martes, 18 de septiembre de 2007

El matrimonio en el designio de Dios

La colección de Iniciación teológica de Rialp ha publicado un intereasante resumen de la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio. Los autores, Jorge Miras y Juan I. Bañares, ofrecen en apenas doscientas páginas un resumen que no tiene desperdicio, partiendo de es necesario "conocer a Dios y al hombre" para entender realmente el matrimonio. Ofrecemos un resumen del primer capítulo.

La Sagrada Escritura se sirve reiteradamente de la imagen del matrimonio para expresar el amor de Dios a los hombres.

La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26-27) y se cierra con la visión de las "bodas del Cordero" (Ap 19,7.9). De un extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su "misterio", de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación "en el Señor" (1 Co 7,39) todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5,31-32).(Catecismo de la Iglesia, 1602)

Indudablemente, no se trata de una casualidad. Como tampoco es casual que en todas las épocas y culturas se tenga conciencia de la grandeza del matrimonio: se intuya, de un modo u otro, su relación con las más hondas aspiraciones humanas de amor verdadero, aunque no siempre se perciba claramente su auténtica dignidad

"La íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias, se establece sobre la alianza del matrimonio... un vínculo sagrado... no depende del arbitrio humano. El mismo Dios es el autor del matrimonio" (GS 48,1). La vocación al matrimo¬nio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes. A pesar de que la dignidad de esta institución no se trasluzca siempre con la misma claridad (cf GS 47,2), existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial. "La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar" (GS 47,1).(Catecismo de la Iglesia, 1603)

Al utilizar precisamente esa imagen para darse a conocer, Dios nos muestra al mismo tiempo la naturaleza y el sentido del matrimonio: la unión conyugal del varón y la mujer, creados a su imagen y semejanza, (comunión), contiene también en sí misma, de algún modo, la semejanza divina; y por eso es sumamente adecuada para llevamos, por medio de algo que conocemos directamente, a vislumbrar el misterio de Dios y de su amor, que escapa a nuestro conocimiento inmediato

Deus caritas est, 11. La primera novedad de la fe bíblica, como hemos visto, consiste en la imagen de Dios; la segunda, relacionada esencialmente con ella, la encontramos en la imagen del hombre. La narración bíblica de la creación habla de la soledad del primer hombre, Adán, al cual Dios quiere darle una ayuda. Ninguna de las otras criaturas puede ser esa ayuda que el hombre necesita, por más que él haya dado nombre a todas las bestias salvajes y a todos los pájaros, incorporándolos así a su entorno vital. Entonces Dios, de una costilla del hombre, forma a la mujer. Ahora Adán encuentra la ayuda que precisa: « ¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! » (Gn 2, 23). En el trasfondo de esta narración se pueden considerar concepciones como la que aparece también, por ejemplo, en el mito relatado por Platón, según el cual el hombre era originariamente esférico, porque era completo en sí mismo y autosuficiente. Pero, en castigo por su soberbia, fue dividido en dos por Zeus, de manera que ahora anhela siempre su otra mitad y está en camino hacia ella para recobrar su integridad. En la narración bíblica no se habla de castigo; pero sí aparece la idea de que el hombre es de algún modo incompleto, constitutivamente en camino para encontrar en el otro la parte complementaria para su integridad, es decir, la idea de que sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse «completo». Así, pues, el pasaje bíblico concluye con una profecía sobre Adán: «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gn 2, 24).
Por esta razón la doctrina de la Iglesia habla del misterio del matrimonio, con la certeza de que la íntima comunidad de vida y amor que se establece sobre la alianza matrimonial de un varón con una mujer no es una más entre las posibles formas de relación que pudiera inventar el hombre.

