domingo, 11 de noviembre de 2007

Grandes pensadores: San Agustin

El primer período de la filosofía cristiana -o patrística- culmina con San Agustín (354-430), que es uno de los pensadores más grandes y representativos del Cristianismo. La figura de San Agustín se halla situada en la cumbre de las dos vertientes que dividen el mundo antiguo de la nueva civilización cristiana. Su significación personal es todo un símbolo de aquella coyuntura trágica por que atravesó la historia de la humanidad.

Hombre de extraordinaria honradez interior, su pensamiento coincide con su vida, más quizá que en ningún otro filósofo, hasta constituir en realidad una profunda historia de su conversión. Nacido a mediados del siglo IV en Numidia -territorio romano del norte de Africa, correspondiente a lo que hoy es Túnez y en otro tiempo fue Cartago-, llevó la juventud despreocupada y escéptica que era común a los romanos de su época. Pero pronto la visión de aquel mundo que vivía alegre e inconsciente en medio de inminentes peligros, y su misma profunda sinceridad, lo llevaron a plantearse a sí mismo los problemas filosóficos radicales sobre la verdad y el sentido de la vida. Profesó en un principio la filosofía gnóstica del persa Mani (maniqueísmo), que defendía la existencia de dos principios, uno del bien y otro del mal, que contienden entre sí. Pronto se dio cuenta San Agustín de que el principio del mal no puede ponerse en pie de igualdad con el del bien, porque el mal es en realidad un defecto o falta en el ser, que es bueno en sí, y sólo puede haber un Dios, que es el principio del ser.

Así, cansado de esas vagas especulaciones, fue a dar en la Academia Nueva, que se le presentaba al menos cargada de tradición filosófica y de profundidad. Sin embargo, el academismo había caído, en un escepticismo casi absoluto; para él sólo cabía admitir una cierta probabilidad en nuestros juicios, pero nada que pueda afirmarse con certeza; la verdad en sí es inasequible. Agustín medita profundamente estos temas en su sed inexhausta de verdad y de amor, y acaba viendo la insinceridad cómoda de esta posición: quien afirma lo probable conoce de alguna manera lo verdadero; la probabilidad se dice en razón de la verdad, carecería de sentido sin ella. No es lícito al hombre encerrarse en una posición de escéptica indiferencia cuando todo su espíritu clama por la verdad y la supone en el fondo de su pensar y de su hacer. El que duda, sabe que duda, y posee con ello una certeza. La íntima percepción de su propia existencia, esto es, del espíritu .que busca incansable la verdad, es la experiencia fundamental que supera el escepticismo abandonándolo por antinatural e ilógico.

La filosofía neoplatónica abrió la mente de San Agustín a la contemplación de las verdades eternas que existen por sí en el mundo del espíritu. Todo saber u obrar -la lógica, la matemática, la ética- se asientan en verdades inmutables que el alma no hace sino descubrir. Pero la lejana y abstracta realidad de las ideas no podía satisfacer al espíritu de San Agustín, que buscaba el sentido y el origen -concreto, inmediato y personal- de la realidad. En este punto, por gracia sin duda a la limpia sinceridad de su alma y a las oraciones de su madre Santa Mónica, se realiza el milagro de su conversión. Todo este largo peregrinar desde las primeras amarguras de la duda hasta la serena posesión de la verdad, desde la inquietud en el pecada hasta la íntima alegría de la gracia, nos la refiere San Agustín con emocionante veracidad en sus Confesiones. Por estar escritas con el corazón, estas Confesiones constituyen un documento autobiográfico único, en el que se nos habla en el lenguaje de hoy misma porque es el lenguaje del hombre de todos los tiempos.

Una vez en el Cristianismo, dedica Agustín a la nueva fe toda el ímpetu apasionado de su espíritu africano, multiplicando su actividad en la lucha contra la herejía y el paganismo y en la organización de la Iglesia, en cuya jerarquía ocupó la sede episcopal de Hipona.

