miércoles, 26 de diciembre de 2007

Moral de la ley y moral de la felicidad

Sobre los dos planteamientos de la moral ya hemos publicado algo en este blog. Recuperamos ahora una interesante entrevista a Servais Pinckaers publicada hace años en Studi Cattolici. Pensamos que las palabras del profesor de Moral fundamental de la Universidad de Friburgo (Suiza) pueden dar luces sobre esta importante cuestión.

- Usted ha establecido una importante distinción entre moral de la ley y moral de la felicidad. ¿Podría explicarla?
- Se puede decir, a grandes rasgos, que hasta el siglo XIII todas las escuelas de filosofía o de teología concebían la moral como una respuesta al problema de la felicidad y la organizaban en torno a las virtudes. En cambio, a partir del siglo XIV, la moral se ha centrado cada vez más en torno a las obligaciones, a los imperativos, hasta el punto de llegar a excluir la consideración de la felicidad.
De ahí se derivan dos sistematizaciones diferentes que provocan también una sutil modificación del sentido de las palabras. Basta pensar en la ley, por ejemplo. En Santo Tomás la ley era obra de la sabiduría prudencial del legislador, que apelaba a la virtud de la justicia, mientras que en el siglo XIV se convierte en la expresión de la pura voluntad de quien la promulga y la impone con la fuerza de la obligación.
La preferencia por una moral de la felicidad y de las virtudes no significa, sin embargo, una vuelta atrás; más bien tiene la gran ventaja de restablecer la conexión perdida entre la moral y las aspiraciones espirituales más profundas, que constituyen el deseo de felicidad. Pero hay que estar atentos para no oponer de manera desconsiderada moral de la felicidad y de las virtudes y moral de la obligación. De hecho, una moral de la felicidad comprende todas las obligaciones morales esenciales, pero las integra adecuadamente en un marco más amplio, poniéndolas al servicio de las virtudes.

- ¿Podría delinear la estructura interna de estos dos tipos de moral?
- Resumiendo, podría decirse que una opone la ley a la libertad y hace de la moral el reino de las obligaciones legales, expuestas en el orden de los mandamientos del Decálogo, entendido a su vez como el código de las obligaciones esenciales. La otra, en cambio, considera a la ley como educadora de la libertad con vistas a desarrollarla, a través de esas cualidades dinámicas del hombre que son las virtudes. Así, esta moral se organiza en torno a las virtudes teologales y morales, de las cuales los mandamientos son como servidores. Tampoco se puede olvidar que Santo Tomás asigna un papel importantísimo, junto a las virtudes, a los dones del Espíritu Santo.

- Una tesis típica de la moral del deber, a partir de Kant, afirma que vivir teniendo como punto de referencia la felicidad es una forma de egoísmo, porque suprime el punto de vista verdaderamente moral, que coincide con el deber. ¿Cómo responde a esta crítica y cuál es el puesto del deber en una moral de la felicidad?
- Todo depende de la felicidad que se propone, de la respuesta que se da, en la teoría y en la práctica, a la pregunta: ¿cuál es la verdadera felicidad del hombre? ¿Acaso podemos decir que las bienaventuranzas evangélicas, que según Santo Tomás expresan las respuestas de Cristo a esta pregunta, son egoístas? ¿O no constituyen más bien el antídoto más poderoso contra toda forma de egoísmo? El Evangelio nos enseña una alegría que se experimenta en la donación, que nace de la contradicción, y que es muy distinta de la "suma de placeres" que nos imaginamos cuando hablamos de la felicidad.
Por otra parte, ¿se puede vivir y actuar, en lo moral como en otros casos, sin un fin que nos oriente? El problema es saber cuál es el verdadero fin para nosotros, el más digno de amor. Por tanto, el sentido del deber ha de ser entendido como uno de los componentes de la virtud y viene exigido por el verdadero bien. El deber es más interno que la obligación y, en este sentido, está más cerca de la virtud. Sin embargo, el puro imperativo adolece de una cierta rigidez, que no se da en el caso de la verdadera virtud. La virtud permite actuar con espontaneidad y placer, a pesar del esfuerzo requerido. En cambio, en las morales del deber se advierte una desconfianza casi instintiva (!) hacia la espontaneidad y las inclinaciones, lo que le lleva hacia el rigorismo.

- ¿La moral católica debe ser considerada una moral de la ley o de la felicidad?
- La moral cristiana, basada en el Evangelio, es una moral de la felicidad por la apelación a las bienaventuranzas y el don de las promesas divinas. Al mismo tiempo es una moral de la Ley, pero de una Ley renovada y entendida como enseñanza de los caminos de Dios hacia el reino de los cielos, principalmente por medio de las virtudes reunidas en torno a la justicia, a la prudencia, a la caridad, personificadas en Cristo. No es, pues, una moral de la ley en el sentido jurídico moderno.
No obstante, la moral católica post-tridentina se adaptó a las ideas de la época; asumió una estructura que la hace similar a las concepciones jurídicas y la acerca al derecho canónico. Así lo testimonia la expresión "tribunal de la penitencia" utilizada a menudo para designar el sacramento del perdón, según una de las preocupaciones fundamentales de los moralistas de entonces. Se reorganizó, pues, la moral en torno a la ley como fuente de obligaciones, dejando al margen la cuestión de la felicidad, que en cambio era primordial en Santo Tomás. En filosofía, Kant irá en la misma dirección, a su modo, centrando la moral sobre el imperativo categórico y excluyendo la cuestión de la felicidad.
A mi modo de ver, volver a considerar la cuestión de la felicidad es indispensable para restablecer los lazos profundos con el Evangelio.

