Por Josef
Pieper
Nuestra
alérgica sensibilidad a las grandes palabras nos impide quizá hablar de la
fiesta como de un «día de júbilo». Sin embargo, apenas estaríamos en
desacuerdo con quien, exagerando un poco, dijera de la fiesta que es una «cosa
alegre». Es un día en el que los hombres se alegran. Aun quien tenga por una
«habilidad» encontrar tales hombres, quiere tan sólo decir que se ha hecho
difícil y raro participar festivamente en la fiesta. Indiscutible permanece que
el día festivo es un día de alegría. Un griego de la primitiva cristiandad ha
dicho incluso: «Fiesta es alegría y nada más».
Pero la
alegría es, por naturaleza, algo subordinado, algo secundario. Nadie puede
alegrarse «absolutamente» por razón de la alegría. En verdad que es absurdo
preguntar a un hombre por qué quiere alegrarse; y, sin embargo, la exigencia de
alegría no es otra cosa que el deseo de que debería haber motivo y ocasión
para alegrarse. Tal motivo, si lo hay, es anterior a la alegría y distinto de
ella. El motivo es lo primero, la alegría es lo segundo.
El motivo
de la alegría es siempre el mismo, aunque presente mil formas concretas: uno
posee o recibe lo que ama; y da lo mismo que ese poseer o ese recibir sean
realmente actuales o una simple esperanza o un recuerdo. La alegría es una
manifestación del amor. Quien no ama a nada ni a nadie no puede alegrarse, por
muy desesperadamente que vaya tras ello. La alegría es la respuesta de un
amante a quien ha caído en suerte aquello que ama.
Si es
cierto que no puede pensarse una auténtica fiesta sin alegría, no lo es menos
que debe haber antes un motivo para alegrarse, digamos, un «festivo por qué».
Más exactamente: no basta que haya un motivo objetivo, sino que es preciso que
el hombre lo considere y reconozca como tal; debe sentirlo incluso como algo
que le ha caído en suerte, por el hecho de amar. De manera extraña se ha
atribuido alguna vez a la fiesta una objetividad inapropiada, como si pudiera
tener lugar «incluso sin asistentes». «También hay Pascua donde nadie la
celebra». Me parece que esto son imaginaciones, toda vez que se habla de la
fiesta como de una realidad humana.
La
estructura interna de una auténtica fiesta se encuentra del modo más conciso y
claro en la incomparable sentencia de San Juan Crisóstomo: Ubi caritas
gaudet, ibi est festivitas, donde se alegra el amor, allí hay fiesta.
Pero ¿qué
motivo ha de ser el que haga posible la alegría festiva e incluso la fiesta
misma? «Plantad en el centro de una plaza desnuda un poste coronado de flores,
convocad al pueblo... y tendréis una fiesta.» Debería pensarse que cualquiera
ve que esto es bastante poco. Sin embargo, en modo alguno me he inventado yo
la frase para ponerla de ejemplo de una ingenua simplificación; antes bien,
procede de Jean Jacques Rousseau. Es casi una simplificación tan desconsoladora
como ésta pensar que simples «ideas» pueden ser el motivo de auténticas
fiestas. Para ello es preciso algo más y distinto: quien las celebra, y sólo
él, debe participar en un acontecimiento real. Por eso no es de extrañar que,
por ejemplo, el intento racionalista de celebrar la Pascua como la fiesta de la
«inmortalidad» hubo de caer en el vacío, sin hablar de proyectos tan
fantásticos como los de Augusto Comte, que en un calendario elaborado por él
preveía las fiestas de la «humanidad», de la «paternidad» e incluso de la
«intimidad del hogar». Ni siquiera la idea de libertad sería capaz de mover a
los hombres a poner las luminarias de una fiesta, pero sí, en cambio, el hecho
de una liberación, en el supuesto de que ese acontecimiento, aun lejano en el
tiempo, posea todavía, en el día de la fiesta, una presencia efectiva. No toda
conmemoración es una fiesta. Lo pasado, en sentido estricto, no puede
conmemorarse festivamente a no ser que la vida de la comunidad celebrante
reciba de ello brillo y realce, no en virtud de una mera reflexión histórica,
sino por ser una realidad históricamente activa. Si no se entiende la
Encarnación de Dios como un acontecimiento que afecta de manera inmediata a la
actual existencia de los hombres, es imposible y aun absurdo celebrar
festivamente la Navidad.
