El siglo XIII constituye la celad de oro de la Escolástica cristiana. En él culmina el proceso de maduración que se había operado a través del siglo XII. Es el siglo de las grandes catedrales góticas y de las grandes síntesis teológico-filosóficas que se llamaron Summas; el siglo en que la cultura sale del ámbito de las escuelas catedrales para fundar las primeras universidades. Sin embargo, esta época se inicia, como hemos visto, bajo el signo de grandes temores, de un profundo desconcierto. No es que los espíritus cultos de aquella sociedad esencialmente cristiana temieran por la fe en sí, que profesaban de todo corazón, sin sombra de duda ni temor a estar errados; pero la aparición de una obra como la de Aristóteles, que invadiría todos los órdenes de la cultura, aficionando a los hombres al saber profano y que, al parecer, se desviaba profundamente del credo cristiano hasta negar la inmortalidad del alma, podría representar para la cristiandad el peligro de una gran heterodoxia o de un apartamiento cultural de la fe que podría prolongarse durante siglos, con el consiguiente daño para las almas. Y éste era el temor y la gran ansiedad dominante en aquella Europa que veía ya a algunos espíritus contagiados de lo que se llamó averroísmo latino (el aristotelismo de Averroes), que, desde un punto de vista religioso, constituía una grave herejía.
La intuición salvadora brotó en la mente de un joven estudiante de la Universidad de París, el que habría de ser Santo Tomás de Aquino (1225-1274): el Aristóteles verdadero, esto es, expurgado de elementos extraños, no sólo era conciliable con el Cristianismo, sino que lo era mucho más fácil y profundamente que el propio platonismo. Lejos de constituir un peligro para la fe, el aristotelismo, debidamente adaptado y prolongado, podría constituir un profundo y coherente cuerpo de doctrina filosófico-teológica que acabase con la vieja pugna entre el hombre de la fe y el amante de la antigua cultura, entre el naturalismo de la razón y el sobrenaturalismo de la gracia, lucha que muchas veces se operaba en la propia mente de cada hombre.
Santo Tomás era hijo de los condes de Aquino, una de las más nobles familias de la Italia central. Vivió sólo cuarenta y nueve años, pero al cabo de ellos dejó realizada una obra verdaderamente gigantesca, sistematizada en la Summa Theologica, que pretendió ser una síntesis del saber filosófico y teológico. Puede considerarse a Santo Tomás como, uno de los más altos ejemplos humanos de constancia y de esfuerzo heroico en el cumplimiento de un designio, de fidelidad a una vocación por encima de todas las dificultades y desalientos. Para realizar su idea fundamental hubo de vencer Santo Tomás la oposición, primero, de sus padres, que lo destinaban al ejercicio de las armas; la nueva oposición de la familia -que había transigido con su ingreso en la abadía de Montecasino en el designio de verlo abad de la misma- a que profesase en la nueva Orden de Santo Domingo, hacia la que se sintió llamado por su dedicación ala vida intelectual; la dificultad misma de adquirir los materiales auténticos sobre los que trabajar; la oposición, en fin, del ambiente a la nueva y vigorosa concepción. Todas fueron superadas por la voluntad de hierro de este fraile humilde, que nos pintan siempre con la pluma en la mano, entregado en cuerpo y alma a una obra que había de deparar a la filosofía uno de los más grandes sistemas de la Historia y a la cristiandad la salvación de un peligro y la posibilidad y el impulso para su más grande época. Por eso fue consagrado Santo Tomás como patrono del estudioso y del intelectual cristiano.