sábado, 22 de diciembre de 2007

La conversión de San Agustín

Agustín de Tagaste era un joven y brillante orador, dotado de una gran inteligencia y un corazón ardiente. Su adolescencia transcurrió entre diversas escuelas de Tagaste y Cartago, de manera un tanto turbulenta. Durante años anduvo sin apenas rumbo moral en su vida, muy influida por amistades poco recomendables: "Mientras me olvidaba de Dios –dice de sí mismo–, por todas partes oía: ¡Bien, bien!".
"Yo ardía en deseos de hartarme de las más bajas cosas y llegué a envilecerme hasta con los más diversos y turbios amores; me ensucié y me embrutecí por satisfacer mis deseos. Me sentía inquieto y nervioso, solo ansiaba satisfacerme a mí mismo, hervía en deseos de fornicar. (...) ¡Ojalá hubiera habido alguien que me ayudara a salir de mi miseria...!".

No era feliz: "Sabía que Dios podía curar mi alma, lo sabía; pero ni quería, ni podía; tanto más cuanto que la idea que yo tenía de Dios no era algo real y firme, sino un fantasma, un error. Y si me esforzaba por rezar, inmediatamente resbalaba como quien pisa en falso, y caía de nuevo sobre mí. Yo era para mí mismo como una habitación inhabitable, en donde ni podía estar ni podía salir. ¿Dónde podría huir mi corazón que huyese de mi corazón? ¿Cómo huir de mí mismo?".
Buscaba la verdad en diversas ideologías. Habló con las figuras intelectuales más destacadas para encontrar respuesta a las situaciones culturales y sociales de su época. Pasaba de maestro en maestro y de ideología en ideología. Pero nada le llenaba el corazón. Leía incesantemente. Triunfó dando clases y conferencias, hasta convertirse en un personaje de moda. Era un pensador influyente al que llamaban de todos los sitios.
Estando en Milán, en el año 384, acudía, sin demasiada buena disposición, a escuchar las homilías de Ambrosio, obispo de la ciudad. Ambrosio era un hombre de una gran talla intelectual, y Agustín estaba interesado en su oratoria, no en su doctrina, pero "al atender para aprender de su elocuencia –explicaba–, aprendía al mismo tiempo lo que de verdadero decía". Le parecía que aquel hombre explicaba de un modo distinto los pasajes de la Sagrada Escritura que él ridiculizaba en sus clases y que ahora le empezaron a parecer verdaderos.
El 1 de enero del año 385 se estaba preparando para hablar ante toda la Corte del Emperador Valentiniano, instalada por entonces en aquella ciudad. Agustín estaba consiguiendo sus propósitos de triunfar gracias a su elocuencia, pese a ser aún muy joven. Pero notaba que algo en su vida estaba fallando. "Al volver –escribiría más adelante–, y pasar por una de las calles de Milán, me fijé en un pobre mendigo que, despreocupado de todo, reía feliz. Yo, entonces, interiormente, lloré".
Una cascada de sentimientos se desbordó en el corazón de Agustín. Caminaba, como siempre, rodeado de un grupo de amigos. "Les dije que era nuestra ambición la que nos hacía sufrir y nos torturaba, porque nuestros esfuerzos, como esos deseos de triunfar que me atormentaban, no hacían más que aumentar la pesada carga de nuestra infelicidad".
"No hago más que trabajar y trabajar para lograr mis objetivos, y cuando los consigo, ¿soy más feliz? No. Tengo que seguir bregando contra todo y contra todos para mantenerme en mi puesto. Mientras tanto, ese tipo vive tan contento sin tener nada... Bueno; no sé si estará contento, no sé si será realmente feliz, pero, desde luego, el que no soy feliz soy yo... No es que me guste su vida, ¡es mi vida la que no me gusta! He conseguido un status, una posición económica y cultural... ¿y qué?". "No compares –le dijeron sus amigos–. Ese tipo se ríe porque habrá bebido. Y tú tienes todos los motivos para estar feliz, porque estás triunfando...".
Sí, estaba triunfando, pero aquellos éxitos en su cátedra y en sus conferencias, más que alegrarle, le deprimían. "Al menos –se decía– ese mendigo se ha conseguido el vino honradamente pidiendo limosna, y yo... he alcanzado mi status a base de traicionarme a mí mismo. Si el mendigo estaba bebido, su borrachera se le pasaría aquella misma noche, pero yo dormiría con la mía, y me despertaría con ella, y me volvería a acostar y a levantar con ella día tras día".
La crisis se había desencadenado. Pero la lucha no había hecho más que empezar, llena de vacilaciones. "La fe católica me da explicaciones a lo que me pregunto...; sin embargo, ¿por qué no me decido a que me aclaren las demás cosas?".
En su vida moral seguía haciendo lo que le apetecía. Deseaba salir de aquella situación, pero, a la vez, se sentía incapaz. "Si uno se deja llevar por esas pasiones, al principio se convierten en una costumbre, y luego en una esclavitud...".
Era un esclavo de esas pasiones, lo reconocía. Por eso, el tiempo pasaba y Agustín se resistía a cambiar. "Deseaba la vida feliz del creyente, pero a la vez me daba miedo el modo de llegar a ella". "Pensaba que iba a ser muy desgraciado si renunciaba a las mujeres... ". "¡Qué caminos más tortuosos! Ay de esta alma mía insensata que esperó, lejos de Dios, conseguir algo mejor. Daba vueltas, se ponía de espaldas, de lado, boca abajo..., pero todo lo encontraba duro e incómodo...".
Agustín va poco a poco logrando vencer la sensualidad y la soberbia, pero se encuentra también con otro poderoso enemigo: "Me daba pereza comenzar a caminar por la estrecha senda". "Todavía seguía repitiendo como hacía años: mañana; mañana me aparecerá clara la verdad y, entonces, me abrazaré a ella".