Josef
Andreas Jungmann ha formulado hace poco la idea de que la fiesta, como
institución, presenta un carácter derivado, mientras que la «forma originaria»
de la fiesta se encuentra allí donde se celebre un acontecimiento concreto,
como nacimiento, boda o vuelta al hogar. Si con ello quiere decirse que el
acontecimiento concreto es el motivo «propio» e incluso «último» al que puede
llegar una interpretación teórica de la fiesta, no me parece esto del todo convincente.
Es posible, e incluso necesario, seguir preguntándose, por ejemplo: ¿Por qué es
un acontecimiento concreto el motivo de una fiesta y de una celebración? ¿Puede
celebrarse festivamente el nacimiento de un niño si se está de acuerdo con la
frase: «Es absurdo haber nacido...» (con lo que se cita obviamente a Jean-Paul
Sartre)? Quien esté
seriamente convencido de que «nuestra existencia es algo que mejor sería que no
fuese» y de que, en consecuencia, no vale la pena vivir, ése ni puede
«celebrar» el nacimiento de un niño ni menos un cumpleaños, sea el quince o
el setenta, sea el propio o el ajeno. Ni un solo «acontecimiento concreto»
puede dar motivo a una fiesta, a no ser... A no ser, ¿qué?
Debería
poder mencionarse ahora el motivo de todos los motivos por los que se celebran
acontecimientos como nacimiento, boda o vuelta al hogar con la sensación de
ser la parte de algo amado que le cae a uno en suerte, y sin lo que no hay
alegría ni fiesta. De nuevo es Nietzsche quien ha formulado la intuición decisiva,
alumbrada con dolor, al parecer, como resultado de fructíferas experiencias
interiores, en las que era igualmente habitual la desesperación de no poder
encontrar «alegría en nada», como «el decir sin límites: sí y amén». La
formulación se encuentra en los apuntes póstumos; dice así: «Para tener alegría
por algo, se debe aprobar todo».
A toda
alegría festiva excitada por algo concreto antecede necesariamente un
asentimiento universal, que se extiende al mundo en su conjunto, tanto a la
realidad de las cosas como a la existencia humana. Naturalmente, esa
aprobación no debe acontecer en una conciencia refleja; ni siquiera requiere
ser formulada. Sin embargo, continúa siendo el soporte único de la fiesta, sea
lo que sea lo que in concreto se celebre. Y cuanto más profunda sea la
radicalidad de la negación y más insuficientes sean, en consecuencia, los
argumentos penúltimos, más necesario será formular con palabras ese último
fundamento. Me refiero a la convicción de que el «festivo por qué», fundamento
en última instancia de toda fiesta, concisamente expresado, es el siguiente: todo
lo que existe es bueno, y es bueno que exista. El hombre no puede hacer
suya la suerte del amado si para él no son algo bueno—y, por tanto, «amado»—el
mundo y la existencia.
Además,
desde la otra orilla nos llega una especie de confirmación de todo esto. Allí
donde encontremos, de corazón, que es «bueno», maravilloso, espléndido,
arrebatador algo concreto, como un sorbo de agua fresca, el funcionamiento
preciso de una herramienta, los colores de un paisaje, el encanto de una
caricia, la alabanza que va más allá de las palabras, allí hay un hálito de
ese asentimiento del mundo entero. De manera que es igualmente cierta la
inversión—hecha por el mismo autor—de la frase antes citada: «Caso de aprobar
un único momento, hemos dicho "sí" no sólo a nosotros mismos, sino a
toda la existencia».
