La educación de la sexualidad en los más jóvenes encierra, con frecuencia, peligrosas contradicciones. Algunos estudios recientes parecen demostrar que la educación basada solo en la abstinencia no funciona. Pero, igual que en las campañas contra el tabaco o la violencia de género, esto solo significa que hay que hacerlo mejor, no abandonar los esfuerzos. El autor de este artículo es Jokin de Irala, Doctor en Salud Pública por la Universidad de Massachusetts.
Los adolescentes pueden vivir peligrosamente, y, en la actualidad, la sociedad les brinda muchas oportunidades para hacerlo. Como consecuencia, nos encontramos ante una ola de borracheras juveniles, enfermedades mentales inducidas por drogas, e infecciones de transmisión sexual, por mencionar solamente tres de los excesos a los que los jóvenes pueden verse involucrados.
El gobierno está intensificando sus esfuerzos para educar a los jóvenes en lo referente a los daños derivados del consumo de alcohol y de cocaína. Dado que, cuanto más joven se empieza con el abuso de substancias, mayor es el daño, la mejor elección para los adolescentes es, claramente, no ingerir alcohol ni fumar ni consumir ningún otro tipo de drogas.
Pero ¿qué sucede con el sexo? ¿Es la abstinencia la mejor elección para los adolescentes, y deberíamos hacer todo lo posible por persuadirles de que se abstengan de la experimentación sexual? ¿O es una meta inalcanzable para la mayoría de los jóvenes, basada en ideales sobre el amor y el sexo que son simplemente un residuo de épocas pasadas? ¿Hacemos todo lo posible cuando decimos que “está bien no mantener relaciones sexuales”, y, luego, nos pasamos el día explicando a los chavales cómo protegerse si lo hacen?
Dos modos de enfocar la educación
Estas cuestiones reflejan dos modos de enfocar la educación de los más jóvenes sobre el sexo que, actualmente, parecen estar en conflicto frontal, sobre todo en Estados Unidos, donde el futuro de la financiación gubernamental para los programas de ‘sólo abstinencia’ pende de un hilo.
Como consecuencia, las conclusiones de las investigaciones del entorno, muy politizadas, pueden ser críticas. Dos estudios publicados recientemente sobre el programa de ‘sólo abstinencia’ en Estados Unidos han dado lugar a una serie de titulares que manifiestan que “la educación en la abstinencia no funciona”. El más reciente de los dos, publicado en la influyente revista British Medical Journal, es el realizado por un grupo de investigadores de la Universidad de Oxford, que revisaron 13 estudios científicos en los que se valoraban los programas de abstinencia. Estos investigadores llegaron a la conclusión de que dichos programas “no eran eficaces”.
Los educadores en la abstinencia no deberían desanimarse ante tales resultados. Lo que Kristen Underhill y sus colegas hicieron fue buscar estudios que tratasen sobre el tema de la prevención de la infección por VIH –el punto fundamental en la educación sexual–, y que estuvieran, más o menos, bien diseñados. Sin embargo, dichos estudios constituían una mezcla muy heterogénea, y, aunque los investigadores realizaron un gran trabajo de síntesis del material examinado, sus conclusiones pasaron por alto problemas metodológicos muy serios.
Por ejemplo, ¿cómo comparar programas que oscilan en duración entre 1 sesión y 720 sesiones, o evaluar resultados de forma fiable cuando hay tasas de abandono del 5 al 45%? Dados estos problemas, el número total de jóvenes con los que se llevaron a cabo los estudios revisados –15.940– no tiene especial relevancia, aunque se haga referencia a dicho número para dotar de más autoridad al análisis.
¿Eficaces o no?
A pesar de estas deficiencias, sin embargo, los científicos de Oxford afirman rotundamente que “la evidencia del análisis sugiere que los programas de ‘sólo abstinencia’ que intentan prevenir la infección por VIH no son eficaces”. Y esta afirmación es corroborada por una editorial amiga en el BMJ que, con relación a los 13 estudios examinados, considera que son “notablemente consistentes” cuando sugieren que los programas de ‘sólo abstinencia’ no aumentaron ni la abstinencia sexual primaria ni la secundaria.
