lunes, 18 de diciembre de 2023

Aprender de la naturaleza


Alejandro Llano

Alfa y Omega-ABC (Madrid)


Los primeros principios son verdades originales, en cuanto que se distinguen de los conocimientos adquiridos por discurso. Pero esto no quiere decir que estén “dados” de antemano. Los primeros principios, tanto del conocimiento teórico como del práctico, no son innatos. Si se admitiera que lo son, se incurriría en naturalismo. El naturalismo destruye el fundamento mismo de la ética, ya que ninguna cualificación moral puede acontecer de manera mostrenca sino que ha de ser activamente adquirida. No hay bienes éticos puramente naturales ni virtudes que sean innatas. 

Los primeros principios son verdades originarias y primitivas, porque constituyen el resultado de un uso de la inteligencia teórica y práctica en el que ésta se identifica con la realidad misma, patentizada en las diferencias y determinaciones primordiales correspondientes a los conceptos prelingüísticos más elementales, del tipo uno, otro, idéntico, diferente, ser, no-ser, bien y mal. (…) En sí mismas consideradas, señalan un límite a la inteligencia, respecto al cual no cabe retrotraerse. Aquí reside la posibilidad y la necesidad tanto de la metafísica como de la ética. En esta apertura no naturalista a la naturaleza del propio hombre y de las cosas del mundo se basa lo que conocemos como ley natural. (…) La abstracción inductiva eleva lo sensible a un nivel inteligible que sólo potencialmente se hallaba en la naturaleza.

Éstos son los presupuestos noéticos de la clásica doctrina de la ley natural, que más propiamente habría de llamarse ley racionatural, ya que esta teoría se caracteriza por la constante apelación a la colaboración –sin confusión– entre razón y naturaleza. Su versión moderna, en cambio, merecería más bien el título de ley racional. Porque sólo la razón es posesora de sí misma y, justamente por ello, posesora de la naturaleza. (…) Lo que resulta problemático es el posible recurso a la naturaleza en una concepción moral y jurídica que considera la razón como el único fundamento definitivo de toda normatividad. Pero, antes de afrontar esta cuestión, hemos de plantearnos si todavía merece la pena hacerlo. Porque este recurso a la naturaleza se mantuvo, efectivamente, en la ética y el derecho natural clásico. Pero recibió una acusación de falacia naturalista que, en todo caso, resulta más grave que el reproche de falacia racionalista que tal vez merecería la versión moderna de la ley natural.

(…) Ahora bien, resulta que en este otro extremo contrario al racionalismo no se encuentra la ética clásica, sino precisamente el planteamiento moral de David Hume. Según Hume, la razón es impotente frente a la naturaleza: es sólo una sierva de las pasiones, está siempre al servicio de la pulsión más fuerte. Con otras palabras, la razón no es en absoluto práctica, no es determinante de la acción, no es activa. Para Hume no hay deber alguno que derivara o no de la naturaleza: sólo hay naturaleza. Si esta posición fuera correcta, no resultaría posible una ética que fuera más allá de la moral de lo fácticamente acostumbrado, que fuera algo más que una mera science de moeurs (ciencia de las costumbres). 


Deber natural

La concepción clásica de la ley natural no necesita desembocar en algo semejante al concepto de deber, tal como lo entendemos actualmente, pues lo que más tarde se llamaría “deber” se encontraba situado en la naturaleza. Mas no por ello se trataba de un concepto de signo naturalista. La concepción clásica de la ley natural –la ley racionatural– no necesita desembocar en el deber desde el ser, ni es meramente biologista, como se malentiende con frecuencia. Para apreciar esto, se ha de precisar qué se entiende en esta teoría por naturaleza.

Según Tomás de Aquino, la razón humana aprehende naturalmente como bienes todo aquello hacia lo que el hombre tiene inclinación natural. De manera que el orden de las inclinaciones naturales es el orden de los preceptos de la ley natural. En cuanto ser vivo, presenta la tendencia a la conservación; como sensible, a la reproducción y a la crianza de los hijos; y como ser racional, manifiesta inclinaciones hacia el conocimiento de la verdad y hacia la pacífica convivencia con sus semejantes.


No sólo pros y contras 

Llegamos así a la cuestión de los últimos fundamentos de la moral y con ello al problema de la justificación de las prohibiciones absolutas. Si la única determinación procediera de la ratio, entonces no habría lugar para semejantes mandatos negativos incondicionados. El único fundamento objetivo de la ética vendría dado por la ponderación comparativa de bienes, según pretenden hoy día no pocos moralistas y tantos presuntos especialistas en bioética o en ética empresarial. Ahora bien, el resultado de sopesar las consecuencias favorables y desfavorables de las acciones nunca puede ser una máxima de carácter absoluto. No se trata entonces de ponderar ventajas y desventajas, sino de reconocer lo que es natural y lo que es antinatural. Con todo, a este anclaje de la moral entre lo que es conforme a la naturaleza y aquello que va contra ella, se le objeta que tal determinación es muy difícil y que de ella sólo podrían obtenerse fórmulas vacías. Es curioso, sin embargo, que las posturas de quienes defienden la ley natural, frente al relativismo de tipo consecuencialista, sean tan determinadas que su concreción se considere a veces opresiva y provoque con frecuencia cierto malestar.

Con todo, la naturaleza no es el único criterio de la moral. El rótulo “ley racio-natural” le conviene a la ley natural clásica antes que a la moderna. (…) En la doctrina clásica se trata de que las tendencias naturales tienen relevancia moral sólo en cuanto que entran en conexión con el ámbito de la razón electiva, es decir, cuando la persona puede tanto aceptarlas como rechazarlas. En este sentido, vale el axioma aristotélico “natura ad unum, ratio ad opposita”. No nos podemos abstener de digerir, sí en cambio podemos abstenernos –o no– de comer, así como podemos comer más o menos. Las tendencias naturales son todas buenas, pero en sentido premoral. Sólo la razón nos lleva a la dimensión de la moralidad, como distinción entre lo bueno y lo malo. Tampoco desde esta consideración se puede hablar de naturalismo en la concepción clásica.


Un camino hacia si mismo

El conflicto entre naturaleza y razón se halla estrechamente entreverado con la dualidad existente entre praxis y técnica, o sea, entre actividad moral y política, por una parte, y razón instrumental, por otra. Este conflicto hunde sus raíces en la historia del pensamiento. A mi juicio, la aportación teórica decisiva procede de Aristóteles al establecer una estrecha conexión entre los conceptos de praxis y physis, en la medida en que tanto la acción vital inmanente como la naturaleza implican un camino hacia sí mismo, a diferencia de lo que acontece con el uso instrumental o técnico de la razón. (…) Las consecuencias de la acción –que muchas veces no se prevén, ni son propuestas ni calculadas– no deben proporcionar el criterio moral. (…)

El que sólo se atiene a la razón, tiene que ver en todo un propósito. Y esto vale en primer lugar para la vida buena, para la vida lograda, de la que se ocupa la filosofía práctica. Ahora bien, la auténtica vida buena carece de propósito. Y también vale, por tanto, para la vida de la razón. El conocer no es fundamentalmente una autobúsqueda, sino, según mantiene la tradición aristotélica, una recepción (no pasiva, por cierto) de formas ajenas en cuanto ajenas. Una vida buena realiza las exigencias de la naturaleza, sin que necesite saberlo. En este sentido, la vida lograda, la felicidad, no es instrumentalizable. De forma contraria, la instrumentalización es el peligro permanente de toda interpretación de la vida buena como fundada solamente en la razón y en el establecimiento del fin. (…) En la teoría clásica de la ley natural conserva todavía su significado originario el axioma natura ad unum, ratio ad opposita. Lo primero –el ad unum– no quiere decir que la fundamental indeterminación o contingencia de la naturaleza tenga que ser superada por un poder ajeno, aunque sea incluso el poder de la propia naturaleza. Mientras que tampoco lo segundo –el ad opposita– significa que la indecisión pueda ser superada por el propio poder de determinación de la voluntad.