Después de sus primeros años de formación en Montecasino, pasó Santo Tomás a la Universidad de París, donde conoció a San Alberto Magno, el más famoso de los maestros dominicos. San Alberto había sido el primero en comprender la inmensa importancia del aristotelismo recién descubierto y en hacer unas trascripciones de los textos aristotélicos usuales acompañados de paráfrasis y comentarios para facilitar a sus hermanos de Orden el conocimiento y la comprensión de Aristóteles. Pero Santo Tomás se dio cuenta de que los textos procedentes de la cultura árabe contenían multitud de interpolaciones de comentaristas que a menudo no respondían a la doctrina original. En consecuencia, encargó a otro dominico, perfecto conocedor del griego -Guillermo de Moerbeka-, para que marchase a Oriente, a favor de las Cruzadas, con objeto de obtener y traducir de sus fuentes originales las obras aristotélicas.
La concepción tomista coincide en sus líneas generales con la aristotélica. Veremos sólo aquellos puntos de adaptación al Cristianismo y aquellos otros que hubieron de ser corregidos en orden a esa armonización.
Fe y razón
Sienta Santo Tomás ante todo la distinción de órdenes diversos de verdades según las potencias cognoscitivas de los seres. El animal, que no dispone más que del conocimiento de los sentidos, capta sólo el mundo de cosas concretas, singulares: este hombre, aquel caballo. El hombre, que posee además el entendimiento agente o facultad intelectiva, puede adquirir también las idas o conceptos universales (el hombre, el caballo), que son desconocidos para el animal. El entendimiento agente crea un medio en el cual se realiza la intelección racional: del mismo modo que la visión de las cosas materiales no puede verificarse más que en la luz, que es su medio adecuado, el cognoscente que no posee entendimiento agente no puede captar ideas. Pero hay todavía un medio superior para un conocimiento más alto, que es tan desconocido para el hombre como el conocimiento de ideas para el animal. Es lo que llaman los teólogos la luz de gloria, en la que podría verse a Dios en su ser mismo y comprender los misterios como la Trinidad, la Encarnación, la Eucaristía, relativos al ser y al obrar de Dios. Esta luz de gloria podrá brillar para nosotros en la bienaventuranza por una gratuita donación o gracia divina que eleve nuestra naturaleza a ese medio superior, pero no pertenece a nuestra naturaleza. Por eso tales verdades son para nosotros misterios no irracionales, sino suprarracionales y objeto, no de la filosofía, sino de la teología revelada.
Según esta doctrina, la filosofía deja de ser una mera aclaradora, sierva de la teología (ancilla theologica), para convertirse en ciencia autónoma con un objeto propio y distinto. Pero considerada la realidad universal en su conjunto, no existe solución de continuidad, ni mucho menos contrariedad, entre el orden de la fe y el de la razón. La unidad de Dios, de quien todos los órdenes del ser y del conocer proceden, garantiza la armonía y continuidad entre ellos. Aún más: la razón alcanza a conocer el límite o frontera donde se enlazan el orden natural y el sobrenatural: en ese límite se encuentran unas verdades iniciales o básicas para la fe que han sido reveladas, pero que son también accesibles a la razón. Tal es el caso de la existencia de Dios, que, según Santo Tomás, podemos conocer racionalmente, pero que, siendo necesaria a nuestra salvación, Dios ha revelado también para aquellos que no lleguen a ella por la luz de la razón. Estas verdades-límite, que para unos son de razón y para otros de fe, constituyen lo que Santo Tomás llama preambula fidei (preámbulos a la fe).
Con esta teoría fundamenta Santo Tomás la solución media y ortodoxa sobre la cuestión de nuestro conocimiento de Dios, que se halla entre los dos extremos heréticos que se conocen por agnosticismo y ontologismo. El primero de estos errores sostiene que el conocimiento religioso pertenece a un orden radicalmente distinto del racional, al que la razón no puede tener ningún modo de acceso. El ontologismo, en cambio, sostiene la visión inmediata, sensible o evidente, de Dios, cuya existencia no requiere, por tanto, demostración. Según Santo Tomás, a la existencia de Dios-que no es inasequible ni evidente puede llegarse racionalmente por discurso demostrativo. De su esencia, en cambio, no podemos alcanzar más que un cierto conocimiento analógico e impropio, atribuyéndole en grado eminente las perfecciones positivas que encontramos en las cosas del mundo.