El proceso de su conversión pasó –según contaría él mismo en su libro Las Confesiones– por multitud de pequeños detalles. El paso definitivo se produjo un día de agosto del año 386, en que recibió la visita de su amigo Ponticiano. Tuvieron una animada conversación. En un momento dado, Ponticiano le contó la historia de un monje llamado Antonio, y luego, viendo el creciente interés de Agustín, una anécdota suya personal. Le contaba esas cosas con intención de acercarle a Dios, pero probablemente no sospechó el fuerte influjo que produjeron en Agustín. "Lo que me contaba Ponticiano me ponía a Dios de nuevo frente a mí, y me colocaba a mí mismo enérgicamente ante mis ojos para que advirtiese mi propia maldad y la odiase. Yo ya la conocía, pero hasta entonces quería disimularla, y me olvidaba de su fealdad". "Me puso cara a cara conmigo mismo para que viese lo horrible que era yo".
Mientras su amigo hablaba, Agustín pensaba en su alma, que encontraba tan débil, oprimida por el peso de las malas costumbres que le impedían elevarse a la verdad, pese a que ya la veía claramente. "Habían pasado ya muchos años, unos doce aproximadamente, desde que cumplí los diecinueve, desde aquel año en que por leer a Cicerón me vi movido a buscar la sabiduría."
"Había pedido a Dios la castidad, aunque de este modo: "Dame, Señor, la castidad y la continencia, pero no ahora", porque temía que Dios me escuchara demasiado pronto y me curara inmediatamente de mi enfermedad de concupiscencia, que yo prefería satisfacer antes que apagar". "Se redoblaba mi miedo y mi vergüenza a ceder otra vez y no terminaba de romper lo poco que ya quedaba".
Ponticiano terminó de hablar, explicó el motivo de su visita, y se fue. El combate interior de Agustín se acercaba a su final. Cada vez faltaba menos, pero "podía más en mí lo malo, que ya se había hecho costumbre, que lo bueno, a lo que no estaba acostumbrado".
Se decía: "¡Venga, ahora, ahora!". Pero cuando estaba a punto... se detenía en el borde. Era como si los viejos placeres le retuviesen, diciéndole bajito: "¿Cómo? ¿Es que nos dejas? ¿Ya no estaremos contigo, nunca, nunca? ¿Desde ahora ya no podrás hacer eso... , ni aquello? ¡Y qué cosas, Dios mío, me sugerían con las palabras eso y aquello!". Los placeres seguían insistiéndole: "¿Qué? ¿Es que piensas que vas a poder vivir sin nosotros, tú? ¿Precisamente tú...?". Miró a su alrededor. Muchos lo habían logrado. "¿Por qué no voy a poder yo –se preguntó– si éste, si aquel, si aquella, han podido?".
Salió con su amigo Alipio al jardín de la casa. "¡Hasta cuándo –se preguntaba–, hasta cuándo, mañana, mañana! ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias?". Mientras decía esto, oyó que un niño gritaba desde una casa vecina: "¡Toma y lee! ¡Toma y lee!". Pensó que Dios se servía de ese chico para decirle algo. Corrió hacia el libro, y lo abrió al azar por la primera página que encontró. Leyó en silencio: "No andéis más en comilonas y borracheras, ni haciendo cosas impúdicas. Dejad ya las contiendas y peleas. Revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, y no busquéis cómo contentar los antojos de la carne y de sus deseos".
Cerró el libro. Esa era la respuesta. No quiso leer más, ni era necesario. "Como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas". Cuando se tranquilizó un poco se lo contó a Alipio, que quiso ver lo que había leído. Se lo enseñó y su amigo se fijó en la frase siguiente del texto de la Escritura, en la que no había reparado. Seguía así: "Recibid al débil en la fe".
"Después entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría. Le contamos cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios, que le había concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente le pedía desde hacía tantos años, en sus oraciones y con sus lágrimas".
A los pocos meses, en la Vigilia Pascual, recibieron el bautismo Agustín, su hijo y su amigo. Años después, escribiría: "Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera... Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado, pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas... me tenían esclavizado. Me llamabas, me gritabas, y al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me liberaste de mi ceguera... Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz".
El proceso de la conversión de San Agustín refleja muy bien la tendencia de todo hombre a retrasar las decisiones que vemos bastante claras con la cabeza pero a las que se opone la resistencia de nuestras pasiones. El relato de su conversión es uno de los mejores testimonios que se han escrito sobre los problemas, angustias y búsquedas que supone la lucha contra esa resistencia interior. Una lucha que acabó en victoria, y que ha supuesto para la humanidad un personaje tan insigne como San Agustín, un gran pensador y un gran santo, cuyos escritos filosóficos y teológicos constituyen una referencia ineludible en la historia del pensamiento.
Muchas veces las llamadas de Dios chocan contra ese muro en nuestro interior, que retrasa nuestras respuestas, desvía nuestra mirada y nos hace repetir, como Agustín: ¡mañana!, ¡mañana! Muchas veces ese "mañana" acaba por ahogar en su mismo nacimiento la llamada del Señor.

