El
objetivo de esta lección es presentar el modo en el que la literatura y el cine
del s. XX y de este arranque del s. XXI han tratado el tema del mal moral y del
pecado. La reflexión de los grandes escritores y cineastas, el modo que tienen
de plantear el bloqueo que produce el mal en las historias, y la manera
narrativa de intentar encontrar una salida, ofrecen una luz significativa para
entender cuál es el problema de las conciencias de hoy, qué dudas y preguntas
plantean, y qué tipo de respuestas pueden necesitar.
1.
Si repasamos la literatura y el cine de este período, comprobamos que el
problema del pecado se encuentra sorprendentemente presente, teniendo en cuenta
los presupuestos modernos que parecen haberse impuesto en la cultura actual. El
rechazo de la noción de pecado, entendida como algo que degrada al hombre y lo
vuelve dependiente de una Redención que viene de fuera, de un Dios que resulta
alienante para el ser humano, ha tenido como efecto no buscado una reaparición
de este tema cristiano, pero presentado de una manera deformada y empobrecida:
como sentimiento de culpa.
2.
A la hora de presentar este sentimiento de culpa, la literatura y el cine
recurren a unas imágenes y símbolos que no obedecen, al menos en bastantes
casos, a un simple recurso narrativo, sino que traslucen una experiencia
profunda, aunque tal vez inconsciente. Y si uno presta atención, encuentra que
estos símbolos encarnan unos significados concretos, representan la condensación
de un largo vivir (más que de un largo pensar): constituyen la expresión
imaginativa de un conjunto de experiencias aún no del todo razonadas. No hay
que olvidar que los símbolos se mueven en el campo de la espontaneidad
prerreflexiva, pero no por eso carecen de sentido; es más, constituyen un buen
fundamento para toda reflexión posterior. De ahí que los símbolos puedan
generar en el público una mentalidad y unas actitudes ante la vida.
3.
En los relatos contemporáneos, el sentimiento de culpa aparece casi siempre
bajo el símbolo de la mancha; es decir, es presentado bajo una forma arcaica.
Esta manera de experimentar la culpa, muy extendida en una cultura de raíces
puritanas (tan aficionada a los detergentes), trae consigo inquietantes
consecuencias. Para ilustrar esta afirmación, podemos recurrir a una película
con un título significativo: Sin perdón,
de Clint Eastwood (1991).
El supuesto héroe de Sin perdón se llama William Munny. Fue un pistolero, asesino
peligroso, borracho de mal carácter, capaz de matar a un hombre casi sin
motivo. Once años atrás se casó (inexplicablemente) con una mujer angelical que
le cambió la vida, y ahora es un pacífico granjero que cuida de sus dos hijos.
Desde que ella murió hace tres años, él persevera en el bien por fidelidad a la
memoria de su mujer, y por sus hijos. Pero la mancha del pasado (o más en
concreto, de su mal carácter) sigue en él. De hecho, Munny entra en escena
cuidando unos cerdos enfermos, manchado de inmundicia, cayendo una y otra vez
en el fango. Un día, un joven pistolero viene a buscarle (representando la voz
del pasado) para que se asocie con él con el fin de eliminar a dos vaqueros y
así cobrar una importante recompensa.
Munny y su joven socio acaban matando a sangre fría a
los dos vaqueros. Pero la escalada de violencia no se detiene, y Munny, llevado
por su carácter y por el afán de vengar la muerte de un amigo (al que él mismo
ha metido en el negocio), acaba matando al sheriff y a sus ayudantes. Durante
toda la película, ha procurado olvidar su pasado, se repite a sí mismo que este
será su último trabajo de pistolero, que lo hace para costear la educación de
sus hijos, y afirma una y otra vez que él ya no es el de antes. Pero al final,
el joven pistolero, arrepentido de las muertes, se marcha dejándole toda la
recompensa, y le acusa de que continúa siendo el mismo asesino de siempre.
Nos
encontramos aquí con todo el simbolismo de la mancha. La mancha se experimenta
como algo real, externo, que infecta y contamina por contacto. Munny siempre
está sucio y manchado, se cae una y otra vez del caballo, cree que todo lo malo
que le sucede es un castigo por sus crueldades (hasta los animales le
rechazan), y ni la misma lluvia torrencial es capaz de limpiarlo. Esa mancha
parece imborrable: su mal carácter sigue estando ahí; sólo la bondad de su
mujer lo mantuvo a raya durante unos años.
Ante
la mancha, se experimenta un terror: el terror a ser reprobado, marginado como
impuro. Es el miedo que él siente ante la memoria de su mujer. Pero la mancha
no es algo que se queda sólo en la persona: es algo que mancha todo lo que le
rodea. De alguna manera, el ser humano es un factor contaminante (afirmación
tan presente en el ecologismo) que introduce un desorden en el mundo. Y genera
tristeza. Todo se va corrompiendo a su alrededor (en el fondo, él ha sido el
causante de la muerte de su amigo), y todo intento de restablecer el orden
perdido no hace más que empeorar la situación.
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