domingo, 31 de mayo de 2009

Juan Pablo II predice la crisis

Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a los dirigentes y miembros de la Fundación "CENTESIMUS ANNUS, PRO PONTIFICE"
Sábado 11 de septiembre 1999:

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, ilustres señoras y señores:

1. Me alegra encontrarme nuevamente con vosotros, distinguidos miembros de la fundación "Centesimus annus, pro Pontifice", que habéis venido aquí con vuestros familiares. Saludo a monseñor Agostino Cacciavillan, presidente de la Administración del patrimonio de la Sede apostólica, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo, asimismo, a monseñor Claudio Maria Celli, secretario de esa misma Administración, a monseñor Daniele Rota y a don Massimo Magagnin, asistentes nacionales, y a los demás eclesiásticos presentes. Os doy una cordial bienvenida a todos vosotros, que no habéis querido faltar a esta cita.
Os reunisteis por última vez el pasado mes de febrero, pero habéis sentido la exigencia de hacerlo una vez más en vísperas del Año santo 2000. En efecto, el jubileo constituye una gran cita eclesial, en la que vuestra fundación está llamada a colaborar, en el marco del Jubileo del mundo del trabajo, para preparar el sector de los agentes financieros. Al tiempo que os agradezco vuestra disponibilidad, os felicito porque, precisamente con vistas a ese acontecimiento, habéis decidido oportunamente profundizar para el próximo año el tema: "Ética y finanzas". Conozco vuestro propósito de organizar un congreso internacional sobre ese tema en vísperas de la jornada jubilar. Veo con agrado esa importante iniciativa, y espero que dé abundantes frutos.
Además, hoy habéis querido escuchar a monseñor Miroslav Marusyn, secretario de la Congregación para las Iglesias orientales, que os ha hablado ampliamente de mi reciente viaje apostólico a Rumanía y de las numerosas necesidades espirituales y materiales que afectan a la vida de las comunidades católicas orientales.

2. Ilustres señoras y señores, por vuestra experiencia diaria habéis podido comprobar que, dentro del amplio fenómeno de la globalización, que caracteriza el actual momento histórico, la llamada "financierización" de la economía es un aspecto esencial y cargado de consecuencias. En las relaciones económicas, las transacciones financieras ya han superado en gran medida a las reales, hasta el punto de que el ámbito de las finanzas ha adquirido ya una autonomía propia.
Este fenómeno plantea nuevas y arduas cuestiones también desde el punto de vista ético. Una de éstas atañe al problema de la relación entre riqueza producida y trabajo, por el hecho de que hoy es posible crear rápidamente grandes riquezas sin ninguna conexión con una cantidad definida de trabajo realizado. Es fácil comprender que se trata de una situación bastante delicada, que exige una atenta consideración por parte de todos.
En la encíclica Centesimus annus, tratando la cuestión de la "creciente internacionalización de la economía", recordé la necesidad de promover "órganos internacionales de control y de guía válidos, que orienten la economía misma hacia el bien común" (n. 58), teniendo en cuenta también que la libertad económica es sólo uno de los elementos de la libertad humana.
La actividad financiera, según características propias, debe estar ordenada a servir al bien común de la familia humana.
Sin embargo, hay que preguntarse cuáles son los criterios de valor que deben orientar las opciones de los agentes, incluso más allá de las exigencias de funcionamiento de los mercados, en una situación como la actual, en la que aún falta un marco normativo y jurídico internacional adecuado.
También es preciso preguntarse cuáles son las autoridades idóneas para elaborar y proporcionar esas indicaciones, así como para velar por su aplicación.
Un primer paso corresponde a los mismos agentes, que podrían dedicarse a elaborar códigos éticos o de comportamiento, vinculantes para este sector. Los responsables de la comunidad internacional están llamados, asimismo, a adoptar instrumentos jurídicos idóneos para afrontar las situaciones cruciales que, si no se controlan, podrían tener consecuencias desastrosas no sólo en el ámbito económico, sino también en el social y político. Y, ciertamente, los más débiles serían los primeros en pagar las consecuencias, y los que más pagarían.

3. La Iglesia, que es maestra de unidad y por su vocación camina con los hombres, se siente llamada a tutelar sus derechos, con constante solicitud especialmente por los más pobres. Con su doctrina social presta su ayuda para la solución de esos problemas que, en varios sectores, influyen en la vida de los hombres, consciente de que "aun cuando la economía y la disciplina moral, cada cual en su ámbito, tienen principios propios, a pesar de ello es erróneo que el orden económico y el moral estén tan distanciados y ajenos entre sí, que bajo ningún aspecto dependa aquél de éste" (Pío XI, Quadragesimo anno, 42). El desafío se presenta arduo, por la complejidad de los fenómenos y la rapidez con que surgen y se desarrollan.

Los cristianos que trabajan en el sector económico y, particularmente en el financiero, están llamados a descubrir caminos adecuados para cumplir este deber de justicia, que para ellos es evidente por su enfoque cultural, pero que pueden compartir todos los que quieran poner a la persona humana y el bien común en el centro de cualquier proyecto social. Sí, todas vuestras operaciones en el campo financiero y administrativo deben tener siempre como objetivo no violar jamás la dignidad del hombre, construyendo con este fin estructuras y sistemas que favorezcan la justicia y la solidaridad para el bien de todos.