El sistema filosófico de San Agustín sigue los pasos de su conversión, de la cual es como la versión teórica. La certeza primaria para el hombre radica en su propia experiencia interior. «Puede disputarse -dice San Agustín- si las cosas en general y el alma en particular están hechas de fuego, de aire o de otro elemento; pero de lo que no duda ningún hombre es de que vive, obra, piensa, ama o desea.» El camino hacia la verdad se abre a través de esta vía que se ofrece con la claridad de lo prapio, de lo personalmente vivido. “Noli foras ire: in interiori homine habitat veritas”. Pero la actividad espiritual -el conocer y el querer- nos muestran en seguida su apoyo en verdades eternas que valen por sí mismas, que preexistieron al pensar, y que el espíritu no hace sino descubrir. ¿Qué son esas verdades eternas y de dónde reciben su valor absoluto? y aquí radica la originalidad del agustinismo: esos atributos de la verdad son los atributos de DIOS; las Ideas o verdades eternas son ideas de Dios, esto es, los patrones o arquetipos ideales por los que Dios creó el mundo. La esencia de este que podemos llamar neoplatonismo cristiano consiste en esto: hacer del DIOS personal del Cristianismo la sustancia o sujeto de las ideas platónicas, sustituir por El al Uno de Plotino, y hacer del mundo ideal no una imagen o duplicación emanativa de la divinidad, sino el ser mismo de Dios, ideas divinas que se confunden en la simplicidad de su ser.

El alma y Dios-conocido así a través de la vida del espíritu-son los dos polos fundamentales entre los que se mueve el pensamiento agustiniano. “Deum et animam scire cupio -dice San Agustín- nihilne magis? Nihil omnino”. Frente a ambas íntimas y, cordiales realidades, poco cuenta para San Agustín lo demás el mundo exterior le sirve sólo para descubrir en él los rastros de Dios, las rationes seminales gérmenes de actividad y de vida que animan a las cosas y fueron depositados por Dios en todo cuanto existe.

De Dios no podemos alcanzar un concepto positivo porque, como decía Plotino, está por encima. de cuanto pudiéramos pensar de El. Cabría atribuirle en grado eminente las perfecciones reales que vemos en las cosas creadas, pero tales conceptos resultan vanos parque el ser de Dios es simple y en El cosas que podríamos considerar opuestas, como la infinita justicia y la infinita misericordia, se confunden en una unidad. Sólo cabe atribuirle, pues, conceptos negativos. Únicamente es adecuada la concepción de Dios como aquel ser cuya esencia es su misma existencia, cuyo ser es existir. Así como todas las demás cosas tienen una esencia, pero son indiferentes para existir -hubo un tiempo en que no existieron y otro en que no existirán-, la esencia de Dios reclama por sí la existencia, es un ser por sí, no por otro. Pero esta simplicidad e inmutabilidad de Dios no supone en El una pasividad ajena al mundo ni una producción de seres sólo por emanación de su propio ser, como la del Uno. Dios es, antes bien pura actividad, cognoscitiva y amorosa; esto es, actividad personal, providente. Para conciliar esta actividad y sus productos con la simplicidad entitativa de Dios, aprovecha San Agustín el misterio de la Trinidad, del que procura dar así una remota explicación racional: DIOS es activo, y lo es en el sentido de las tres facultades anímicas capitales: memoria entendimiento y voluntad. La continuidad e identidad de Dios consigo mismo (memoria) es el Padre; el conocimiento que Dios tiene de sí mismo es el Hijo, y ello constituye una persona distinta dentro de la misma esencia, porque la simplicidad de Dios no es compatible con la dualidad cognoscitiva; el amor que DIOS se profesa a sí mismo constituye, en fin y por la misma razón, la tercera persona que es el Espíritu Santo.

El alma del hombre es, según San Agustín, una sustancia activa, de naturaleza espiritual. No preexistió en un mundo anterior, sino que fue creada por DIOS de la nada e infundida a un cuerpo en el que vive como en prisión anhelando siempre su bien, bien que no puede hallar sino en la posesión de su Dios y Señor. «Fuimos creados para Ti, Señor, y nuestro corazón esta inquieto hasta que descanse en Ti.» El alma humana conoce no sólo las cosas concretas, materiales, sino las ideas universales o esencias de las cosas. Sin embargo, de acuerdo con el

Génesis y en contra de Platón, el alma no contempló las ideas en una vida anterior, sino que fue creada de la nada. Como tampoco puede conocerlas a través de los sentidos, es preciso preguntarse cuál será el origen de su conocimiento. San Agustín sugiere aquí su teoría de la iluminación. Es Dios quien alumbra en nuestro espíritu las ideas universales, dándonos así una especie de visión superior, divina, de cuanto nos rodea y se ofrece a nuestros sentidos.