¿Es preciso
señalar qué poco tiene que ver con este asentimiento un optimismo superficial o
incluso la cómoda aprobación de los hechos? No hay que concebirlo como si
hiciera caso omiso de todo lo terrible del mundo; antes bien, habría de
decirse que su profundidad se manifiesta precisamente en la confrontación con
la perversión histórica. Ese asentimiento es de tal naturaleza que incluso
debería atribuirse a los mártires, en su último silencio ante el golpe asesino
de la violencia. Al interpretar teológicamente el Apocalipsis, se ha dicho: no
haber salido de su boca palabra alguna contra la creación divina es lo que
diferencia al mártir cristiano. A pesar de todo, encuentra «muy bien» todo lo
que existe; a pesar de todo, continúa siendo capaz de alegrarse e incluso, en
la medida de lo que puede, de celebrar fiesta. Por el contrario, quien siempre,
aunque le vaya bien, rehusa aceptar la realidad como un todo, es incapaz de
ambas cosas. Cuanto más dinero tenga y, sobre todo, cuanto de más tiempo libre
disponga, más angustiosamente se pondrá esto de manifiesto.
Eso vale en
la misma medida para quien rehusa la aprobación de su propia existencia, en
aquella situación sublime y difícil de entender, la «desesperación de la
debilidad», de la que ha hablado Sören Kierkegaard, y que en la vieja ascética
se llama acedía, «pereza del corazón». Se alude con ello a esa no
cooperación, que afecta al manantial de la existencia, y que impide al hombre
que, «angustiado, quiere dejar de existir», habitar consigo mismo y arrojado
así de su propia casa, se refugia en el ruido ensordecedor del «trabajar y nada
más que trabajar», en el pretencioso ajetreo de la palabrería sofista, en la
continua «diversión» mediante estímulos vacíos; en una palabra, se refugia en
la tierra de nadie, que quizá está muy confortablemente instalada, pero que no
deja sitio para el sosiego de un quehacer con sentido, para la contemplación
y, con ese motivo, para la fiesta.
La fiesta
vive de la afirmación. Incluso el funeral, el Día de Difuntos y el Viernes
Santo no podrían tener el carácter de fiesta si no existiera la certeza de que
el mundo y la existencia, considerados en su totalidad, están en orden. Si no
hubiera «consuelo», las exequias serían un absurdo. El consuelo es, sin
embargo, una forma de alegría, si bien la más callada. Como también es en el
fondo una experiencia alegre la catarsis, la purificación del alma en
la realización compartida de la tragedia (aunque el emplazamiento propio de lo
trágico no es la tragedia como literatura, sino la realidad histórica del
hombre). Sólo se da «consuelo» en el supuesto de que se acepte y también se
afirme, a pesar de todo, el dolor, la pena, la muerte.
Este es el
momento de corregir la comparación que a veces se establece entre «festivo» y
«alegre». Es un hecho altamente significativo el que la leyenda griega
retrotraiga el origen de todas las funciones festivas a un rito funerario. De
las fiestas de la antigüedad romana se ha dicho siempre que no deben ser
entendidas como simples «días de alegría». Naturalmente, no han de excluirse de
la fiesta, llevada a su más libre plenitud, la gracia, la despreocupada
hilaridad, la risa y el regocijo, como tampoco la broma o la verbena. Pero la
fiesta es fiesta si el hombre reafirma la bondad del ser mediante la respuesta
de la alegría. ¿No se nos muestra acaso esta bondad nunca tan claramente y con
tal conmovedora vehemencia como en la súbita conmoción producida por la pérdida
y la muerte? Esto es precisamente lo que Holderlin da a entender en su famoso
dístico a la Antígona de Sófocles: «Muchos intentan en vano decir
alegremente lo más alegre / Aquí se me manifiesta al fin, aquí, en la
tristeza.»