Existencia de Dios
Si al conocimiento de la existencia de Dios puede llegarse por la razón, ¿cuál será el razonamiento o la prueba que lo demuestre? No será la prueba o argumento ontológico (de San Anselmo), que para Santo Tomás no es válida: aunque la esencia de Dios reclame en sí la existencia, no es ello visible para nosotros, por no sernos asequible su esencia; nosotros no podemos derivar la existencia desde las esencias porque éstas las adquirimos precisamente abstrayendo a partir de las cosas concretas existentes. La prueba válida de la existencia de Dios no debe ser a priori (anterior) respecto de la existencia de las cosas que nos rodean, sino a posteriori (posterior) o a partir de las cosas mismas, ascendiendo de los efectos a su causa, de lo contingente a lo necesario. Por cinco vías dice Santo Tomás que puede demostrarse la existencia de Dios. Las cuatro primeras tienen un fondo común, por lo que nos limitaremos a una de ellas: es evidente que algo existe; pero todo lo que existe requiere una causa, porque nada es causa de sí mismo. Podría pensarse en una cadena infinita de causas, pero esto es insostenible, porque si la serie es infinita quiere decirse que no hay primera causa, y no habiendo primera causa, no hay segunda ni tercera, ni está que está aquí actuando. Luego si algo existe debe haber una causa primera, causa de sí misma, que es lo que llamamos Dios.
La quinta vía es diferente y, aunque no es metafísicamente necesaria, es quizá la que más convence al hombre en general. Se saca del orden y gobierno de las cosas, y podría expresarse mediante este ejemplo: imaginemos que, andando por la calle, encontramos en la acera un bloque de letras de imprenta en que se halla compuesta una página de la Biblia. Supondremos, por ejemplo, que han sido sacadas de una imprenta cercana o que alguien las ordenó allí mismo. Lo que no podríamos jamás pensar es que esos tipos de imprenta fueron arrojados aisladamente por la ventana de un alto piso y que casualmente cayeron en ese orden. Pues bien, el mundo en que habitamos es una estructura infinitamente más compleja y bien dispuesta que esa composición tipográfica; el más diminuto ser vivo contiene una perfección tal que no puede el hombre soñar con construir organismo semejante. Es, pues, preciso admitir una inteligencia soberana que dio el ser y el orden a todo este inmenso Universo. Este argumento no es metafísicamente concluyente, porque no puede negarse que una posibilidad entre las infinitas posibles es esa en que las letras de imprenta forman una página de la Biblia: no hay en ello imposibilidad metafísica, pero sí imposibilidad práctica, de tal forma que nadie podría admitirlo, como, según Santo Tomás, nadie podría concebir a este mundo como formado al acaso.
Pero el Dios a cuyo conocimiento cierto llega San¬to Tomás a través de estas vías no es el Dios meramente filosófico de Aristóteles, primer motor inmóvil, acto puro que mueve sin personalidad ni providencia a las cosas de este mundo, sino que se trata del Dios concreto, personal y vivo del Cristianismo. Para garantizar esta concepción acentúa Santo Tomás la diferenciación entre Dios y el mundo para que no pueda interpretarse aquel primer motor como una causa inmanente a las cosas, con lo que se daría en una concepción panteística. Utiliza para esto la teoría (que ya vimos en Aristóteles) de la analogía del ser con la que, sin romper el vínculo o relación entre Dios y las cosas creadas, afirma su radical diferenciación; y también la composición, en los seres creados, de esencia y existencia, que en Dios coinci¬den, de acuerdo con la definición mosaica de soy el que soy. Este ser diferente del mundo, causa y principio de cuanto existe, es el Dios personal, providente y amoroso del Cristianismo.