        Repensar la articulación entre razón y naturaleza es hoy condición indispensable para que la fecunda renovación actual de la filosofía práctica esté firmemente referida a los primeros principios de la praxis, y no se malogre al convertirse –por utilizar palabras de Franco Volpi– en ‘la ideología de un agradable relativismo cultural moderado de tipo conservador’.

jueves, 3 de agosto de 2023

El carisma del Opus Dei





 por D. Carlos Villar (transcripción de una conferencia)


En la Obra, como en la Iglesia, tradición y progreso forman un todo armónico, como lo forman también santidad y apostolado. La santidad, en efecto, se expresa en la fidelidad a un espíritu recibido de Dios y la desarrolla en medio de un mundo necesariamente cambiante. Esa armonía es un fruto del Espíritu Santo que nos impulsa tanto a valorar las enseñanzas recibidas como a renovar nuestra ilusión por abrir nuevos caminos para llevar el Evangelio al corazón de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. 


Lo que no pase por la oración en el fondo sería ineficaz. El salmo número uno: un árbol que crece al borde de la acequia. Y por eso siempre da fruto, porque sus raíces hunden en esa acequia que lleva agua que corre, no es algo que no corre. el carisma del Opus Dei se va desplegando con sus ramas que da frutos. Ahora, si las raíces no hundieran en el carisma, el árbol se secaría. 

Por eso cualquier desarrollo, cualquier reflexión, siempre tiene que venir de esa fidelidad de conocer, integrar y masticar bien el carisma que Dios ha dado a nuestro Padre, que es el del Opus Dei. El carisma se puede entender de dos maneras. Una dimensión sería el carisma como un mensaje divino que da luz a todo el mundo de todas las épocas, es decir, no sólo para la gente del Opus Dei, sino para el mundo entero. Es esa luz de santificarse en medio del mundo.


No sólo es en la vida ordinaria, sino a través de la vida ordinaria. O sea, no es sólo un escenario donde yo puedo hacerme santo, sino que, a través de los acontecimientos, de la materia, de la vida, eso es materia de contemplación, que es un matiz que aporta nuestro Padre. Nosotros somos elegidos para una misión divina. Para una persona del Opus Dei el carisma es fuente de identidad. De alguna manera son los rasgos que Dios nos concede para que la imagen de Cristo se reproduzca en nuestra vida. Nos identificamos con Cristo. 

Para una persona de Opus Dei eso pasa por vivir su espíritu. Sería estéril y falso intentar identificarnos o buscar fuera la identificación con Cristo. Vemos la importancia que tiene el conocer a fondo el espíritu del Opus Dei, porque es fuente de identidad y también a nivel institucional, a nivel personal y nivel institucional. Si el carisma se desvirtúa, se desvirtúa la vida espiritual y se desvirtúa la institución. Y aquí vienen las reflexiones que podemos hacer de cómo mejorar la labor apostólica. Pero si ese deseo nos llevara a desvirtuar el espíritu de Casa, quizá a medio plazo o a corto plazo iría aparentemente bien, pero al final es el árbol que no está bebiendo del canal de agua corriente y por tanto, tarde o temprano sería estéril. 

Por otro lado, ¿qué significa tener éxito en la vida apostólica?, una visión a nivel numérico no es la evangélica. La verdadera mirada tiene que ir en clave de autenticidad, de fidelidad y de dejar que el Espíritu Santo sea el que da ese fruto. El espíritu de Casa no es un código de leyes, sino que es un espíritu y por tanto vivifica y por tanto da vida, y por tanto es algo dinámico. Y por eso el Padre nos habla de fidelidad creativa y dinámica. No es algo estático. Decía Orígenes que la Palabra de Dios es como un trozo de pan duro, que uno lo pone en un vaso de vino y cuando mastica el pan bebe vino, y decía: el vino es el Espíritu Santo. Porque cuando uno mastica la Palabra de Dios, está bebiendo el Espíritu Santo. Ahora, sin el Espíritu Santo, sería pan duro. 

Las instituciones, las actividades, los programas, todo lo que queramos, si no tienen el espíritu de Casa, sería pan duro, puro montaje. Por tanto, vemos lo importante que es la fe en el espíritu de Casa. Esto no quiere decir que sólo podamos leer cosas que tengan que ver con los escritos fundacionales o cosas del ámbito de nuestro carisma, sino que hemos de beber y masticar y leer de toda la fecundidad de la Escritura de la Iglesia, pero siempre desde la forma mentis que hemos ido creando con la formación que nos lleva a integrar lo que leemos de otras virtualidades, en nuestro carisma. 

San Josemaría leía Santa Teresa y le ayudaba a su vida interior, sí, pero sería desenfocado que uno leyera al Cura de Ars y pensase que lo que tiene que hacer es dormir dos horas y comer patatas podridas. Sería una integración inmadura del carisma. O una persona casada que lee al Padre Pío y dice: lo que tengo que hacer es dormir dos horas. Y no; tú estás en tu carisma. Sacas del Padre Pío, de Santa Teresa, de San Francisco de Sales, de todos los santos y Doctores de la Iglesia, sacas luz, pero la tienes que integrar desde su carisma. 


Dicho esto, vamos a ver algunos rasgos del espíritu de Casa que pienso que pueden haberse empobrecido o ensombrecido en el ambiente actual. También porque ha habido un desarrollo de carismas y de espiritualidades al final del siglo 20 y principios del 21, y que pueden confundir la tensión entre conservar el carisma, y ser fiel a la vez a la apertura a la historia. 


El primero es la secularidad. Secularidad… voy a leer una cita de San Josemaría de 1932, correspondiente a la llamada de Dios que hemos recibido. <<El ejemplo que hemos de dar para redimir con Cristo, exige de nosotros, de vosotros y de mí una labor realizada de un modo laical y secular; para hacer un trabajo eclesiástico propio de eclesiásticos, ya están los sacerdotes y religiosos. Nuestra tarea no hemos de realizarla en las iglesias, sino en la entraña de la vida civil en medio de la calle>>; <<De ahí nuestro deber de hacernos presentes con el ejemplo, con la doctrina y con los brazos abiertos para todos en todas las actividades de los hombres. Veo con alegría a los seglares que ponen al servicio de la Iglesia para llevar junto a los sacerdotes una vida de trabajo en las distintas asociaciones piadosas de fieles. Pero el Señor a nosotros nos pide un apostolado capilar de irradiación apostólica en todos los ambientes>>. 


San Josemaría apela a nuestro carisma. Dice: “veo con alegría”. Es algo maravilloso para otras personas, pero para nosotros lo propio, lo que nos pide de un modo particular nuestro carisma, es un apostolado capilar de irradiación apostólica en todos ambientes. Por tanto, para un fiel de la Obra que esto lo perdiera y cayera en un cierto clericalismo, y entendiera la parroquia como el centro neurálgico de su vida apostólica perdería la sustancia de su carisma. O que se convirtiera en una longa manus del sacerdote. Sería empobrecer un rasgo esencial del espíritu de casa y agostar esa raíz del árbol que decíamos; dejaría de beber del carisma y su vocación se empobrece. 

¿Por qué puede ocurrir esto? hay tantas posibilidades que no voy a entrar. Pero en todo caso, una razón clara es la tentación de refugiarnos en zonas de confort; una tentación de la que tenemos que huir.  <<San Josemaría decía No, hijos míos, nosotros tenemos que seguir en medio de este mundo podrido, en medio de este mar de aguas turbias. >>


Ante una situación de crisis moral, es una tentación lógica para una persona de Casa que busque una zona de confort, ya sea en otra espiritualidad, ya sea en la propia; en los dos casos sería un error. No podemos convertir, reflexionemos, nuestras labores apostólicas en zonas de confort que nos separan del mundo porque estamos allí como protegidos. 