Incluso, los editorialistas van más allá, diciendo que: “En contraste con los programas de ‘sólo abstinencia’, aquéllos otros que promueven el uso de condones reducen enormemente el riesgo de contraer el VIH”. Y, para apoyar dicha afirmación, citan tres artículos, dos de los cuales datan de finales de los 90. El editorial termina argumentando que el dinero no debería ser gastado en programas de ‘solo abstinencia’, sino más bien en programas que promuevan el uso del condón.
Desconozco bajo qué criterios se excluyeron otros trabajos que mostraban lo contrario, antes de realizar estas afirmaciones. Por ejemplo, los resultados de un ensayo que se realizó en Uganda señalaban un aumento en las conductas de riesgo para el VIH en el grupo de intervención, donde se promovía el uso y el suministro del condón. Y DiCenso y colaboradores llevaron a cabo un meta-análisis, en el que se reflejaba que diversos programas, incluidos algunos de centros de planificación familiar, no resultaban muy eficaces ni a la hora de mejorar el uso de los anticonceptivos, ni de posponer el comienzo de relaciones sexuales, ni de evitar los embarazos imprevistos. Pero, entonces, nadie solicitó que se eliminase la financiación de los centros de planificación familiar.
A la luz de los problemas con los que se topó el equipo de Oxford, quizás habría sido más prudente decir que no había evidencia de que los 13 programas concretos de ‘sólo abstinencia’ que ellos revisaron hubiesen dado mejores resultados que las alternativas evaluadas. Esto no significa que “la promoción de la abstinencia no funciona”, que es lo que algunos medios están intentando transmitir a la gente.
Mensajes contradictorios
En cualquier caso, la verdadera cuestión no es si esos programas son eficaces o no. Lo que realmente importa es saber si nos estamos planteando las preguntas correctas con relación a estos programas. ¿Cree alguien, realmente, que es posible cambiar cualquier conducta humana con una docena de clases en la escuela si los padres, en casa, los programas de la televisión, las películas, las revistas para jóvenes, las autoridades sanitarias y educativas, y la sociedad en general, transmiten el mensaje contrario?
Pensemos en la llamada violencia de género, el sexismo, la discriminación, el fracaso escolar, la falta de ejercicio, la comida basura, el problema de la bebida y de la conducción, del tabaco y de otro tipo de drogas. ¿Cambiarían estas conductas una docena de clases impartidas en 2º y 3º de la E.S.O. si en todas partes el mensaje fuese diferente?
La pregunta para estas cuestiones es “cómo” podemos transmitir los mensajes correctos, y no “si” deberíamos transmitirlos. Si un programa cuya finalidad es prevenir la violencia de género no tiene éxito, sería un gran error concluir que “la educación contra la violencia no es eficaz”. Dado que ese programa concreto ha fallado, lo que tendríamos que pensar, más bien, es en la manera de hacerlo mejor, o, al menos, en cómo podríamos conseguir que dicho programa tuviese éxito.
No olvidemos que muchos programas anti-tabaco tienen poco éxito, y, sin embargo, nadie duda que debemos prevenir el tabaquismo en los jóvenes. ¿Esperamos, realmente, que la ‘promoción de la abstinencia’ a lo largo de unas pocas clases pueda resultar eficaz en una sociedad en la que muchos medios de comunicación están transmitiendo exactamente el mensaje contrario? La cuestión es: ¿creemos, realmente, que la abstinencia es una buena elección para nuestros jóvenes, y queremos, realmente, fomentar la abstinencia?
