Noviazgo y matrimonio
por Juan Ignacio Bañares
Uno de los cometidos más
importantes del noviazgo es poder transitar del enamoramiento (la constatación
de que alguien origina en uno sentimientos singulares que le inclinan a abrir
la intimidad, y que dan a todas las circunstancias y sucesos un color nuevo y
distinto: es decir, un fenómeno típicamente afectivo), a un amor más efectivo y
libre. Este tránsito se realiza gracias a una profundización en el conocimiento
mutuo y a un acto neto de disposición de sí por parte de la propia voluntad.
En esta etapa es importante
conocer realmente al otro, y verificar la existencia o inexistencia entre ambos
de un entendimiento básico para compartir un proyecto común de vida conyugal y
familiar: “que os queráis –aconsejaba san Josemaría-, que os tratéis, que os
conozcáis, que os respetéis mutuamente, como si cada uno fuera un tesoro que
pertenece al otro"[1].
A la vez, no basta con tratar y
conocer más al otro en sí mismo; también hay que detenerse y analizar cómo es
la interrelación de los dos. Conviene pensar cómo es y cómo actúa el otro conmigo;
cómo soy y cómo actúo yo con él; y cómo es la propia relación en sí.
El noviazgo, una escuela de amor
En efecto, una cosa es cómo es
una persona, otra cómo se manifiesta en su trato conmigo (y viceversa), y aún
otra distinta cómo es tal relación en sí misma, por ejemplo, si se apoya
excesivamente en el sentimiento y en la dependencia afectiva. Como afirma san
Josemaría, “el noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el
conocimiento mutuo. Es una escuela de amor, inspirada no por el afán de
posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de
delicadeza"[2].
Ahondar en el conocimiento
mutuo implica hacerse algunas preguntas: qué papel desempeña –y qué
consecuencias conlleva– el atractivo físico, qué dedicación mutua existe (tanto
de presencia, como de comunicación a través del mundo de las pantallas:
teléfono, SMS, Whatsapp, Skype, Twitter, Instagram, Facebook etc.), con quién y
cómo nos relacionamos los dos como pareja, y cómo se lleva cada uno con la
familia y amigas o amigos del otro, si existen suficientes ámbitos de
independencia en la actuación personal de cada uno –o si, por el contrario,
faltan ámbitos de actuación conjunta–, la distribución de tiempo de ocio, los
motivos de fondo que nos empujan a seguir adelante con la relación, cómo va
evolucionando y qué efectos reales produce en cada uno, qué valor da cada uno a
la fe en la relación...
Hay que tener en cuenta que,
como afirma san Juan Pablo II, “muchos fenómenos negativos que se lamentan hoy
en la vida familiar derivan del hecho de que, los jóvenes no sólo pierden de
vista la justa jerarquía de valores, sino que, al no poseer ya criterios
seguros de comportamiento, no saben cómo afrontar y resolver las nuevas
dificultades. La experiencia enseña en cambio que los jóvenes bien preparados
para la vida familiar, en general van mejor que los demás"[3].
Lógicamente, importa también
conocer la situación real del otro en algunos aspectos que pueden no formar
parte directamente de la relación de noviazgo: comportamiento familiar,
profesional y social; salud y enfermedades relevantes; equilibrio psíquico;
disposición y uso de recursos económicos y proyección de futuro; capacidad de
compromiso y honestidad con las obligaciones asumidas; serenidad y ecuanimidad
en el planteamiento de las cuestiones o de situaciones difíciles, etc.
Compañeros de viaje
Es oportuno conocer qué tipo de
camino deseo recorrer con mi compañero de viaje, en su fase inicial; el
noviazgo. Comprobar que vamos alcanzando las marcas adecuadas del sendero,
sabiendo que será mi acompañante para la peregrinación de la vida.
Los meeting points (puntos
de encuentro) del itinerario se han de ir cumpliendo. Para eso podemos plantear
ahora algunas preguntas concretas y prácticas que se refieren no tanto al
conocimiento del otro como persona, sino a examinar el estado de la relación
de noviazgo en sí misma.
¿Cuánto hemos crecido desde que
iniciamos la relación de noviazgo?
¿Cómo nos hemos enriquecido –o
empobrecido– en nuestra madurez personal humana y cristiana?
¿Hay equilibrio y proporción en
lo que ocupa de cabeza, de tiempo, de corazón?
¿Existe un conocimiento cada
vez más profundo y una confianza cada vez mayor?
¿Sabemos bien cuáles son los
puntos fuertes y los puntos débiles propios y del otro, y procuramos ayudarnos
a sacar lo mejor de cada uno?
