados,
dio el alma a quien se la dio
-el Cual la dio en el cielo,
en su gloria-,
que aunque la vida perdió,
dejónos harto consuelo
su memoria.

lunes, 6 de agosto de 2007

El origen del hombre y la Biblia

Con frecuencia la cuestión del origen del hombre plantea innumerables preguntas a la hora de compaginar lo que dice la Biblia sobre la Creación, y lo que se explica en las clases Ciencias Naturales. A pesar de que la solución a estos problemas ha sido clarificada hace ya mucho tiempo por el Magisterio de la Iglesia, que es quien interpreta auténticamente las Sagradas Escrituras, sus enseñanzas no han llegado al gran público, y los alumnos no encuentran respuestas claras de sus padres o profesores.

Son habituales preguntas como las siguientes: “¿Es verdad lo que dice el Génesis?”, “¿De dónde salieron nuestros Primeros Padres?”, “¿Cómo es posible que Caín fuera agricultor y Abel ganadero, si durante mucho tiempo el hombre prehistórico no conoció ni la agricultura ni la ganadería?”…
El fin de estas reflexciones es, principalmente, adquirir una compresión general del estado de los conocimientos científicos sobre el origen del hombre, y de su complementariedad con una filosofía realista.



La ciencia experimental y la filosofía son saberes que se complementan. Son como dos caminos paralelos que no se cruzan, pero que se iluminan mutuamente. A primera vista, parece que los avances de la ciencia, al desvelar los mecanismos de la naturaleza, eliminan la admiración ante ella. Sin embargo, los nuevos hallazgos no suprimen el asombro de los científicos.

Para comprender mejor las causas últimas del orden existente en el universo y la sorprendente singularidad del hombre, es muy útil conocer básicamente el estado actual de las ciencias experimentales sobre estas cuestiones.
“La cuestión sobre los orígenes del mundo y del hombre es objeto de numerosas investigaciones científicas y han enriquecido magníficamente nuestros conocimientos sobre la edad y las dimensiones del cosmos, el devenir de las formas vivientes, la aparición del hombre (…)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n.283).

“El gran interés que despiertan estas investigaciones está fuertemente estimulado por una cuestión de otro orden, y que supera el dominio propio de las ciencias naturales. No se trata sólo de saber cuándo y cómo ha surgido materialmente el cosmos, ni cuándo apareció el hombre, sino más bien de descubrir cuál es el sentido de tal origen: si está gobernado por el azar, un destino ciego, una necesidad anónima, o bien por un Ser transcendente, inteligente y bueno, llamado Dios (…)” (Catecismo de la Iglesia Católica n. 284, cf. también n. 285). Es decir: la búsqueda de las últimas causas —filosofía— nos lleva a querer conocer mejor lo concreto —ciencia experimental—, y viceversa. Ambos saberes se iluminan mútuamente, pero no se pueden mezclar, porque los métodos que utilizan para llegar a sus conclusiones son distintos.

Se trata de ver cómo los datos que se desprenden de la ciencia experimental, en relación con la evolución y el origen del hombre, encajan mejor con una filosofía realista que con otras que han estado en la base de muchas teorías, llamadas científicas, que han intentado llegar a una explicación global de esos datos. Por ejemplo, los datos científicos apoyan la existencia de una parte espiritual en el hombre, la realidad de una naturaleza única y estable que tiende a la sociabilidad humana como algo propio.

Hay algo estable y algo cambiante. Concepciones, por ejemplo, de tipo hegeliano han supuesto, más o menos inconscientemente, el olvido de lo que es estable y la extrapolación de lo cambiante a todos los campos del saber, con la consiguiente desaparición de valores permanentes. El hecho de que en el universo se de una evolución en la materia, no significa que todo lo real sea evolución, sin embargo ésta ha sido la concepción dominante en nuestro siglo, que se va desmoronando a medida que van apareciendo nuevos datos.

Lo que enseña la Iglesia
Los últimos papas han hablado con frecuencia sobre el significado de los primeros capítulos del Génesis, pero el documento fundamental, donde se resuelve la cuestión que nos ocupa —el origen del hombre—, es la Carta Encíclica de Pío XII Humani Géneris (12 de agosto de 1950). En ella hay dos proposiciones fundamentales en los números 29 y 30.

