Lutero coloca la propia subjetividad como lugar hermenéutico (clave para interpretar toda la realidad), con él se da un giro copernicano a todo el pensamiento religioso: lo importante no es Dios en sí, sino “Dios para mí”.
El doctor Martín Lutero (1483 – 1546), estrictamente hablando, no fue un filósofo; y al realizar su labor de explicar la Sagrada Escritura, de predicador o de teólogo, no le preocupaba en absoluto que sus palabras estuviesen en contradicción con algunas afirmaciones que parecían evidentes al sentido común; sin embargo, su influencia en la filosofía europea puede considerarse de primer orden. El monje agustino, profesor universitario y gran predicador fue por encima de todo, reformador de la Iglesia. Recomendamos sobre este tema dos obras: GARCIA-VILLOSLADA, R. Martin Lutero , BAC, Madrid 1973. Esta biografía de Lutero es una de las más extensas y solventes de las publicadas en lengua española, y otra más breve: L. F. MATEO-SECO, Martín Lutero: Sobre la libertad esclava, Madrid 1978.
Un Kant, un Hegel, un Feuerbach, el mismo Marx, le deben más de lo que muchas veces se supone a este hombre, cuyas palabras hacia la razón humana no es que fuesen precisamente halagadoras. Con frecuencia la llama "ciega, sorda, estúpida, impía y sacrílega en todas las palabras y obras de Dios" ("Sobre la libertad esclava" XVIII, 707). Lutero se consideraba el reformador de la Iglesia. Más aún: pensaba y afirmaba de sí mismo que era el hombre elegido para descubrir a los mortales el verdadero sentido del cristianismo, oscurecido por los sofistas —así llamaba a los teólogos— y por los papas.
"Por lo tanto, yo te digo —escribe en “De servo arbitrio” dirigiéndose a Erasmo— que yo en esta lucha intento una cosa que para mí es seria, necesaria y eterna, que es de tal calibre que es necesario que sea afirmada y defendida incluso por medio de la muerte, también aunque el mundo entero debiera arder en tumultos y guerras, más aún, aunque el mundo se precipitase en el caos y fuese reducido a cenizas" (XVIII, 625). Es claro que no está presentado su posición como un profesor que intenta la aprobación de la comunidad científica, sino como quien se siente portador de una misión.
En Lutero, su itinerario interior y su quehacer intelectual están indisolublemente unidos. Era un magnífico orador, precisamente porque a su dominio del idioma y a su apasionada imaginación unía la elocuencia de quien hace brotar sus palabras desde el hondón del alma, desde la propia experiencia. El era un hombre preocupado primordialmente por su propia salvación y asediado por insoportables temores interiores. El Lutero joven estaba aterrorizado por sus pecados y por el juicio divino. Y para salir de ese terror quiere estar cierto de su propia salvación. Esta es la clave: quiere estar cierto.
Analizando su extensa obra, se llega a pensar que es muy posible que la raíz última de su tremendo drama interior estribe en haber desconocido —o en no haber valorado en todas sus consecuencias— el hecho de que Dios se ha manifestado a los hombres como un padre, es decir, el hecho de que estamos llamados a ser hijos de Dios en Cristo. Y que Dios es siempre fiel a su paternidad. Jesús de Nazaret describió a ese Padre como poseído por una ternura inmensa en una de sus parábolas más poéticas: la parábola del hijo pródigo (Lucas 15, 11-30).
Lutero no se aplica todas las consecuencias que se siguen de pasajes como este y, en consecuencia, no logra superar su temor ante el destino y ante la posibilidad de condenarse, en definitiva, no logra superar su terror de Dios. "La majestad del Dios desconocido —escribe J. Lortz— es, desde su juventud, para Lutero la del juez airado. Por obra de las doctrinas ockamistas, este juez se convertirá más tarde en Dios del capricho. Pues esto es lo definitivo en el concepto de Dios del ockamismo: que Dios tiene que ser libre, libre hasta el capricho, de cualquier determinación o norma que nosotros podamos pensar o decir".
Es esta una vieja cuestión sobre la que se suele bromear, pues se trata de un problema tan conocido como el sofisma de Aquiles y la tortuga. Si Dios es omnipotente —se argumenta ante el desconcertado interlocutor—, lo puede hacer todo; en consecuencia, puede hacer el mal, porque si no pudiera hacerlo todo, no sería infinitamente libre. Lo que falta en ese argumento no es el concepto de omnipotencia de Dios, sino el concepto de libertad con que se juega, pues se considera a la libertad encapsulada en sí misma, aislada de las demás cualidades del ser que la posee, como son, por ejemplo, su sabiduría o su bondad. Si siguiendo la célebre definición del apóstol San Juan se dice que Dios es Amor (1 Jn 3, 8), no se puede añadir a continuación que, por ser omnipotente, es un ser arbitrario. Habrá que decir que, por muy poderoso y libre que sea ese Dios, su libertad es una libertad que procede del Amor y está normada por el Amor. Es, por lo tanto, una libertad que no puede elegir la injusticia, ni el mal, ya que hunde sus raíces en el Bien.