Así no es
de extrañar que ambas—la afirmación de la existencia y su negación—sean
difícilmente reconocibles no solamente por el observador ajeno, sino también
para la propia conciencia. Al mártir apenas le parecerá que afirma el mundo, a
pesar de todo; tampoco se contempla a sus ojos como un mártir, sino como
acusado, encarcelado, ridículo, estrafalario y, sobre todo, enmudecido. Incluso
la negación puede ser irreconocible. Por ejemplo, puede ser dominada por el
placer, en sí altamente simpático y puramente vital, de danzar, cantar, beber;
placer al que no ha llegado la noticia de un sí rehusado. Pero esta negativa se
puede ocultar ante todo tras la fachada más o menos forzada de una seguridad
en la vida; la risa radiante de Sísifo, que «niega los dioses y mueve la
piedra», es engañosa, incluso en el sentido de que logra posiblemente el engaño
y quizá, lo que es mucho más difícil, el autoengaño.
Estrictamente
es muy poco, por lo demás, considerar la afirmación del mundo como una simple
condición y presupuesto de la fiesta. En realidad, es mucho más: es la
sustancia misma de la fiesta. En su núcleo esencial no es otra cosa que la
vivencia de esa afirmación!
Celebrar
una fiesta significa celebrar por un motivo especial y de un modo no cotidiano
la afirmación del mundo hecha ya una vez y repetida todos los días.
Así hablan
igualmente los hallazgos obtenidos por la Historia de la cultura y de las
religiones en la investigación de las grandes fiestas paradigmáticas de las
viejas culturas o de los pueblos primitivos. Porque aquella afirmación, en la
medida en que se produce, es «válida» sin cesar, y continuamente es de esperar
que en razón de ella puedan darse miles de motivos legítimos para celebrar una
fiesta: desde la llegada de la primavera hasta la del primer diente, cantada
por Mathias Claudius.
Así, tiene
su razón de ser hablar de una fiesta, al menos latentemente, incesante. De
hecho, la liturgia de la Iglesia no conoce sino festividades; lo que parece
haber llevado por extraños vericuetos lingüísticos a que incluso la palabra feria—originariamente,
tanto como «fiesta»—designa precisamente el día corriente, la festividad
celebrada cualquier día de la semana. Y un filósofo y teólogo tan notable como
Orígenes opinaba que la introducción de determinadas festividades se debió a
los «catecúmenos» y «principiantes», que no eran «todavía» capaces de celebrar
la «fiesta eterna». Pero éste es un tema sobre el que todavía es muy pronto
discutir al nivel actual de nuestra investigación.
Ante todo
debe formularse expresamente una consecuencia a la que lleva todo lo dicho
hasta ahora. Como he experimentado muchas veces, suele recibirse tal
consecuencia con espontánea desazón y con el susceptible recelo de haber sido
objeto de un asalto de forma poco correcta. Sin embargo, como creo, no hay
posibilidad legítima alguna de evitarla, pues es avasalladora, tanto lógica
como existencialmente.
La consecuencia tiene varios planos. Primero:
no puede darse una afirmación del mundo en su conjunto más radical que la
glorificación de Dios, que la alabanza del creador de ese mismo mundo; no
puede pensarse una aprobación del ser más intensiva, más incondicional. Si el
núcleo de la fiesta consiste en que los hombres viven corporalmente su
compenetración con todo lo que existe, entonces—segundo plano—es el acto
del culto, la fiesta litúrgica, la forma más festiva de la fiesta. La otra cara
de la moneda es—tercero—que no puede darse en el mundo aniquilación más
letal y desesperanzada que la negación de la alabanza cultual; ese «no»
extingue incluso la chispa con la que aún podría inflamarse la llama extinguida
de la fiesta.
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