martes, 2 de febrero de 2010

La Iglesia Católica y el Nazismo

Luis Alonso Somarriba publica en Arvo.net, (01.01.2010) este interesante artículo:


Desde la década de 1960 se han ido extendiendo una serie de infundadas teorías que pretenden emparentar a la Iglesia católica con el nazismo, acusándola de haber simpatizado en su día con el régimen nazi, o, en el mejor de los casos, de haberlo tolerado como un mal menor y mirar para otro lado cuando aplastaba los derechos humanos. Se ha llegado a decir que el Vaticano se cruzó de brazos y guardó silencio cuando Hitler emprendió el exterminio de los judíos. Las calumnias de este tipo se han dirigido, muy especialmente, contra el Papa Pío XII. Intentaremos en este artículo aclarar la cuestión a la luz de los hechos históricos y de las fuentes.

1. ¿Hitler católico?
La primera gran mentira -o media verdad- es afirmar, sin más, que Adolf Hitler era un católico, nacido en la católica Austria; como si el lugar de nacimiento y el mero hecho de ser bautizado fueran suficiente para vivir el resto de la vida conforme a un credo religioso, por lo demás bastante exigente. Es evidente, a poco que se siga su biografía, que el que habría de convertirse en Führer de Alemania no perseveró lo más mínimo en la fe que recibió de sus mayores.
Hitler fue, desde muy pronto, en la práctica, un ateo que llegó a destilar una ideología profundamente anticristiana, cuyas raíces se encontraban en Nietzsche, Darwin y las fantasías ocultistas. Hitler consideraba el cristianismo como una lacra histórica y un invento de los judíos, despreciando particularmente los valores evangélicos de la igualdad y la compasión. En su Testamento político llegó a escribir:”El cristianismo es una rebelión contra la ley natural, una protesta contra la naturaleza. Llevado a su lógica extrema, el cristianismo significaría la cultura sistemática del desecho humano”. Su odio visceral hacia la Iglesia se manifestó en numerosas medidas, no ahorrando en corrosivos comentarios: “la simple visión de uno de esos abortos en sotana me saca de mis casillas”. En los juicios de Nuremberg se llegó a saber que entre los planes del dictador alemán, para después de su victoria en la guerra, estaba el de aniquilar la Iglesia católica y las demás confesiones cristianas.