4. Por otra parte, hay que añadir que los procesos de globalización de los mercados y de las comunicaciones no poseen por sí mismos una connotación éticamente negativa, y, por tanto, no se puede tomar frente a ellos una actitud de condena sumaria y a priori. Sin embargo, los que aparecen en principio como factores de progreso pueden producir, y de hecho ya lo hacen, consecuencias ambivalentes o decididamente negativas, especialmente en perjuicio de los más pobres.
Por consiguiente, se trata de constatar el cambio y hacer que contribuya al bien común. La globalización tendrá efectos muy positivos si se apoya en un fuerte sentido del valor absoluto de la dignidad de todas las personas humanas y del principio según el cual los bienes de la tierra están destinados a todos. Hay espacio, en esta dirección, para trabajar de modo leal y constructivo, también dentro de un sector muy expuesto a la especulación.
A este propósito, no basta respetar leyes locales o reglamentos nacionales; es necesario un sentido de justicia global, que corresponda a las responsabilidades que están en juego, constatando la interdependencia estructural de las relaciones entre los hombres más allá de las fronteras nacionales.

Mientras tanto, es muy oportuno apoyar y fomentar los proyectos de "finanzas éticas", de micro crédito y de "comercio equitativo y solidario", que están al alcance de todos y poseen también un valor pedagógico positivo, orientado a la corresponsabilidad global.

5. Nos hallamos en el ocaso de un siglo que ha experimentado, también en este campo, cambios rápidos y fundamentales. La inminente celebración del gran jubileo del año 2000 representa una ocasión privilegiada para una reflexión de amplio alcance sobre esta problemática. Por eso, doy las gracias a vuestra fundación "Centesimus annus", que ha querido orientar sus trabajos a la luz del gran acontecimiento jubilar, teniendo en cuenta la perspectiva que indiqué en la carta apostólica Tertio millennio adveniente. En efecto, escribí que "el compromiso por la justicia y por la paz en un mundo como el nuestro, marcado por tantos conflictos y por intolerables desigualdades sociales y económicas, es un aspecto sobresaliente de la preparación y de la celebración del jubileo" (n. 51).
Queridos hermanos, habéis comprendido que el año jubilar os invita a dar vuestra contribución específica y cualificada para que la palabra de Cristo, que vino a evangelizar a los pobres (cf. Lc 4, 18), encuentre acogida. Os apoyo cordialmente en esta iniciativa, con el deseo de que, gracias al jubileo, madure "una nueva cultura de solidaridad y cooperación internacionales, en la que todos, especialmente los países ricos y el sector privado, asuman su responsabilidad en un modelo de economía al servicio de cada persona" (Incarnationis mysterium, 12).
Con estos sentimientos, mientras os deseo de todo corazón que la fundación crezca, para que brinde una colaboración cada vez más eficaz a la Santa Sede y a la Iglesia en la obra de la nueva evangelización y en la instauración de la civilización del amor, encomiendo todos vuestros proyectos e iniciativas a María, Madre de la esperanza.
Os acompañe y sostenga también mi bendición, que, complacido, os imparto a vosotros y a todos vuestros seres queridos.

sábado, 23 de mayo de 2009

Las claves de Pedro Almodóvar

El reciente Festival de Cine de Cannes nos hace presente a Pedro Almodóvar, uno de los más reconocidos y laureados cineastas españoles. Juan Orellana (joregut@ceu.es), crítico de cine y profesor de Narrativa Audiovisual en la Universidad San Pablo-CEU publicaba en Aceprensa, antes del estreno de su nuevo éxito con “Volver”, este interesante artículo explicando las claves de su obra. Nos parece interesante reproducirlo aquí.

Una parte de los espectadores ha experimentado un progresivo distanciamiento de Almodóvar desde que este abandonó el estilo popular y cómico de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988); otros consideran ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) la última gran obra y el punto de inflexión de Pedro Almodóvar. Pero este proceso, que sin duda le ha hecho perder adeptos, le ha hecho ganar otros nuevos que han encontrado en el segundo Almodóvar unos valores que no hallaban en el primero, especialmente a partir de La flor de mi secreto (1995). A pesar de todo, pensamos que no existe tal ruptura en su filmografía, sino un proceso lento de maduración personal, estilística y argumental que, en términos generales, ha mejorado mucho la calidad de sus películas.

Junto a "los dos Almodóvares", hay otro lugar común que conviene cuestionar. Contra lo que se ha dicho muchas veces, Pedro Almodóvar no ha sido nunca bandera cultural de la transición a la democracia en España, ni de la movida de los ochenta. Por razones de claridad expositiva vamos a aproximarnos a todas estas cuestiones desde dos perspectivas: la estética y la temática.

Una estética de aluvión
Si hay algo fuera de discusión es que la concepción estética de Almodóvar tiene un sello personal. Desde Pepi, Lucy y Bom y otras chicas del montón (1979) –o desde sus once cortometrajes anteriores– hasta Hable con ella (2002), el cineasta español no ha hecho más que conjugar los mismos verbos estéticos, aunque cada vez con más depuración. Sus ingredientes tienen mucho que ver con el "pop", con el "underground" americano, con el "kitsch"... y con directores como Cassavetes, Mekas y William Klein. Almodóvar considera también a Truman Capote como uno de sus referentes literarios. No es el caso del artista Andy Warhol, con el que forzadamente se le ha querido comparar, y con el que Almodóvar marca las distancias.