Por el contrario, «el mismo Dios es el autor del matrimonio» (Gaudium et spes, 48.). Él ha creado al hombre, varón y mujer, tal como son, y «la vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes» (CEC, 1603). Precisamente porque la naturaleza del matrimonio no depende del arbitrio del hombre o del azar, es posible descubrir los rasgos comunes y permanentes que lo caracterizan. Ante todo, porque la unión conyugal corresponde plenamente a la naturaleza humana, que es universal (común a todos los hombres en todos los lugares) y permanente (no cambia, en lo esencial, a lo largo del tiempo); y el hombre de buena voluntad, a pesar de las dificultades personales y culturales, es capaz de conocerse a sí mismo y de reconocer su propia naturaleza y las exigencias de su dignidad personal.

Pero, además, Dios, el autor de la naturaleza humana, ha salido al encuentro del hombre para comunicarse con él en la revelación. Al hablarnos de sí mismo y comunicarnos, con obras y palabras, su plan amoroso para nosotros, nos muestra también del modo más definitivo quiénes somos, cuál es el sentido y el valor de nuestra existencia. Esa revelación divina culmina con la encarnación del Hijo de Dios: Jesucristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación»( Gaudium et spes, 22), que excede con mucho lo que el hombre es capaz de conocer de sí mismo con su sola razón.


Así, con la guía de la revelación, es posible alcanzar la verdad genuina del matrimonio, más allá de la ignorancia, de los errores y debilidades de los hombres, que pueden deformarla u oscurecerla. Al mismo tiempo, comprender la hondura de la huella de Dios en el matrimonio lleva a descubrir su función imprescindible en la historia de la salvación.

El bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Por eso los cristianos, junto con todos lo que tienen en gran estima a esta comunidad, se alegran sinceramente de los varios medios que permiten hoy a los hombres avanzar en el fomento de esta comunidad de amor y en el respeto a la vida y que ayudan a los esposos y padres en el cumplimiento de su excelsa misión. (GS, 47)

El designio en su «principio»

De los dos relatos bíblicos de la Creación del hombre (Gen 2,7.18-24), leídos en la Tradición de la Iglesia a la luz de la revelación definitiva en Cristo, se desprenden al unos el para comprender el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia. De modo resumido podemos destacar los siguientes:

• Dios, que es Amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor, ha creado al hombre, varón y mujer, a su imagen y semejanza es decir, con la dignidad de persona, y por tanto como un ser capaz de amar y ser amado. Más aún lo ha creado por amor y lo llama al amor, no a la soledad: esta es la “vocación fundamental e innata de todo ser humano”.

• Varón y mujer son iguales en su dignidad de personas y, a la vez, distintos: su condición sexuada -masculina o femenina- es condición de la persona entera que da lugar a dos modos diversos de ser persona humana.

• Precisamente esa diversidad los hace complementarios: entre todas las criaturas vivientes solo el varón y la mujer se reconocen como ayuda adecuada el uno para el otro en cuanto personas: como otro yo a quien es posible amar.

• En virtud de esa complementariedad natural, la atracción espontánea entre el varón y la mujer puede convertirse, por obra de su entrega mutua, en una unión tan profunda que hace de los dos “una sola carne”, y por tanto es indivisible (como la propia carne que no puede separarse sin mutilación) y exige fidelidad exclusiva y perpetua.

• Esa unión lleva aparejada la bendición divina de la fecundidad, como promesa y como misión conjunta del varón y la mujer hechos una sola carne por su elección y entrega recíproca.

Así pues, la dignidad personal del varón y de la mujer, y su consiguiente vocación al amor, encuentran una primera y fundamental concreción en el matrimonio: una comunión de amor fecunda, que -a semejanza del amor divino- se vuelca en dar la vida a otros y en cuidar del mundo, ámbito de la existencia humana.

De este modo, la unión conyugal es imagen visible -grabada en la misma naturaleza humana desde su origen- de la comunión de amor personal que se da en la vida íntima de Dios, y del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Al mismo tiempo, y por la misma razón, es imagen de la realización plena de la vocación del hombre al amor, que culmina en la unión eterna con Dios.

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