En el número 29 se lee: “(…) El magisterio de la Iglesia no prohibe que —según el estado actual de las ciencias y de la teología— en las investigaciones y disputas, entre los hombres más competentes en ambos campos, sea objeto de estudio la doctrina del evolucionismo, en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva preexistente —pero la fe católica manda defender que las almas son creadas inmediatamente por Dios (…)”.

El número 30 aborda la doctrina cristiana del monogenismo: “(…) los fieles cristianos no pueden abrazar la teoría de que después de Adán hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo protoparente por natural generación, o bien de que Adán significa el conjunto de muchos primeros padres, pues no se ve claro cómo tal sentencia pueda compaginarse con cuanto las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado original, que procede de un pecado en verdad cometido por un sólo Adán individual y moralmente, y que, transmitido a todos los hombres por la generación, es inherente a cada uno de ellos como suyo propio”.

En resumen:

1. En el origen del hombre, el cuerpo humano no tiene que haber sido creado inmediatamente por Dios pero sí su alma —al igual que ocurre en el momento de la concepción de cualquier hombre—.

2. Toda la humanidad procede de un sólo hombre —“protoparente”— que en la Sagrada Escritura se llama Adán, y esta verdad se desprende directamente de la doctrina de la Iglesia sobre el Pecado Original, cometido personalmente por un hombre y heredado por todos sus descendientes.

Salta, pues, a la vista que la Iglesia no interpreta la narración del Génesis en sentido literal, sino que, basándose en el conjunto de la Revelación y en la autoridad dada por Dios al Magisterio, extrae las verdades que Dios nos ha querido dar a conocer a través de la narración del autor sagrado.

En 1909, la “Pontificia Comisión Bíblica”, respondiendo a varias preguntas sobre el carácter histórico de los tres primeros Capítulos del Génesis, distingue entre la forma y el fondo, y dice lo básico que hay de histórico en estos tres primeros capítulos:

a. La Creación de todas las cosas, hechas por Dios en el principio del tiempo.
b. La unidad del género humano.
c. La felicidad original de nuestros primeros Padres en el estado de gracia.
d. La integridad e inmortalidad de su situación originaria.
e. El mandato dado por Dios al hombre.
f. La transgresión del precepto divino por instigación del demonio.
g. La caída de nuestros primeros Padres de aquél estado de inocencia.
h. La promesa del futuro Redentor.

Hay que tener en cuenta que la Biblia no es un libro científico: su finalidad es, exclusivamente, mostrarnos el camino de la salvación; para tal fin usa las imágenes que mejor se pueden entender en cada época. Llegados a este punto, es interesante detenerse a considerar en su conjunto el relato de la Creación, para clarificar el significado perenne que subyace en su primitivo género literario.

El universo en la narración bíblica
El autor sagrado nos narra la Creación de un mundo tal como se concebía en aquella época: de acuerdo con la “ciencia” del momento.
Su concepción se puede resumir del siguiente modo: el universo está formado por una cúpula resistente y firme —firmamento—, apoyado en grandes montañas que se encuentran en los confines de la tierra —los “fundamentos”—. Toda la tierra está rodeada por “las aguas”, el firmamento hace que haya tierra seca, separa las “aguas superiores” de las “aguas inferiores”; éstas últimas afloran a la tierra en los mares y ríos.

El sol, la luna y las estrellas son seres móviles —más perfectos, para su mentalidad, que las plantas que carecen de movimiento—. La lluvia caía cuando se abrían unas compuertas situadas en el firmamento, dando así entrada a las aguas superiores.Esta visión, por supuesto, no era sólo la del Pueblo de Israel, sino la de todas las culturas relacionadas con él: egipcios, babilonios, cananeos, fenicios, etc.

Hoy en día, aunque el avance de la ciencia nos haya dado otra visión del universo, podemos entender, conociendo la mentalidad del escritor, las verdades esenciales que se nos enseñan en el relato del Génesis; narradas en un estilo literario y con una visión del mundo necesarios para que también las comprendieran los hombres de aquellas épocas.

Hay que tener en cuenta que esta forma de interpretación es ya muy antigua pues Padres de la Iglesia como San Agustín ya mencionan una interpretación alegórica de los “días de la creación”, si bien sólo se ha generalizado en los dos últimos siglos. Al fin y al cabo, para la salvación del hombre, es accidental que el firmamento esté constituido por una rígida cúpula o por millones de estrellas y galaxias.
Para ver, pues, qué es lo esencial nos fijaremos primero en las diferencias existentes entre la concepción del Pueblo Elegido, inspirada por Dios, y las de sus pueblos vecinos.