Aun así, existe algo de "cromo" en sus diseños, con ese empleo riquísimo y variadísimo del rojo y del azul, con esa decoración entre feísta y fetichista, pero siempre popular –o populachera–; y con su vocación por lo "freak", lo marginal, lo urbano y tribal,... siempre combinado con lo rural, lo pueblerino, con la cultura ancestral "de las abuelas". Y es que entre ambas vertientes corre la biografía de Almodóvar, nacido en Calzada de Calatrava (Ciudad Real), educado en Cáceres y posteriormente zambullido en un Madrid en ebullición, en los años en que salían de las alcantarillas nuevas tribus urbanas, mucha contracultura y un intenso olor a marihuana, a la vez que se abrían las primeras sex-shops y se cerraban clásicas salas de cine.

Cóctel suburbano-rural
En la película ¿Qué hecho yo para merecer esto? (1984), Almodóvar ahonda autobiográficamente en los fantasmas de su pasado. Cuando él, empleado de Telefónica en Madrid, iba a trabajar a San Blas, pasaba por la M-30 y veía a diario las colmenas urbanas del barrio de la Concepción, comprendió que su cine también podía rendir un homenaje serio a las amas de casa y a las familias obreras cuyo origen social él compartía y conocía. A partir de esa película Almodóvar empezó a ser respetado por la crítica. Ese cóctel suburbano-rural encontró en la creatividad de Almodóvar un caldo de cultivo que ha abonado su cine hasta hoy.

Este collage del cine almodovariano es absolutamente personal, inexplicable como simple moda y, desde luego, ajeno a la "movida madrileña". Almodóvar no es un fruto de la transición, y menos su emblema; Almodóvar es paralelo a la transición, como lo es al desarrollismo de los sesenta, a los aires posconciliares, a la modernización de España... pero nunca fue un "intelectual" universitario que corriese delante de los grises.

Almodóvar hace un cine absolutamente de autor, en el que proyecta un complejo mundo interior que ha bebido de fuentes literarias, pictóricas, cinematográficas y musicales. Lo que ocurre en sus películas, los personajes y situaciones no tienen un correlato sociológico definido, y, de tenerlo en algún caso, es de forma muy aproximativa y desde una radical subjetividad. Almodóvar ni es ni ha sido un escaparate real de la cultura española.

La radical soledad de la mujer
Los temas de Almodóvar nunca son abstractos, siempre se encarnan en personajes que parten de cero y no son la terminal de ninguna tradición. No disponen de más recurso para afrontar la realidad que las primarias insinuaciones de su solitario corazón.
Almodóvar es unánimemente reconocido como un excelente director de actrices, porque posee una singular sensibilidad para percibir la riqueza de matices de la psicología de una mujer. Seguramente es esa la razón de que el esqueleto de toda su filmografía esté formado por personajes femeninos. Sus películas son películas de mujeres. Pero tales personajes encarnan cuestiones existenciales en las que todo espectador se puede reconocer. No me refiero al envoltorio de tales conflictos, siempre surrealistas e inverosímiles, sino al fondo de los mismos. Y de todos ellos, sin duda alguna, el más importante y más exhaustivamente desarrollado por Almodóvar es el problema de la soledad. Mujeres solas. Terriblemente solas. Y llenas de coraje.

Pensemos en la protagonista de ¿Qué he hecho yo...?, Gloria, interpretada por Carmen Maura. Una mujer que está rodeada de familia (marido, hijos, suegra), que vive como esclava de todos ellos, y que siente que a nadie le importa. Su insatisfacción es tan profunda y su horizonte tan pequeño que recurre a la droga para sobrevivir. La protagonista de ¡Átame! (1989), Marina (Victoria Abril), es una artista famosa que sucumbe al acoso patológico de un desequilibrado (Antonio Banderas) porque es la única vez que se ha sentido realmente querida. Si analizamos la soledad de la galería de mujeres de Todo sobre mi madre, el resultado es aún más abrumador. Ninguna se libra de la sombra de una soledad que las envuelve y acecha. Incluso para Lola (un travestido Toni Cantó) la soledad tiene un aliento mortal –el SIDA–. Probablemente, la cumbre del tratamiento almodovariano de la soledad esté en Hable con ella. Su plasmación física en el coma profundo que sufren Alicia (Leonor Watling) y Lydia (Rosario Flores), con el foso insalvable de su incomunicabilidad, y con la soledad que contagian a sus "amantes", es de una elocuencia rotunda. Almodóvar afirmó en una ocasión que incluso en Entre tinieblas (1983), las monjas, a pesar de vivir en comunidad, se encontraban enormemente solas.

Sexo antierótico
Sexo en lugares públicos, privados, sexo oral, autosatisfacción, lesbianismo, transexualismo, prostitución, incesto, pederastia, sadismo... La presencia del sexo en el cine de Almodóvar es radical desde sus inicios, aunque con el paso de los años se ha ido moderando muchísimo en su presentación visual explícita (que no en la verbal). Esta es una de las razones por las que muchos sectores del público amante del buen gusto se han sentido lejanos del director manchego.
Sin embargo, no debemos concluir que el cine de Almodóvar es erótico o sensual. Al contrario. La mayor parte de sus escenas sexuales son, o patéticas por su dramatismo y falta de romanticismo, o tragicómicas por su naturaleza surrealista. En cualquier caso nunca buscan excitar la sensualidad del espectador. Cuando Gloria, en el arranque de¿Qué he hecho...?, tiene un encuentro sexual con un desconocido en las duchas de un vestuario, lejos de brindarnos una escena erótica nos ofrece la radiografía desesperada de una mujer absolutamente "tirada de la vida". La larguísima escena coital entre Antonio Banderas y Victoria Abril en ¡Átame! es tosca, hipernaturalista, torpe, sin asomo de magia ni fascinación, más parecida al sexo populista de Pasolini que al sexo de laboratorio de Hollywood o de cierto cine francés. Almodóvar desmitifica el sexo, lo trivializa, lo hace descender al nivel fisiológico inmediato, como puede ser comer o beber. No hay "sexualidad", sino "sexo", sin implicaciones de ningún tipo. En sus películas no hay buenos amantes, galanes, viriles y glamourosos; hay gente deliberadamente "cutre" que hace "lo que puede".