¿Sabemos ser a la vez
comprensivos –para respetar el modo de ser de cada uno y su particular
velocidad de avance en sus esfuerzos y luchas– y exigentes: para no dejarnos
acomodar pactando con los defectos de uno y otro?
¿Valoro en más lo positivo en
la relación? A este respecto, dice el Papa Francisco: “convertir en algo normal
el amor y no el odio, convertir en algo común la ayuda mutua, no la
indiferencia o la enemistad".
A la hora de querer y expresar el cariño,
¿tenemos como primer criterio
no tanto las manifestaciones sensibles, sino la búsqueda del bien del otro por
delante del propio?
¿Existe una cierta madurez
afectiva, al menos incoada?
¿Compartimos realmente unos
valores fundamentales y existe entendimiento mutuo respecto al plan futuro de
matrimonio y familia?
¿Sabemos dialogar sin
acalorarnos cuando las opiniones son diversas o aparecen desacuerdos?
¿Somos capaces de distinguir lo
importante de lo intrascendente y, en consecuencia, cedemos cuando se trata de
detalles sin importancia?
¿Reconocemos los propios
errores cuando el otro nos los advierte?
¿Nos damos cuenta de cuándo, en
qué y cómo se mete por medio el amor propio o la susceptibilidad?
¿Aprendemos a llevar bien los
defectos del otro y a la vez a ayudarle en su lucha?
¿Cuidamos la exclusividad de la
relación y evitamos interferencias afectivas difícilmente compatibles con ella?
¿Nos planteamos con frecuencia
cómo mejorar nuestro trato y cómo mejorar la relación misma?
El modo de vivir nuestra
relación, ¿está íntimamente relacionado con nuestra fe y nuestras virtudes
cristianas en todos sus aspectos?
¿Valoramos el hecho de que el matrimonio es
un sacramento, y compartimos su alcance para nuestra vocación cristiana?
Proyecto de vida futura
Los aspectos tratados, es
decir, el conocimiento del matrimonio –de lo que significa casarse, y de lo que
implica la vida conyugal y familiar derivada de la boda–, el conocimiento del
otro en sí y respecto a uno mismo, y el conocimiento de uno mismo y del otro en
la relación de noviazgo, pueden ayudar a cada uno a discernir sobre la elección
de la persona idónea para la futura unión matrimonial. Obviamente, cada uno
dará mayor o menor relevancia a uno u otro aspecto pero, en todo caso, tendrá
como base algunos datos objetivos de los que partir en su juicio: recordemos
que no se trata de pensar “cuánto le quiero" o “qué bien estamos",
sino de decidir acerca de un proyecto común y muy íntimo de la vida futura. El
Papa Francisco, al hablar de la familia de Nazaret da una perspectiva nueva que
sirve de ejemplo para la familia, y que ayuda al plantearse el compromiso
matrimonial: “los caminos de Dios son misteriosos. Lo que allí era importante
era la familia. Y eso no era un desperdicio"[5]. No podemos cerrar un contrato con cláusula de éxito con el
matrimonio, pero podemos adentrarnos en el misterio, como el de Nazaret, donde
construir una comunidad de amor.
Así se pueden detectar a tiempo
carencias o posibles dificultades, y se puede poner los medios –sobre todo si
parecen importantes– para tratar de resolverlas antes del matrimonio: nunca se
debe pensar que el matrimonio es una “barita mágica" que hará desaparecer
los problemas. Por eso la sinceridad, la confianza y la comunicación en el
noviazgo puede ayudar mucho a decidir de manera adecuada si conviene o no
proseguir esa relación concreta con vistas al matrimonio.
Casarse significa querer ser
esposos, es decir, querer instaurar la comunidad conyugal con su naturaleza,
propiedades y fines: “esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo
mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su
indisoluble unidad"[6].
Este acto de voluntad implica a
su vez dos decisiones: querer esa unión –la matrimonial–, que procede
naturalmente del amor esponsal propio de la persona en cuanto femenina y
masculina, y desear establecerla con la persona concreta del otro contrayente.
El proceso de elección da lugar a diversas etapas: el encuentro, el
enamoramiento, el noviazgo y la decisión de contraer matrimonio. “En nuestros
días es más necesaria que nunca la preparación de los jóvenes al matrimonio y a
la vida familiar (…). La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada
como un proceso gradual y continuo"[7].
[1] San Josemaría, Apuntes tomados de una reunión familiar,
11-2-1975.
[2] San Josemaría, Conversaciones, n. 105.
[3] San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 66.
[4] Cfr. Papa Francisco, Audiencia, Nazaret, 17-12-2014
[5]Cfr. Papa Francisco, Audiencia, Nazaret, 17-12-2014
[6] Gaudium et Spes, n. 48
[7] San Juan
Pablo II, Familiaris Consortio, n. 66.
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