Reproducimos este artículo de Jutta Burgraff publicado en istmoenlinea.com.mx pues nos parece muy sabio y oportuno.
¿Perdonaríamos a quien nos ha dejado completamente en ridículo ante los demás, nos ha engañado o difamado? Perdonar es un reto importante del ser humano. No sólo hay que olvidar una agresión, sino asumir una ofensa y liberar al otro de la culpa. El verdadero perdón es incondicional, un don gratuito del amor, liberador y creativo.
Cuando alguien en un autobús lleno nos da un pisotón y con amabilidad pide perdón, ordinariamente no tenemos grandes dificultades en asentir aunque nos duela el pie. Somos conscientes de que no fue con intención, sino por descuido o movido por la fuerza de la gravedad. No es responsable de su acción. Falta una razón necesaria para que yo pueda ejercer el perdón en sentido propio, que se refiere a un mal que alguien nos ha ocasionado voluntariamente. Al hablar de auténtico perdón, el terreno es mucho más profundo que el de un pisotón accidental, es una herida en el corazón humano causada por la libre actuación de otro.
Todos sufrimos injusticias, humillaciones y rechazos; algunos deben soportar torturas, no sólo en la cárcel, sino en el trabajo o, incluso, en la propia familia; «El único dolor que destruye más que el hierro —dicen los árabes— es la injusticia que procede de nuestros familiares». Frente a esas heridas es posible reaccionar de formas diferentes —golpear a quienes nos han golpeado, hablar mal de quienes lo han hecho con nosotros…—, pero es una pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores o desesperación y, tal vez, es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más.
Sólo en el perdón brota nueva vida porque es renunciar a la venganza y querer, a pesar de todo, lo mejor para el otro. La tradición cristiana ofrece varios testimonios de esta actitud, como el caso del monje trapense muerto en Argelia con otros religiosos que habían permanecido en su monasterio, en 1994. En una carta que dejó para su familia agradecía a todos los que había conocido e incluía a sus asesinos: «Y también a ti, amigo de última hora, que no habrás sabido lo que hiciste. Sí, también por ti digo ese gracias y ese adiós cara a cara contigo». Quizá pensemos que son situaciones límite, reservadas para algunos héroes; ideales bellos, más admirables que imitables. Pero, ¿puede una madre perdonar al asesino de su hijo? ¿Perdonaríamos, por lo menos, a quien nos ha dejado por completo en ridículo ante los demás, a quien nos ha engañado o difamado?
¿QUÉ SIGNIFICA PERDONAR?
Cuando digo a alguien «te perdono», no olvido simplemente la injusticia, sino que rechazo la venganza y los rencores, y me dispongo a ver al agresor como una persona digna de compasión. Consideremos estos elementos con detenimiento.
Si me amputan un brazo infectado sentiré dolor y tristeza, incluso furia contra el cirujano. Pero no habrá nada que perdonar porque era necesario para salvarme. Es claro que el perdón sólo tiene sentido si alguien ha recibido un daño objetivo de otro. Por otro lado, perdonar no consiste en no querer ver el daño, colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias porque intentan eludir cualquier conflicto; buscan la paz a cualquier precio y pretenden vivir siempre en un ambiente armonioso.
Parece que todo les da igual. «No importa» si no les dicen la verdad; «no importa» si los utilizan como meros objetos para conseguir unos fines egoístas; «no importan» tampoco el fraude ni el adulterio. Tal actitud es peligrosa porque puede llevar a una completa ceguera ante los valores. La indignación e incluso la ira son reacciones normales y hasta necesarias en ciertos casos. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar.
Si uno acostumbra a callarlo todo, tal vez goce por un tiempo de una aparente paz; pero al final pagará un precio muy alto, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla gruesa, que levanta para protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su falta de autenticidad. Es normal que una injusticia duela y hiera, pero para sanarla es necesario verla. Si no, huimos sin cesar de la propia intimidad (es decir, de nosotros mismos); y el dolor nos carcome lenta e irremediablemente.
«Aunque nos maten —dicen—, no pueden hacernos ningún daño». Han logrado un férreo dominio de sí mismos, se sienten superiores a los demás y mantienen interiormente una distancia tan grande hacia ellos que nadie puede tocar su corazón. Como nada les afecta, no reprochan nada a sus opresores. ¿Qué le importa a la luna que un perro le ladre? El problema es que no hay relación interpersonal; para no sufrir se renuncia al amor. Quien ama, siempre se hace pequeño y vulnerable. Cuando a alguien nunca le duele la actuación de otro, el perdón es superfluo. Falta la ofensa y falta el ofendido.