Lo nuestro es estar personalmente de modo capilar y formar a la gente de Casa, y que viene por nuestros centros, para poder vivir la aventura de santificarse en el mundo. En un mundo herido, un mundo a veces podrido, un mundo complicado, pero que es criatura divina y que precisamente nosotros tenemos que transfigurar con la gracia de Dios. 


Por tanto, esa tentación es una tentación en la que es comprensible caer, pero es una tentación y podemos caer nosotros también. Hay que ayudar a los de Casa a descubrir la belleza que tiene la misión de transformar el mundo desde dentro. Y ahí hay un punto también que pedimos del Espíritu Santo: tener fe en el carisma de la Obra, es decir, tener fe en que se puede ser santo en medio del mundo de verdad. No como diciendo: bueno, sí, pero no,… y vamos solo a un poquito, a tenerlo todo controlado, no vaya a ser que… 

Y si no es así, si no es con esta exigencia, apaga y vámonos. Lo que San Josemaría ha recibido es esto, que la formación que damos es preparar a las personas para poder vivir su aventura humana y divina en medio del mundo y allí con amigos de todo tipo de creencias y ser Cristo que pasa en medio de los caminos que ya son divinos porque se han abierto de la tierra.


Bueno, pues este punto toca la esencia: por tanto encerrarse, buscar lugares donde uno está como más a gusto de todos; todos pensamos igual, todos queremos lo mismo, todos. Eso nos haría daño en nuestra espiritualidad. No puede ser un método apostólico una vela al Santísimo, unas obras de caridad en no sé dónde porque ahí es donde uno respira un poco y toda su vida espiritual está ahí. Y muy poco el trabajo, la vida familiar, que queda en un segundo plano; sería un error. 

De alguna manera se hacen realidad las pruebas que Cristo resucitado dice: beberéis veneno y nos hará daño. Beberéis veneno. Estamos en un mundo, en un río, decía San Josemaría, que está lleno de veneno, que está contaminado y no nos hará daño. ¿por qué? Porque nuestro carisma está preparado para eso. Bien decía el Padre en una cita larga, pero me parece tan jugosa que la voy a leer. Dice: <<la misión apostólica de que estamos hablando no se limita a unas determinadas actividades; porque desde el amor a Jesucristo todo lo podemos transformar en servicio cristiano a los demás. Cada uno realiza enteramente la misión de la Obra con su propia vida, en su familia, en su lugar de trabajo, en la sociedad en la que vive, entre sus amigos y conocidos. >> 


Por eso se entiende la insistencia de san Josemaría para que en la Obra se dé siempre, y esto me parece muy importante, una importancia primaria y fundamental (primaria, primero y segundo, fundamental) a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu y no a las organizativas. 

Y de ahí viene también que el apostolado principal en la Obra sea el de amistad y confidencia realizado personalmente por cada una y cada uno. Esto es una bomba. Bien entendido. Esto es una bomba apostólica. ¿Por qué? Como lo primario y fundamental es la espontaneidad apostólica de la persona y cómo lo principal, lo propio de una persona de la Obra es el apostolado de amistad y confidencia, también cara a las reflexiones que estamos viendo hoy. 

¿Qué sentido tendría montar actividades o tener un colegio mayor lleno de gente si luego no tratamos las personas personalmente, si luego no hay confidencia, trasvase de vidas? 


Otro punto de reflexión: profundizar sobre lo que es la amistad. Entender a fondo lo que es que otra persona entre en mi vida y yo en la suya. O sea que mi historia está en su historia. Y Guardini decía que de alguna manera, la amistad es poder decir lo que sea de ti será de mí. Ante esta hondura, diría yo, nos damos cuenta de la belleza profunda que tiene el espíritu de Casa bien vivido. Y si el espíritu de Casa y la formación nos ha llevado a que un miembro de la Obra llega a los 40 años y no tiene amigos, no es que estemos tocando la hoja 14 del árbol, no, estamos tocando la raíz porque no se ha  visto lo principal, fundamental, primario y  la belleza que tiene. Es decir que la amistad es el cauce. Además, es el cauce propio que surge de la Encarnación. Dios se hace hombre y vive la vida de ser hombre con todo su despliegue en la historia, en el tiempo. Y eso es lo que vivimos nosotros con nuestros amigos.


La relación de familia, los años de 30 años de vida oculta de Cristo, es nuestro fundamento, una vida de belleza, porque está ahí, Cristo escondido en esa humanidad, en esas relaciones densas de amistad, de trabajo, de. Ahí está Dios escondido. En una amistad, en una confidencia, ahí está el Espíritu Santo. No hay que buscarlo en experiencias extraordinarias. A veces estamos buscando cosas extraordinarias porque no encontramos lo extraordinario en lo ordinario. Bueno, esto, por un lado. Y luego nuestro padre decía en conversaciones una frase que quiero traer a colación porque me parece fuerte. Dice: <<Las Obras corporativas son lo de menos. 

La obra principal del Opus Dei es el testimonio personal directo que dan sus socios en medio del trabajo ordinario. >> Sería absurdo decir que las Obras corporativas no son importantes. Pero no perdamos de vista cuál es nuestro carisma. Porque si no, es el árbol que se queda seco. Cuando en una institución el carisma está más claro en el papel que en la vida encarnada, la capacidad de provocación que tiene ese carisma se debilita. En el papel hay cosas muy hermosas, de una densidad antropológica, teológica que enamora. Pero si luego, en la encarnación de ese carisma en nosotros, en cada uno, no se da, pierde capacidad de provocar. ¿Porque? Porque no tiene belleza. Porque tiene un punto postizo. Porque la belleza siempre está en la verdad. 

Por eso hemos de ahondar en nuestro carisma, que es un carisma divino. Y San Josemaría nos animaba a que lo más importante es el trato personal de amistad y confidencia. Y en un mundo que es cambiante, el mundo que tenemos ahora, este mundo, tenemos que ser inyección intravenosa. Ser contemplativos en medio del mundo. Frases como el lecho conyugal es un altar o la mesa de trabajo es un altar, es decir, donde se une el cielo con la tierra, son de una profundidad en la que hemos de ahondar. Y el mundo está con sed. Porque es así. La mayoría de la gente del mundo puede encontrar a Dios en su trabajo, en la vida conyugal, en sus amistades. Hace falta también que unas personas lo encarnen y algunos con un corazón célibe. 


Otro punto por el cual a veces alguna persona de Casa pueda tener nostalgia de otras espiritualidades, o que esté un poco desencantado, tiene que ver también con esto: el paganismo, donde la fe es difícil vivirla. Es necesario un sentido de pertenencia. El sentido de pertenecer a una comunidad, es decir, no vivir la fe en solitario, porque no se puede vivir así la fe, siempre es un nosotros. El Padre nos anima con sus cartas sobre esto y lo dice con mucha frecuencia. Tenemos que vivificar y potenciar la fraternidad. Es decir, Dios cuenta con la fraternidad para que podamos vivir nuestro carisma, para que podamos estar en medio de un mundo podrido.

Dios cuenta en el Opus Dei con la fraternidad, que uno tenga ganas de volver a casa, que estamos unos en otros, que nos sostenemos unos en otros. Y esto es un punto que tenemos que ver cómo podemos potenciarlo porque precisamente el Padre hablaba de una particular comunión de los santos que tenemos nosotros, y si nuestra formación nos lleva de modo institucional a que haya gente de casa que no acaba de sentirse una familia, aquí tenemos un punto de reflexión importante. 