La educación del carácter
No soy, necesariamente, un defensor de los programas de ‘sólo abstinencia’. Al menos, no para los adolescentes mayores. Personalmente, creo que la verdad es lo mejor que podemos dar a nuestros jóvenes para ayudarles a que elijan mejor y de manera más saludable. Pero deberíamos fortalecerlos también para que puedan hacer las mejores elecciones, y, en lo que se refiere a las conductas, la educación del carácter es fundamental.
No podemos limitarnos a darles información y eslóganes; debemos ayudarles a interiorizar los buenos valores, así como a desarrollar las aptitudes, o las costumbres, que se corresponden con éstos. Y éste no es el trabajo de un programa concreto.
Siempre es mejor “evitar riesgos” que “reducir riesgos”, y los mensajes deberían adecuarse a los grupos específicos a los que van dirigidos. Existe una evidencia epidemiológica firme en favor de la estrategia de prevención ABC –Abstinencia, Basarse en la fidelidad, y uso del Condón–. La abstinencia y la monogamia mutua son mejor para evitar el riesgo, mientras que los condones pueden reducir, aunque nunca eliminar del todo, el riesgo en aquellas personas que eligen no evitar riesgos con ‘A’ y ‘B’.
Un documento de consenso publicado por The Lancet en 2004 hacía hincapié en la importancia de priorizar mensajes de llamamiento a posponer la iniciación sexual en los jóvenes, o a la vuelta a la abstinencia para los que mantenían relaciones esporádicas. En el caso de que se optase por mantener relaciones sexuales, el consenso priorizaba el mensaje de la monogamia mutua. Y, para aquellos que elegían no aceptar ‘A’ ni ‘B’, el documento señalaba que se les debía informar de que, con la opción C, se reducía el riesgo de infección, aunque nunca se eliminaba totalmente.
Los firmantes del consenso Lancet consideraban que no era acertado que las políticas de salud pública diesen el mismo tipo de prioridad a un mensaje (el uso del condón) a adolescentes que no han empezado a ser sexualmente activos y a personas que se dedicaban al comercio del sexo. Se debe transmitir toda la verdad, pero los programas llamados de ‘abstinencia plus’, porque añaden información sobre el preservativo, tienen que estar ‘centrados en la abstinencia’, y no ser solamente programas que ponen la información sobre el condón y la promoción de la abstinencia en el mismo nivel. Hay evidencias que muestran que los programas “centrados en la abstinencia’ son útiles.
Por otro lado, si la promoción del uso del condón (reducción de riesgo) no se lleva a cabo de forma cautelosa, en realidad, puede fomentar una falsa sensación de seguridad en los jóvenes, así como, paradójicamente, conducir a un aumento de las conductas de riesgo y su vulnerabilidad: por ejemplo, iniciación sexual a una edad temprana, mayor número de parejas sexuales. Este fenómeno se conoce como “compensación de riesgo”. En ningún país africano se ha conseguido reducir la incidencia del VIH con programas basados exclusivamente en la promoción del condón, mientras que aquellos países que han integrado ‘A’ y ‘B’ en programas nacionales integrales han logrado reducir la incidencia del VIH.
¿Qué queremos transmitir?
Nuestro principal problema consiste en decidir qué queremos transmitir a nuestros jóvenes. Es poco probable que un programa ayude a cambiar las conductas de riesgo, a menos que se dé información verdadera a los jóvenes, y a menos también que se les fortalezca con habilidades necesarias para la vida, como sucede a través de la educación del carácter. Pero difícilmente podremos conseguirlo si la sociedad en general, y, especialmente, las autoridades educativas y sanitarias no realizan un verdadero esfuerzo para transmitir mensajes coherentes a los grupos específicos a los que van dirigidos, ayudando, de ese modo, a que los padres puedan realizar también su tarea educativa en el hogar.
¿Estamos preparados para transmitir lo que es mejor para nuestros hijos, así como para confiar en su capacidad para tomar la decisión correcta? ¿O deberíamos decidir por ellos, de manera pesimista y condescendiente, que no pueden conseguir evitar riesgos, y que no tienen otra elección que reducir riesgos?
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