viernes, 5 de octubre de 2007

La pedagogía de la admiración

La semana pasada publicábamos un video de ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Recuperamos ahora este sugerente artículo suyo:


En enero de 2003, cierto telediario de gran audiencia destacó que nos hallamos en el primer aniversario de la muerte, por sobredosis, de la cantante Janis Joplin. Se la elogió como la «reina blanca del blues», y, tras recordar que su vida estuvo entregada a toda clase de drogas, se concluyó que había sido «una mujer totalmente libre». ¿Están preparados los jóvenes actuales para descubrir la falta de precisión intelectual que se da en este mensaje televisivo? En caso negativo, no están debidamente formados para vivir en un momento de la historia tan fecundo y tan arriesgado, a la par, como el presente.

En la película de Ingmar Bergman El silencio, una joven le dice a su hermana con aire exultante que tiene relaciones íntimas con un extranjero y, por no saber su lengua ni él la suya, no pueden hablarse. Un joven que oye esto ¿se da cuenta de la actitud ante la vida que ha adoptado esa joven y de los riesgos que implica para ella? ¿Podría sentirse contenta si supiera lo que significa alegrarse por no poder hablar con quien se tiene intimidad corpórea? Si no sé contestar a estas preguntas, voy por la vida con los ojos vendados y no puedo guiar mis pasos con una mínima seguridad.

Esa especie de ceguera espiritual constituye una forma de «analfabetismo de segundo grado», que todos podemos padecer en alguna medida. No saber unir las letras y adivinar lo que dice un escrito es un modo primario de analfabetismo, y debe ser erradicado porque nos deja desvalidos ante la vida. Si sabemos leer y nos hacemos cargo de lo que se nos comunica, tenemos capacidad de informarnos debidamente y saber a qué atenernos en la vida diaria. Pero, supongamos que no somos capaces de penetrar en el sentido de lo que leemos u oímos. Recibimos datos del exterior, pero no logramos descubrir lo que significan para nuestra vida. Captamos su significado superficial, pero no su sentido profundo. Nos enteramos, por ejemplo, de que una joven está eufórica por no poder hablar con su amante. ¿Podemos vislumbrar lo que implica, en el fondo, tal sentimiento? En caso negativo, bien haremos en tomar medidas para superar esa forma de analfabetismo, que nos deja desconcertados en nuestra vida personal y nos impide regir nuestra conducta con cierta seguridad de éxito.

En los últimos tiempos, las clases dirigentes muestran cierto interés en orientar la actividad escolar de tal forma que los alumnos aprendan a pensar bien, razonar con coherencia, decidir de modo equilibrado y realista... Este loable propósito no ha tenido siempre el éxito deseado a causa de un puñado de malentendidos. Se pensó, a menudo, que la formación consiste en «enseñar» valores y creatividad, y se exhortó a los educadores a consagrar tiempo y esfuerzo a tal forma de enseñanza. Pero la experiencia nos advierte a diario que la creatividad y los valores no se «aprenden»; se «descubren». Por tanto, no debemos los mayores reducirnos a «enseñarlos», sino «ayudar a descubrirlos».

Los valores no sólo existen; se hacen valer, proyectan a su alrededor un aura de prestigio. La tarea del educador ha de consistir en acercar a niños y jóvenes a esa área de irradiación de los valores, sugerirles que hagan las experiencias necesarias para descubrir por sí mismos cómo se desarrollan en cuanto personas y qué grandeza están llamados a adquirir si cumplen las exigencias de su ser personal. Adivinar esta grandeza es la tarea de una Pedagogía de la admiración.