¿Qué formación estamos dando si no nos lleva a que de verdad nos queramos como una familia? Porque la vida interior es amar a Dios y amar a los demás. Fijaos: el plan de vida, la mortificación, los ayunos, todo lo que queráis está para poder amar como Dios ama. ¿Qué sentido tendría hacer tantas cosas si luego no somos capaces de querernos? Si luego una persona en su casa no se encuentra querido, protegido. Si incluso dice, bueno, es que no tengo ganas de volver a casa a cenar. Sería dramático. 


Dicho esto, vamos a tocar el tema de la santificación ¿Por qué digo santificar el trabajo? Porque hay un peligro, un peligro del que estoy describiendo rasgos esenciales para que la reflexión sobre el carisma nos ayude. Es un peligro actual en la época en la que vivimos. Es la de buscar experiencias milagrosas o no ordinarias para potenciar la vida interior. La fuerza que tiene un cierto tipo de espiritualidad buena, de Dios, hermosa, santa, pero que puede desconcertar o que puede confundir a una persona que tiene un carisma distinto, que es encontrar a Dios en lo corriente. 

Una primera idea es que el Espíritu Santo concede con libertad sus dones. Por tanto, el Espíritu Santo fecunda a la Iglesia con dones y carismas, pero siempre lo hace acorde a la voz de Dios en la naturaleza y en el Magisterio. Un carisma, nunca puede ir en contra del magisterio, no sería divino; y tampoco puede ir en contra de la naturaleza, porque la gracia nunca anula la naturaleza. Por tanto, los carismas del Espíritu Santo siempre están en consonancia con la verdad de la propia identidad. Es decir, lo que a nosotros el Espíritu Santo nos concede tiene que ir en consonancia con nuestra identidad. 


Nuestro Padre ponía el ejemplo: nosotros necesitamos doctrina, pero para la doctrina hemos de estudiar porque no somos carismáticos. Decía. No podemos pretender que Dios nos conceda a nosotros el don de la sabiduría. Si es extraordinaria en otras personas no lo sabemos, pero en nuestro espíritu, en nuestra identidad, el modo de adquirir doctrina es estudiando. ¿Entendéis lo que digo? Esto es importante.

Para una persona del Opus Dei sería profundamente desenfocado un deseo de búsqueda de fenómenos místicos extraordinarios y milagrosos. No porque sean malos en sí, sino porque no están en consonancia con la identidad de nuestro carisma. Leo una cita de san Josemaría al respecto: <<Hijos míos, lo nuestro es lo corriente, lo de cada día. La prosa. Puede ser ésta una de las tentaciones que se les presente a los hijos míos ahora y a la vuelta de los siglos. Una de las condiciones con las que el demonio quiere sujetarlos y hacerles estériles. Es tentación del demonio, dice nuestro padre. Como trató de torcer la misión de Jesucristo: “Haz una cosa extraordinaria”. Convierte estas piedras en pan. Pero el Señor nunca realiza milagros en provecho personal. La enseñanza es muy clara, hijos míos, ¿Qué esperabais encontrar al venir a la Obra? ¿Cosas extraordinarias? ¿Milagros de primera categoría? Nosotros no vivimos de milagros. Jesús los hizo. Los sigue realizando a través de nuestro trabajo apostólico y en la vida personal íntima de cada uno. Pero no esperéis otros en el Opus Dei. Experimentamos constantemente el prodigio de la vida ordinaria. Milagros que no chocan, que no viven en lo alto como la luz de las estrellas para llamar la atención que pasan inadvertidos. Dios se sirve de sucesos normales para atraer a las almas a su amor. Es verdad, en esta vida ordinaria, lo ordinario pasa inadvertido. 

Hay quienes no ven a Dios más que cuando se abre el cielo y escucha una voz de lo alto. No lo ven en y con la vida corriente. La vida habitual de un cristiano que tiene fe, cuando trabaja, o descansa. Cuando reza y cuando duerme, en todo momento. Es realmente sobrenatural una vida en la que Dios está siempre y no esperéis otra cosa, no esperéis otra cosa. >> Creo que las cosas que dice san Josemaría son claras y nos ayudan a ir a esa fuente del carisma primigenio que es el que Dios le dio a nuestro Padre. Encontrar a Dios en lo ordinario. Y quizá aquí tenemos también un punto de reflexión,… ¿estamos formando bien, estamos descuidando la belleza de lo que es ser contemplativo en medio del mundo? Nuestro Padre decía que esta vida contemplativa en medio del mundo, llega a la altura mística de los grandes santos de la historia. 


Y citaba en concreto a San Juan de la Cruz. ¿decimos que hay una vida contemplativa -la de los místicos que hacen milagros y que tienen revelaciones y vuelan en el aire-, y luego otra vida contemplativa como de segunda clase? No, no,… además ésta segunda es la contemplación de Cristo en su vida oculta. Sin formatos binarios. Cristo veía ese quid divino, ese algo divino, cuando ayudaba a la virgen a preparar un plato. Cuando veía un lirio. Cuando trabajaba con José, Cuando veía las estrellas. Cuando hablaba con Santiago, con Juan. O sea que es una vida contemplativa, verdaderamente contemplativa. O tendría que serlo, porque puede serlo. 


Y el cuarto punto que quería comentar es que el hombre contemporáneo se ha convertido en sujeto emotivo: aquel que cifra su mundo afectivo en la emoción. O sea, la emoción es el cauce por el cual él se hace a sí mismo, su identidad y su relación con los demás. La emoción es lo que construye su identidad y eso afecta a la moral porque es bueno o malo lo que me hace sentir bien o me hace sentir mal. No es una verdad objetiva, sino que yo me siento bien, (que tiene una parte, y es importante, una parte de verdad. 

Es decir, que la virtud nos tenía que llevar a estar a gusto en el camino de la virtud. Nos tenía que decir que tiene algo de verdad). Pero dejarlo en el mundo de la emoción es el peligro, porque la emoción es un estrato de la afectividad, del corazón humano, todavía superficial. Las sensaciones, las emociones, los sentimientos, los afectos. Entonces, la emoción, de alguna manera, es un primer paso de la afectividad humana en la que todavía no se crea vínculo con nada. Es algo que todavía es efímero. Es un movimiento, una emoción. Es un movimiento de la sensibilidad, pero que todavía no ha arraigado y, por tanto, está en una zona superficial. No es que sea mala, pero si no llega a transformarse en sentimiento, queda en una zona superficial. Cristo tuvo emociones, pero las transformaba en sentimientos, que son algo más que las emociones. Al final resulta un sujeto fragmentario. Esto afecta mucho a relación con Dios; en este mundo emotivo mucha gente busca a Dios emotivamente en sí misma, es decir, en ese estrato superficial de la afectividad humana, que no es malo, pero que si te quedas ahí es superficial y sin darse cuenta están consumiendo una espiritualidad, es decir, buscan en Dios algo que les haga sentir bien. 

Y claro, Dios no es un medio para encontrar la paz. Dios es un Tú al que yo sigo, que cambia totalmente la perspectiva. Conocéis gente que va probando todo tipo de experiencias espirituales... ¿Por qué? Porque en el fondo todavía no ha dado con esa lógica bíblica de darse cuenta de que en el fondo eso es un ídolo. Es decir, que lo hago a mi medida. Dios es como un objeto, un medio que me sirve para encontrarme bien, (que es algo bueno), que me sirve para sentirme en paz, para quitarme culpa. Son cosas buenas. Pero la conversión evangélica nos lleva a pasar de Dios como un medio para conseguir algo al Tú al que sigo donde me lleve. Esto cambia. Es un paso que es importante ayudar a las almas a dar, porque si no, vemos a Dios como un objeto que consumimos y esa es una de las trampas, porque al final estás constantemente buscando experiencias espirituales que te llenen. 


