viernes, 15 de mayo de 2009

Vindicación de los libros

Hace unos quince días pude asistir a la inauguración de la Feria del Libro de León. El Pregón fue pronunciado por el ecritor Juan Manuel de Prada, que hizo una defensa apasionada del libro. Gracias a un amigo he podido conseguir ese bello texto, que reproduzco aquí parcialmente:


La consideración de la biblioteca corno ámbito casi religioso, como refugio o templo donde el hombre halla abrigo en su andadura huérfana por la tierra, la expresa, quizá mejor que nadie, Jean-Paul Sartre, en su hermosísima autobiografía "Las palabras", donde comparece el niño que fue, respaldado por el silencio sagrado de los libros: "No sabía leer aún y ya reverenciaba aquellas piedras erguidas -escribe Sartre con unción-: derechas o inclinadas, apretadas corno ladrillos en los estantes de la biblioteca o noblemente esparcidas formando avenidas de menhires. Sentía que la prosperidad de nuestra familia dependía de ellas. Yo retozaba en un santuario minúsculo, rodeado de monumentos pesados, antiguos, que me habían visto nacer, que habían de verme morir y cuya permanencia me garantizaba un porvenir tan tranquilo como el pasado". Esta quietud callada y a la vez despierta de los libros, esta condición suya de dioses penates o vígías del tiempo que velan por sus poseedores y abrigan su espíritu los convierte en el objeto más formidablemente reparador que haya podido concebir el hombre.. El libro, en apariencia inerte y mudo, nos reconforta con su elocuencia, porque entre sus páginas se aloja nuestra hiografía espiritual; y es esta capacidad suya para invocar los hombres que hemos sido lo que lo convierte en nuestro interlocutor más valioso y ajeno a las contingencias del tiempo.

Yo también puedo decir con legítimo orgullo que "los libros fueron mis pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campo", corno escribe Sartre en algún pasaje de su autobiografía. También para mí la biblioteca ha sido, corno para Sartre, "el mundo atrapado en un espejo"; también para mí la lectura ha sido una vocación de permanencia que ha exaltado y consolado mis días. Por eso contemplo con cierto preocupado escepticismo esas proclamas más o menos elegíacas que nos hablan de la muerte inminente de estos compañeros del alma, Los profesionales de la catástrofe y los apóstoles del progreso coinciden en afirmar que los avances en el ámbito de las comunicaciones electrónicas acabar expoliando ese templo tan costosamente erigido a lo largo de os siglos. Jamás he participado de esta visión fatalista y lúgubre; como Umberto Eco, pienso que las nuevas tecnologías están difundiendo una nueva y pujante forma de cultura, pero se muestran incapaces de satisfacer todas nuestras demandas intelectuales. La comunicación electrónica viaja por delante de nosotros, se adelanta a nuestras inquisiciones, procurándonos un copioso caudal de información; los libros, en cambio, viajan con nosotros y acicatean nuestras pesquisas, deparándonos el díficil venero del conocimiento. Precisamente; porque no ofrecen soluciones rápidas e instantáneas, precisamente porque estimulan nuestra curiosidad perenne, tienen la supervivencia garantizada.

Habría que analizar sin ofuscaciones jeremíacas, junto a sus ventajas utilitarias innegables, los perjuicios, o pérdidas que nos inflige la lectura electrónica. La digitalización de textos, las redes y foros interactivos han conseguido liberarnos de las "ataduras" del libro, de este modo, la lectura electrónica se ha convertido en una especie ele "simultaneidad textual" que inculca un sentido fragmentario de la realidad, repudia las elaboraciones abstractas, disminuye nuestra capacidad retentiva y mutila nuestra percepción de la historia, También devalúa nuestra especial actitud ante el lenguaje: a nadie se le escapa que las palabras leídas o escritas en la pantalla de un ordenador (palabras cambiantes que se desvanecen o actualizan sin cesar) poseen un estatuto menos estable que las palabras inamovibles de un libro. La comunicación electrónica niega el carácter ritual y perdurable del lenguaje, que es corno negar sus posibilidades como vehículo para transmitir conocimiento, relegándolo a una mera condición vicaria de transmitir informaciones. Así se alcanza ese estadio pavoroso de depauperación lingüística. donde las arquitecturas sintácticas se desploman y los matices de la expresión -la ironía y la metáfora, la argumentación y el ingenio verbal- son suplantados por un rudimentario conglomerado del que ha desertado la belleza.

Existe, además, una razón primordial por la que el libro mantendrá siempre su supremacía sobre la lectura electrónica. Se trata de su condición de abrigo para el espíritu, de esa especial disposición para trascender y explicar el tiempo y garantizarnos "un porvenir tan tranquilo como el pasado", Cada vez que nos asomamos a un libro, escapamos de un mundo aturdido por la banalidad y el vértigo para lanzarnos a la conquista de otro rnás verdadero y postular una realidad enaltecedora. La peculiaridad de esta conquista consiste en que no se trata de un mero ejercicio de evasión, pues -como muy bien entendió Proust- la lectura deja libre la conciencia para la introspección reflexiva. Al leer no nos limitamos a absorber contenidos, a estimular nuestras dotes imaginativas o a mejorar nuestras habilidades verbales; por el contrario, regresamos a nuestro mundo aturdido por la banalidad y el vértigo con una cosecha de iluminaciones que irradian su influjo sobre la realidad y nos enseñan a ser mejores. Este viaje de ida y vuelta, además, nos hace dueños de nuestro propio tiempo, de nuestra duración en la tierra; la aventura de leer un libro nos proporciona el incalculable gozo de aprehender y comprender nuestra vida, no sólo los acontecimientos que poblaron su pasado, sino tambíén los que otorgarán su argurnento al incierto y multiforme futuro. Esta sensación de clarívidencia explica, por ejemplo, ese curioso fenómeno que todo lector verdadero ha experimentado: con frecuencia, nos ocurre que tratamos de evocar en vano el asunto de un libro que nos hizo felices en el pasado, y, sin embargo, ¡cuán vívidamente recordarnos el estado de ánimo el clima espiritual en que la lectura de dicho libro nos instaló, proyectándose como aun reminiscencia hacia el futuro!

Creo, con sincera certeza, que esta compleja y hermosa forma de clarividencia, este sutilísimo consuelo espiritual que alumbra nuestros días sólo nos lo puede procurar un libro, jamás un artilugio electrónico. Quizá porque, como decía al principio, el libro es un objeto sagrado que nos habita por dentro y nos vincula religiosamente con la vida. Sabemos que los israelitas condenados al destierro custodiaban el rollo de pergamino del Torah en el Arca de la Alianza, un receptáculo portátil que reproducía en miniatura el templo de Salomón. Los libros siempre han propendido a ocupar un recinto sagrado; no me refiero ya a las populosas y exactas bibliotecas, sino al recinto más sagrado del alma humana. Puedo concebir, en un esfuerzo de la imaginación, una utopía funesta como la que ideó Roy Bradbury, en la que los libros hayan sufrido persecución y alimentado el fuego, como pájaros asesinados, para sobrevivir instalados en la memoria agradecida de unos pocos hombres libres. No puedo concebir, en cambio, a un hombre libre deshabitado de libros; sería, tanto como imaginarlo desposeído de alma, extraviado en les pasadizos lóbregos de un mundo que no comprende...

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