viernes, 14 de diciembre de 2007

¿Todos los hombres son personas?

El filósofo alemán Robert Spaemann nos ofrece una de sus sugerentes reflexiones acerca del concepto de persona

El filósofo francés Emmanuel Lévinas en su obra Totalité et infinit escribe sobre la infinitud que aparece ante nosotros en el rostro de los demás. Infinitud significa para Levinas algo inconmensurable, algo que de ninguna manera se puede entender como objeto o definir mediante un determinado número de predicados. La mirada de un hombre que se dirige a mí, sea de un modo afectuoso, como enemigo o de una manera indiferente, es de ninguna manera un objeto, según Levinas. Lo primero que me aparece en el rostro de los demás es la negación incondicionada de aquello que sería físicamente posible para mí en cualquier momento. Son las palabras: "No cometerás ningún crimen, no matarás". "Lo infinito paraliza esa capacidad mediante su infinita oposición frente al asesinato. Esa insuperable oposición brilla en el rostro de los demás, en la plena desnudez de sus ojos, sin defensa, en la desnudez de la absoluta apertura a lo trascendente. Lo que aquí aparece no es una relación con una fuerte oposición, sino con algo totalmente diferente: la oposición de aquello que no permite ninguna oposición: la oposición ética. La manifestación (Epifanía) del rostro despierta la posibilidad de medir la infinitud de la tentación de cometer un asesinato, no solo como un intento de una destrucción total sino como la imposibilidad puramente ética de aquella tentación y aquél intento".(p. 286).
Levinas es un filósofo judío, el filósofo judío más relevante de la actualidad. Todos sus familiares fueron asesinados durante el III Reich. El mismo se escapó de la muerte cuando fue hecho prisionero de guerra por el ejército alemán. Lo que él denomina "Epifanía del rostro", proviene de su descubrimiento y tematización teórica de la tradición judeo-cristiana, donde aparece el nombre "persona". No es éste el lugar adecuado para entrar en la historia del concepto de persona, de un concepto que para nuestra civilización es de una central significación y cuya consecuencia, el concepto de derechos humanos, es tal, que parece que ningún hombre sobre la tierra puede escapar a su evidencia. La antigüedad precristiana entendía por persona el papel desempeñado en una obra de teatro o en la sociedad. Cuando San Pablo escribe que Dios no mira a la persona, tiene ante los ojos este antiguo concepto. Quiere decir que Dios no tiene en cuenta el papel desempeñado en la sociedad. ¿Qué es lo que mira entonces? Precisamente aquello que más tarde se designará con ese nombre. Este concepto de persona (que proporciona la medida) se desarrolló primero en la Teología, por una parte en la doctrina trinitaria, donde se habla de las Personas divinas como aquello que soporta el ser de Dios (la esencia divina), y de la única Persona de Cristo, que posee dos naturalezas, la divina y la humana. Este concepto de persona será trasladado posteriormente al hombre.
Boecio da una definición que será adoptada en los siguientes mil años: persona est individua rationalis naturae substantia.. La persona no es un algo, algo creado cualitativamente descriptible, una naturaleza orgánica, etc., sino que la persona es alguien. Efectivamente, aquél alguien que me contempla desde un rostro humano y sobre quien no puedo disponer nunca como de una cosa.