Es un camino equivocado. Y en ese sentido la vida cristiana tiene que ser un éxtasis, o sea, un salir de sí mismo que pasa por la cruz. Es decir, que Dios sea un Tú al que sigo muchas veces nos lleva a salir como Abraham. Salir de uno mismo en un viaje, un salir de uno mismo para encontrar la propia identidad. Y eso es doloroso en este mundo herido por el pecado. Entonces, tanto en el amor humano como en la fe, como en todos aspectos, siempre está esa purificación que es la cruz que nos permite poder amar, poder creer. Es decir, el que quiera avanzar en la fe tendrá que pasar por la fatiga de la fe, por la oscuridad de la fe.

Si uno quiere la certeza de la fe con milagros, nunca dará ese paso al amor. El que quiera purificar el eros tendrá que encontrar el ágape. Esa purificación de la que hablaba Benedicto XVI en la encíclica del eros, es la cruz, es la que nos abre la mirada a la presencia de Dios en nuestra conciencia, en los demás. Entonces, una espiritualidad emotiva, que no da el salto a los sentimientos, a los afectos y que esquiva la ascética, es estéril. Sería un profundo error intentar, para llegar a más gente, que el espíritu de Casa lo envolviéramos en azúcar. No vamos a dar un mensaje simplemente emotivo, porque pensemos que de esta manera la gente va a venir más. ¿qué hace Cristo cuando está en el discurso del pan?, pues da un discurso duro y le dicen “oye, pero ¿qué es esto que dices?” Y Jesús no sólo lo repite, sino que ahonda: <<Este es mi cuerpo>> y desde entonces muchos lo dejaron. 


Entonces aquí hay otro punto que tiene que ver con esto y que creo que nos puede dar luces, es decir, no tener miedo a la radicalidad de la belleza de la cruz. O sea, nuestro Padre llama la atención a un chico que se plantea entregarse a Dios. ¿Os acordáis? … decidles que viene a la cruz, pero no es la cruz de la tristeza, no es la cruz de la amargura, es la cruz que libera, es la belleza de la cruz. Tenemos que descubrir en nuestra carne, primero en nosotros, una cruz que abre los ojos a una vida contemplativa, una cruz que me permite amar, una cruz que no me deja en el ámbito emotivo, sino que me lleva a ascender a una actividad más profunda que es tener los sentimientos de Cristo, no las emociones de Cristo, los sentimientos de Cristo.

Un corazón como el de Cristo. El sentido de Cristo. Esto es de los filipenses. El abajamiento, la humildad de que no tuvo en cuenta su condición de forma divina y se hace hombre y crucificado. Los sentimientos de un corazón crucificado. Por tanto, no tener miedo a la radicalidad de la cruz. Y junto con esto la reflexión que quería hacer es que la radicalidad de la cruz armoniza, como decíamos antes, aparentes contradicciones con la belleza de la virtud y con ese gozo en la ley de Dios. Salía en la misa de hoy. La ley de Dios es límpida y me llena de alegría. Está escrita en mi corazón. La ley de Dios es ese árbol que bebe de la ley de Dios y es un árbol que siempre es fecundo. 

Bueno, pues ¿por qué digo esto? Porque nuestra formación, nuestros medios de formación, serían contrarios a nuestro espíritu si llevaran a una formación voluntarista, perfeccionista, cartesiana, de alguna manera de una renuncia malentendida, o sea, por voluntarismo. Vemos el peligro de la emotividad y nos damos cuenta de que es estéril. Pero, por otro lado, nos damos cuenta de que hemos de descubrir la belleza de la virtud y darnos cuenta de que la cruz es gozosa. Leo una cita de Santo Tomás de Aquino que nos puede dar muchas luces. Dice Mientras los hombres no encuentren placer en la virtud, no podrán perseverar. Es decir, la verdadera vida interior, la verdadera vida cristiana es la que nos lleva a gozar con la ley y nos lleva a disfrutar con la virtud, nos lleva a disfrutar con la pobreza. 

La cruz nos hace descubrir la belleza de la pobreza, de la castidad, de la mortificación. Descubrir la belleza de la mortificación. Esto es un reto. Pero esta es la vida cristiana y este es el espíritu de Casa que nuestro Padre nos enseñó con su vida y que nos ha enseñado en sus escritos. Habéis pensado lo absurdo que es que una persona que ha pasado por un centro de la Obra descubra en otro lugar que Dios le ama. El plato estrella nuestro: tenemos tres, pero uno, claro es que es la filiación divina, ¿no? Aquí hay un punto acerca de la gestión que tenemos que hacer. No es que no esté, está. ¿Cuál es el fundamento de la vida del Opus Dei? La filiación divina. Por lo tanto, nuestro Padre decía incluso que es el hilo que une las perlas del collar, o sea, las virtudes y todas las acciones buenas de la oración de los hijos de Dios, la pobreza de los hijos de Dios, el trabajo de los hijos de Dios, de estar transido e iluminado por la filiación divina, pero no puede quedar sólo en el papel, sino que tiene que ser vida. 


Entonces nuestro Padre transmitía esa luz de la filiación divina a todo lo que decía, y por tanto, nuestra relación con el Señor es una relación filial, es una relación en la que nos sentimos no juzgados, sino amados. Entonces, en este punto me parece que también tenemos que hacer una reflexión para ver cómo podemos ser más fieles al espíritu de Casa, que es un espíritu de filiación y que nos lleva a descubrir que somos amados profundamente. 

Hay dos certezas que dan libertad interior a una persona y que si fallan falla todo. La primera es que uno es amado desde siempre y para siempre. Y la segunda es que uno puede amar siempre. Esto es, la filiación divina. Dios me ama desde siempre y para siempre y por eso yo puedo amar siempre. Y ese es el nervio, el núcleo de nuestra vida interior. 


Y ya para terminar, una serie de ideas rápidas, para que luego sirvan para trabajar, con relación a la transmisión del carisma. Porque el carisma hemos visto que es hermoso, que es bello, que es divino, pero puede ser transmitido de un modo parcial o imperfecto. Entonces, (1) la radicalidad que hemos dicho del mensaje: no tener miedo a mostrar la belleza de la cruz, pero de la cruz que es un espíritu que no es un código. Hemos visto también que no es una idea: nadie da su vida por un esquema, por un concepto, entregamos la vida por una persona, por Cristo. Es decir, no podemos transmitir una idea, sino algo vivo que es la persona de Cristo.


 En ese sentido, llama la atención como los primeros cristianos, cambiaron el mundo porque estaban trasmitiendo algo vivo. Luego, cuando se vive el carisma con plenitud, la filiación divina, la vida contemplativa, el santificar el trabajo que es nuestro oficio se superan todos los obstáculos, el ambiente moral, la cultura atea, las ideas afectivas, los jóvenes, los lobbies de poder. Es decir, hemos de creer en la fuerza, la potencia, la belleza, el espíritu de Casa bien vivido. Porque es el Espíritu Santo el que va a transformar las cosas, ¿no? Y por eso nos metemos más adentro en un mundo podrido. 

Entonces, parte de este reto es que la formación llegue a la inteligencia, a la voluntad y a los afectos, inteligencia y afectos. 

Y para ello, una idea que es importante es que solo el mensaje que primeramente ha herido puede herir. Sólo si tú has sido herido por el mensaje, por el carisma de la Obra. Si a ti te ha herido la vida contemplativa, cuando tú esto te lo has hecho carne, tú eso lo puedes transmitir. Si no, acabamos hablando de oídas, de lugares comunes, y eso no tiene capacidad de provocación, no tiene belleza. Tenemos el peligro de decir frases grandiosas, como, por ejemplo: “llega un momento en que no sabemos distinguir la oración del trabajo”; o “convertir la prosa en poesía”. Eso es importante. 


