miércoles, 31 de octubre de 2012

¿Por qué rezar?

Conferencia pronunciada por el Dr. Higinio Marín, Profesor de Antropología Filosófica en el Colegio Mayor Albalat (Valencia. Octubre 2012-10-28)

 Está es una pregunta para que la responda un hombre de oración, tal vez asistido por un teólogo o ayudado por conocimientos teológicos. (Yo solo puedo responder desde mi modesta experiencia y mi oficio de filósofo. Me temo que ninguno de mis dos patrimonios suponen una gran ayuda. En cualquier caso aquí estoy dispuesto a decir lo que esté en mi mano).

Me parece que la primera razón por la que rezar es para no estar solo. En realidad esa es la primera razón por la que nos dirigimos a los demás; intentamos superar la soledad porque esa situación no nos es adecuada, porque en soledad no somos lo que realmente somos, pues la relación es nuestro modo de ser. Buscamos esposa, amigos, tenemos familia y relaciones profesionales y sociales. Esa red de relaciones compone nuestro lugar en el mundo; un lugar que nos permite orientarnos y hasta saber quiénes somos. Si nos separaran de todo eso quedaríamos muy expuestos y dubitativos sobre nuestra propia realidad.

 “No es bueno que el hombre esté solo”, sabemos que se dijo en el Génesis, y no es bueno, en efecto. Lo sabemos porque amamos la compañía y padecemos la soledad. Estar solos nos hace sufrir, mientras que estar con otros nos produce contento y suponen una respuesta a nuestros interrogantes. Pero esas relaciones no terminan de decírnoslo todo. Queda un resto no saturable por el amor o el cariño y la amistad. Hay un adentro más interior que nosotros mismos y que ni siquiera nosotros alcanzamos a tocar. Podemos quedarnos a solas con nosotros mismos, pero sabemos que algo se nos escapa. Somos un misterio y hay una clase de soledad que no alcanzamos a resolver del todo con los demás. Rezar es reconocer que esa soledad no es la última palabra, que en esa soledad hay escondida una presencia, más íntima para mí que yo mismo y que me revela y me dice quién y qué soy como de ningún otro modo podría llegar a saber.

Rezar es, antes que nada, reconocer que no estamos solos y, por tanto, la primera razón para rezar que se me ocurre es, precisamente, para no estar solos, para salir de esa situación que nos hace sufrir, para saber quiénes somos y habitarnos hasta más adentro de dónde alcanzamos por nosotros mismos. En nuestro ser más íntimo somos compañía y rezar es buscar al Ser capaz de esa compañía más interior a mí que yo mismo, el único capaz de habitar el lugar donde me quedo a solas conmigo mismo. Claro que yo puedo querer estar del todo solo y no tener compañía, quedarme a solas conmigo mismo y que nadie sepa lo que allí guardo o pienso, convertirme en un secreto, en algo escondido y fuera del alcance de los demás. Y en la medida que me hago un secreto compuesto de los secretos que guardo dentro, me voy ocultando a mi mismo que más bien soy un misterio. Los secretos temen el conocimiento; los misterios aman ser conocidos. Nosotros podemos temer ser conocidos, eso es el pecado, lo que nos mueve a escondernos, como hicieron Adán y Eva una vez hubieron pecado. Desde entonces es normal la resistencia a ser conocidos, pero aún así no somos un secreto sino un misterio y anhelamos ser conocidos y darnos a conocer. Rezar es invitar, llamar y no esconderse; reconocer que no estamos solos y que cuando me pongo a solas conmigo mismo estoy, no obstante, acompañado: hay una presencia que tal vez solo presiento, como una sombra o un movimiento que me hace preguntar ¿quién hay ahí? El “ahí” soy yo, pero lo que hay es Él; intuirlo es preguntar, tal vez la primera forma de rezar.