En un libro clave para conocer el pensamiento de Lutero —el “De servo arbitrio”, redactado para refutar a Erasmo de Rotterdam en 1525—, encontramos una definición de libertad en estrecha dependencia de Ockham, y que es buena muestra de la identificación entre libertad y poder a secas, es decir, entre arbitrariedad y libertad, que hace Lutero. En efecto, tras negar que se pueda decir seriamente que existe libertad en el hombre, prosigue: "Y si este vocablo significa algo, al menos, enseñemos a usarlo de buena fe de modo que se le conceda al hombre el libre albedrío sólo de la cosa que le sea inferior, no respecto de la cosa que le sea superior, esto es: que sepa que en sus facultades y posesiones tiene derecho de usar, hacer, omitir conforme a su capricho (pro libere arbitrio), aunque esto mismo esté regido por el libre arbitrio de Dios, hacia donde a El le plazca. Por lo demás, respecto a Dios, o en las cosas que atañen a la salvación o condenación, no tiene libre albedrío, sino que está cautivo, sometido y esclavo o de la voluntad de Dios o de la voluntad de Satanás".
El final de una vida
Cuando le llega la hora de la muerte, Lutero ha recorrido un largo camino. Había nacido el 10 de noviembre de 1483 en Eisleben, y había batallado duramente durante toda su vida. La muerte le encuentra tal vez cansado, pero en plenitud de facultades. Desde el 29 de enero de 1546, Lutero se encuentra en Eisleben para solucionar un conflicto surgido entre los condes de Mansfeld. E1 15 de febrero, tres días antes de morir, predica en la iglesia de San Andrés con su elocuencia habitual, comentando el Evangelio (Mateo 11, 25): "Yo te alabo, Padre (...), porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los sencillos". Como era de esperar los "sabios" y "prudentes", que desconocen las cosas de Dios, son el Papa y los obispos: También en estos días, Lutero se vuelve a sentir perseguido por el demonio.
Las últimas horas de Lutero, según cuentan los testigos presenciales, transcurrieron en un ambiente de paz. En la noche del miércoles 17 de febrero, ya antes de la cena, estando en su habitación, comenzó a sentir una opresión en el pecho. A pesar de esto baja a cenar. Tras le cena vuelve a sentir la opresión en el pecho. Le rodean y cuidan sus amigos, logra dormir serenamente unos minutos y a medianoche, puesto que se teme por su vida, se llama a dos médicos y a las autoridades de la ciudad. Está empapado en sudor. Según transmiten dos de los presentes, reza esta oración: ""Oh Padre mío celestial, Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Dios de toda consolación! Yo te agradezco el haberme revelado a tu amado Hijo Jesucristo" en quien creo, a quien he predicado y confesado, a quien he amado y alabado, a quien deshonran, persiguen y blasfeman el miserable papa y todos los impíos. Te ruego, señor mío Jesucristo, que mi alma te sea encomendada. Ah Padre celestial! Tengo que dejar ya este cuerpo y partir de esta vida, pero sé cierto que contigo permaneceré eternamente y nadie me arrebatará de tus manos". Poco después su vida se extinguió suavemente.
Su herencia
La personalidad de Martín Lutero, desde cualquier ángulo que se la considere, resulta inabarcable y no es posible presentar en tan pocas páginas una aceptable visión de conjunto de su pensamiento. Limitémonos, por tanto, a señalar dos cuestiones, que, sea cual sea la perspectiva desde la que se aborde la figura de Lutero, resultan siempre imprescindibles puntos de referencia. Me refiero al especial lugar que la subjetividad ocupa en todo su planteamiento y a lo que él llama teología de la cruz.
Como es sabido, Lutero eleva la experiencia de la debilidad que el hombre experimenta en sí mismo en la lucha contra las pasiones al nivel de una proposición teológica y universal: el hombre se encuentra intrínsecamente corrompido. Ahora bien, si el hombre se encuentra irreversiblemente corrompido, síguese que es extraño al plan salvador de Dios, es decir, es incapaz de cooperar con sus buenas obras a la propia salvación. Sólo puede contar su seguridad de que está salvado gratuitamente por Dios, es decir, sólo puede contar su fe fiducial. Lutero coloca la propia subjetividad como lugar hermenéutico (clave para interpretar toda la realidad), con él se da un giro copernicano a todo el pensamiento religioso: lo importante no es “Dios en sí”, sino “Dios para mí”.
