martes, 16 de octubre de 2007

En el último instante

Apasionante tema el que plantea Amalia Quevedo en este libro. El sacrificio de Isaac (¿habría que decir más bien el sacrificio de Abraham?) es, sin duda uno de los pasajes más sobrecogedores de la Biblia. Numerosos pensadores han reflexionado sobre este episodio que no deja a nadie indiferente. La autora comienza el libro con un bello relato –que reproducimos-, escrito por ella misma mucho antes de publicar el libro.

"Si la grandeza de un hombre se mide por la de aquello que ama, por el tamaño de su esperanza, por la talla de su contrincante y por aquél en quien deposita su fe, Abraham es el más grande de todos los hombres"


La víctima

El hijo recordó con claridad meridiana el momento en que su padre le había pedido que lo acompañara. Lo recordó todo con una claridad diáfana, lacerante, deletérea. Recordó incluso un par de detalles insulsos: un rayo de sol que cortó la cara de su padre haciendo parecer su barba aun más blanca y su piel curtida aun más arrugada, y el ladrido lejano, lastimero, de un perro hambriento. Y vio una vez más la sombra que oscurecía la mirada del padre, tan en desacuerdo con sus palabras exaltadas y sus gestos enfáticos.

La leña. .. la leña. El padre descarga el haz de leña sobre los hombros del hijo. Lo hace casi a su pesar, teniendo cuidado de que las puntas de los maderos no pinchen su espalda o sus brazos, apartando las cortezas ásperas para que no le raspen, arrancando con sus propias manos los brotes puntiagudos que pudieran causarle alguna molestia. Una espina escondida muerde la mano del anciano como una víbora, pero al gesto de dolor le sigue una sonrisa triunfal; el padre sabe ahora que sus precauciones no han sido vanas, y se alegra al ver sangrar su mano en lugar de la espalda de su hijo.

El hijo advierte una atmósfera extraña, un clima enrarecido. Su padre ha sido siempre cuidadoso y precavido, pero ahora pone un celo y una concentración extremos en todo lo que hace. Se abisma en cada detalle con una intensidad que no admite fisuras y se entrega a cada minúscula tarea como si el final de sus días pudiera sorprenderlo repitiendo una y otra vez, miles, millones de veces, ese quehacer puntual. Revisa con minucia las cuerdas que mantienen juntos los trozos de leña, repasa el estado de sus cortezas, endereza algún tronco que sobresale, mueve otro sin necesidad alguna, cambia algo de su sitio y lo deja después donde estaba anteriormente, hace y deshace. Su actitud no es sin embargo vacilante ni dubitativa. No es la falta de decisión la que le empuja a obrar así, sino un impulso interior que imprime a todos sus gestos, hasta el más banal, la marca de lo indeleble, de lo definitivo.

El padre parece querer amarrar todas las cosas, atar todos los cabos, hasta el ínfimo, sin dejar ninguno suelto, sin dejar nada a la libertad o a la improvisación. Cada uno de sus movimientos lentos pero firmes -¡deva la impronta de lo irremediable. Al entrelazar los troncos de madera para formar el haz lo hizo como si tejiera con sus manos los hilos del destino de la humanidad. Al derribar el árbol del que obtendría la leña lo abatió con furia, y no se tapó los oídos para no oír su estentórea caída, como hacía siempre, sino que sumó al estruendo un grito que desgarró su pecho y cortó el aire como una sentencia letal. Troceó el tronco y las ramas con ímpetu, y en cada golpe hundió su hacha hasta las entrañas de la tierra.

El hijo tenía miedo. No sabía por qué, pero temblaba. El carácter definitivo, necesario, irrevocable, que habían adquirido todos los gestos y actos de su padre le atemorizaba. Pensó en volver al lado de su madre y refugiarse en su tibia calma, deseó huir de la presencia fragorosa del padre sin dar explicaciones, pero sintió que una fuerza omnipresente y anónima le atenazaba. Una fuerza invisible e inasible como el viento, al que nunca vemos directamente, y de cuya presencia tenemos noticia tan sólo por los objetos que arrastra. Una fuerza qa tan sólo por los objetos que arrastra. Una fuerza que, como el viento, arrebata y dispersa nuestras palabras, y como él nos impide volver sobre nuestros pasos.

El padre camina sin mirar al hijo; tiene la mirada fija en lo alto, en una lejanía imprecisa de la que teme apartarse ya la que se sujeta con firmeza, como si estuviera a punto de caer. Avanza como un arco tenso al que dominara una flecha imantada imposible de vislumbrar. .. imposible de ignorar. El hijo camina tras el padre, arrastrado por la misma corriente, para él más incomprensible. Ambos callan. Por sus frentes cruzan las sombras de innumerables interrogantes, de grandes y pequeñas perplejidades. Al padre le consume un amor tortuoso, un amor cuajado de promesas que se desmigajan y dispersan como la arena de la playa...; al hijo le atormenta una sospecha incipiente, un temor vago, imposible de desechar.