Los presupuestos fundamentales de la civilización judeo-cristiana y de la humanidad que le es propia se ponen desde hace tiempo en cuestión, principalmente al exigir la eliminación de las vidas consideradas como indignas, es decir cuando se hace desaparecer aquellos rostros que no cumplen determinados requisitos cualitativos.
Ya en 1910 señaló Robert Benson en su novela The Lord of the World como un elemento constitutivo esencial de la futura civilización anticristiana la construcción de centros destinados a la eutanasia. En 1920 exigieron los psiquiatras alemanes Binding y Hoche la eliminación de los llamados seres dotados de una vida indigna. (lebensunwertes Leben). La práctica que el Nacionalsocialismo estableció bajo ese lema, ha hecho que se considerara como un tabú durante un tiempo en Alemania y en toda Europa la discusión sobre ese tema. El tabú fue roto por Peter Singer con su libro Praktische Ethik. Las ideas de Singer fueron introducidas en el debate jurídico por el filósofo del Derecho Norbert Hoerster. Desde un punto de vista filosófico son representadas por el profesor Meggle en Saarbrucken, con una gran influencia en la opinión pública. P. Singer se refiere de una manera expresa, a diferencia de sus predecesores, al concepto de persona. Considera como un error hablar de algo así como derechos del hombre. Para él, queda fuera de toda duda que todo lo que del hombre se deriva, hombre es, incluyendo al individuo del género humano no nacido. Si entonces todo hombre poseyera realmente un derecho a la vida, estaría, en opinión de Hoerster, totalmente injustificado desposeerle de ese derecho en base a su comparación con los demás (de un modo comparativo) por motivos mínimos, como determina la llamada "indicación social".

Lo que Singer, Hoerster y otros combaten es el que la pertenencia al género humano funde una manera absoluta el derecho a la vida. Destacar a los hombres porque son hombres puede considerarse, según Singer, de un modo semejante al racismo, como un especismo. Especismo es la toma de partido por la especie, a la que casualmente pertenecemos nosotros. No existe ningún motivo razonable para dicho partidismo. Más bien deberíamos conceder los derechos a aquél ser que dispone de determinadas propiedades y capacidades, es decir autoconciencia y racionalidad. Sólo dichos seres serían por tanto personas. Los embriones no serían entonces personas, como tampoco los niños hasta el cumplimiento del primer año de vida y los subnormales profundos o los ancianos que empiezan a perder el uso de razón. Todos estos grupos de personas pueden ser por tanto entregados, por principio, a la muerte, si no existen otros motivos sociopolíticos o socio-higiénicos en contra. El derecho a la vida de un mamífero desarrollado se encuentra, según el planteamiento de Singer, por encima del derecho a la vida de un niño de un año.
Antes de ocuparnos de los aspectos prácticos de esta postura, debemos tomar en consideración sus presupuestos teóricos. A primera vista, Singer no parece estar tan lejos del concepto clásico de persona. Una persona es ciertamente alguien. Pero si un ser es alguien se muestra, tal como parece, en si dispone de determinadas propiedades, como aquellas que Singer nombra. La diferencia se encuentra sin embargo, en lo siguiente: según el punto de vista clásico, la naturaleza humana es esencialmente una naturaleza racional. En un hombre adulto normal se muestra lo que un hombre en virtud de su esencia es. En él vemos que un hombre es un alguien que de un modo esencial es una persona. Así, no existe ningún motivo para no considerar como personas y tratarlos como tales a aquellos que poseen la misma naturaleza, aunque de un modo todavía no desarrollado o de una manera defectuosa. Ser persona no es una determinación cualitativa, sino que persona es aquél que posee dichas cualidades. Es esencial para la naturaleza humana el ser poseída por una persona, es decir, por un alguien.
La posición contraria a ésta, que finalmente conduce a las mismas consecuencias que la de Singer, tiene una larga prehistoria. Empieza en el empirismo ingles con J. Locke. Locke es el primero que ha diferenciado entre persona y hombre. Hombre es un determinado tipo de organismo. La persona no es un alguien, no es algo así como un ser, sino una determinada combinación de conciencia y recuerdo en la cual alguien se atribuye a sí mismo determinadas acciones. La identidad de la conciencia no se apoya en la identidad de un alguien que posee esa conciencia, sino que la identidad de la conciencia no es otra cosa que la conciencia de la identidad. Esto lleva, ya en Locke, a extrañas consecuencias. Según él, un hombre sólo podría ser hecho responsable de aquellas acciones de las cuales se acuerda. Si no se acuerda de ellas, significa que no es él quien las ha cometido, puesto que él, o ella, es definido mediante la conciencia de la identidad. Por el contrario, debemos agradecer naturalmente a un hombre aquellas acciones que él imagina haber realizado, si se trata de acciones nobles, o bien castigarle por las acciones malas. Se ha llevado a cabo todo aquello que uno recuerda haber hecho. Este punto de vista totalmente contrario al sentido común condujo a David Hume a eliminar totalmente el concepto de identidad personal y considerarlo como algo tan convencional como la identidad de una asociación deportiva. ¿Cuanto tiempo es idéntica consigo misma una asociación de ese tipo? Si se disuelve o se funda de nuevo con el mismo nombre, ¿sigue siendo todavía la misma asociación? ¿Cuantos miembros de la asociación deben ser cambiados para que ya no siga siendo la misma? Todas estas preguntas carecen de sentido, porque el modo como empleemos esas palabras es una cuestión convencional. Con la identidad de la persona ocurre lo mismo. Existen estados de conciencia, pero no alguien que porte esos estados. Estas tesis constituyen la consecuencia lógica del presupuesto empirista de que sólo es real aquello que se nos da en la experiencia sensible. En la experiencia se nos ofrecen impresiones sensibles y estados de conciencia, pero no objetos de los que provengan esas impresiones y tampoco un sustrato portador de estados. Por tanto, no existe algo así como objetos, sustancias o personas.
La filosofía de Kant ha detenido el desarrollo de la disolución del concepto de persona iniciado por el empirismo. Kant ha dejado claro que no podemos podemos pensar el concepto de pensar sin pensar al mismo tiempo un sujeto que piensa. Y ha expresado la inevitable convicción que todos tenemos respecto a la inconmensurabilidad de la persona en relación al resto de lo que aparece en el mundo. Kant ha manifestado esto de un modo muy preciso, al decir que las cosas pueden tener un valor, pero todo valor tiene su precio. Los hombres, en cambio, no tienen valor, sino dignidad. Y bajo este concepto entiende él aquello que de ninguna manera puede tener un precio, porque es sujeto de todo valor y, precisamente por esto, no puede ser objeto de un valor.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Trabajar con alegría