Rezar es, pues, no estar solo, “marchar con Dios” se dice a veces en la Biblia. “Ve con Dios” era una forma de despedirse que se decían las personas mayores cuando yo era niño. La oración es no estar solos nunca, ni siquiera cuando estamos a solas con nosotros mismos. Estar solo es también estar a la intemperie y que el fondo y la naturaleza de nuestra alma no sea la intimidad sino el desamparo. Rezar es, por eso, pedir amparo, querer salir de la soledad, llamar a quien puede sacarme de esa soledad desamparada. Todos somos ‘desamparados’ así que hay que rezar para pedir amparo: llamar desde nuestra soledad, gemir pidiendo compañía y ayuda. Hay que pedir aunque sepamos que si Dios existe y es Dios entonces sabe antes de que le pidamos lo que necesitamos, obviamente. Pero pedir a veces forma parte de la preparación necesaria para recibir, así que no se puede obviar o eludir. Los padres humanos a veces sabemos lo que nuestros hijos necesitan o bien estamos dispuestos a darles algo que nos piden y, sin embargo, nos hacemos de rogar porque pedirlo con insistencia forma parte de la preparación para recibirlo como es debido, no solo con la gratitud debida, sino con la responsabilidad que requiere. Al pedir a Dios descubrimos causas de gratitud en todo: pedimos salud y nos movemos a agradecer la salud poseída y disfrutada; pedimos holguras económicas y apreciamos el malgasto hecho y agradecemos el evitado. Pedir hasta lo poseído nos descubre la realidad entera como un don. Además pedir nos pone en relación con Dios como persona, como una voluntad omnipotente pero que hay que escuchar.

Rezar no es hacer actos mágicos que producen lo que significan. Eso es el poder de Dios (dijo luz y se hizo la luz), y eso son los sacramentos como medios de su poder-gracia para llegar a los hombres. Pero los hombres no somos Dios y no podemos pretender que nuestros gestos o palabras produzcan nuestros deseos. Rezar no es decir fórmulas mágicas sino entrar en dialogo con Otro. Con frecuencia la oración de petición, la que surge de nuestras necesidades, es la que nos mueve con su urgencia a dirigirnos a Dios. Pero seguramente eso no implica que sea la primera forma de la oración. El desamparo es una soledad necesitada, pero antes todavía de la necesidad está la soledad que es ella misma una ‘necesidad’, aunque no sea tan frecuentemente sentida. También cuando somos felices y una alegría verdadera nos arrebata buscamos y ‘necesitamos’ compañía para compartirla y para, en realidad, darle sentido porque una alegría completamente solitaria no lo sería propiamente. Freud sostiene que el ‘sentimiento’ religioso deriva del sentimiento de desamparo infantil y la nostalgia del padre que se refuerza a lo largo de la vida por la omnipotencia del destino.

Freud cree que al señalar esa derivación está desautorizando lo que llama el sentimiento religioso y la religión en realidad. Pero lejos de hacerlo abre una vía para la comprensión de la importancia que la figura del padre y la dependencia filial tienen para la comprensión de Dios: el hombre en su condición filial es imagen de Dios Padre e Hijo. No es el desamparo infantil la ‘causa’ de la religión, sino Dios y su modo de ser la imagen a la que se asemeja el hombre. Rezar es reconocer el desamparo y dirigirse a quien nos puede proteger: buscar al Padre, volver a Él. Decir “Padre nuestro” es el camino de oración que ha hecho posible Cristo, el Hijo, con Quien y desde Quien podemos llamar Padre a su Padre Dios. Decir Padre es no estar solo ni desamparado, y tener además la compañía de aquellos con quienes decimos “Padre nuestro”, los demás, los hermanos en Dios: la Iglesia, el lugar eminente del amparo divino y de su paternidad para los hombres. Rezar es, pues, llamar Padre a Dios, reconocerse niños, desamparados. No hacerlo no es solo quedarse a solas, sino no esperar que pueda venir ayuda. La soledad es al final siempre desesperación, no poder esperar nada más que lo que yo logre.

No confiar en nada que pueda llegar de fuera para salvarnos es no solo desesperar sino aspirar a ser suficiente por sí solo, al menos mientras sea posible. En la soledad preferida hay un aliento frío de suficiencia. Los romanos acusaron de impiedad al general que comandaba su flota y que desoyendo los augurios decidió atacar a los cartagineses y fue derrotado. Cuando regresó fue apresado y juzgado. Conducirse como si los dioses no tuvieran cartas en el asunto y como si su propio poder fuera suficiente es impío; quien vive como si no hubiera nadie sobre su cabeza y sin mirar al cielo se declara solo en el mundo y, con frecuencia, suficiente. Estar pendiente del cielo nos pone en nuestro lugar, con “los pies en la tierra” solemos decir. Recordar la tierra, humus, es tanto como estar en ella y no olvidarlo: humildad. La humildad es lo que tienen quienes miran al cielo expectantes y no olvidan que son tierra, que serán inhumados al final porque son mortales. Todo lo anterior nos pone ante un tercer grupo de razones por las que rezar: para estar en la realidad. Acabamos de ver que rezar nos pone en nuestro sitio, nos pone en humildad y nos deja estar presentes ante nuestra verdadera condición. Rezar es, pues, recordar qué somos y quienes somos, no evadir nuestra realidad o escamotearla sino afrontarla o, mejor, habitarla: estar en presencia de Dios nos pone en presencia de nuestra propia condición, de nuestra auténtica realidad.