El camino es largo y el silencio lo hace más largo aún. El hijo se atreve a hacer una pregunta, una sola. El aire se rasga, el corazón del padre también. No hay respuesta a la pregunta del hijo, no existe respuesta alguna a ese interrogante. La vida de cada hombre, la de todos los hombres, desde el primero, no es más que un intento torpe por responder a esa pregunta improbable. Vivimos y morimos para dar respuesta a esa pregunta de apariencia simple. Nuestra muerte quizá no sea más que un pobre amago de respuesta... irrepetible. El padre no ignora que la única respuesta veraz, la definitiva, está reservada al mismo Dios. La última pieza del rompecabezas, la solución final que todo lo explica y aclara, la que confiere cohesión y unidad, no está en las manos del hombre, no lo ha estado nunca. Venimos al mundo para buscar incansables esa pieza sustraída desde siempre, y cada vez que nos acercamos a ella se nos escapa de nuevo. Puede ser que lleguemos incluso a topamos con ella, tal vez a hollarla o pasarla por alto, pero no llegamos nunca a reconocerla, no acertamos jamás a recogerla y ponerla en su lugar. No podemos, no nos corresponde, no nos toca; está reservado a Dios. El anciano lo sabe y no se engaña: «Dios proveerá».

Padre e hijo continúan caminando. El miedo va ganando terreno en el corazón del hijo, que ahora pide al padre el cuchillo. Con ayuda del viejo, en un alto del camino, el joven extrae del fardo de leña un tronco largo y compacto, al que saca punta con el cuchillo, hasta convertirlo en una afilada lanza, cuya posesión le ayudará a adormecer el temor que ya no lo abandona. El hijo camina ahora apoyado en la lanza que apunta al firmamento, como desafiando un designio más arduo que el camino que recorren.

Desde una elevación del terreno, el padre divisa el lugar señalado, la meta inevitable hacia la que han encaminado cada uno de sus pasos. Su respiración se hace aun más pesada; el anciano sorbe el aire como si lo estuviera robando, como si el escueto derecho a vivir... le hubiera sido cancelado. La visión neta del lugar le hace derrumbarse. El padre desearía morir; un dolor lancinante le quema los ojos y las entrañas. Abismado en el sufrimiento, se incorpora y sigue caminando, ajeno a sí mismo y a cuanto le rodea, como una marioneta gobernada por hilos no solamente invisibles, sino... incomprensibles.

Cuando llegan al sitio inhóspito, rodeado de zarzas y abrazado por un firmamento enorme que se abre sobre ellos como si los tuviera a su merced y pudiera tragárselos de un momento a otro, el hijo se deja caer extenuado y se queda dormido empuñando la lanza que ahora apunta hacia un horizonte impreciso.

El padre espera. Pero no, en realidad ya no espera; ha perdido toda esperanza, toda ilusión: simplemente deja pasar el tiempo. La respiración del muchacho se hace lenta y acompasada. El padre querría besarlo, acariciarlo, regarlo con sus lágrimas, y gritar: gritar muy fuerte, a los cuatro vientos, para que Dios tenga que oír su lamento. Pero no puede hacer nada de esto ahora... lo hará después.

Acariciando la cabeza del hijo, el padre le ata un pañuelo alrededor de los ojos. El chico se mueve y gruñe entre sueños, pero no se despierta. El padre le ata ahora los pies con una soga; el muchacho continúa durmiendo. Pero al tomarle el brazo izquierdo para atarle las manos, el joven se despierta bruscamente y se arranca de un tirón, desconcertado, la venda que le cubre los ojos.
El hijo mira al padre que tiene enfrente primero con incredulidad y luego con explosiva consternación. El padre evita la mirada del hijo y empuña el cuchillo. El chico libera sus pies y se incorpora de un salto, presto a defender su vida con la lanza.

Se enfrentan en lucha desigual. Atacan, saltan, jadean, golpean, arremeten, pero no se miran a los ojos. El joven tropieza en una piedra y cae de espaldas; el viejo se viene encima y despliega el brazo que empuña el cuchillo. Pero el joven rueda por la arena, se escabulle y acoraza su pecho con la lanza. El viejo lanza un gemido desgarrador y se abalanza sobre el muchacho, que le evita con agilidad y, dándose la vuelta, le clava la lanza en el costado.

El cadáver del anciano descansa sobre la arena empapada de sangre, traspasado por la lanza de su hijo, por la lanza de madera, uno de los troncos de leña que acarreaba el muchacho. La leña... la leña.

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