La religiosidad popular
Almodóvar se educó en colegios católicos, y aunque dice no guardar buen recuerdo de ellos, hasta hoy no se ha cebado en la crítica antirreligiosa. Dice que lo hará en la siguiente película, Mala educación, aprovechándose de la moda mediática. Sería la primera vez que Almodóvar cae en el oportunismo facilón; ese no ha sido nunca su estilo, siempre "alternativo".

En sus películas, por el contrario, encontramos cierta simpatía hacia la religiosidad popular, que para él probablemente encarnaba su madre y las amigas de su madre. Algunos de sus personajes rezan a la Virgen, piden milagros, pronuncian jaculatorias,... sin irreverencia o intención retorcida. No obstante, el papel que Almodóvar otorga a esos signos y gestos cristianos no va más allá de ser una pieza de su mosaico estético pop. Darles una cierta consistencia antropológica es hacer decir al director lo que nunca ha querido decir.

Más delirantes son sus retratos de monjas, que sencillamente son surrealistas, buñuelianas, desde aquellas que aparecen en Entre Tinieblas, que contravienen todos los usos y costumbres de una comunidad religiosa, hasta la Hermana Rosa (Penélope Cruz) de Todo sobre mi madre, que queda embarazada de un transexual, mostrándonos una vez más tipos humanos que sólo existen en el planeta Almodóvar.

Disolución de la familia
Si la soledad y la incomunicación son temas vertebrales del cineasta manchego, no es difícil deducir que su tratamiento de la institución familiar va a ser, en el mejor de los casos, escéptico, y a menudo, disolvente. La primera constatación es que en sus películas apenas existen familias normales (padre, madre, hijos), y cuando las hay sufren disfunciones graves: la familia de Gloria (¿Qué he hecho...?) es de una ruina moral insuperable, sin asomo de amor; la de la citada Hermana Rosa carece de unos padres capaces de ofrecer a su hija un mínimo referente afectivo y moral; la protagonista de Todo sobre mi madre, Manuela, se casó con un transexual y fue padre de un hijo que no llegó a conocerle y que además muere atropellado por un coche; en La ley del deseo (1986) también aparece un hombre con una hermana transexual que mantiene relaciones con su padre; en Tacones Lejanos (1991), Rebeca (Victoria Abril) es la esposa de un productor televisivo que es el gran amor de su suegra (Marisa Paredes)... y un sinfin de grotescas caricaturas amorales que obligan a concluir que no existe un solo referente familiar en el cine de Almodóvar.
El universo familiar no existe en su submundo postmoderno y como dijimos al principio, desvinculado de cualquier tradición o hipótesis visual. No existen familias pero sí madres, y siempre con algún punto de heroísmo, coraje, sacrificio o, al menos, un natural valor positivo.

Lo que sí existe en sus películas son formas alternativas de convivencia, que tampoco resultan convincentes, pero que tratan de esconder o mitigar la soledad de sus personajes: parejas lésbicas, tríos amorosos, relaciones incestuosas... En varias películas, Almodóvar recurre a la violación como un intento desesperado de acceder a un amor vedado o no correspondido (Kika, Matador, ¡Átame!, Hable con ella...) e incluso al crimen como forma extrema de liberarse de las circunstancias reales que los personajes ya no saben cómo afrontar.

Un intento de diagnóstico
En primer lugar, aunque Pedro Almodóvar es actualmente un genio del marketing y domina los laberintos del mercado internacional, nunca quiso ser un cineasta "de moda", de gran público; y cuando ha tenido éxito notable, como por ejemplo en 1988 o en 1999, él ha sido el primer sorprendido. Habló de la homosexualidad mucho antes de que existiera el lobby gay (Philadelphia se estrena en 1993); presentó la crisis sociológica del matrimonio y de la familia en España antes de que el cine español construyera un discurso analítico sobre el tema; abusó del sexo en la pantalla mucho antes que llegaran de Hollywood Nueve semanas y media e Instinto básico; y mató a lo bestia antes de que se difundiera el gore.
No queremos decir que él inventara estos elementos, pero sí que su cine es más original y menos mimético que el de otros directores españoles de primera línea como Alejandro Amenábar, Fernando Colomo, Emilio Martínez-Lázaro, Imanol Uribe o Fernando Trueba. En cierto sentido podemos decir que Almodóvar "va a su aire", sin dar cuentas a nadie (es, además, su propio productor...). Pero en los últimos meses ha hecho declaraciones periodísticas que parecen indicar que el cineasta ha sucumbido a los imperativos del poder mediático. Siempre acaba pasando cuando uno no pertenece vitalmente a nada ni a nadie.

