viernes, 18 de noviembre de 2011

Educar para la interioridad

Francisco Vendrell nos facilita esta interesante reflexión sobre la educación para la interioridad:


Es frecuente que en muchas ocasiones se eduque para la eficacia y se olvide el poner mayor atención a lo más profundo, al alma, al pensamiento. De la inteligencia y los sentimientos ha de salir la fuerza de la voluntad para la acción. Ese mismo planteamiento de búsqueda predominantemente del hacer se manifiesta en la vida cristiana, se piden obras externas olvidando la santidad profunda de la que nacerán y saldrán sin duda todas los frutos, todas las tareas.

Faltan hoy gentes preocupadas por formar integralmente, esto es gente equilibrada y armoniosa. Equilibrados en la unidad de cuerpo y espíritu. Equilibrados en la inteligencia que busca la verdad, en los afectos que gozan de la belleza, en la voluntad que ama el bien. Estos son gentes armoniosas que buscan, poseen y gozan de la verdad por si misma. El buen educador debe ser un buscador de la verdad y un transmisor a sus alumnos de esa búsqueda recta de la verdad. La verdad encontrada y querida como bien por la voluntad. La verdad admirada y sentida como belleza por la afectividad

Hoy vivimos dispersos. La escuela no fomenta la interioridad que produce la armonía personal y como resultado la social. La dispersión está presente no sólo en la escuela, sino en la familia, en la vida cultural, etc. Convivimos con la dispersión, con la exterioridad ruidosa sin sentido, convivimos con un ruido que impide entrar en sí mismo. Contemplamos unas vidas desparramadas que no son simples y que nunca son y serán camino para el conocimiento propio y por lo tanto para nuestro reconocimiento como personas.

Es preciso, es necesario, amar y descubrir la necesidad de recogimiento que trabaje en fortalecer el hombre interior de modo que se robustezca la vida para adentro. San Pablo nos habla de fortalecer ese hombre interior porque el exterior se desmorona a ojos vista; por la edad, por las costumbres contra la naturaleza, por la violencia engendrada en la convivencia egoísta cuando cada cual quiere mantener su territorio que no permite que sea rozado siquiera por otro que no sea él mismo...

Cuando hablamos de cultivo de la interioridad no hablamos de una introspección, de un monólogo interior, que siempre conduce a la complicación. Hablamos de volver a “entrar en sí”. Hay que enseñar a reaccionar como aquel hijo rebelde, pero sincero: “volviéndose en sí se dijo…” El pródigo no afirma al volverse en sí que se gozó de “haberse conocido”, como algunos fatuos que nada pueden enseñar más que su propia inmadurez, sino que reconoció su mal y se arrepintió de él y se puso en camino de obrar con coherencia.

El hombre interior sabe de la verdad. Allá en el fondo de sí encuentra a Aquel que nunca deja al hombre, incluso cuando el hombre le ha negado. El espera siempre allá en lo más hondo. El hombre exterior vive de los sentidos: me gusta o me apetece. Pero no es esa la autentica postura humana ante la vida, ante toda realidad.
La razón profunda de este encuentro del hombre en su interior está en que el hombre fue hecho a imagen de Dios, esa es su realidad y a esa realización ha de inclinarse. Y sólo encuentra en Él su realización. Por eso lo natural que mantiene el hombre en su humanidad, es querer alimentar el hombre interior en el que mora Él.

Dios está dentro de nosotros como nuestro alimento y vida. El hombre debe volverse a sí mismo “para tener vida y vida abundante”. Podría decirse: contémplate, sondéate, examínate. Vuélvete a tu interior y quizá encontraras tu conciencia maltrecha. Debes examinarla y llevarla por caminos de acción de gracias, por lo que eres, y de arrepentimiento por las obras que niegan esa verdad intima del hombre como amigo e hijo de Dios. Hay que arrepentirse como ejercicio diario y arrepentirse de esas negaciones – muy fáciles cuando se vive desparramado y no recogido - que nos apartan de nuestra verdad de ser hechos a imagen de Dios. La imagen esta en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en nuestra afectividad. El hombre busca la verdad, quiere el bien, contempla la belleza.

Por eso no conviene al hombre ocultarse a sí mismo. No ha de salir de sí de espaldas al propio ser. Cada hombre debe tenerse en cuenta. Tenemos que vernos. Vernos como somos. Qué somos. Y qué deseamos ser. Vernos así prepara un camino de felicidad. Debo ponerme delante de mí y verme feo, deforme, sucio, enfermo... No huir de sí. Entrar en nuestro interior. Mirarnos por dentro. En la carrera de la vida hay que encontrarse a si mismo. Y esto es tan importante porque en nuestro interior, en nuestro corazón, está uno solo con Dios. La interioridad no es pues pura evasión de la realidad, ni vacía búsqueda de la soledad.

El hombre tiene un tesoro dentro de sí, a Dios. “Dios está donde se gusta la verdad” dice San Agustín. La verdad es la misma y verdadera aspiración del alma humana. Toda actividad del hombre ha de perseguir la verdad. Ese es el alimento del hombre interior. Ese es el alimento del alma. La verdad cambia al hombre sin disminuirlo en su humanidad, sino desarrollándolo en toda la gran potencialidad de su persona hecha a imagen y semejanza de Dios. El que la come - la verdad - se identifica con ella, dirá bellamente San Agustín.

La verdad está por encima del hombre. Abracémosla y gocemos de ella. Busquemos la verdad de Dios y la nuestra. Busquémosla no sólo con la inteligencia, sino con todas nuestras fuerzas y afectos. Y cuando la alcanzamos, entonces, nos alcanzamos y nos poseemos. El amor arrastra al hombre hacia la verdad, si la verdad se busca no se retira, no se hace esquiva. La verdad es pues la gran pasión del hombre. Así ha de ser. Nada se ama más. Nada ha de amarse más.