Jean Guitton pensador y ensayista francés, ha publicado sugerentes reflexiones sobre el trabajo intelectual. Este es su último libro publicado en España.


Para finalizar este libro, que parece ambicioso, querría proponer todavía un último pensamiento: que la excelencia consiste en que cada uno acepte sus límites. ¿Cuántos esfuerzos se pierden por la idea de una falsa grandeza, por la búsqueda de una perfección que no está a nuestro alcance? Si un día somos llamados a hacer grandes cosas, es por las pequeñas por las que es necesario llegar a ellas. Ciertamente es conveniente agrandar sin cesar el espíritu, el horizonte o el coraje, pero aplicándose en tareas precisas y en consecuencia modestas, aceptando las lagunas necesarias y los fallos. Es bueno no hacerse ilusiones sobre uno mismo, percibir nuestras zonas de sombra, nuestros recovecos más íntimos, como se haría con una vieja mansión recibida en herencia y que fuera poco sólida. Los límites son parte de las cosas mismas, como las fisuras son parte de los cántaros o las cicatrices del cuerpo.

Su supierais qué reposo, qué contento, qué dulce apreciación resulta del acto por el que nos aceptamos por fin tal como somos, con nuestras alturas y pequeños valles, y también con nuestra mediocridad, ni mejor ni peor, sino tal como se es y tal como uno se ha hecho, teniendo la alegría de conocerse, de poder añadir algunos complementos a nuestro ser, alegrándose o, más bien, gozando de uno mismo, satisfecho y maravillado de ser precisamente lo que se es y de tener lo que se tiene. Es la idea del Eclesiastés, ese sabio del Antiguo Testamento. Y sin esta sabiduría elemental, esta modestia de base, las grandezas son ilusorias y hacen sufrir.

Y es también necesario observar que existe (más allá del esfuerzo y del reposo) un estado superior al uno y al otro, y al que conviene estar dispuesto tanto como se pueda. Es un estado espontáneo de equilibrio y de armonía en el que los órganos del espíritu se dejan a su libre juego. Es el estado de la facilidad, es la ausencia de esfuerzo; es la gracia. Mientras que un cierto cálculo y una cierta aplicación están en nuestro poder, ciertamente no está en nuestro poder conseguir este estado; pero es necesario recordar que existe un mal esfuerzo al lado del bueno. Hay una mala manera de prestar atención, que aumenta las dificultades e incluso las genera.

Y todavía diría con Descartes que la alegría no es solamente el fruto del trabajo, sino también un medio para el trabajo, que existe una alegría antes del esfuerzo y también una alegría del esfuerzo que es necesario despertar en uno cuando cesa, interrumpiendo o dejando dormir lo que estaba acompañado de tristeza. Al observarme veo que el hombre moderno ya no canta mientras trabaja. Tan mal sabe usar de los crecientes bienes de que dispone: quiere poseer, pero no sabe gozar. Mas pensar, poseerse a sí mismo, tener sus planes y hacer tiempo, respirar profundamente, trabajar mientras que se tiene luz, según la palabra del Evangelio que tanto amaba Marcel Proust, estar seguro de la fidelidad de aquellos a los que hemos unido nuestro corazón y nuestros hábitos, saber que mantendremos nuestras promesas y seremos fieles a los nuestros, sentirse como enraizado en una tierra, en un eje imperturbable, espejo abierto a todo, sin embargo, capaz, si es preciso, de reflejar el universo: éstas son satisfacciones posibles para todos los hombres. Y las obras seguirán a esta fe. El que está de esta manera seguro, ya no tiene más que prestarse a las llamadas, como la planta, cargada de grano, se presta al viento.

Las circunstancias vendrán por ellas mismas. Los granos se echarán a volar. Nosotros tenemos el deber de llegar a ser lo que éramos. La obra, ya sea de pensamiento o de acción, nacerá de esta superabundancia. Y toda obra que no nace de la superabundancia es estéril.