Hay prosa, el problema del corazón es que quiere vivir en la poesía siempre sin la prosa. Saltarse la prosa. No se descubre que hay que transformar la prosa. Pero tenemos el peligro de decirlo en un modo abstracto, sin que sea encarnado. Tenemos que tener la vivencia, de alguna manera, aunque no perfecta. Tener la vivencia de transformar la prosa en poesía. 

Otra idea: que la formación, o es vida o no es nada. Es decir, o decimos algo que está transido de vida, o si no, aquello queda solo en el ámbito de la luz racional. ¿No? Y no toca, da luz, pero no calienta. Es como sol de invierno, da luz, pero no calienta. Y luego, por último, hay dos ámbitos fundamentales en la vida de todo hombre, que son la familia y el trabajo. Familia en el sentido de la familia de sangre, pero también la mujer o la novia o el celibato. 


El ámbito familiar y el trabajo son los dos ámbitos donde el hombre despliega su personalidad, su vida. Entonces, sin esos dos puntos no hay una dirección espiritual o una formación en las dos direcciones. En el fondo es una vida interior, una formación falsa. Que una persona que está casada y que, en su vida interior, en su oración, en su trato con Dios, el tema de su amor conyugal no aparezca en la formación, aquello no es real. Y lo mismo en el tema del trabajo. Yo creo que somos muy buenos en decir ideas sobre el trabajo, pero creo que tenemos que profundizar más en una teología encarnada del trabajo, no basta con decir “hay que santificar el trabajo, ofrécelo”. Hay una riqueza muy honda en la teología de santificar el trabajo de nuestro Padre, que es encontrar ese individuo que hay en ese fragmento de creación, que es tu trabajo profesional, que hay que ofrecerlo. Pero no sólo es eso, es muchas cosas más. 




viernes, 2 de junio de 2023

la voluntad de Dios en nuestras vidas

 



Aceptación de la voluntad de Dios en nuestras vidas (formación de la voluntad y formación del corazón).

“Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: « Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna » (cf. 3, 16). La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. En efecto, el israelita creyente reza cada día con las palabras del Libro del Deuteronomio que, como bien sabe, compendian el núcleo de su existencia: « Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas » (6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (19, 18; cf. Mc 12, 29- 31). Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un « mandamiento », sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro”.

Carta encíclica «Deus caritas est», «Dios es amor»

"En el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por « concluido » y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28)."



1. La voluntad de Dios en nuestras vidas: una vocación al amor

Tal y como menciona el texto de la carta encíclica “Deus caritas est”, los cristianos estamos llamados a vivir una vocación al amor. Amar pues el gran proyecto de la vida, nuestro mayor negocio, la vocación más sublime. Y para nosotros cristianos, el amor como camino, verdad y vida, no es una idea vaga o un proyecto filantrópico, tiene un rostro muy concreto, es una persona: Jesucristo.

Ser como Cristo se convierte en nuestro programa de vida. En él encontramos el modelo de hombre perfecto, del amor realizado en la entrega y en la donación sincera de sí mismo a los demás. Y amar es cumplir sus mandamientos (cf. Jn 14,21-24¸ Jn 2, 3-6); recorrer siempre el camino concreto que, en muchas ocasiones se hace estrecho y cuesta arriba por el peso de la cruz (cf. Lc 13, 24; Mc 8, 31-38).

Y la vida como vocación, como llamada, no se reduce sólo, a aquella primera llamada por la que fuimos creados y destinados a ser como Cristo. Dios continúa llamándonos todos los días, en cada momento va explicitando las exigencias de esa llamada original que resuena como un eco en nuestro corazón. Cada gracia, cada evento o circunstancia que Él permite en nuestra vida es una posibilidad de encuentro personal con Cristo, una nueva llamada a corresponder con generosidad a su amor.

Como consecuencia de nuestro ser cristiano, gozamos de un verdadero banquete de bendiciones: el don del bautismo por el cual podemos llamar a Dios padre y en consecuencia también somos llamados a ser hijos de nuestra madre la Iglesia, entramos a formar parte de la gran familia de Dios y herederos del cielo; los sacramentos de la confirmación, la eucaristía y de la reconciliación; el alimento de la palabra de Dios en la Sagrada Escritura, la liturgia, la comunión de los santos; la ayuda de los sacerdotes; las enseñanzas y el ejemplo del Papa, etc.

¡Cuántas voces de Dios, también a través de la vida de todos los días, del encuentro fortuito con una persona, de una conversación, de una lectura, de una experiencia! ¡Cuántas lecciones nos manda Dios a través del sufrimiento y de las enfermedades, instrumentos eficaces de purificación y de desprendimiento interior, que ayudan a aferrarnos únicamente a Dios y a lo eterno!

Pero para reconocer la voz de Dios, el llamado de Dios es importante escucharlo y de esta manera cumplir la voluntad de Dios que en definitiva sería realizar nuestra vocación al amor.

Un medio concreto para crecer en el cumplimiento de la voluntad de Dios, y ya tratado en uno de los temas del curso, es la oración.

En ella debemos dejar que Dios vaya modelando toda nuestra persona, es decir, nuestro entendimiento, voluntad y sentimiento. Que nuestros pensamientos sean siempre acordes con el pensar de Dios, entrando cada vez más profundamente en la manera propia de Jesús de ver las cosas; que nuestras acciones vayan siempre dirigidas a agradar a Dios, que nuestros mismos sentimientos sean como los de Cristo. Orar es aprender de Cristo y moldear nuestra personalidad como la de Él de modo que nuestro querer y el de Dios coincida cada vez más. Un ejemplo claro de esto es san José:

“Era José, decíamos, un artesano de Galilea, un hombre como tantos otros. Y ¿qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? Sólo trabajo, todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea (...). José era efectivamente un hombre corriente, en el que Dios se confió para obrar cosas grandes. Supo vivir, tal y como el Señor quería, todos y cada uno de los acontecimientos que compusieron su vida. Por eso, la Escritura Santa alaba a José, afirmando que era justo (Cfr. Mt I, 19.). Y, en el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina (Cfr. Gen VII, 1; XVIII, 23–32; Ez XVIII, 5 ss; Prv XII, 10.); otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo (Cfr. Tob VII, 5; IX, 9.). En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres”.
Es Cristo que pasa, 40

2.-La formación de la voluntad

Todas estas verdades recordadas en este tema y en los anteriores y que el director espiritual debe enseñar, recordar y hacer vivir al dirigido, necesitan de la formación de la voluntad para ser transformadas en hechos concretos, en forma de vida.

La voluntad es la facultad que nos permite transformar nuestras ilusiones en hechos. Por eso es el ámbito normal en el que se desarrollan los proyectos de vida. Ella es la pieza clave del edificio de la personalidad. Desde un punto de vista natural, el valor de un hombre depende en gran parte de cuánto haya logrado formar esta facultad "timonel" de su personalidad. Ella, con la gracia de Dios, forma el eje de todo empeño espiritual, humano, apostólico e intelectual del hombre. Si un hombre sin ideal es un pobre hombre, podemos decir que un ideal sin formación de la voluntad es una utopía.

La opción fundamental, la autenticidad, la conciencia, los estados de ánimo, los dones y las cualidades naturales, corren un riesgo muy grave sin esta formación de la voluntad.

a) Cualidades de una voluntad bien formada

Siendo importante formar bien la voluntad, es preciso saber en qué consiste una voluntad bien formada. Una voluntad bien formada es dócil a la inteligencia, es decir, está lejos del capricho y del irracionalismo. Debe llevar a la realización nuestras convicciones profundas bajo la luz de la razón iluminada por la fe. Además, la voluntad tiene que ser eficaz y constante en querer el bien. No basta ser bueno cuando "me siento inspirado", se ha de perseguir el bien siempre y en todo lugar. Tampoco basta querer ser feliz o querer amar a Dios, la voluntad debe tener la eficacia de poner estos deseos en marcha. Más aún, una voluntad bien formada tiene que ser tenaz ante las dificultades, no desesperarse ante ellas, no aburrirse con el paso del tiempo, ni relajarse con la edad. Sabe convertir las dificultades en victorias, creciendo en su opción fundamental y en su amor real.

