lunes, 8 de octubre de 2007

Grandes pensadores: Platón

La empresa socrática de penetrar con las armas de la razón en la realidad que nos rodea y ascender a la serena contemplación de la verdad, ganó para la filosofía a uno de los más grandes espíritus de la humanidad: Aristoclés, llamado familiarmente por sus compañeros Platón (427-347). Fue el suyo un espíritu de extraordinaria sensibilidad estética, que supo recubrir su pensamiento con la belleza del mito y de la fantasía; consciente, por otra parte, de su condición de filósofo -amante de la sabiduría-, huyó siempre del dogmatismo y del sistema cerrado, para atenerse a la actitud humilde del rapsoda y del poeta, que se expresan por analogías y comparaciones. La misión filosófica de Platón habría de consistir en reparar la desgarradura que en la concepción del Universo habían abierto tanto Heráclito como Parménides. No, no era posible al hombre, renunciar sin más a una de sus dos experiencias inmediatas; la de los sentidos o la de la razón.


Puesto que Platón quiere transmitirnos su pensamiento a través de mitos y hermosas imágenes (especie de parábolas filosóficas), tratemos de descubrirla en sus dos más conocidos mitos: el del carro alado, que se encuentra en su obra Fedro o del Amor, y el de la Caverna, que expone en el libro VII de la República o el Estado.

El primero envuelve su concepción general del Universo y el viejo problema de la "verdadera realidad" del arjé o principio. El segundo procura explicar cómo están constituidas las cosas concretas, materiales, de este mundo. Ambos se complementan en el intento de dar una explicación armónica de la realidad.

«El alma-dice en el Fedro-es semejante a un carro alado del que tiran dos corceles-uno blanco y otro negro-regidos por un auriga moderador.» El caballo blanco simboliza el ánimo o tendencia noble del alma; el negro, el apetito o pasión baja, bestial; el auriga, a la razón que debe regir y gobernar el conjunto. El alma así representada vivía en un lugar celeste o cielo empíreo, donde existió pura y bienaventurada antes de encamar en un cuerpo y descender a este mundo. En ese mundo o cielo de las Ideas el alma estaba como en su elemento, sin experimentar la contradicción entre la experiencia sensible y la inteligible porque sólo existía allí la visión intelectual. El alma, en este lugar celeste, contemplaba las Ideas.

El mundo de las ideas

Es preciso comprender lo que Platón entiende por Idea, porque es la base de su concepción y difiere de la acepción corriente. Para nosotros, idea es algo mental, subjetivo: el concepto, que puede atribuirse a varios objetos a los que representa en lo que tienen de común. Para Platón, Idea es algo objetivo; significa etimológicamente lo que se ve, es el universal, la esencia pura desprovista de toda individualidad material, pero existente en sí, fuera de la mente, con una existencia purísima perfecta, en aquel lugar bienaventurado donde el alma vivió en un tiempo anterior. El hombre en sí, el caballo en sí, la justicia en sí, son ideas subsistentes del cielo platónico, que es el mundo de las ideas.

Podemos imaginar, por ejemplo, una casa que ha sido edificada. Sin duda que, por bien que se haya realizado el proyecto, siempre será su realidad más imperfecta que el plano del arquitecto que la ideó. Pero el plano contiene también las imperfecciones de la materia en que se ha plasmado, y será muy inferior a la idea que el arquitecto forjó. Pues bien, la propia idea del arquitecto, que se da en un cerebro material e imperfecto, no alcanza tampoco a la idea en sí, cuya pureza y perfección está por encima de toda limitación de la materia. «Aquel lugar supraceleste -el lugar de las Ideas- ningún poeta le alabó bastante ni habrá quien dignamente lo alabe, porque la esencia existente en sí misma, sin color, figura ni tacto, sólo la puede contemplar el puro entendimiento.»

En la vida celestial de algunas almas sobreviene, sin embargo, una caída. El caballo negro-la pasión-, cuyo tirar es torcido y traidor, puede en un momento más que el blanco -el ánimo esforzado, noble- y da en tierra con coche y auriga. Hallamos aquí quizá un eco lejano de la revelación primitiva del pecado original, como se encuentra en muchos de los más viejos textos de la humanidad. A consecuencia de esta caída el alma desciende a este mundo y se une a un cuerpo, al que permanecerá adherido como la ostra a su concha. En su nuevo y desventurado estado ha olvidado las Ideas que antes contempló intuitiva, directamente. Ahora tendrá que conocer a través de los sentidos corporales, y sólo percibirá cosas concretas, singulares. Sin embargo, las cosas que le rodean participan-como el hombre mismo-en la Idea, aunque por otra parte estén individualizados por su inserción en la materia. Y el alma, al percibirlas, se siente subyugada, llamada interiormente a la búsqueda de algo muy íntimo que aquellas cosas le sugieren. Experimenta algo así como la extraña emoción que nos invade al encontramos en un lugar en que discurrió nuestra infancia y que, aunque olvidado, evoca en nuestro espíritu el recuerdo vago y la nostalgia del pasado.