El cine de Almodóvar es –involuntariamente– la radiografía perfecta de una conciencia desarraigada, sin tradición, postmoderna y postcristiana, sin categorías ideales ni morales claras, pero también sin prejuicios estereotipados. Representa el neopaganismo más desideologizado del cambio de milenio. Todo en su cine es deseo, pasión, dolor, desgarro, pulsión, instinto, fisicidad, soledad, angustia... No hay ideales ni rencores; no hay nada que vender, nada que ganar, nada que defender; todo es puro sentimiento y pura genitalidad: no hay discurso, no hay análisis ni tesis; no hay hipótesis ni abstracción.
En todo esto reside la frescura y a la vez el lastre del cine de Almodóvar. La frescura, porque su cine puede desagradar o no, pero nunca el espectador se siente atacado más allá de la brutalidad de ciertas imágenes; no se siente ideológicamente agredido. El lastre, porque no es veraz mostrar con tanta desnudez la incisividad del problema humano y no plantear jamás la cuestión misteriosa de la respuesta, de la búsqueda, de la apertura a una hipótesis positiva y esperanzada; es desleal dibujar con tanta profusión el deseo humano, su soledad, su angustia, su alteridad radical,... y no apuntar al mismo tiempo nuestra incapacidad de salida, nuestra urgente necesidad de romper el círculo vicioso de la vida, nuestra mendicidad de sanación y redención, nuestra dependencia original. En definitiva, Almodóvar olvida el misterio de la vida, y por tanto rompe de raíz el drama de sus personajes y cae en un cierto existencialismo light. Sin querer, trivializa la vida, y la hace mecánica o algo fatalista. Si, en vez de rodar Mala educación, siguiera en la línea que inició con La flor de mi secreto y que no ha interrumpido hasta Hable con ella, lo mejor de Almodóvar estará aún por venir.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Supertriste

Siempre he admirado la obra de Fernando Lázaro Carreter, uno de los mayores estudiosos españoles de la literatura. En particular disfruto releyedo su "Dardo en la palabra" en la que conjuga sabiduría lingüística y humor. Copio un capítulo del "Nuevo dardo en la palabra" publicada un año antes de su fallecimiento.

Leído en la carta de una lectora a su revista: «Hoy hace un año que murió mi Candy y estoy supertriste». Candy era una graciosa iguana, y eso podría haberlo escrito también un lector, porque superes unisex; y ambos, idénticamente, podrían haber dicho que estaban superafligidos/as o superacongojadoslas o superfastidiadoslas, si hablaban en versión de cámara y si transcribimos tales sentimientos con repugnante estilo de circular ortosexual. Esa tumescencia verbal ataca a millares de ciudadanos veinteañeros, y a una multitud talluda contagiada de su inmunodeficiencia idiomática. Estalla con vigor en los viernes de litro y jarana, pero no sólo: también brota en muy amplios sectores del «qualunquismo» hispano, desde el mercadillo a la boutique, y hermana a los famosos de tele y magacín con quienes los airean con provechosa simbiosis.

Y así, super- puede crecerle a cualquier adjetivo (o sustantivo) y hay miles de hablantes que se sentirían desvalidos si no ornaran sus calificaciones con ese bubón: su ligue les parece "superguay", gozan de una pareja muy "supercálida", y aquella lectora halló a Candy en el terrario donde dormía "supermuerta". El ánimo de tales dilatadores endilga al adverbio el añadido de moda y se sienten "superbien" o "supermal"; tal vez aún no, "superregular". Es el último estadio a que ha llegado por ahora la preposición super, que había sido fecunda en latín, ayudando a nacer palabras con el significado de ‘encima de’ o ‘por encima de’. Muchas de ellas perecieron en su viaje a los romances, pero las sobrevivientes fueron tratadas con confianza, y supercilium, por ejemplo, se hizo sobrecejo en castellano, o surcil en francés antiguo.

Inquietantes sabios medievales volvieron a tirar de tal formante para señalar ‘superioridad no espacial’ en docenas de voces como superabnegativus de Boecio, superflexus de Sidonio, o, gala de aquel apogeo, supereminentissimus de san Fulgencio; pero eran indigestibles para el vulgo rudo que, por entonces, ya andaba haciendo picadillo la lengua de Horacio. Hasta el siglo XVIII, el español sólo había acogido unas pocas voces de ese legado sabio, traídas del latín por los doctos: superabundante, superbísimo, superficial, superfluo, superior... En 1803, el Diccionario académico había incorporado otra como ellas, supereminente. Y hasta 1884 no abre un artículo para la «preposición inseparable» super, a la que, entre otras aptitudes, le reconoce la de significar `grado sumo'; lo ejemplifica con el ya dicho superabundante y una palabra moderna: superfino. Era, sin duda, un galicismo de moda, que, por ejemplo, aparecía aquel año en La Regenta, y que se estaba empleando para calificar a las gentes de sangre delicada y a sus cosas, por ejemplo, a los lenguados pequeños -no mayores de diez centímetros- que el cocinero Muro exaltaba en 1894 como superfinos.

Cuando esperaríamos una creciente presencia lexicográfica de estas formaciones romances paralela al uso, sólo hallamos, en 1970, la inclusión de super como formante castellano (y ya no como «preposición impropia»), indicio claro de que su presencia iba haciéndose activa y no podía dejar de reconocerse. Pero en el Diccionario no aparece ninguna voz de las que se usaban ya, dado el criterio de que, una vez consignados un constituyente léxico y su significación, no se reseñen, por economía de espacio, las voces a las que sólo aporta aquel significado; así, si se definen super- y fino, huelga superfino. Sin embargo, aún sigue residual en el infolio, y continuó ejemplificando, él solo, el uso superlativo del formante super-, hasta que, en 1992, se añade otra formación moderna: superelegante. Era la consagración oficial de su pujanza.

viernes, 15 de mayo de 2009

Vindicación de los libros

Hace unos quince días pude asistir a la inauguración de la Feria del Libro de León. El Pregón fue pronunciado por el ecritor Juan Manuel de Prada, que hizo una defensa apasionada del libro. Gracias a un amigo he podido conseguir ese bello texto, que reproduzco aquí parcialmente:


