Me ha parecedo muy bueno el último libro de la Dra. Jutta Burggraf, titulado “Libertad vivida con la fuerza de la fe”. Trata, con la claridad que es habitual en la autora, un tema difícil e importante: la conciencia y autonomía de la persona. Recomiendo vivamente su lectura y copio unos fragmentos dedicados a la conciencia.
La voz de Dios en nosotros se llama tradicionalmente «conciencia». El término viene del latín y no significa nada menos que «saber con» Dios: saber con Dios lo que tengo que hacer en cada momento concreto para realizar su proyecto sobre mí. Es una participación en la misma sabiduría divina.
La conciencia da una extraordinaria dignidad al hombre. Es como el hilo directo -el «teléfono rojo»- que cada uno de nosotros tiene con Dios y que vale más que cualquier mandato o consejo que podamos recibir de otras personas. La conciencia es «el primero de todos los vicarios de Cristo» (Catecismo de la Iglesia, 1778). ¿Quién podría atreverse a afirmar que sus palabras sean más importantes que lo que Dios me dice directamente?
Nos encontramos en el núcleo del corazón humano, que para muchos pensadores es lo más grande que hay en el mundo bajo las estrellas. «En la conciencia, el hombre queda a solas con lo mejor o peor de sí mismo, y a través cíe la conciencia... queda sobre todo a solas con Dios.» A través de la conciencia -esto es, a través de nuestros pensamientos y sentimientos más íntimos-, Dios nos habla, nos instruye y enseña a vivir en consonancia con nuestro auténtico ser. Si escuchamos su voz y estamos dispuestos a seguirla, no disminuyen ni nuestra creatividad como tampoco la ingeniosidad. Todo lo contrario, es entonces, cuando somos realmente «originales», tal como nadie ni antes ni después jamás ha existido, ni existirá. Dios te comunica otras cosas a ti que a mí. Cada uno es un «hijo único» para Él. Por esto, cada uno puede enriquecer a los demás, pues tiene algo que los otros no tienen, y todos podemos aprender de todas y cada una de las personas que nos rodean.
Seguir la conciencia
Cada hombre debe obrar en armonía con lo que le dice su conciencia. Dios le infunde una luz en la inteligencia y -si no la apaga voluntariamente- está capacitado para hacer el bien sin necesitar, en un primer momento, una ayuda especial de lo exterior. Es más, no debe seguir los consejos de otras personas, cuando éstos contradicen lo que considera bueno en lo más profundo de su corazón.
La vida moral se basa, pues, en el principio de una «justa autonomía» del hombre, que posee en sí mismo la ley, recibida del Creador, y es sujeto personal de lo que hace. Tiene obligación de seguir fielmente los dictámenes de su conciencia, tal como lo hizo -de un modo extraordinariamente ejemplar- el cardenal Newman, que podía afirmar al final de su larga vida: «Nunca he pecado contra la luz.»
Sólo actuando así, el hombre se unirá a Dios y a los planes sobre su propia vida. Por tanto, nadie le puede forzar a obrar en contra de sus convicciones. Ni tampoco se le debe impedir que obre según ellas. Visto desde otra perspectiva, nadie debe cargar sobre otros la responsabilidad de su propia actuación. Si lo hiciera, perdería la dignidad de ser un «hijo libre» y se convertiría en un «esclavo» que pertenece a su dueño. «El que actúa espontáneamente, actúa libremente. Pero el que recibe el impulso de otro, no actúa libremente.» (Tomás de Aquino) Se ha convertido ya en una noticia común el hecho de que los funcionarios de regímenes políticos, cuando son llevados a juicio, justifican homicidios, torturas, saqueos y otros crímenes con la excusa de haber obedecido a los mandatos de sus superiores.
En la vida cotidiana, deberíamos acostumbrarnos a actuar por convicciones, no por convenciones. No debemos consentir que otros nos lleven hacia donde no queremos ir, o que el ambiente nos seduzca a obrar sin pensar. «Con razón se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta, cuando puede discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un juicio propio.» (Juan Pablo II)
Formar la conciencia
Una persona sólo puede seguir una verdad que ha comprendido. No puede hacer cosas que considera absurdas o nocivas, al menos no puede hacerlo durante largo tiempo sin volverse desgraciada. Esto vale incluso para la práctica de la religión. Santo Tomás advierte con prudencia: «Aquel que evita el mal, no porque es un mal, sino porque es un precepto del Señor, no es libre. Por el contrario, el que evita el mal porque es un mal, ése es libre... Es libre no en el sentido de que no esté sometido a la ley divina, sino porque su dinamismo interior le lleva a hacer lo que prescribe la ley divina.» Mientras un adolescente no sabe lo que es la Santa Misa, el precepto dominical le parecerá un pesado formalismo, que quizás evita no cumplir por un confuso sentimiento de deber o simplemente por presiones familiares. Si, en cambio, comprende y acoge con fe el sentido de la celebración litúrgica, acude con alegría a la Misa, y no sólo los domingos.
Tenemos que seguir siempre el dictamen de la conciencia, aunque sea equivocado, como si nos dijera que no es lícito comer carne de cerdo o ir al teatro o bailar.'
Si actuamos en contra de lo que nos dice, nos corrompemos, aún en el caso en que, objetivamente, no hagamos ningún mal, como cuando comemos cerdo, bailamos o acudimos al teatro.
Aquí se manifiesta que la conciencia, aunque sea para nosotros «el primero de todos los vicarios de Cristo», no es la última instancia que determina la bondad o maldad de nuestras actuaciones. Efectivamente, la conciencia tiene una «autonomía relativa», puesto que está ordenada hacia la plena verdad y «en relación» con ella.
Por tanto, tenemos el grave deber de formar la conciencia, porque su función no consiste en crear, sino en encontrar la verdad y los valores. Sólo si rezamos, si estudiamos y contemplamos la ley divina, permanecemos en contacto íntimo con Dios. En otro caso, no es posible distinguir las palabras que Dios quiere comunicarnos, de la voz de nuestro egoísmo y de nuestro orgullo.
La conciencia puede estar deformada en dos sentidos: puede ser superficial y embotada; o puede ser miedosa y escrupulosa, viendo deberes donde no los hay y exagerando las exigencias sin medida. En el primer caso, no se oye la voz de Dios, sino sólo los ruidos producidos por uno mismo o por los demás. El ejemplo típico es un señor burócrata que se limita a ser la longa manus de sus jefes: su conciencia está completamente «limpia»: nunca la ha usado. Puede ser sumamente diligente y eficaz, pero vive una vida infrahumana. La libertad no se hizo para los pusilánimes que tiemblan ante su enorme responsabilidad, y nunca osan formarse un juicio propio.
En el otro extremo, se encuentran algunas personas que sufren continuamente «sentimientos de culpa» por actuaciones que, objetivamente, no son malas. Sus sentimientos no señalan una culpa verdadera, sino que muestran más bien una falta de claridad en su modo de entender los preceptos. Se acusan, por ejemplo, de «faltas de caridad» cuando ven defectos en los demás...
Con respecto a la conciencia no vale la sentencia: «cuanto más severa, tanto mejor», sino más bien aquella otra: «cuanto más verdadera, tanto mejor». Lo que importa, es la conexión con Dios, que nos otorga la claridad interior que necesitamos. No sólo nos amonesta y nos conduce a evitar lo prohibido, sino sobre todo nos anima a hacer lo pedido y a emprender grandes cosas.
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