Un taller, una fábrica, un servicio, una familia, un Imperio, todo (en lo grande y en lo pequeño, que se igualan) puede procurar esta alegría de una vida, que emana de la vida como por añadidura, sin esfuerzo excesivo, sin agitación, como la luz, la juventud y la gloria. Un ideal imposible quizás, pero que debe servir de medida, si mantenemos al ser humano en nosotros por encima de su obra.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Si nos amamos... ¿por qué ha de ser pecado?

Querer no es lo mismo que amar

Con frecuencia se apela al amor como la razón fundamental que da derecho a expresar ese amor sexualmente: "Porque nos queremos", dicen. De que se quieran (desean) no hay duda, pero ¿se aman? Porque querer es un verbo ambivalente: se quiere lo que se ama, pero también se quiere lo que simplemente se desea. Por supuesto que nos responderán que están seguros de que se aman, que el suyo es un sentimiento muy intenso, ¿Cómo van a dudar?

Es esa profunda emoción que sienten los jóvenes enamorados lo que para ellos es la prueba inconfundible de que se aman; y sin embargo no es mucho menos decisiva e incluso puede resultar muy sospechosa: porque puede ser que estén confundiendo el amor con el deseo; puede que crean que están amando cuando en realidad sólo están deseando. Porque el deseo, sí, produce emoción, muchas veces una intensa emoción, pero el amor no precisamente produce emoción, aunque muchas veces vaya acompañado de la emoción, pero otras muchas, no. De hecho prescinde de la emoción, porque el amor radica propiamente en la voluntad libre; el amor se funda en una valoración: es lo que una persona vale para mí, por lo que es ella en sí, y esto hace que me identifique con ella, que mire su felicidad como la mía propia que quiera servirle a ella y no servirme de ella, que quiera el mayor bien para ella.

Y este amor está más allá -y por encima- del deseo y de la emoción: por eso, el que realmente ama, no se deja llevar del deseo o no deseo, de las ganas o desganas, de la emoción o no emoción. El supremo acto de amor es el de dar la vida por el amigo, y no creo que el que esté dando su vida por otro, sienta un gusto y una emoción intensa. Al contrario, es precisamente porque va acompañado de una repugnancia enorme, y de un tremendo anti-deseo por lo que conocemos la grandeza de ese amor.
Sentir una intensa emoción por una persona, no es sinónimo que se la ame. Sin embargo esta emoción que siente es lo que convence a los jóvenes de que se aman profundamente. Una confirmación de esto es el número creciente de divorcios de jóvenes que se casaron antes de los veinticinco años. Quizá los que más seguros están de que se aman, son los que menos aman y menos capacitados están para amar, porque precisamente el amor auténtico sólo puede darse en una persona madura, una persona que se auto posee a sí misma, para poder disponer de sí misma y hacer la donación de sí mismo a la persona amada.

¿El sacrificio no es siempre señal de amor?

Claro que responden a esto y dicen que lo suyo no es sólo sentimiento, que los dos se sacrifican el uno por el otro y están dispuestos a sufrir y de hecho han sufrido mucho por conservar su amor. Y esto les confirma de que lo suyo es realmente amor. Porque ¿no dice todo el mundo que el amor se conoce en el sacrificio? Sin embargo esta es otra frase que todo el mundo repite sin profundizar mucho en su significado. Porque una cosa es que aquel que ama se sacrifica por la persona amada y otra cosa es que, el que se sacrifica por una persona es señal de que la ama. También se sacrifica uno por lo que desea.

Pero es que, aunque en realidad se amen, el amor no justifica el que se acuesten juntos: y precisamente porque se aman. Porque el amor conyugal es una mezcla de deseo y de amor. Pero es la parte que hay en él de deseo lo que sobre todo empuja al hombre a la unión sexual, pero no precisamente la parte que corresponde al amor.
Al contrario, el amor lleva muchas veces al hombre a abstenerse. Un esposo puede estar deseando vehementemente a su esposa y el deseo lo está empujando violentamente a una relación sexual. Pero la esposa está cansada, está triste y abatida, no está en actitud y el marido, precisamente porque la ama, se abstiene de tocarla. Si sólo se dejara llevar del deseo, no la respetaría; es pues, sólo el amor lo que lo está deteniendo. Entonces no es concluyente esa razón que se da para justificar las relaciones prematrimoniales: "nos queremos tanto que tenemos que expresarlo sexualmente". ¿No deberían decir mejor: nos deseamos tanto que tenemos que acostarnos juntos?

Es decir, que hay situaciones en la que el mismo amor le al hombre controlar su deseo sexual. Y una de éstas es el noviazgo. La razón es que la unión sexual es el lenguaje del amor total y en el noviazgo no existe una situación de amor total, aunque los novios muchas veces creen que existe.