2. El ascenso del nazismo. Conflicto entre la Iglesia católica y el III Reich.
Alemania fue el Estado europeo más afectado por la crisis de 1929, alcanzándose pronto la cifra de 6 millones de parados. En estas circunstancias crecieron los extremismos políticos (nazismo y comunismo) y la democracia quedó tocada de muerte. El partido de Adolf Hitler, que en los años veinte había sido un pequeño grupo con escasa representación en el Reichstag, tuvo un ascenso fulgurante en las distintas convocatorias electorales que se sucedieron entre 1930 y 1933.
En todos aquellos llamamientos a las urnas los obispos alemanes advirtieron con claridad a los católicos que las ideas centrales del nacionalsocialismo eran del todo incompatibles con la fe de la Iglesia. La denuncia del episcopado germano se veía reforzada por la condena del antisemitismo que la Santa Sede había realizado en 1928 (1). La consecuencia fue que los nazis no consiguieron ganar en las regiones de mayoría católica como Baviera o Renania. El triunfo de Hitler se alcanzó sobre todo en las zonas de mayoría protestante, es decir en el centro, norte y este de Alemania (Prusia, Hannover, Sajonia, etc.); y esto último no por su condición de protestantes sino más bien por lo avanzado que se encontraba el proceso de descristianización entre su población (2).
En los comicios legislativos de noviembre de 1932, donde ningún partido consiguió la mayoría absoluta, los nazis lograron ser la fuerza más votada. Así las cosas, el anciano mariscal von Hindenburg, presidente del Reich (jefe del Estado alemán), después de infructuosos intentos para formar un Gobierno que excluyera a los nazis, nombraba a Hitler canciller, el 30 de enero de 1933. Poco después se convocaban nuevas elecciones (5 de marzo) y en esta ocasión el Partido Nacionalsocialista conquistaba la ansiada mayoría, dando comienzo la dictadura hitleriana, el III Reich, 1933-45.
El 23 de marzo de 1933, Hitler prometió públicamente que no atentaría contra los derechos de los cristianos (protestantes y católicos) y que procuraría relaciones amistosas con la Santa Sede. Como gesto de buena voluntad la Iglesia tomó algunas medidas, como levantar la excomunión que pesaba sobre Hitler, si bien se mantuvo en todo momento la condena sobre la doctrina nazi. En este ambiente comenzaron las negociaciones que desembocaron en el Concordato firmado en julio de 1933.
Contrariamente a lo que se ha dicho en algunas ocasiones, la Iglesia no firmó el Concordato con ánimo de respaldar a la Alemania de Hitler. Dada la naturaleza del nuevo régimen, con la consiguiente situación de peligro para los católicos alemanes, la intención del Vaticano fue ante todo salvaguardar los derechos de sus fieles a través de una base jurídica lo más sólida posible. En el texto del Concordato, principalmente, el Reich se comprometía a respetar el libre y público ejercicio de la religión católica y la independencia de la Iglesia en sus asuntos propios. Así mismo, el Estado alemán reconocía el derecho a una enseñanza católica. Prueba de la corrección de este documento es que, después de la II Guerra Mundial, fue aceptado por la República Federal de Alemania.
Por su entraña ideológica el nazismo tenía que entrar en conflicto con el cristianismo. El primer choque se produjo con motivo de la promulgación, en 1933, de la ley de esterilización -aplicada contra ciegos, sordos, esquizofrénicos, etc.-, lo que provocó varias protestas entre las que destacó la del arzobispo de Münster, monseñor von Galen. Fue también von Galen quien más se enfrentó, a través de sus escritos, con Alfred Rosenberg, principal ideólogo del Partido Nazi, autor del Mito del siglo XX, obra que fue incluida en el Index (Índice de libros prohibidos de la Iglesia). Cuando poco después comenzó la persecución contra los judíos, los prelados católicos -von Galen, el cardenal Faulhaber, de Munich, y von Preysing, arzobispo de Berlín- salieron en su defensa. Además, Hitler incumplió sistemáticamente el Concordato. Entre 1933 y 1936, el Vaticano dirigió más de 30 notas oficiales a Berlín denunciando los abusos de la ideología nacionalsocialista.
En 1937, el Papa Pío XI publicaba la encíclica Mit brennender Sorge (Con viva preocupación), que suponía una solemne y radical condena del nacionalsocialismo. Entre otras cuestiones, en aquel documento el Papa declaraba, en clara alusión al régimen nazi, que obraba en contra de la fe católica “quien, siguiendo una pretendida concepción precristiana del antiguo germanismo, pone en lugar del Dios personal el hado sombrío e impersonal”. Igualmente, el Pontífice proclamaba que quien “tome la raza o el pueblo o el Estado (…) o los representantes del poder (...) y los divinice con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios”. La encíclica, impresa y distribuida secretamente en Alemania, fue leída el domingo 21 de marzo de 1937 en los 11.500 templos católicos del Reich alemán, provocando la airada protesta del régimen. Mit brennender Sorge fue muy aplaudida dentro y fuera de Alemania por católicos y protestantes, y en general por casi todos los que, oponiéndose a Hitler, valoraban la valiente denuncia que el documento hacía del racismo y del totalitarismo nazi.
Cuando en mayo de 1938 el Führer visitó Roma, el Papa abandonó la ciudad y ordenó el cierre de los museos vaticanos. En 1939 moría Pío XI y le sucedía su Secretario de Estado, Eugenio Pacelli, con el nombre de Pío XII (1939-1958). Pacelli, que había atacado la ideología nacionalsocialista en numerosos discursos públicos durante su etapa de nuncio en Alemania (1917-1929), había llegado a describir a Hitler, en 1935, como “un falso profeta seguidor de Lucifer” (3). Asimismo, Pacelli, que como cardenal colaboró en la redacción de la Mit brennender Sorge, ahora, convertido en Papa publicaba otra encíclica, Summi Pontificatus (1939), en la que nuevamente se condenaba el nazismo.
El 1 de septiembre de 1939 estalla la II Guerra Mundial. La Iglesia habría de conocer en aquellos años de contienda la culminación del durísimo período de sufrimientos comenzados en 1933. A lo largo del III Reich la inmensa mayoría de las publicaciones católicas fueron suprimidas -de 453, en 1943 sólo quedaban siete-, se cerraron las escuelas católicas y numerosos edificios religiosos, como seminarios, conventos o monasterios, fueron confiscados (4).
Entre 1933 y 1945, más de ocho mil sacerdotes alemanes tuvieron conflictos con el régimen nazi por distintas causas: pertenencia a asociaciones católicas prohibidas, prestación de ayuda a judíos, críticas al régimen desde los púlpitos, etc. “Pasó del 35% el número de clérigos seculares de Alemania que se vieron afectados por medidas de inmediata ejecución de la Gestapo. Y sumando a Alemania los países europeos ocupados, un total de cuatro mil sacerdotes y religiosos entregaron la vida, de los cuales más de cuatrocientas personas eran monjas” (5). En el campo de concentración de Dachau -¡auténtico cementerio de curas!- fueron recluidos al menos 3000 miembros del clero católico, de ellos la mayor parte procedían de Polonia (6), la nación donde la Iglesia sufrió más la persecución.
De los numerosos mártires de aquella época podemos destacar algunos ejemplos: Edith Stein (beatificada en 1987 y canonizada en 1998), religiosa carmelita de origen judío muerta en las cámaras de gas de Auschwitz, (1942); Maximiliano Kolbe (beatificado en 1971 y canonizado en 1982), franciscano polaco que murió en Auschwitz (1941) al cambiar su vida por la de un padre de familia; Bernhard Lichtenberg (beatificado en 1996), sacerdote en Berlín, se hizo famoso a causa de sus oraciones en público por los judíos, protestó contra el asesinato de discapacitados (campaña de eutanasia), fue enviado al campo de concentración de Berlín-Wuhlheide y posteriormente trasladado a Dachau, muriendo de camino en un vagón de ganado; Rupert Mayer (beatificado en 1987), jesuita alemán, fue uno de los primeros en advertir el anticristianismo del movimiento hitleriano ya en 1923, perseguido por la Gestapo, sufrió el internamiento en el campo de concentración de Sachsenhausen; o Kart Leisner (beatificado en 1996), seminarista alemán -los nazis detuvieron a muchos seminaristas-, enviado al campo de concentración de Dachau (1940) donde, clandestinamente, fue ordenado sacerdote de manos de un obispo francés también prisionero, y donde celebró su única misa.