Rezar nos pone en nuestro sitio y nos muestra la escala de lo real sin deformaciones. La sinceridad no es lo mismo que la verdad. Podemos ser sinceros y sin embargo no acertar a decir la verdad porque, sencillamente, no la conocemos o la vemos deformada o parcialmente. Estar en la realidad permite que al ser sinceros seamos también veraces, es decir, que digamos la verdad porque acertamos a juzgarla y la conocemos, aunque sea limitadamente. Rezar nos permite conocernos y estar en presencia de nuestra manera de ser en realidad. Con sus fealdades y con sus potencialidades. Nos permite, además, reconocer las deudas y darles vigencia: lo que debemos a otros, lo que debemos pero no podremos restituir y hemos de pedir que nos sea perdonado, lo que nos ha sido dado y hemos de agradecer. Rezar es responder de nuestras deudas y pedir fiadores e intercesores para lograr lo que necesitamos. Al rezar las cosas toman relieve, cobran profundidad y son visibles desde una perspectiva verdadera. No hay otra manera de ‘atenernos sobriamente a la realidad’ que viendo las cosas con un ‘conocimiento completo’, es decir, sin dejar fuera lo sustancial y definitivo.

El que reza no se ausenta de lo que hay en realidad, no se ausenta de la realidad. Rezar nos pone, además en presencia de los otros porque nos deja considerarlos por sí mismos, en sí mismos o, lo que es lo mismo, para Dios. Solo vistos para Dios vemos de verdad a los otros, con su absoluto valor que es lo mismo que con su absoluta dependencia de Dios. Sin Dios los otros se desvanecen y poco a poco van tomando la forma de sombras, de instrumentos para nuestros intereses. Rezar nos deja salir de nuestro punto de vista, cuestionarlo y ponderarlo con otras visiones, incluso con una visión que venga de lo alto. En ese sentido rezar es elevar en punto de vista, ganar horizonte y sumar perspectivas: un conocimiento más completo. Pero toda esa profundidad de campo nueva no es complejidad sino sencillez. No se ven todos los perfiles rompiéndolos como hace el cubismo que los doblega todos a la unidimensionalidad, sino resumiéndolos en lo definitivo. No vemos como viejos experimentados sino como niños. Rezar nos hace niños sin hacernos infantiles: confiados sin estolidez; ingenuos y simples pero verdaderos. Los niños suponen causas morales en todo: saben que en el árbol caído que ha hecho daño no hay un bien que debería haber. Y en efecto, en los arboles que caen, en los vientos que arrastran, en las fieras que matan y en el universo entero que es una amenaza latente hay una maldad antigua como el hombre. Al rezar reconocemos la raigambre de ese mal cruzándonos y nos hace saber que necesitamos ayuda para no formar parte del mal, para no acrecentarlo.

Rezar nos revela pecadores, colaboradores del mal y necesitados de perdón. Pero reconocerse pecador y pedir perdón es simultáneo porque nuestro pecado no es más grande que su poder. Por eso rezar nos aquieta y nos da paz que, dice san Agustín, es la tranquilidad en el orden. Esa tranquilidad es también estancia en el orden, su conocimiento. En cambio no rezar es habitar una realidad superficial, fingida, ‘fugitiva’ en el sentido de que sirve de fuga y olvido. Vivir sin rezar es una suerte de narcosis y embotamiento de nuestra capacidad de realidad. Al rezar la realidad se revela al mismo tiempo como menos absoluta, más dependiente de Dios y menos definitiva pero más ‘relevante’, con relieves más vivos y atractivos. No se trata tanto o solo de conocer la verdad como de conocer de verdad y de ser verdadero. Al rezar nos sobreviene la presencia real, anticipación y reflejo de la presencia real de Dios en la Eucaristía y en la gloria donde todo será revelado y hecho de nuevo.