Por encima de todo esto, una buena formación de la voluntad implica capacidad de gobierno de todas las dimensiones de la persona con suavidad y firmeza.


b) Medios para la formación de la voluntad

Pero, ¿cuáles son los medios para formar la voluntad? Una respuesta sencilla y corta puede ser: ejercitarla en querer el verdadero bien, quererlo con constancia y con eficacia. Entendido bien esto, sobra todo lo demás.


A veces, al hablar de la formación de la voluntad, se piensa en la represión. Nada más opuesto a la verdad. Ciertamente la formación de la voluntad requiere dominio de sí, pero no se trata de una acción puramente negativa, "rechazar"; se trata, ante todo, del "querer". Por lo tanto, el esfuerzo es para que la voluntad esté polarizada por el amor a Dios y por la identificación con Cristo como modelo. No es cuestión de formar personas con mucho aguante ante el dolor físico o moral, sino de formar personas que amen mucho a Dios y que sepan plasmar este amor en hechos reales.


Hay muchos otros medios de orden práctico para la formación de la voluntad. Pero, antes de pasar a éstos, es necesario recordar que en toda esta obra se deben tener siempre presentes los motivos: el amor a Dios, la imitación de Cristo, la formación de una personalidad auténtica y madura, el cumplimiento de la vocación al amor. Esto es importante cuando consideramos el hecho de que la formación de la voluntad es uno de los campos más costosos en toda formación humana.

Si vamos a la vida ordinaria, vemos que hay incontables ocasiones para formar la voluntad: renunciar al propio capricho optando responsablemente por el cumplimiento del deber, renunciar a los propios planes individuales optando libremente para seguir la vida familiar, renunciar a dejarse llevar por el cansancio, el pesimismo o los sentimientos negativos y optar libremente por un camino de serenidad y control de sí, renunciar a una vida llena de comodidades y optar por la austeridad de vida aun en cosas pequeñas, triviales.

Hay otros modos de entrenar diariamente la propia voluntad para que llegue a ser eficaz y constante: no retractarse con demasiada facilidad de las resoluciones tomadas, exigirse llevar a término toda obra iniciada, poner especial atención en los detalles que exigen esfuerzo, como cuidar el orden en casa y en la oficina, la puntualidad, cuidar las palabras a la hora de hablar, esforzarse en el aprovechamiento del tiempo, la dedicación al estudio, al trabajo y a la oración. En fin, son muchas las oportunidades, cualquier situación puede representar una ocasión para ejercitar la voluntad en la constancia y la eficacia del amor.

3. Formación de los sentimientos

Pero la voluntad de Dios además de aceptarla se debe amar. Y para amar es necesaria la formación de la afectividad. Trataremos sólo algunos puntos importantes.
Las pasiones

La pasión es una tendencia que se desarrolla de modo superior al normal. Esto puede ocurrir tanto con las tendencias intelectivas, como en las sensitivas. Pasiones de la naturaleza sensible son, por ejemplo: la tendencia a alimentarse, al descanso, a la propia conservación, a la reproducción, etc.; y de naturaleza espiritual: la tendencia a la verdad, a la belleza, a la sana afirmación de sí.

Las pasiones no son, de por sí, negativas. Simplemente son fuerzas de mayor o menor intensidad. Es por tanto erróneo pensar que la formación de las pasiones consiste en reprimirlas o suprimirlas. Más aún, sería contraproducente: su ímpetu natural, reprimido, podría sumergirse en el subconsciente, y desde ahí dar batalla sin ser advertido. Al contrario, el sentido de la formación de las pasiones es encauzar recta y firmemente su valioso potencial sublimándolo y dirigiéndolo, de modo que sean estímulo y fuerza para realizar grandes empresas.

Ahora bien, como sabemos, el pecado ha dejado al hombre en guerra civil interior. El desorden creado por él en su naturaleza hace que las fuerzas pasionales puedan empujar en direcciones contrarias a aquella que el sujeto trata de seguir consciente y libremente, según la recta razón y a la luz de la fe. Por ello, aunque las pasiones sean en sí fuerzas positivas, podemos hablar de una dirección positiva o negativa de sus impulsos, según vayan en armonía o contradigan el ideal de vida del individuo. Hay, pues, dos medidas a tomar, simultáneas y complementarias: fomentar lo positivo y rectificar lo negativo.

Es importante señalar con Santo Tomás, que nuestro influjo sobre las pasiones no es "despótico", sino "político". Las fuerzas pasionales tienden hacia su propio objeto siguiendo mecanismos automáticos. La voluntad no tiene un dominio directo sobre ellas. Por ello se requiere un trabajo indirecto, "político", a través de ciertos recursos que pueden apaciguar, "distraer" o reencauzar esas energías.

El primer y fundamental recurso es la polarización por un ideal. El amor profundo al propio ideal de vida hace que se polarice en torno a él toda la personalidad. No sólo la inteligencia y la voluntad, sino también las pasiones, entrarán en juego según la dirección unitaria de la persona.

Pero no basta con querer el ideal. Las pasiones pueden "rebelarse" en cualquier momento, dado su automatismo natural. Se requiere vigilancia y firmeza para evitar las causas de la pasión rebelde. La experiencia personal enseña a conocer algunas situaciones o circunstancias, externas o internas, que suelen estimular las tendencias naturales en direcciones desviadas.

En ocasiones puede ser muy útil poner en acción la pasión contraria a la que está "dando lata". Me doy cuenta de que me está dominando la desesperación. Quizás no es fácil controlarla directamente. Pero puedo poner en juego mi inteligencia o mi imaginación para encontrar estímulos que provoquen la pasión de la esperanza, que contrarrestará o incluso anulará las tendencias negativas.

Es posible también encauzar las pasiones hacia objetos adecuados a ellas y a la vez conformes con las propias convicciones. En lugar de dejar que el odio se dirija hacia quien nos ha hecho un mal, podemos orientarlo contra el pecado; contra el pecado de odiar al prójimo, por ejemplo, facilitando incluso de ese modo la capacidad de perdonar. En vez de abandonarnos a la tristeza podemos usar esa tendencia para compenetrarnos con el sufrimiento redentor de Cristo, de modo que lleguemos a valorarlo tanto que sintamos la alegría profunda de sabernos amados por él hasta semejante extremo.

Hay que estar también muy atentos a controlar el crecimiento de las pasiones. Si dejamos que cualquier pasión se desarrolle desmesuradamente, puede llegar un momento en que tome ella las riendas de nuestra personalidad. Cuando se llega a ese estado, la persona se ve absorbida, ajetreada, totalmente focalizada por el impulso pasional en cuestión. Las demás pasiones, el cuerpo, y hasta la inteligencia y voluntad se encuentran sometidos a ella. Las consecuencias pueden ser desastrosas: comportamientos en diametral oposición a las convicciones y la opción de vida de la persona, e incluso, sobre todo si la fuerza pasional persiste en el tiempo, el desarrollo de una patología psicológica.

Otro recurso para educar nuestro mundo pasional es la reflexión sobre los motivos de la propia actuación. Mirar hacia dentro de vez en cuando y preguntarnos: estos pensamientos, esta reacción, este propósito que estoy a punto de hacer, ¿de dónde vienen? ¿de lo que mi razón ha visto como más conveniente y mi voluntad quiere libremente? ¿no me estoy dejando llevar, más bien, por impulsos pasionales?

Por último, cuando todas las medidas han sido insuficientes, puede ser muy sabio recurrir a una "congelación temporal": cuando nos damos cuenta de que la pasión se ha encendido en nuestro interior y nos empuja ciegamente en una dirección indebida, es conveniente no actuar, no tomar ninguna decisión importante en ese estado, esperar a que vuelva la calma.