3. La Iglesia ante el Holocausto judío.
Sería tremendamente injusto olvidar los heroicos esfuerzos que la Iglesia realizó durante los años de la II Guerra Mundial a favor del pueblo judío, librando a miles de vidas de una muerte, a menudo ejecutada con despiadada crueldad.
En su mensaje radiofónico navideño de 1942, Pío XII, con la voz quebrada por la emoción, deploraba la situación de “centenares de miles de personas, que, sin culpa alguna, a veces sólo por razones de nacionalidad o raza, están destinadas a la muerte o a un progresivo deterioro”. Fue el mismo Pío XII quien por entonces impartió ordenes para que se diera refugio y alimento a los hebreos en parroquias, conventos y monasterios, empezando por el Vaticano y la residencia veraniega de Castelgandolfo. Según el historiador judío Joseph Lichten, en septiembre de 1943, el Pontífice llegó a ofrecer bienes del Vaticano como rescate de hebreos apresados por los nazis. No es extraño por tanto que los judíos en Italia consiguieran una tasa de supervivencia mucho más elevada que en otros países ocupados por los ejércitos alemanes.
Fuera de Italia la Iglesia trabajó para salvar al pueblo de Israel a través de sus representaciones diplomáticas -las nunciaturas- y con numerosas iniciativas que partían de diferentes obispos, sacerdotes, religiosos y laicos. Esta tarea de rescate fue menos difícil en los países aliados de Alemania.
En Hungría, la Santa Sede presionó todo lo que pudo al regente, el almirante Horty, para que suspendiese la deportación de hebreos que le requería Hitler.
En la Francia de Vichy (régimen colaboracionista con Alemania) destacó el ejemplo del arzobispo de Toulouse, Jules Gérard Saliège, quien asistió a los hebreos internados en los campos del sudoeste galo y llegó a formar, con la ayuda de un judío de la Resistencia, una red judía clandestina para dar refugio a niños. A Monseñor Saliège se debe una valiente carta pastoral, publicada y leída en todas las parroquias, el 23 de agosto de 1942, poco antes de que se produjese una importante redada de judíos en esa ciudad. En el documento se decía: “Estaba reservado a nuestro tiempo contemplar el triste espectáculo de niños, mujeres, hombres, padres y madres tratados como un vil rebaño, de miembros de una misma familia separados y embarcados hacia un destino desconocido. (…) Los extranjeros son hombres, son mujeres. No está permitido todo contra ellos, (…); son tan hermanos nuestros como los demás. Un cristiano no puede olvidarlo”. El texto tuvo una enorme divulgación en toda Francia y ayudó a concienciar a muchos franceses hasta entonces apáticos frente a la persecución de la que eran víctimas los judíos. En la misma línea de Mons. Saliège, el obispo de Montauban, Mons. Théas, publicó otra carta en la que se leía: “Proclamo que todos los hombres, arios o no, son hermanos, (…). Y que las actuales medidas antisemitas son un desprecio de la dignidad humana, una violación de los derechos más sagrados de la persona y de la familia”. Asimismo, fue memorable el ejemplo del obispo de Niza, Mons. Rémond, que instaló en su residencia episcopal una red clandestina para salvar niños.
Son varios los historiadores serios que estiman en cientos de miles los judíos salvados en la Europa ocupada gracias a la Iglesia católica, entre ellos el hebreo Pinchas Lapide quien, en su libro Roma y los judíos, calcula el número entre 700.000 y 860.000 (7).
Pese a todo, desde hace tiempo se viene divulgando la idea de que el Vaticano fue, cuando menos, tibio en su denuncia del Holocausto. Al respecto, es preciso aclarar que Pío XII meditó mucho sobre la posibilidad de publicar una declaración donde abiertamente se denunciara la tragedia que estaba viviendo el pueblo de Israel. Si, finalmente, el Papa descartó esta opción lo hizo en buena medida aleccionado por la experiencia: Hitler no acostumbraba a responder positivamente a las denuncias. En Holanda (1942), cuando los obispos católicos alzaron con fuerza su voz condenando las deportaciones de judíos, el mando alemán respondió redoblando las redadas -al terminar la guerra la comunidad judía holandesa resultó ser de las más castigadas- y enviando a los campos de concentración a los católicos de origen hebreo. Pío XII comprendió que una solemne denuncia podía acarrear represalias contra los católicos, provocar nuevas crueldades contra los judíos y comprometer los esfuerzos que se estaban llevando a cabo para salvar el mayor número posible de vidas. En consecuencia, el Papa eligió una estrategia más discreta pero mucho más eficaz, que fue totalmente apoyada por las organizaciones humanitarias judías. A las mismas conclusiones llegaron la Cruz Roja o los gobiernos de Gran Bretaña y EEUU, renunciando a declaraciones que provocaran males mayores.
Al término de la guerra, finalizado el Holocausto, fueron numerosos e importantes los gestos y palabras de gratitud a la Iglesia católica por su ayuda al pueblo de Israel. Así, en 1945, Pío XII recibió el agradecimiento público del gran rabino de Jerusalén, Isaac Herzog, quien bendijo al Papa “por sus esfuerzos para salvar vidas judías durante la ocupación nazi de Italia”, y del Congreso Judío Mundial, cuyo secretario general, Kubowitzki, visitó el Vaticano. Por su parte, el gran rabino de Roma, Israel Zolli, movido por la actitud del Pontífice durante la guerra, se convirtió al catolicismo, tomando como nuevo nombre en el Bautismo el de Eugenio en honor a Pío XII (Eugenio Pacelli). Además, a la muerte del Papa (1958), Golda Meir, ministra de Exteriores de Israel, manifestó públicamente su sentido pesar por aquella pérdida y envió un elocuente mensaje: “Cuando el terrible martirio se abatió sobre nuestro pueblo, la voz del Papa se elevó en favor de las víctimas”. Otro judío mundialmente conocido, Albert Einstein, impresionado por la labor de la Iglesia católica en Alemania -Einstein era alemán- escribió en The Tablet de Londres: “Sólo la Iglesia se pronunció claramente contra la campaña hitleriana que suprimía la libertad. Hasta entonces, la Iglesia nunca había llamado mi atención, pero hoy expreso mi admiración y mi profundo aprecio por esta Iglesia que, sola, tuvo el valor de luchar por las libertades morales y espirituales”.