En este sentido hay que entender las conocidas afirmaciones de esta carta a Melanchton: "Sé pecador y peca fuertemente, pero confíate y gózate con mayor fuerza en Cristo, que es vencedor del pecado, de la muerte y del mundo. Mientras estemos aquí abajo, será necesario pecar; esta vida no es la morada de la justicia, pero esperamos, como dice Pedro, unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habita la justicia" (Carta del 1 de agosto de 1521). No es que Lutero niegue la necesidad de luchar contra las reliquias del pecado, sino que insiste con la elocuencia que le caracteriza en que lo único que cuenta es la fe fiducial. Esta corrupción, que afecta a todo el hombre, le hace incapaz de conocer la verdad y de amar el bien. "La razón, que es ciega—escribe en su “De servo arbitrio”—, ¿qué dictará de recto? La voluntad, que es mala e inútil, ¿qué elegirá de bueno? Más aún, ¿qué seguirá una voluntad a la que la razón sólo le dicta las tinieblas de su ceguera y de su ignorancia? Así pues, errando la razón y corrompida la voluntad, ¿cuál es el bien que puede hacer o intentar el hombre?". Esto lleva consigo —y Lutero es consecuente— el encapsulamiento del hombre en la propia corrupción: el hombre, dada la corrupción de su razón, no puede estar cierto de haber alcanzado la verdad; de lo único que puede estar seguro es de su propia seguridad, es decir, de lo único que puede estar seguro es de la experiencia de la propia subjetividad.
Por una de esas paradojas frecuentes en el psiquismo humano, el radical pesimismo que ha llevado a Lutero a encerrar al hombre en su propia corrupción da origen al pensamiento de que el hombre se salva sin las obras —ahora imposibles—, apoyado en la fe fiducial, es decir, apoyado en la confianza que tiene de que Dios la otorga una salvación absolutamente pasiva y extrínseca. Todo se resuelve por la certeza subjetiva de haber sido justificado gracias a la imputación de los méritos de Cristo. La subjetividad se convierte así en el punto de partida para interpretar toda la revelación cristiana. El giro hacia la subjetividad característica de grandes corrientes de pensamiento de estos últimos siglos encuentra en Lutero uno de sus más radicales inspiradores.
La expresión "teología de la cruz" fue acuñada por Lutero y con ella expresa lo más característico de su forma de hacer teología. Al decir de sus mejores conocedores, esta expresión plasma también el núcleo fundamental de su pensamiento religioso. Ambas expresiones —teología de la cruz y teología de la gloría— entrañan en la pluma del profesor de Wittenberg un sentido que va más allá de la estricta significación de los términos usados. Lutero llama teología de la cruz a su forma de hacer teología, mientras que llama teología de la gloria —teología que se gloría en las fuerzas de la razón humana— a la teología escolástica. La teología de la cruz está marcada antes que nada y esencialmente por la oposición e incompatibilidad entre inteligencia natural y revelación, como el mismo Lutero hace notar ya programáticamente en la Disputa de Heidelberg. Afloran en ella los desgarramientos tan característicos de la posición luterana: para él son incompatibles Dios y mundo, Escritura y Tradición, Cristo y jerarquía eclesiástica, fe y obras. Normalmente, donde Lutero pone una "o", la teología católica coloca una "y": Escritura y Tradición, Dios y mundo, Cristo e Iglesia, Fe y obras, libertad y gracia, razón y fe.
Los cuatro siglos de una herencia
Al hablar de la herencia de Lutero, nos hemos centrado en su pensamiento, sin entrar en la historia del movimiento religioso que él suscitó y que llega hasta nuestros días. No era posible hacer esto en tan breve espacio. Sin embargo, ya los dos temas que hemos mencionado muestran hasta qué punto la gravedad de los planteamientos y el mismo respeto a la figura del Reformador exigen estudiar a fondo las cuestiones que propone, con serenidad y cariño, sin soslayar las dificultades, y con el ánimo abierto hacia la captación de la verdad en toda su universalidad.
En sus escritos y en su predicación, Lutero intenta poner de relieve la absoluta soberanía de Dios y la gratuidad de la gracia. El problema surge cuando se entiende que la gratuidad de la gracia conlleva el que el hombre no puede colaborar con ella. Un más hondo sentido de la soberanía de Dios, de su omnipotencia, muestra que la solución es otra: la gracia es gratuita y, al mismo tiempo, eficaz, es decir, capaz de regenerar al hombre hasta hacerlo verdaderamente bueno y, en consecuencia, capaz de colaborar con la gracia de Dios en la propia salvación. Algo similar acontece con la teología de la cruz. En efecto, la cruz pone de manifiesto la gravedad del pecado humano. Pero al mismo tiempo y antes que nada, ella es signo del amor de Dios a esta tierra, de la fidelidad de Dios a su paternidad sobre el hombre. De hecho el Evangelio es Buena Noticia precisamente porque es predicación del amor de Dios al hombre y, ciertamente, al hombre después del pecado.
Más de cuatro siglos después de su muerte, Lutero continúa atrayendo por su enorme fuerza personal, por el drama interior que es la clave de toda su vida, por la radicalidad y gravedad de las cuestiones que supo plantear y formular. Estos ya casi cincos siglos muestran también las graves consecuencias que se siguieron de su postura y son una llamada al sentido de responsabilidad y a la esperanza de que con una comprensión cada vez más honda del misterio de la cruz en el que se revela también la íntima naturaleza de Dios, resplandezca la verdad completa sobre Dios y sobre el destino humano con toda su fuerza de unir a los hombres.
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