Formación de los sentimientos

Se suele llamar sentimiento a un fenómeno psíquico de carácter subjetivo, producido por diversas causas (estados de ánimo vitales o pasajeros, reacciones inconscientes ante el medio ambiente, estado físico, acontecimientos, situaciones, etc.) y que impresiona favorable o desfavorablemente a la persona, excitando en ella diversos instintos y tendencias.

Saber cuáles son las diversas clases de sentimientos nos ayudará para conocernos en este punto. Un primer grupo son los sentimientos vitales. Nacen del conjunto de percepciones que tienen como objeto nuestro propio organismo y, según sean, confieren a la vida un sentido de bienestar o de malestar, de frescura o de pesadez. El humor es una resonancia de los sentimientos vitales que repercute en todas las esferas de la vida.

Un segundo tipo está formado por los sentimientos de la propia individualidad. Entre ellos tenemos el sentimiento del propio poder y del propio valor: de capacidad o inferioridad, de suficiencia o insuficiencia que se basa sobre la aprensión de la propia dignidad, dotes y cualidades; puede fundarse más sobre la propia opinión o más sobre la opinión de los demás.

Otros sentimientos surgen como reacción al mundo externo: el sufrimiento, la esperanza, la resignación, la desesperación. Por otra parte se dan los sentimientos corporales (hambre, sed, cansancio, etc.); los de índole psíquica como la tristeza que oprime, la alegría que exalta, la gratitud que conmueve, el amor que enternece, etc.

Es evidente que dentro de este cuadro de sentimientos debe existir una jerarquía y armonía. Jerarquía para que la vida del espíritu, y en general la del hombre, no sea caótica. Cuando se deja curso anárquico a los sentimientos la vida de las personas se hace caprichosa e imprevisible. Cuando los sentimientos corporales acaparan a la persona, el centro de su personalidad se traslada a la piel o al estómago. Y lo mismo podemos decir de los sentimientos meramente psíquicos: en cuanto son puramente sensitivos carecen de razón y mesura, no buscan sino desahogarse. Pero en ese desahogo pueden llevar a remolque toda la vida de la persona.

Finalmente, los sentimientos espirituales que representan el don más precioso de la sensibilidad humana: una simpatía afectiva o empatía con el bien y la virtud, suscitados en el alma por la presencia, o ausencia, del bien moral: gratitud, amistad, aprecio por la sinceridad, etc. Todo el desarrollo de nuestra psique debe colaborar en el desarrollo y fortalecimiento de tales sentimientos sin por ello atropellar a los demás que son también parte característica del hombre.

La formación de los sentimientos busca aprovechar su fuerza encauzándola al bien integral de la persona y al servicio de la misión confiada por Dios. Así los sentimientos enriquecen notablemente al formando y lo hacen capaz de experiencias humanas profundas, de acercamiento a Dios y a los hombres. Un primer paso indispensable consiste en reconocer que siempre está en nuestras manos la posibilidad de controlar, orientar y armonizar la propia personalidad, con toda su riqueza, haciéndola noble, fuerte y dueña de sí.

Pero para poder formarse en este campo -como segundo paso-, el orientado ha de analizar y conocer los propios sentimientos, principalmente los predominantes, y ser consciente del grado de influencia que tienen en su comportamiento, pues el sentimentalismo puede causar graves estragos en la formación. Ordinariamente estos factores dependen del temperamento, por el cual se tiende a la alegría o a la tristeza, al optimismo o al pesimismo, a la exaltación o a la depresión. El director espiritual ha de ayudar al orientado a descubrir esta componente habitual de su temperamento, con sus potencialidades, sus aspectos positivos y negativos y sus implicaciones; a aceptarse serena, gozosa y agradecidamente, y a ejercitar una labor constante y positiva de control, armonía, equilibrio y progreso.

El medio principal de formación del sentimiento es el mismo que comentamos ya en el apartado de las pasiones: fomentar lo positivo, rectificar lo negativo. Si el sentimiento ayuda, sea bienvenido; si entorpece, debilita, distrae, entonces la voluntad del orientado deberá entrar en acción para fomentar el sentimiento opuesto, para centrar la atención en otra cosa, etc. A este propósito algo muy necesario para lograr el dominio y la formación de los sentimientos es educar la imaginación y no dejarla divagar inútilmente, pues las imágenes por su naturaleza llevan a la acción que representan y provocan los sentimientos correspondientes.

Este mismo mecanismo se puede poner al servicio de persona cuando ésta da paso y, en cierto sentido, fomenta los sentimientos que acompañan sus convicciones: entusiasmo por su vocación cristiana, fervor más sensible en su amor a Dios, compasión por los hombres, etc. Así los principios libremente escogidos dejan de ser algo frío e intelectual y pasan a ser, con mayor integralidad humana, convicciones operantes. A la atracción objetiva que el valor suscita se añade una carga subjetiva de resonancia.

Como resultado de este esfuerzo el orientado adquiere una ecuanimidad estable que consiste en el predominio habitual de un estado de ánimo sereno, equidistante entre la alegría desorbitada y el abatimiento. Desde el punto de vista ascético, es habituarse a cumplir la voluntad de Dios, con el sostén de la voluntad, la fe, y el amor, en las diversas circunstancias de la vida. La orientación hacia este ideal irá creando una actitud habitual de sano optimismo sobrenatural capaz de transformar cualquier estado de ánimo en factor positivo. Todo es gracia para el corazón enamorado de Dios; o como dice San Pablo: «Para los que aman a Dios, todo contribuye al bien» (Rm 8,28). Quien ama su vocación cristiana y se identifica plenamente con ella llega a formar un estado de ánimo habitual positivo y fecundo.

4. Formación del corazón apostólico

Lo más importante, lo primero, es forjar en cada seglar, religioso o sacerdote que orientamos, la personalidad y el corazón del apóstol celoso, consciente del sentido de su misión.
 Lo demás, las técnicas y metodologías, servirán únicamente si existe esa base. Porque el cristiano ha sido llamado a ser apóstol.

Celo apostólico y conciencia de la misión

El amor a Cristo lleva al orientado a identificarse con él, y con su amor ardiente por la humanidad. Entonces se siente contagiado por la urgencia y el deseo apasionado de luchar infatigable y ardientemente por anunciar y extender el Reino por todos los medios posibles, lícitos y buenos, hasta conseguir que Jesucristo reine en el corazón de los hombres y de las sociedades.

Un cristiano con celo apostólico no se conforma con cumplir medianamente las tareas correspondientes a su cargo. Se convierte en cambio en el hombre que sirve de guía a sus hermanos, el pastor que los conoce, los convence, se entrega por ellos; el hombre que echa mano de los medios más eficaces para hacer llegar el Evangelio y la salvación a todos los hombres. El hombre que hace uso de la palabra en la predicación, en la conversación, en el encuentro fortuito, para anunciar a Cristo. El apóstol capaz de hablar, como Cristo, como san Pablo, en el campo o en la ciudad, en la iglesia o en la universidad, en la prisión o en el areópago, en una barca, en un viaje, en una reunión familiar.

Para formar ese celo apostólico es preciso que el orientado vaya tomando conciencia de la misión. Debe comprender que su misión se identifica con la misión de Cristo y, por tanto, que su vocación y su vida se injertan en la historia de la salvación. Desde el momento en que percibió la llamada de Dios, su historia personal se ha convertido en historia sagrada. Habrá momentos de cansancio, fracaso y desánimo. Pero siempre resonará de nuevo en su interior el grito del Apóstol: «¡Ay de mí si no predicare el evangelio!» (1 Co 9,16), porque siempre tendrá presente el mandato de Cristo: «id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15).