En una entrevista televisiva, un joven de 18 años manifestó lo siguiente: «Hasta hace poco yo era totalmente feliz. Adoraba a mi madre, estaba ilusionado con mi novia, me gustaba mi carrera. Pero me entregué al juego de azar y me convertí en un enfermo del juego, un ludópata. Ahora, ni mi madre ni mi novia ni mi carrera me interesan nada. Sólo me interesa una cosa: seguir jugando. Estoy atado al juego. Y lo que más me duele es que empecé a jugar libremente y ahora me veo hecho un esclavo». ¿Le explicó alguien, a tiempo, a este desventurado lo que es el proceso de vértigo o fascinación y el de éxtasis o creatividad? Probablemente no. Ni siquiera la psicóloga que dirigió la entrevista aprovechó la circunstancia para darle una mínima clave de orientación. Pudo haberle indicado, simplemente, que su desgracia comenzó al confundir la «libertad de maniobra» con la «libertad creativa». ¿Algún formador le indicó, a lo largo de sus años de estudio, que existen ambas formas de libertad y que confundirlas anula nuestro desarrollo personal y nos lleva al infortunio? Ese maestro hubiera sido un líder auténtico, un guía que ayuda a conocer las leyes del crecimiento personal y dispone el ánimo para admirarse de la grandeza que adquirimos al movernos en la vida con libertad creativa, libertad para realizar algo valioso, aun a costa de renunciar a valores inferiores. El joven mostró, al hablar, una tristeza infinita. Me hubiera gustado decirle que levantara el ánimo porque le quedaba mucha vida por delante para disfrutar del descubrimiento de la auténtica libertad.

Es muy posible que nadie haya ayudado tampoco a la jovencita de la película El silencio a admirar la riqueza del lenguaje auténtico, el que se inspira en la voluntad de crear vínculos personales. No se benefició de una Pedagogía de la admiración. De haber tenido esa suerte, no sentiría ahora alegría sino profunda tristeza al recluirse en un silencio de mudez, a fin de no crear vínculos con su compañero ocasional.

Necesitamos poner en juego una pedagogía de la admiración o del asombro, no de la coacción; del descubrimiento, no del mero aprendizaje; de la persuasión, no de la transmisión fría. El que aprende lo que es la vida descubriéndola paso a paso, de forma bien articulada, no sólo acaba sabiendo qué ha de hacer para desarrollarse plenamente como persona sino que está bien dispuesto para transmitir ese conocimiento a otras personas de forma persuasiva y convincente. A veces se dice que no se educa a los jóvenes para ejercer la función de padres. La pedagogía del asombro sería un buen camino para ello.

Este método de formación tiene, como sabemos, un noble abolengo. En la famosa Carta séptima, Platón se niega a hacer el resumen de su filosofía que le pedía Dionisio, tirano de Siracusa, porque, a su entender, el conocimiento filosófico no se obtiene acumulando saberes recibidos de fuera, por significativos que sean, sino adentrándose en el análisis profundo de la vida. Te sumerges durante un tiempo en una cuestión, y, después de bracear largamente con las ideas, surge, como por un relámpago, una luz que ilumina tu mente. Esa luz es la filosofía. (Cartas, VII, 314 c, 341 c, d).

En esta misma línea, el gran filósofo alemán J. A. Fichte indica al lector de una de sus obras que procure descubrir por sí mismo lo que él le dé a conocer. De lo contrario, se quedará fuera del mensaje recibido: «Todo lo que se puede hacer ahora por ti es guiarte para que encuentres la verdad, y a esa dirección se reduce lo que una enseñanza filosófica puede aportar. Pero siempre se presupone que eso hacia lo que el otro te conduce lo poseas de veras interiormente tú mismo, y lo mires y contemples. De no hacerlo, oirías narrar una experiencia ajena, de ningún modo la tuya (...)»

Si no vibramos personalmente con las realidades que vamos descubriendo -por iniciativa propia o porque alguien nos guía hacia ellas-, no nos haremos cargo de la grandeza que albergan, no sentiremos la íntima emoción que produce lo valioso y no convertiremos el saber en un principio de excelencia personal. En verdad, como bien advirtió Aristóteles, la admiración es el principio de la sabiduría.

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