Sexualidad: lenguaje de amor total

La unión sexual es el lenguaje del amor total porque es la máxima expresión que existe del amor total: la unión sexual es el único acto en que el hombre puede expresar su amor todo él, alma y cuerpo a toda ella, alma y cuerpo. Todo él la ama a ella y viceversa. Es el amor total. Y con la máxima intensidad, hasta el paroxismo, hasta el éxtasis. No existe otra expresión del amor que sea a la vez tan intensa y tan extensa y que abarque a todo el hombre.

Y por lo mismo es también la expresión de la donación total que es el amor. Porque en la unión sexual se donan a sí mismos totalmente el uno al otro de tal manera, que de por sí, por su misma naturaleza, esta donación tiende a plasmarse en un nuevo ser que no es más que la donación mutua del padre y de la madre plasmada en carne: porque el hijo es todo él pura donación del padre y todo él pura donación de la madre. El hijo no es más que el yo del padre y el tú de la madre fundidos en un nuevo yo, que es al mismo tiempo el nosotros del padre y de la madre. Y por eso un hijo debe ser el fruto del amor total de los padres. Esta capacidad que de por sí tiene toda unión sexual de originar un nuevo ser, que es lo que hace que este acto sea el acto más serio, y al mismo tiempo el más gozoso que existe: porque el crear es el acto más serio y gozoso que existe y más si es crear un nuevo hombre, que es un ser hecho para el amor: para amar y ser amado temporal y eternamente. Y el acto en que se crea un ser así ¿no exige ser un acto que por su naturaleza sea la expresión de un amor total? ¿Para cuándo lo dejamos entonces?

El noviazgo ¿situación de amor total?

En el noviazgo no existe todavía una situación de amor total. Porque en el noviazgo ese amor no es todavía definitivo. No digo que no pretendan que sea definitivo y que en su interior no lo sea. Pero esto no basta: el hombre es un ser social por naturaleza y un compromiso no es considerado definitivo hasta que no ha sido reconocido y refrendado públicamente por los representantes oficiales de la sociedad. En realidad, este compromiso continúa siendo privado, no tiene validez pública y por consiguiente no tiene toda la fuerza obligante que podía tener: no es un compromiso total. Y de hecho el hombre no se siente definitivamente obligado por ese compromiso. Y esto lo saben los hombres: por eso cuando quieren realmente una cosa la quieren firmada, por escrito y con testigos. Y hasta que no lo tienen así, saben que no es definitivo, por muchas promesas y muy sinceras que se les haga: pueden suceder muchas cosas. Y en nuestro caso pasa igual: los novios saben que no están definitivamente obligados, se pueden volver atrás y muchas veces lo hacen: habrán roto su palabra, pero ahí queda todo.

Hoy se están poniendo de moda las uniones hechas por el sentimiento, que como hemos dicho, no es lo mismo que el amor. Porque como dicen: "lo que hace el matrimonio es el amor y si dos se aman ¿para qué necesitan unos papeles y unas firmas? ¿Y si no hay amor de qué valen esos papeles y esas firmas? Cierto, lo decisivo es el amor y en verdad que los papeles no hacen al amor; pero el amor si hace los papeles. Porque cuando uno ama de una manera total, exclusiva y definitiva quiere dar a su amor el carácter más total, exclusivo y definitivo que puede. Lo que sucede es que esos que así hablan tienen miedo de comprometerse definitivamente, porque en realidad no se aman, se quieren como se quiere un juguete que saben que algún día los aburrirá y quieren tener las manos libres para tirarlo sin compromisos. Tienen razón, lo que hace el matrimonio es el amor; pero precisamente por eso no se casan: porque lo suyo no es el amor.

Podemos añadir también que no existe una situación de amor total, porque en el noviazgo la donación de sí mismos no es total; aunque lo deseen con toda el alma. Yo puedo tener unos deseos intensos de donar a alguien un millón de euros, pero hasta que de hecho no se lo haya dado, la donación no es total. Puede ser que los novios tengan un deseo enorme de hacer la donación de sí mismos el uno al otro, pero hasta que de hecho no se hayan donado, es decir, hasta que no hayan puesto sus vidas en común de una manera definitiva e irreversible y vivan juntos, gocen juntos, trabajen juntos y sufran juntos no existe una donación total.

Esto no significa que en el matrimonio exista siempre esta situación de amor total: sólo que únicamente en el matrimonio puede existir, porque sólo el matrimonio es una estructura creada por el amor y que de por sí es exclusiva, definitiva y total, como debe ser el amor conyugal.

Por consiguiente, si el noviazgo no es una situación de amor total, es un engaño, es una estafa el estar usando en él el lenguaje del amor total. Y si en el noviazgo no existe todavía una donación total, es inmoral poner el acto que es la expresión de esa donación total. En resumen: que si esas relaciones sexuales tienen por deseo o principalmente por deseo son inmorales; y, si se dicen que se hacen por amor, en realidad no sería un auténtico amor. en ningún caso , pues, están justificadas. Naturalmente que, si como con frecuencia pasa, se confunde el amor con el deseo y no se han descubierto estos valores y mucho menos se poseen, la posición de la Iglesia al declarar inmorales las relaciones pre-matrimoniales parecerá anacrónica y sin sentido.