Es imposible huir del sufrimiento. Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como un trauma y puede causar heridas perdurables o, a veces, convertir a alguien normal en una persona agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez habría sido mejor enfrentar directa y conscientemente la experiencia del dolor: hacerlo es la clave para conseguir la paz interior.
Actuar con libertad y sensatez
Perdonar es la única reacción que no re-actúa simplemente según el conocido principio «ojo por ojo, diente por diente». El odio provoca la violencia y ella justifica el odio. Al perdonar, corto ese círculo vicioso, libero al otro, que ya no está sujeto al proceso iniciado y, en primer lugar, me libero yo. Estoy dispuesto a desatarme de los enfados y rencores, no «re-acciono» de inmediato, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.
Superar las ofensas es muy importante para la propia vida. Max Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí misma; el otro le ha herido y ahí se recluye, se instala y encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con repeticiones del mismo acontecimiento.
El resentimiento hace que las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo, creando una especie de malestar e insatisfacción generales. En consecuencia, uno no está a gusto, ni en su propia piel ni en ningún lugar. Los recuerdos amargos encienden de nuevo la cólera y llevan a depresiones. Al respecto, es muy ilustrativo el refrán chino que dice: «El que busca venganza debe cavar dos fosas».
En su libro Mi primera amiga blanca, una periodista negra describe cómo la opresión que su pueblo había sufrido en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a los blancos, «porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado». Después de algún tiempo reconoció que su odio, por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que en vez de esperar el perdón de los blancos debía pedir perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirarlos como personas, no como opresores. Encontró al enemigo en su interior, formado de prejuicios y rencores que le impedían ser feliz.
Las heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad y originar reacciones desproporcionadas y violentas que nos sorprenden a nosotros mismos. Una persona herida hiere a las demás. Y, muchas veces, oculta su corazón tras una coraza, en apariencia dura, inaccesible e intratable. En realidad, no es así. Sólo necesita defenderse. Parece sólida, pero es insegura; está atormentada por malas experiencias. Ordenar el propio interior es un paso para hacer posible el perdón, pero es muy difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Quizá renunciemos a la venganza, no al dolor. Así, es claro cómo el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico. Se puede perdonar llorando.
Es ley natural que el tiempo «cura» algunas llagas. No las cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos hablan de la «caducidad de nuestras emociones». Llegará un momento en que una persona no pueda llorar más ni sentirse ya herida. Pero esto no es señal de que haya perdonado a su agresor, sino de que tiene ciertas «ganas de vivir».
Un determinado estado psíquico —por intenso que sea— no suele volverse permanente. A este estado sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa. No podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en nosotros el daño sufrido. Así sólo bloqueamos el ritmo de la naturaleza. La capacidad de desatarse y olvidar, por tanto, es importante para el ser humano, pero no tiene nada que ver con la actitud de perdonar, que no consiste sólo en «borrón y cuenta nueva». Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la justicia, que muchas veces pretende camuflarse. El daño debe reconocerse y, en lo posible, repararse. Hace falta «purificar la memoria» para que sea maestra de vida. Si vivo en paz con mi pasado aprenderé mucho de los acontecimientos que he vivido.
Renunciar a la venganza
Como el perdón expresa nuestra libertad, también es posible negarlo al otro. El judío Simon Wiesenthal cuenta sus experiencias en los campos de concentración. Un día, una enfermera se acercó y le pidió seguirle. Le llevó a una habitación donde agonizaba un joven oficial de las SS, quien le contó su vida: habló de su familia y de cómo llegó a colaborar con Hitler. Le pesaba sobre todo un crimen en el que había participado: los soldados a su mando habían quemado a 300 judíos encerrados en una casa. «Sé que es horrible —dijo el oficial—, durante las largas noches, mientras espero mi muerte, siento la gran urgencia de hablar con un judío sobre esto y pedirle perdón de todo corazón». Wiesenthal concluye: «De pronto comprendí y, sin decir una sola palabra, salí de la habitación». Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio.
El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo tipo de venganza. No habla de los demás desde sus experiencias dolorosas, evita juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con el corazón abierto. El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra. Todo ser humano es más grande que su culpa. Albert Camus da un ejemplo elocuente en una carta pública a los nazis sobre los crímenes cometidos en Francia: «Y a pesar de ustedes, les seguiré llamando hombres… Nos esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no respetaban en los demás».
El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar un castigo, sino que es, ante todo, una actitud interior. Significa vivir en paz con los recuerdos y no perder el aprecio a ninguna persona. Se puede considerar también a un difunto en su dignidad personal. Nadie está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz.
Al perdonar a alguien le decimos: «No, tú no eres así. ¡Sé quien eres! En realidad eres mucho mejor». Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.
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