El Génesis y los mitos de los pueblos vecinos

Hay una cuestión que sorprende a los historiadores: la concepción del mundo y de la creación es similar en todos los mitos pertenecientes a las culturas que rodeaban al Pueblo de Israel. Sus relatos tienen muchas coincidencias, en la forma, con el del Génesis; podemos decir que convienen en la “materialidad del relato”, pero se diferencian en las cuestiones religiosas fundamentales. La concepción de Israel es mucho más profunda y original a pesar de ser culturalmente menos avanzado, por ser un pueblo más reciente, gracias a la asistencia que Dios otorgó al “pueblo elegido.
En los otros relatos se habla siempre de un caos preexisistente a todo, donde va formándose el primer dios, del cual derivan los otros dioses o semidioses (el sol, la luna, la tierra, los elementos, las estrellas, etc.), dioses que tienen limitaciones, no son todopoderosos, tienen que luchar para vencer. En cambio en el Antiguo Testamento se nos muestra un Dios que existe antes que todo, un Dios personal, que crea libremente el mundo, un mundo distinto de El y que antes no existía, que no es una emanación suya.

El verbo “crear” —en hebreo “bará”— es utilizado en la Biblia como una acción exclusivamente divina: “sacar algo de la nada”, noción que no existe en las culturas vecinas: A esta noción —creación de la nada—, no había llegado nadie, ni siquiera la sabiduría griega precristiana. Y continúa siendo un misterio incluso para la cultura de nuestros días.

Una vez creado por Dios, el mundo comienza siendo un caos (Gen 1,2), pero el orden no va saliendo del propio caos, como en los mitos vecinos, sino que es el mismo Dios, personal y transcendente, el que lo va ordenando con la fuerza de su palabra. En los relatos míticos va apareciendo un inestable orden, como resultado de las victorias de unos dioses sobre otros. El Dios del pueblo hebreo es Todopoderoso, nada se le puede enfrentar porque todo ha sido hecho por El: no existe ninguna fuerza que se oponga a Dios, o que Dios tenga que vencer. Llegados a este punto, estamos ya en condiciones de abordar el mensaje esencial y permanente que se nos transmite en el relato del Génesis.

Significado de los primeros capítulos del Génesis
Como ya hemos visto, lo primero que se nos enseña es la existencia de un Dios personal y transcendente, por el que han sido creadas todas las cosas distintas de El. Después se van desmantelando, una a una, las ideas de las culturas paganas, que siempre han tendido a divinizar o “sobrenaturalizar” lo que no pueden entender o dominar.

Como dijo el Cardenal Ratzinger: “De manera que la Escritura no pretende contarnos cómo progresivamente se fueron originando las diferentes plantas, ni cómo se formaron el sol, la luna y las estrellas, sino que en último extremo quiere decirnos sólo una cosa: Dios ha creado el Universo. El mundo no es, como creían los hombres de aquel tiempo, un laberinto de fuerzas contrapuestas ni la morada de poderes demoníacos, de los que el hombre debe protegerse. El sol y la luna no son divinidades que lo dominan, ni el cielo, superior a nosotros, está habitado por misteriosas y contrapuestas divinidades, sino que todo esto procede únicamente de una fuerza, de la Razón eterna de Dios que en la palabra se ha transformado en fuerza creadora” (Creación y pecado); es decir, en pocas palabras se desarticula toda creencia en la divinidad de las criaturas y de la creación.

Desde esta perspectiva, repetidamente propuesta por el Magisterio —y que incluso se encuentra en la misma Sagrada Escritura en los distintos libros que la componen, escritos en épocas diferentes—, lo que nos enseña el Génesis es que Dios ha hecho la creación según un plan ordenado, que se va desarrollando a lo largo del tiempo. Este sucederse ordenado de las cosas, previsto y sostenido por Dios, es lo que se llama en Teología “Providencia ordinaria”.

