miércoles, 14 de noviembre de 2007

La Responsabilidad según Aristóteles

Continuamos entresacanto ideas de las Eticas de Aristóteles


Por nuestras acciones voluntarias merecemos alabanzas o reproches. Por las involuntarias, indulgencia o compasión. El legislador debe tener esto en cuenta a la hora de recompensar o castigar una conducta.

Son involuntarias las cosas que se hacen por fuerza o ignorancia. A la fuerza puede un hombre ser raptado o llevado a la deriva por el viento y las olas. En cuanto a lo que se hace por temor a males mayores y por una causa noble - por ejemplo, pagar un gran rescate por un familiar amenazado de muerte -, es dudoso si tal conducta debe llamarse voluntaria o involuntaria. Algo semejante ocurre cuando se arroja al mar el cargamento en las tempestades: nadie lo haría en circunstancias normales, pero cuando está en juego la vida de los demás y la propia, lo hacen todos los que tienen sentido común. En tales acciones se mezcla lo voluntario y lo involuntario: son voluntarias porque el que las hace puede no hacerlas, y son involuntarias porque nadie elegiría hacer eso si no se viera forzado a ello.

De todas formas, hay cosas a las que uno no puede ser forzado, y debe preferir cualquier sufrimiento e incluso la muerte: resulta ridículo el caso del Alcmeón de Eurípides, que mata a su madre por escapar a la maldición de su padre.

A veces no es fácil saber qué cosas se deben preferir sobre otras, porque las cuestiones y situaciones particulares son diversísimas. Pero eso no autoriza a pensar que lo que más nos gusta nos resulta forzoso. Sería como echar la culpa de lo que hacemos a lo que está fuera de nosotros, y no a nosotros mismos, que tan fácilmente nos dejamos arrastrar. Las mismas pasiones, no por irracionales son menos humanas. Por eso, dejarse llevar por la ira o por el deseo de placer es propio del hombre, y es ridículo considerar involuntaria tal conducta.

La ignorancia puede darse de muchas maneras: uno puede equivocarse sin querer, puede juzgar mal por falta de datos, se le puede disparar un arma, ofrecer una medicina que mate en lugar de sanar, herir sin pretenderlo, etc. Pero el que se equivoca involuntariamente en virtud de esta clase de ignorancia, tiene que sentir pesar y arrepentimiento por su acción.

Toda acción razonable debe ir precedida por la deliberación. La deliberación se da respecto a las acciones cuyo resultado no es claro. Y si son cuestiones importantes nos hacemos aconsejar y desconfiamos de nosotros mismos. No deliberamos sobre los fines, sino sobre los medios. En efecto, el médico siempre pretenderá curar, y el orador persuadir, y el político legislar: el fin lo dan por sentado, y sólo deliberan sobre el modo y los medios de alcanzarlo. Quiero decir, por ejemplo, que nadie elige estar sano, sino hacer ejercicio o descansar para estar sano; y nadie elige ser feliz, sino ganar dinero o correr algún riesgo para alcanzar la felicidad.

El objeto de la voluntad debe ser el bien, pero cada uno toma como bien lo que le aparece como tal: el hombre bueno toma como bien lo que de verdad lo es, y el hombre malo toma como bien cualquier cosa. Para cada hombre hay bellezas y placeres diferentes, y seguramente en lo que más se distingue el hombre bueno es en juzgar correctamente todas las cosas, siendo así como el canon y la medida de ellas. En cambio, el error de la mayoría parece debido al placer, pues sin ser un bien lo parece, y por eso eligen el placer como si fuera un bien y rehuyen el dolor como un mal.

Si lo propio del hombre es obrar voluntariamente después de deliberar, es claro que tanto la virtud como el vicio van a depender de nosotros. En efecto, siempre que está en nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no, lo está el sí. Por tanto, la posibilidad de hacer lo bueno y lo malo nos da también la posibilidad de ser virtuosos o viciosos.

Cada hombre es responsable de sus acciones voluntarias, y es evidente que la virtud y el vicio están entre las cosas voluntarias, pues no hay ninguna necesidad de cometer acciones malas. Por esto, el vicio es censurable, y la virtud elogiable.

Decir que nadie es malo voluntariamente es una verdad a medias. Cualquier persona sabe que la maldad es voluntaria, y los legisladores así lo aceptan cuando penalizan a los que van contra la ley sin haber sido obligados y sin ignorancia responsable. No depende de nosotros sentir calor o frío, pero sí dependen nuestros actos libres. Incluso la ignorancia puede castigarse si el delincuente parece culpable de ella. Por eso a los embriagados se les impone doble castigo, pues eran muy dueños de no embriagarse. También se castiga a los que desconocen leyes que debían conocer. Y, en general, a todos los que ignoran algo por negligencia.

Hay hombres tan echados a perder que no parecen responsables de sus actos. Pero no es así, porque ellos mismos han sido causantes de su modo de ser por la dejadez con que han vivido. Uno es injusto o depravado a base de cometer injusticias o de pasarse la vida bebiendo y en cosas semejantes. Esto es evidente en los que se entrenan para cualquier competición o activi-dad. Por eso, si alguien desconoce que la práctica de unas cosas u otras es lo que produce los hábitos, es un perfecto estúpido.

Además, es absurdo decir que el injusto no quiere ser injusto, y que el que se desmadra no quiere desmadrarse. Porque si alguien comete de forma consciente acciones injustas, será injusto voluntariamente. Con el agravante de que no por querer dejar de ser injusto se volverá justo, como tampoco el enfermo, sano. El injusto y el desmadrado podían no haber llegado a lo que ahora son, y por eso lo son voluntariamente; pero una vez que ya son así, no está en su mano cambiar de forma de ser.