El entendimiento nos aparece así como un “quid divinum” (un algo divino), y la contemplación intelectual como la obra del «verbo iluminando con su venida a todos los hombres», de que se nos habla en el prólogo de San Juan. La filosofía agustiniana -teocentrismo y animismo a la vez-se resuelve en la relación entre alma y Dios, en la natural y entrañable aspiración del alma a retornar hacia su origen y su descanso. La contemplación y el amor abren al alma el camino de elevación ascética que San Agustín describe en varias etapas hasta llegar a su culminación en el éxtasis místico. En él tiene su desenlace toda la economía de la creación, que revierte así a su origen, y en la visión beatífica se llena el alma de la auténtica y cumplida ciencia. «Ensancha, Señor, mi corazón en tu amor por que sepan todas mis fuerzas y sentidos cuán dulce cosa sea resolverse todo y nadar hasta sumirse debajo de las olas de tu amor... Hazme, Señor, nadar en ese río, ponme en medio de esa corriente, para que me arrebate y lleve en pos de sí donde nunca más perezca y todo sea yo consumido y transformado en amor.»

En su Ciudad de Dios, por fin, nos ha dejado San Agustín el primer ensayo de una filosofía de la Historia. Según ella, la Historia se forma de la trama de acciones libres de los hombres; pero Dios, sin menoscabo de esa libertad, ordena los grandes acontecimientos históricos, el hilo general de la Historia, de forma que en él resulte el premio o castigo de los hombres y el triunfo final de la Iglesia de Cristo. Esta visión providencialista se apoya en la común experiencia de que las acciones de los hombres se vuelven a la larga muchas veces contra el fin que perseguían, de que «Dios escribe derecho con renglones torcidos».

San Agustín es así el autor de la primera gran síntesis filosófica del Cristianismo, realizada entre la fe y la filosofía neoplatónica dominante desde la época helenística. Durante su vida hubo de soportar muchas veces la acusación que la Roma pagana hacía al Cristianismo de ser causa de la decadencia y del desmoronamiento de su imperio. El, que era de espíritu profundamente romano, escribió su Ciudad de Dios principalmente para demostrar la falsedad de tal afirmación: no el Cristianismo sino sus propios vicios, han llevado al pueblo romano a tal situación. Tampoco le faltó en sus últimos días la amargura de ver a los vándalos llegar hasta las puertas de su propia ciudad de Hipona, durante cuyo asedio murió.

Después de San Agustín se precipita ya la ruina del Imperio romano -que era como decir de todo el mundo civilizado- con las sucesivas invasiones bárbaras y su división en Oriente y Occidente. El ambiente filosófico alejandrino permanecerá en el Imperio de Oriente o bizantino, que, aislado en su ángulo sureste de Europa, habrá de conocer todavía siglos de paz y continuidad. Pero en su seno el neoplatonismo decae en su vitalidad filosófica, convirtiéndose en una especulación predominantemente religiosa, y poco a poco viene a reducirse a un estéril marasmo de minúsculas cuestiones inoperantes (bizantinismos). Al final de este proceso (año 529) el emperador Justiniano ordena la clausura de la Academia platónica de Atenas, como perjudicial para la salud del Estado, y los sabios emigran al Oriente próximo, donde son acogidos en Siria y en la corte del rey Cosroes de Persia. Allá prolongarán su débil tradición cultural y no tardarán en participar en una curiosa peripecia histórica que veremos más tarde.

Entre tanto el Occidente europeo, escenario de la sangrienta irrupción de pueblos diversos y de continuas y encontradas invasiones, cae en una época de incultura casi absoluta. Del siglo v al IX puede decirse que la filosofía no existe en Europa, al menos como especulación original. Durante esos siglos cabe señalar únicamente la actividad aislada de sabios como Casiodoro, Boecio y San Isidoro de Sevilla, que procuran compilar la ciencia grecolatina que poseían para trasmitirla a las nuevas generaciones. Los únicos centros de actividad cultural son en estos siglos los cenobios benedictinos y las escuelas catedralicias, que se alimentan de la tradición teológico-filosófica agustiniana. La Iglesia -única institución que se hizo respetar de los pueblos bárbaros- fue la depositaria y la transmisora de la cultura clásica durante este largo eclipse cultural. Ella fue formando lentamente durante estos oscuros siglos una nueva cultura filosófica, profundamente inspirada por el Cristianismo, que se llamó Escolástica, por su origen en las escuelas monásticas de la alta Edad Media.

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