El mundo fue creado libremente por Dios de la nada y tuvo un comienzo en el tiempo. Como pensaba Aristóteles, los únicos seres realmente existentes en la naturaleza son las sustancias o cosas concretas, singulares, que se componen de materia y de forma. La materia es causa de su individualización; la forma, de sus perfecciones generales o específicas. En el conocimiento intelectual se ilumina la forma, que es el universal de las cosas, y se engendra en el sujeto la idea o concepto, que es el universal en la mente. De aquí se deduce la solución que Santo Tomás da al problema de los universales, que se conoce con el nombre de realismo mode¬rado, y que puede considerarse como la última y definitiva palabra de esta controversia en la Edad Media: «El universal es concepto y existe sólo en la mente, pero con fundamento "in re" (en la cosa).» El fundamento es, naturalmente, la forma impresa por Dios a las cosas. Así, tomando la cuestión en toda su extensión, el universal tiene una triple realidad ante rem (antes de la cosa), en la mente divina como patrón o arquetipo con arreglo al cual Dios la creó (idea agustiniana); in re (en la cosa), como forma de la misma; y post rem (después de la cosa), en la mente del cognoscente que la abstrae de las cosas mismas. Puede verse en esta teoría un desarrollo del conceptualismo de Abelardo, en el que se insiste en el fundamento real, objetivo, de los conceptos.
El hombre
El hombre, como ser de la naturaleza, es también una sustancia formada de la unión de forma y materia. En esto se opone Santo Tomás al platonismo de San Agustín y de la primitiva escolástica, que suponía al alma unida accidentalmente al cuerpo, y al hombre sin esa unidad sustancial, interna, que pa¬recen demostrar los hechos: nuestra experiencia no se resigna a ver en el cuerpo no más que una prisión del alma, algo ajeno a nuestro verdadero ser, que sería el alma solamente. Antes bien, nos sentimos como hombres un ser uno en sí, que es tanto cuerpo como espíritu. Según Santo Tomás, en este compuesto sustancial que es el hombre, el alma hace el papel de forma y el cuerpo de materia. Pero cuerpo y alma no son simplemente materia y forma, sino sustancias también, bien que incompletas. De aquí que pueda el alma supervivir a la muerte o separación del cuerpo, aunque en un estado antinatural, necesitante de una nueva unión, que se realizará con la resurrección del cuerpo, condición necesaria para una perfecta bienaventuranza.
La facultad diferencial, superior y característica, del hombre es la razón. La racionalidad determina en el hombre la libertad o libre albedrío. En el animal el objeto propio de su conocimiento es la cosa concreta, singular, y este conocimiento determina en él una apetencia o una repulsión necesarias según que la cosa conocida convenga o no a su naturaleza. Pero la razón humana conoce el ser en ge¬neral, y al paso que ante el ser puro y perfecto (Dios) se hallaría determinada a quererlo porque llenaría su inteligencia y su voluntad, frente a las cosas concretas, que sólo imperfectamente realizan el ser, es, en cambio, libre para desearlas o no. Ante estas cosas se da cuenta el hombre del bien que posee y de su jerarquía dentro del conjunto de bienes, pero sintiéndose atraído por los diversos géneros de bien que se dan en las cosas, tiene la facultad de pecar y también la de merecer por sus actos. Esto depara al hombre la posibilidad incomparable de construir por sus actos su propia vida y de salvarse o condenarse por su propia voluntad. La bienaventuranza es concebida por Santo Tomás como una graciosa elevación a un orden superior que no elimina a nuestra naturaleza, sino que la completa y satisface. Ella es, fundamentalmente contemplación, intelección perfecta, plenitud de nuestra razón y de nuestro amor. Secundariamente placer completo y sin límites.
El pensamiento tomista no es una mera adaptación del aristotelismo a la fe cristiana. Puede considerarse más bien una prolongación y una aplicación a mil órdenes y aspectos nuevos de la concepción general del maestro griego. A este elemento medular filosófico (el aristotelismo), unió en perfecta síntesis los elementos más valiosos del pensamiento cristiano, procedentes sobre todo del agustinismo. El tomismo ha pasado a la Historia como la sistema¬tización más completa, original y sólida de la filosofía cristiana.
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