Un autor imprescindible, con una teoría iluminadora
Aceprensa
10.NOV.2015
Hace unos años me encargó
un periódico que, durante un verano, recomendase un libro esencial en un
artículo breve que se publicaría cada jueves. Como saldría durante las nueve
semanas de julio y agosto, sudé tinta china para limitarme a nueve libros
solamente. Pero junto a la Divina comedia y otras cumbres majestuosas de
la literatura universal, situé, haciendo una excepción, un ensayo de René
Girard de impactante título: Veo a Satán caer como el relámpago. Ha
pasado el tiempo y no me equivoqué. Es un libro esencial de un autor
imprescindible.
René Girard, nacido el día
de Navidad de 1923 en Aviñón, ha muerto este 4 de noviembre. Ha sido un sabio
de esos tan extraños por los que suspiraba su compatriota Michel de Montaigne,
capaces de transformar sus enseñanzas en vida y en luz para sus lectores. O
sea, de los maestros que se atreven a saber, que no se enredan con
academicismos ni se ponen delante de las corrientes de pensamiento de moda para
parecer influyentes líderes de opinión. Una excepción, en definitiva, a la
regla férrea (y plomiza) de la intelligentsia.
Su pensamiento tiene una
naturaleza dramática, pero no porque él se regodee en ningún melodrama, todo lo
contrario: porque ha ido creciendo sometido a la tensión continua y arriscada
de sus descubrimientos encadenados. Hay quien acusa a René Girard de ser un
pensador de una sola idea, olvidando que esa idea ha tenido una maduración y
una modulación de años, con unas variaciones muy sutiles, aunque siempre
coherentes. Y se obvia, sobre todo, que esa sola idea es una llave que abre
casi todas las puertas: la antropológica, la literaria, la filosófica, la
teológica, la política… Pero repasemos sus pasos.
Desear por imitación
El descubrimiento inicial
es que el ser humano aprende a desear por imitación de los deseos del prójimo,
envidiándolo. Lo diagnostica René Girard en la literatura, mientras hacía una
crítica estructuralista de las grandes obras. Y expone su hallazgo en su
sorprendente libro inaugural: Mentira romántica y verdad novelesca, de
1961. La geometría del deseo es triangular porque el ser humano no se relaciona
directamente con lo que quiere, sino queriéndolo siempre y solo a través de un
modelo deseante. Cervantes, Proust, Shakespeare, Dostoievski fueron conscientes
de ello y lo reflejaron en sus obras. Mucho más tarde, en Geometrías del
deseo volvió a la crítica literaria, cerrando el círculo y
demostrando que sus herramientas de interpretación eran las mismas, pero más
afiladas aún.
Ese deseo mimético, al
recaer sobre un objeto cualquiera, pero siempre el mismo que desea el otro,
desata un irremediable conflicto, muy susceptible de expandirse geométricamente
por su propia naturaleza triangular y contagiosa. Tal dinámica genera una
espiral de envidias, rivalidades y violencia que sería devastadora si no se
encuentra (de un modo instintivo, tal vez casual) un chivo expiatorio al que
cargar (de un modo secretamente arbitrario) las culpas de todos. Con su
asesinato o sacrificio, la paz vuelve: una paz sugestionada y momentánea.
Cuando el conflicto resurja, se tratará de repetir aquello que lo aplacó. El
hecho originario se convierte en mito fundante, la víctima se diviniza y se
busca un sustituto (un animal, generalmente) que ocupe el lugar del asesinado
originario mediante una estricta ritualización.