Prende entonces en el alma el eros (amor), que es, para Platón, un impulso contemplativo. De él nace un esfuerzo por recordar, esfuerzo que consigue aflorar a la consciencia el recuerdo que estaba latente de «las íntegras, sencillas, inmóviles y bienaventuradas Ideas». El conocimiento intelectual se realiza así, según Platón, por vía de recuerdo (anámnesis).

El mito de la caverna

El segundo mito, el de la Caverna, pretende sugerir lo que Platón piensa sobre la naturaleza de las cosas concretas, materiales, de este mundo. La condición humana es semejante a la de unos prisioneros que, desde su infancia, estuvieran encadenados en una oscura caverna, obligados a mirar a la pared de su fondo. Por delante de la caverna cruza una senda escarpada por la que pasan seres diversos. Los resplandores de una gran hoguera proyectan sobre el fondo de la caverna las sombras vacilantes de los que pasan ante la entrada. Los encadenados, que solo conocen las sombras, dan a éstas el nombre de las cosas mismas y no creen que exista otra realidad que la de ellas.

La explicación del mito no ofrece ya dificultad: la hoguera es la Idea de Bien, idea fundamental y primera del cielo empíreo que muchos comentaristas identifican con Dios; los seres que desfilan por la senda son las diversas Ideas o arquetipos de las cosas; las sombras, en fin, son las cosas de este mundo. La forma de estas sombras, distinta en unas de otras, procede de las Ideas; las cosas de este mundo participan de las Ideas y a ello deben sus perfecciones, su entidad, lo que son. Esta idea de participación (mecexis) es fundamental en Platón. Pero en las sombras observamos en seguida su carácter negativo; son -diríamos- un no ser; este caballo concreto, por ejemplo, participa por una parte de la idea caballo yeso le hace ser lo que es; pero por otra, está inserto en materia, y esto le hace no ser el caballo-en-sí, el caballo perfecto, sino este caballo, individual, imperfecto, temporal, en tránsito continuo hacia la muerte. La materia es así, para Platón, algo negativo, oscuro y opaco elemento de limitación, de individuación. Las cosas, porque son materiales, son como sombras, débiles trasuntos de aquello que les confiere su única y debilísima entidad: la Idea, que es la verdadera y subsistente realidad.


La Etica de Platón

La ética y la política de Platón son consecuencia de su metafísica; el fin último del alma que ha caído y se ha encarnado en un cuerpo es purificarse de la materia y elevarse a la pura y serena contemplación de las ideas, liberarse de las sombras, y buscar lo que realmente es. Para lograr esta purificación que permite el ascenso a la contemplación, es preciso adquirir y practicar la virtud. La virtud es, para Platón, la armonía del alma, un estado de tensión de las diversas partes del alma y una justa proporción entre ellas. Al ánimo o apetito noble corresponde la fortaleza, virtud que lo estimula y mantiene vigoroso y esforzado; el apetito inferior o pasión debe ser refrenado por la templanza; la razón debe ser guiada por la prudencia, virtud del recto y ponderado juicio; la armonía, en fin, de estas partes del alma constituye para Platón la virtud de la justicia. Las almas que por la virtud y la contemplación ascienden a la esfera inteligible, transmigran al morir a seres superiores, o se liberan. Las que se enlodan, en cambio, en los bienes y placeres materiales, reencarnan en animales inferiores más alejados del mundo inteligible.

En política, supone Platón que la polis o ciudad ideal debe construirse a imagen del hombre y realizar en cuanto pueda la Idea de hombre, es decir, algo superior al hombre concreto, material. Esta comunidad o Estado es el que se describe detalladamente en la República. Puesto que son múltiples las necesidades de la sociedad, los miembros tienen que organizarse en tres clases: a} los filósofos, que dirigen el Estado; b} los guerreros, que defienden el Estado; c} los productores, que proporcionan los bienes materiales del Estado. El Estado concebido de esta forma es eminentemente aristocrático. A cada una de las partes del alma corresponderá una clase de la sociedad: a la pasión o apetito inferior, el pueblo, encargado de los trabajos materiales y utilitarios; al ánimo, los guerreros o defensores; a la razón, los filósofos, que deben ser los directores del Estado. Cada clase debe ser guiada por la virtud correspondiente: el pueblo por la templanza, los guerreros por la fortaleza, los sabios por la prudencia. Esta idea orgánica y estamentaria de la sociedad pasará, como veremos, a la sociedad cristiana de la Edad Media, que se construirá de acuerdo con estos cánones, previamente cristianizados.

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