4. El origen de una leyenda negra.
Sin embargo, este ambiente de reconocimiento generalizado cambió en los años 60, divulgándose desde entonces y hasta hoy una auténtica leyenda negra sobre las relaciones de la Iglesia con el nazismo.
Recientemente, un antiguo espía de la KGB, Mihai Pacepa, ha desvelado en la revista National Review Online que él participó en una campaña, aprobada por el dirigente soviético Nikita Kruschev, en 1960, para destruir la autoridad moral del Vaticano. Según su testimonio, el principal objetivo de aquel complot era presentar a Pío XII, ante la opinión pública, como un antisemita simpatizante de Hitler. Pacepa asegura que la KGB promovió una obra de teatro, El Vicario, en la que se vinculaba al Pontífice con el Führer.
Sea o no verdad lo publicado por el mencionado ex agente comunista, lo cierto es que en 1963 se estrenó en Alemania El Vicario, de Rolf Hochhuth, obra en la que se retrata al Papa Pacelli como un hombre frío que no adoptó medidas ni expresó una clara posición contra el Holocausto. Un año más tarde la obra de Hochhuth fue llevada a los escenarios de Nueva York y posteriormente traducida a veinte idiomas, pasándose a convertir con el tiempo en la referencia obligada para un alubión de artículos y libros en los que se ha ido desarrollando y engordando -en ocasiones hasta extremos ridículos- la mencionada leyenda negra en torno a las relaciones de la Iglesia y el Papa con el nacionalsocialismo. Uno de los últimos y destacados capítulos de este culebrón -que periódicamente es actualizado por diferentes medios- fue la versión cinematográfica de El Vicario, dirigida por Costa Gavras, en el 2002, con el título de Amén.