Este mecanismo está por
debajo de muchísimas costumbres no solo primitivas, sino clásicas. Y explica
las grandes obras literarias, en especial, el teatro clásico griego, pues
Edipo, Sófocles y Eurípides están siempre a punto de desenmascarar este
mecanismo, sin atreverse a hacerlo al final del todo, porque, no lo olvidemos,
es un método (injusto, desde luego) de salvación social, un inmunizarse contra
el contagio mimético y la violencia letal que acarrea. Y no conocían ni concebían
otro. Este segundo estadio lo expone René Girard en La violencia y lo
sagrado (1972) y en El chivo expiatorio (1982)
El sacrifico de Cristo
Empujado por sus propios
hallazgos, dio un paso más y se adentró en la teología. El ateo o agnóstico que
había sido terminó viendo que la Pasión de Cristo es la denuncia perfecta y la
destrucción absoluta de ese mecanismo victimario. La única víctima
absolutamente inocente y a la que no se puede cargar con ninguna culpa, Jesús,
se entrega por los pecados de los demás.
Partiendo de ese último
hallazgo, Girard no sólo volvió al catolicismo de su niñez, sino que fue capaz
de explicarnos, desde su propia ciencia y con sus herramientas profesionales,
el cristianismo con una claridad tumbativa. Dejando a salvo el núcleo
irreductible de la fe y del misterio, y recurriendo a los textos de la Biblia
(véase el libro La ruta antigua de los hombres perversos, 1985), especialmente
a Job y a los salmos; y apoyándose en los Padres de la Iglesia, sostiene que
Jesús de Nazaret revierte el mecanismo del chivo expiatorio como el cordero
inocente que quita el pecado del mundo. También desde la estricta antropología,
el acontecimiento central de la historia es la Pasión de Cristo.
En un principio, por
inercia de la denuncia de los sacrificios antiguos, René Girard insistió en el
carácter antisacrificial del cristianismo. Con el tiempo ha rechazado esa
conclusión. En su libro axial, Veo a Satán caer
como el relámpago, declara que el de Cristo fue un verdadero
sacrificio: el único verdadero, porque los anteriores eran asesinatos o
inconscientes o camuflados o simbolizados. El sacrificio de Cristo revierte el
mecanismo de raíz, porque nos invita a confesarnos culpables y a no cargar
nuestras faltas en los hombros de nadie. El contagio mimético de la envidia ha
de sanarse en cada uno, por cada uno, mediante la única imitación legítima, a
instancias del sacrificio auténtico: el propio. Es la imitación de Cristo,
donde el amor al prójimo sustituye a la envidia.
Enfermedades de nuestro
tiempo
Esta luz irradia sobre la
modernidad. La última veta del pensamiento de Girard ha consistido en estudiar
cómo el hecho de que Jesucristo haya acabado con el mecanismo victimario y de
que el mundo, en cambio, se resista a abandonarlo, produce la dialéctica
exasperada de nuestra actualidad más rabiosa. El deseo mimético está tras
algunas enfermedades de nuestro tiempo (La anorexia, Editorial Margot,
2009); la espiral de la violencia explica la dinámica militar y política (Clausewitz
en los extremos: política, guerra y apocalipsis, Katz, 2010); y solo
Jesucristo puede dar una respuesta definitiva, como expone en El sacrificio,
un breve libro que es un gran resumen de su pensamiento.
Imposible escribir esta necrológica
con la tristeza que exige el género. Girard tuvo una vida apasionante; y su
obra, si no conoció los unánimes aplausos mediáticos, goza de lectores
fervorosos y de discípulos fieles. Nada menos que Alejandro Llano (Deseo,
violencia y sacrificio: el secreto del mito en René Girard, EUNSA, 2004) y
Ángel Barahona (René Girard: de la ciencia a la fe, Encuentro, 2014) le
han dedicado esclarecedores ensayos expositivos. Y Cesáreo Bandera es un
discípulo creativo que ha sabido desarrollar su propio pensamiento a la luz de
Girard, como demuestra en su último y deslumbrante estudio El refugio de la
mentira (Canto y Cuento, 2015). Sus discípulos más magistrales son una
garantía de la continuidad y la fecundidad de su obra. No es muy corriente
acabar un obituario con una exaltación agradecida como la mía, pero es que René
Girard ha sido un sabio excepcional.
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