El “primer día” comienza después de la aparición de la luz: “Vio Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas, y llamó a la luz día y a las tinieblas noche. Hubo así tarde y mañana: Día primero”(Gen 1, 4-5). En los sucesivos “días”, o períodos de tiempo, van apareciendo ordenadamente los diversos seres, de menor a mayor perfección. Llama la atención que este orden de aparición concuerda, esencialmente, con lo que sabemos hoy por las observaciones científicas —a diferencia de otros relatos de la época que son en este punto bastante aleatorios—, salvo en el caso de las plantas, que aparecen antes que el sol, la luna y las estrellas(Gen 1, 11-19),lo que se explica, como ya habíamos apuntado, por la idea de que las plantas debían de ser más imperfectas ya que carecían de movimiento.
Esta coincidencia es una muestra de la capacidad de conocimiento sapiencial del autor sagrado, que intuye el orden real de la creación contemplándola, sin necesidad de tener datos científicos, algo que, quizá, el hombre moderno ha perdido la costumbre de hacer.

En el “día” quinto aparecen los seres vivos en el agua, y en el “día” sexto aparecen los animales terrestres y, con una especial solemnidad, el hombre; mostrándose así también como obra de Dios, tales como son, con la diferenciación de sexos y la fecundidad, que eran objeto de adoración en muchos pueblos.

Adán y Eva
Hay que tener en cuenta que en la Biblia se ofrece una visión de conjunto de la historia del Universo y del hombre desde su origen hasta su final, en una perspectiva religiosa y transcendente. Dentro de esta visión de conjunto, la parte histórica de la Biblia que podemos relacionar con la historia de los pueblos, y de la que los autores sagrados tuvieron noticia de una u otra forma, abarca desde la época patriarcal (hacia 1800 a.C.) hasta las primeras comunidades cristianas (finales del s.I d.C.). En la Biblia queda recogida desde el capítulo 11 del libro del Génesis hasta el 3 del Apocalipsis. Lo anterior y lo posterior a estos capítulos, aún conteniendo verdades fundamentales de orden histórico, como la creación y el final del mundo, escapa a la comprobación científica, histórica o arqueológica. Se trata de acontecimientos cuya explicación no puede desvincularse de una actitud religiosa: aceptación de fe o rechazo gratuito.

El hombre es creado por Dios para ser su representante en la tierra, y para llevarla a la perfección mediante su trabajo. Adán y Eva son puestos por Dios en el Paraíso, en una situación de dicha sobrenatural que no se merecen. Dios no crea al hombre para servirse de él, sino para hacerle partícipe de su propia felicidad por pura Gracia. Esto se manifiesta, entre otras cosas, en la posesión de algunos dones no pertenecientes a la naturaleza material, como el de la inmortalidad. Existe aquí una clara diferencia con los relatos míticos. Dos ejemplos: en la “Leyenda de Asciela” —Mesopotamia (Mito de Atraharis)— un dios vencedor forma al hombre con arcilla amasada con sangre de un dios vencido, para que le sirva; y en el poema de Gilgamés es el propio hombre el que intenta conseguir la inmortalidad pero, cuando está a punto de conseguirla, le es robada por “la serpiente”.

Para que el hombre se merezca esos dones Dios le somete a una prueba mediante un mandato, lo cual se nos transmite en el Génesis con la imagen de la prohibición de comer del “árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gen 2,17). Pero el hombre, engañado por el demonio, lo incumple y comete el primer pecado; se nos enseña así el hecho histórico del pecado original. Aquí está el origen del mal en el mundo: el mal no tiene entidad en sí mismo, es una falta de un bien debido; el mal existe, pero no viene de Dios.

El relato de Caín y Abel (Gen. 4,1-15), y los que le siguen, nos quieren mostrar cómo el mal se va extendiendo en el mundo, consecuencia de la herencia del pecado de nuestros primeros Padres; sus descendientes no consiguen dirigirse hacia el bien sin la ayuda de Dios. En este sentido, Caín y Abel son una imagen de todos los descendientes de la primera pareja.

Que Caín sea agricultor —sedentario— y Abel ganadero recoge, según muchos estudiosos, una advertencia al pueblo de Israel, que era nómada —ganadero— hasta que se asentó en la tierra prometida; trata de subrayar la necesidad de no dejarse influir por la superior cultura de los pueblos cananeos, para no caer en su politeísmo. Era éste un peligro constante para el pueblo hebreo, en el que, de hecho, cayó en numerosas ocasiones. Vemos pues que no existe el problema del vacío histórico entre la época en que vivieron Adán y Eva y la aparición de la agricultura y la ganadería en épocas muy posteriores.