*Luis Alonso Somarriba, licenciado en Filosofía y Letras (Historia),
profesor de Historia del IES. Murieras (Cantabria).
Santander, abril del 2009.

NOTAS:
(1) El 25 de marzo de 1928, el Vaticano, a través del Santo Oficio, condenaba el antisemitismo:”la Sede Apostólica condena de la manera más decidida el odio contra el pueblo, un tiempo elegido por Dios, un odio que hoy se acostumbra a llamar con el nombre de antisemitismo”, AAS XX/1928, pp. 103-104.
(2) En 1937 los católicos representaban aproximadamente 1/3 de la población alemana.
(3) Carta enviada al cardenal Carl Joseph Sculte.
(4) GRAF HUYN, Hans, Seréis como dioses. Vicios del pensamiento político y cultural del hombre de hoy. EIUNSA, Barcelona, 1991, p. 204.
(5) Ibid., pp. 204, 205.
(6) En parte, estos y otros datos fueron revelados por Pío XII en su discurso al Colegio Cardenalicio con motivo de la fiesta de San Eugenio, el 2 de junio de 1945.
(7) Citado en GRAF HUYN, Hans, op. cit., pág. 205.

BIBLIOGRAFÍA.
- BLET, Pierre: Pío XII y la Segunda Guerra Mundial en los Archivos vaticanos. Ed. San Pablo, 1999.
- GASPARI, Antonio: Los judíos, Pío XII y la leyenda negra. Ed. Planeta, 1999.
- TREVOR-ROPER, Hugh: Las conversaciones privadas de Hitler, 1941-1944. Ed. Crítica, Barcelona, 2004.

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