En el seno del movimiento sofístico surge una figura que conmovió profundamente aquel ambiente, y que habrá de ser inspiradora y maestra de los más grandes filósofos griegos de la Edad de Oro: Sócrates (469-399). Este filósofo no escribió nada, ni tuvo tampoco oportunidad de sistematizar su pensamiento; él negaba su inclusión entre los sofistas «porque no cobraba por enseñar».
Sócrates habló únicamente; habló con sus amigos, con sus conciudadanos, libremente, con la espontaneidad del diálogo. Por ello de su personalidad y de su pensamiento sabemos muy poco de modo concluyente. Además, los discípulos que de él nos hablan -Jenofonte y Platón- no son buenos biógrafos. El uno por defecto y el otro por exceso. Jenofonte no ve en Sócrates más que al ciudadano honorable y justo -una especie de burgués ejemplar-, que fue condenado injustamente por la ciudad y que aceptó la muerte con insuperable entereza. Platón, en cambio, ve la profundidad de la posición del maestro, pero en sus Diálogos, de los que Sócrates es protagonista, mezcla su propio pensamiento con el de su maestro, sin que resulte fácil delimitar el que corresponde a uno y a otro.
Si para algunos «el pueblo griego descubrió la razón», en buena medida podemos aplicarlo propiamente a la figura de Sócrates. Sócrates afirmó la razón como medio adecuado para penetrar la realidad. Y hubo de sostener esta afirmación frente a dos clases de contradictores. Primeramente, contra los sofistas: la razón bien dirigida sirve para alumbrar la realidad, no es una linterna mágica que forja visiones a capricho sin relación con lo que es.
Después se posiciona, contra los irracionalistas. Mucha gente en Atenas, como en todas partes, pasaba por especialista o profesional en una materia sin que una verdadera comprensión de la misma cimentase aquel conjunto de conocimientos. Sabían cosas porque se las habían enseñado, pero a poco que se escarbase en su saber se descubría en seguida que estaba montado en el aire. En el fondo, todos éstos, como los pueblos orientales y los bárbaros, sabían de un modo irracional, basado en la revelación o en el mito.
Sócrates paseaba por las calles de Atenas y tropezaba, por ejemplo, con un militar o con un retórico. Les hace una pregunta sobre cualquier extremo relacionado con su profesión. Ellos dan una respuesta más o menos acertada; entonces Sócrates les pide una aclaración sobre los fundamentos en que ello se basa, preguntándoles, simplemente, ¿por qué? Las más de las veces, los interrogados no resisten dos de estas preguntas y comienzan a divagar o a dar respuestas huecas. No hay en ellos verdadera ciencia porque no la han adquirido mediante el ejercicio de la razón, sino por autoridad o por la memoria.
A esta experiencia llega Sócrates valiéndose del primer aspecto de su método, que se ha llamado ironía. Para la segunda experiencia se valdrá de la mayéutica, nombre que proviene del oficio de su madre, que era partera; esto es, «arte de dar a luz». Sócrates interroga a un esclavo -el hombre más ignorante-, y mediante preguntas graduadas que le obligan a discurrir por sí mismo, va alumbrando la verdad y llegando a resultados muy superiores a los que obtuvo con los hombres más cultos.
La nesciencia (ignorancia) es, pues, el punto de partida en nuestra búsqueda de la verdad. «Sólo sé que no sé nada, pero aún supero a la generalidad de los hombres que no saben esto tampoco.» Después, la búsqueda misma ha de realizarse con la propia vis intelectual de cada uno, con la razón, que es el instrumento de “penetrar” en la realidad. El resultado de esta búsqueda racional es el hallazgo de la verdad -verdad diáfana, evidente, cimentada-. Esta verdad no es creación de la mente ni de su habilidad dialéctica, sino “descubrimiento” (alecéia). Este hallazgo es una aventura de la mente que, lejos de admitir falsos y extraños ídolos, debe seguir su propio impulso (genio o demonio -daimon- interior.) De aquí el lema que Sócrates adoptó para su pensamiento, tomado del frontispicio del templo de Apolo en Delfos: «Conócete a ti mismo.»
Mayores sombras aún que las que envuelven su obra y personalidad cubren las causas de su muerte. Sabemos que fue condenado por el tribunal de Atenas a beber un vaso de cicuta, que los motivos oficiales fueron impiedad y corrupción de la juventud. Mártir, según unos, de la claridad interna y de la lucha racional contra el mito; introductor, según otros, de formas reprobables de sexualidad, lo cierto es que, con su ironía metódica, no debió tener muy propicias a las clases cultas y a los valores consagrados socialmente. El acto final de su vida en él que rehúsa la escapatoria de la cárcel -y de la muerte- que le ofrecían sus discípulos, y su famoso «discurso de las Leyes» en el que explica esta su decisión, nos aclaran algo sobre el sentido de su muerte: él muere en defensa de las Leyes, es decir, del orden político y religioso de Atenas bajo cuyo cobijo ha vivido y vivieron sus padres. Si, huyendo, diera público testimonio de desobediencia al Tribunal de Atenas, se haría merecedor de la sentencia dictada. Lejos de aparecer como un rebelde o un enemigo de las leyes, da su vida por defender a éstas contra sus verdaderos enemigos: de una parte, contra aquellos que con su pereza mental las convierten en rutina y decadencia; de otra, contra los impíos que extinguen sus fundamentos morales y religiosos (en este caso, los sofistas). Esto le hace grande ante la historia y uno de los pilares sobre los que se apoyará el “Estado de derecho”, en el que se basa, al menos teóricamente, la cultura occidental.
Sócrates pasa a la historia como un gran ejemplo de hombre ético: porque antepone la conciencia y la ley a los intereses personales, porque cree en la rectitud y en unos valores (deberes y derechos) que no prescriben, como la justicia. Ante la gran pregunta ¿Quién hará justicia a tantas víctimas inocentes? Sócrates busca respuesta en un "mas allá" y advirte que, «si la muerte acaba con todo, sería ventajosa para los malos», es decir, sería una profunda injusticia hacia las víctimas. Pudieron servir de epitafio a Sócrates sus propias y conocidas palabras: «Dios me puso sobre la ciudad como al tábano sobre el caballo, para que no se duerma ni amodorre».
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