La consideración de la biblioteca corno ámbito casi religioso, como refugio o templo donde el hombre halla abrigo en su andadura huérfana por la tierra, la expresa, quizá mejor que nadie, Jean-Paul Sartre, en su hermosísima autobiografía "Las palabras", donde comparece el niño que fue, respaldado por el silencio sagrado de los libros: "No sabía leer aún y ya reverenciaba aquellas piedras erguidas -escribe Sartre con unción-: derechas o inclinadas, apretadas corno ladrillos en los estantes de la biblioteca o noblemente esparcidas formando avenidas de menhires. Sentía que la prosperidad de nuestra familia dependía de ellas. Yo retozaba en un santuario minúsculo, rodeado de monumentos pesados, antiguos, que me habían visto nacer, que habían de verme morir y cuya permanencia me garantizaba un porvenir tan tranquilo como el pasado". Esta quietud callada y a la vez despierta de los libros, esta condición suya de dioses penates o vígías del tiempo que velan por sus poseedores y abrigan su espíritu los convierte en el objeto más formidablemente reparador que haya podido concebir el hombre.. El libro, en apariencia inerte y mudo, nos reconforta con su elocuencia, porque entre sus páginas se aloja nuestra hiografía espiritual; y es esta capacidad suya para invocar los hombres que hemos sido lo que lo convierte en nuestro interlocutor más valioso y ajeno a las contingencias del tiempo.

Yo también puedo decir con legítimo orgullo que "los libros fueron mis pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campo", corno escribe Sartre en algún pasaje de su autobiografía. También para mí la biblioteca ha sido, corno para Sartre, "el mundo atrapado en un espejo"; también para mí la lectura ha sido una vocación de permanencia que ha exaltado y consolado mis días. Por eso contemplo con cierto preocupado escepticismo esas proclamas más o menos elegíacas que nos hablan de la muerte inminente de estos compañeros del alma, Los profesionales de la catástrofe y los apóstoles del progreso coinciden en afirmar que los avances en el ámbito de las comunicaciones electrónicas acabar expoliando ese templo tan costosamente erigido a lo largo de os siglos. Jamás he participado de esta visión fatalista y lúgubre; como Umberto Eco, pienso que las nuevas tecnologías están difundiendo una nueva y pujante forma de cultura, pero se muestran incapaces de satisfacer todas nuestras demandas intelectuales. La comunicación electrónica viaja por delante de nosotros, se adelanta a nuestras inquisiciones, procurándonos un copioso caudal de información; los libros, en cambio, viajan con nosotros y acicatean nuestras pesquisas, deparándonos el díficil venero del conocimiento. Precisamente; porque no ofrecen soluciones rápidas e instantáneas, precisamente porque estimulan nuestra curiosidad perenne, tienen la supervivencia garantizada.

Habría que analizar sin ofuscaciones jeremíacas, junto a sus ventajas utilitarias innegables, los perjuicios, o pérdidas que nos inflige la lectura electrónica. La digitalización de textos, las redes y foros interactivos han conseguido liberarnos de las "ataduras" del libro, de este modo, la lectura electrónica se ha convertido en una especie ele "simultaneidad textual" que inculca un sentido fragmentario de la realidad, repudia las elaboraciones abstractas, disminuye nuestra capacidad retentiva y mutila nuestra percepción de la historia, También devalúa nuestra especial actitud ante el lenguaje: a nadie se le escapa que las palabras leídas o escritas en la pantalla de un ordenador (palabras cambiantes que se desvanecen o actualizan sin cesar) poseen un estatuto menos estable que las palabras inamovibles de un libro. La comunicación electrónica niega el carácter ritual y perdurable del lenguaje, que es corno negar sus posibilidades como vehículo para transmitir conocimiento, relegándolo a una mera condición vicaria de transmitir informaciones. Así se alcanza ese estadio pavoroso de depauperación lingüística. donde las arquitecturas sintácticas se desploman y los matices de la expresión -la ironía y la metáfora, la argumentación y el ingenio verbal- son suplantados por un rudimentario conglomerado del que ha desertado la belleza.

Existe, además, una razón primordial por la que el libro mantendrá siempre su supremacía sobre la lectura electrónica. Se trata de su condición de abrigo para el espíritu, de esa especial disposición para trascender y explicar el tiempo y garantizarnos "un porvenir tan tranquilo como el pasado", Cada vez que nos asomamos a un libro, escapamos de un mundo aturdido por la banalidad y el vértigo para lanzarnos a la conquista de otro rnás verdadero y postular una realidad enaltecedora. La peculiaridad de esta conquista consiste en que no se trata de un mero ejercicio de evasión, pues -como muy bien entendió Proust- la lectura deja libre la conciencia para la introspección reflexiva. Al leer no nos limitamos a absorber contenidos, a estimular nuestras dotes imaginativas o a mejorar nuestras habilidades verbales; por el contrario, regresamos a nuestro mundo aturdido por la banalidad y el vértigo con una cosecha de iluminaciones que irradian su influjo sobre la realidad y nos enseñan a ser mejores. Este viaje de ida y vuelta, además, nos hace dueños de nuestro propio tiempo, de nuestra duración en la tierra; la aventura de leer un libro nos proporciona el incalculable gozo de aprehender y comprender nuestra vida, no sólo los acontecimientos que poblaron su pasado, sino tambíén los que otorgarán su argurnento al incierto y multiforme futuro. Esta sensación de clarívidencia explica, por ejemplo, ese curioso fenómeno que todo lector verdadero ha experimentado: con frecuencia, nos ocurre que tratamos de evocar en vano el asunto de un libro que nos hizo felices en el pasado, y, sin embargo, ¡cuán vívidamente recordarnos el estado de ánimo el clima espiritual en que la lectura de dicho libro nos instaló, proyectándose como aun reminiscencia hacia el futuro!

Creo, con sincera certeza, que esta compleja y hermosa forma de clarividencia, este sutilísimo consuelo espiritual que alumbra nuestros días sólo nos lo puede procurar un libro, jamás un artilugio electrónico. Quizá porque, como decía al principio, el libro es un objeto sagrado que nos habita por dentro y nos vincula religiosamente con la vida. Sabemos que los israelitas condenados al destierro custodiaban el rollo de pergamino del Torah en el Arca de la Alianza, un receptáculo portátil que reproducía en miniatura el templo de Salomón. Los libros siempre han propendido a ocupar un recinto sagrado; no me refiero ya a las populosas y exactas bibliotecas, sino al recinto más sagrado del alma humana. Puedo concebir, en un esfuerzo de la imaginación, una utopía funesta como la que ideó Roy Bradbury, en la que los libros hayan sufrido persecución y alimentado el fuego, como pájaros asesinados, para sobrevivir instalados en la memoria agradecida de unos pocos hombres libres. No puedo concebir, en cambio, a un hombre libre deshabitado de libros; sería, tanto como imaginarlo desposeído de alma, extraviado en les pasadizos lóbregos de un mundo que no comprende...

domingo, 10 de mayo de 2009

Buscar lo de arriba

"Este es el día en que actuó el Señor. Cantemos y alegrémonos en él". Así cantamos con un versículo del Salterio de Israel que manifestaba intrínsecamente la espera del Resucitado y que, de ese modo, tenía que convertirse en cántico pascual de los cristianos. Cantamos el Aleluya, en el que una palabra del idioma hebreo se ha convertido en expresión intemporal de la alegría de los redimidos.

Pero ¿es lícito que nos alegremos, realmente? ¿No es la alegría casi algo así como un cinismo, como una burla, en un mundo tan lleno de sufrimiento? ¿Estamos redimidos? ¿Está redimido el mundo? Los disparos con los que fue asesinado el arzobispo de San Salvador (Oscar Romero, 1980) durante la consagración son sólo un fogonazo deslumbrante que deja caer su luz sobre el desencadenamiento de la violencia, sobre la barbarización del ser humano que se extiende por todo el orbe. En Camboya desaparece lentamente todo un pueblo, y nadie quiere tomar nota de ello. Y por todas partes hay también hombres que sufren a causa de su fe, de sus convicciones, cuyos derechos son pisoteados. Dimitri Dudko, el sacerdote ruso, dirigió en noviembre de 1980 un mensaje a todos los cristianos, presintiendo probablemente su cercano arresto. Dice Dudko acerca de su mensaje que está hablando desde el Gólgota y, al mismo tiempo, desde el lugar en que el Señor resucitado se apareció atravesando puertas cerradas. Ve Moscú como el Gólgota en que el Señor es crucificado. Pero a la vez lo ve como el lugar en que, a pesar o justamente a raíz de las puertas cerradas que quisieran impedirle el acceso, el Resucitado se hace presente y se manifiesta visiblemente.

Quien contempla el mundo de ese modo podría preguntarse si realmente tenemos tiempo para pensar en Dios y en las cosas divinas, o si no sería mejor que empleáramos todas las fuerzas para hacer que esta tierra fuese mejor. Bertold Brecht escribió en su momento el siguiente verso inspirado en la misma convicción: «No os dejéis seducir: moriréis con todos los animales, y después no viene nada más». Brecht veía la fe en el más allá, en la resurrección, como una seducción del hombre que le impide aprehender de lleno este mundo, esta vida. Pero quien opone la semejanza divina del hombre a su semejanza de los animales, pronto lo considerará también como un animal. Y si -como dice otro poeta moderno- morimos como perros, muy pronto viviremos también como perros y nos trataremos como perros, o más bien, como no se debería tratar a ningún perro. Más honda fue la mirada del filósofo judío Theodor Adorno, que a partir del apasionado anhelo mesiánico de su pueblo preguntó y buscó una y otra vez cómo se puede crear un mundo justo, la justicia en el mundo.

Finalmente, Adorno llegó a la siguiente convicción: para que en verdad haya justicia en el mundo tiene que haber justicia para todos y para siempre; es decir, justicia también para los difuntos. Debería ser una justicia que revocara de forma irrevocable y reparara también los sufrimientos del pasado. Pero para que esto fuese posible, debería haber resurrección de los muertos. Creo que sobre este trasfondo podemos captar de nuevo el mensaje de la Pascua. ¡Cristo ha resucitado! ¡Sí, hay justicia para el mundo! Existe la justicia completa para todos, una justicia que es capaz de revocar también lo irrevocablemente pasado, porque existe Dios y porque él tiene el poder para ello. Dios no puede sufrir, pero sí compadecer, como formuló una vez san Bernardo de Claraval. El puede compadecer porque puede amar. Este poder de la compasión a partir del poder del amor es el poder que es capaz de revocar lo irrevocable y otorgar justicia. Cristo ha resucitado, es decir, existe la fuerza que puede crear justicia y que crea justicia. Por eso, el mensaje de la resurrección no es sólo un himno a Dios, sino también un himno al poder de su amor, y por eso un himno al hombre, a la tierra y a la materia. Todo es salvado. Dios no deja que ninguna parte de su creación caiga silenciosamente en lo pretérito. Él ha creado todo para que exista, como dice el libro de la Sabiduría. Él lo ha creado todo para que todo sea una sola cosa y todo le pertenezca, para que sea válido que Dios es todo en todo.

Pero entonces se plantea la siguiente pregunta: ¿cómo podemos corresponder a este mensaje de resurrección? ¿Cómo puede él introducirse y hacerse realidad entre nosotros? La Pascua es como el resplandor de la puerta abierta que conduce fuera de la injusticia del mundo y la invitación a seguir ese resplandor de luz, a mostrárselo a otros, sabiendo que no se trata de un ensueño sino de la luz real, de la salida real. Pero ¿cómo podemos ir hacia allá? A esa pregunta responde la lectura del domingo de Pascua, donde Pablo escribe a los colosenses: «Si habéis sido resucitados juntamente con Cristo, buscad lo de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Aspirad a lo de arriba, no a lo de la tierra» (Col 3,1 s).
Quien escuche con oídos modernos esta indicación de san Pablo en el mensaje de Pascua, quien preste atención a la realidad de la Pascua, estará probablemente tentado de decir: ¡o sea, que es verdad: fuga hacia el cielo, fuga del mundo! Pero tal interpretación es un grave malentendido. En efecto: para la vida humana rige la ley fundamental de que sólo quien se pierde se encuentra. Quien se quiere retener a sí mismo, quien no se trasciende, justamente ése no se recibe a sí mismo. Esta ley fundamental de la condición humana, que sigue a la ley fundamental del amor trinitario, a la esencia del ser de Dios, que en el darse a sí mismo como amor es la verdadera realidad y el verdadero poder, vale para todo el ámbito de nuestra relación con la realidad.

Quien sólo quiere la materia, ése justamente la deshonra, le arrebata su grandeza y su dignidad. Más que el materialista es el cristiano quien da a la materia su dignidad, porque la abre a fin de que también en ella Dios sea todo en todo. Quien sólo busca el cuerpo, lo empequeñece. Quien sólo quiere las cosas de este mundo, ése destruye justamente de ese modo la tierra. Servimos a la tierra en la medida en que la trascendemos. La sanamos en cuanto no la dejamos estar en soledad y en cuanto nosotros mismos no permanecemos solos. Así como la tierra necesita físicamente del sol a fin de seguir siendo un astro de vida, y así como necesita de la consistencia del todo para recorrer su trayectoria, así también el cosmos espiritual de la tierra del hombre necesita la luz de lo alto, la fuerza que otorga cohesión, la misma fuerza que le da apertura. No debemos cerrar la tierra para salvarla, no debemos aferrarnos a ella. Debemos abrir de par en par sus puertas, a fin de que las verdaderas energías de las cuales ella vive y que nosotros mismos necesitamos puedan estar presentes en ella. ¡Buscad lo de arriba! Éste es un encargo para la tierra: vivir orientados hacia arriba, hacia lo alto, hacia lo que es elevado y grande, y oponerse a la pesantez de lo de abajo, de la descomposición. Esto significa seguir al Resucitado, servir a la justicia, a la salvación de este mundo.

El primer mensaje que el Resucitado transmite a los suyos a través de los ángeles y de las mujeres reza: ¡Seguidme, que yo os precederé! La fe en la resurrección es un caminar. La fe en la resurrección no puede ser otra cosa que un ir detrás de Cristo, en el seguimiento de Cristo. Adónde fue él, de qué modo lo hizo y adónde hemos de seguirlo nosotros nos lo ha expresado muy claramente Juan en su Evangelio de Pascua: «Voy a subir a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 21,17). El Resucitado dice a Magdalena que ahora no puede tocarlo, y que sólo podrá hacerlo cuando ya haya ascendido. No podemos tocarlo de tal modo que lo hagamos regresar a este mundo: sólo podemos tocarlo siguiéndolo, ascendiendo con él. Por eso, la tradición cristiana ha hablado muy conscientemente de seguimiento de Cristo, y no simplemente de seguimiento de Jesús. No seguimos al muerto sino al Viviente. No buscamos imitar una vida pasada o transformarla en un programa con todo tipo de compromisos y reinterpretaciones. No debemos dejar fuera del seguimiento aquello que le es auténticamente propio, a saber, la cruz, la resurrección y la filiación divina, el ser-junto-al-Padre. Justamente de ello depende todo. Seguimiento significa -una vez más según Juan- que, ahora, podemos ir a donde Pedro y los judíos no podían ir al comienzo, pero allí nosotros podemos ir ahora porque él nos ha precedido y desde que él nos ha precedido. Seguimiento significa asumir el camino en su totalidad, entrar en lo que es de arriba, en lo oculto, que es lo auténtico y propio: en la verdad, en el amor, en la condición de hijos de Dios. Ahora bien, un seguimiento semejante se da siempre y sólo en la modalidad de la cruz, en el verdadero perderse a sí mismo, que es la única modalidad en que se abren los tesoros de Dios y de la tierra, la única que abre, por decirlo así, las fuentes vivas de la profundidad y deja entrar la fuerza de la vida verdadera en este mundo. Es un adentrarse en lo oculto a fin de encontrar, en la verdadera pérdida de sí, la condición de ser humano. Y después, eso mismo significa también hallar aquella reserva de alegría que el mundo necesita con tanta urgencia. No es sólo nuestro derecho: es nuestra obligación alegrarnos, porque el Señor ha regalado la alegría y porque el mundo la espera.