miércoles, 20 de mayo de 2009

Supertriste

Siempre he admirado la obra de Fernando Lázaro Carreter, uno de los mayores estudiosos españoles de la literatura. En particular disfruto releyedo su "Dardo en la palabra" en la que conjuga sabiduría lingüística y humor. Copio un capítulo del "Nuevo dardo en la palabra" publicada un año antes de su fallecimiento.

Leído en la carta de una lectora a su revista: «Hoy hace un año que murió mi Candy y estoy supertriste». Candy era una graciosa iguana, y eso podría haberlo escrito también un lector, porque superes unisex; y ambos, idénticamente, podrían haber dicho que estaban superafligidos/as o superacongojadoslas o superfastidiadoslas, si hablaban en versión de cámara y si transcribimos tales sentimientos con repugnante estilo de circular ortosexual. Esa tumescencia verbal ataca a millares de ciudadanos veinteañeros, y a una multitud talluda contagiada de su inmunodeficiencia idiomática. Estalla con vigor en los viernes de litro y jarana, pero no sólo: también brota en muy amplios sectores del «qualunquismo» hispano, desde el mercadillo a la boutique, y hermana a los famosos de tele y magacín con quienes los airean con provechosa simbiosis.

Y así, super- puede crecerle a cualquier adjetivo (o sustantivo) y hay miles de hablantes que se sentirían desvalidos si no ornaran sus calificaciones con ese bubón: su ligue les parece "superguay", gozan de una pareja muy "supercálida", y aquella lectora halló a Candy en el terrario donde dormía "supermuerta". El ánimo de tales dilatadores endilga al adverbio el añadido de moda y se sienten "superbien" o "supermal"; tal vez aún no, "superregular". Es el último estadio a que ha llegado por ahora la preposición super, que había sido fecunda en latín, ayudando a nacer palabras con el significado de ‘encima de’ o ‘por encima de’. Muchas de ellas perecieron en su viaje a los romances, pero las sobrevivientes fueron tratadas con confianza, y supercilium, por ejemplo, se hizo sobrecejo en castellano, o surcil en francés antiguo.

Inquietantes sabios medievales volvieron a tirar de tal formante para señalar ‘superioridad no espacial’ en docenas de voces como superabnegativus de Boecio, superflexus de Sidonio, o, gala de aquel apogeo, supereminentissimus de san Fulgencio; pero eran indigestibles para el vulgo rudo que, por entonces, ya andaba haciendo picadillo la lengua de Horacio. Hasta el siglo XVIII, el español sólo había acogido unas pocas voces de ese legado sabio, traídas del latín por los doctos: superabundante, superbísimo, superficial, superfluo, superior... En 1803, el Diccionario académico había incorporado otra como ellas, supereminente. Y hasta 1884 no abre un artículo para la «preposición inseparable» super, a la que, entre otras aptitudes, le reconoce la de significar `grado sumo'; lo ejemplifica con el ya dicho superabundante y una palabra moderna: superfino. Era, sin duda, un galicismo de moda, que, por ejemplo, aparecía aquel año en La Regenta, y que se estaba empleando para calificar a las gentes de sangre delicada y a sus cosas, por ejemplo, a los lenguados pequeños -no mayores de diez centímetros- que el cocinero Muro exaltaba en 1894 como superfinos.

Cuando esperaríamos una creciente presencia lexicográfica de estas formaciones romances paralela al uso, sólo hallamos, en 1970, la inclusión de super como formante castellano (y ya no como «preposición impropia»), indicio claro de que su presencia iba haciéndose activa y no podía dejar de reconocerse. Pero en el Diccionario no aparece ninguna voz de las que se usaban ya, dado el criterio de que, una vez consignados un constituyente léxico y su significación, no se reseñen, por economía de espacio, las voces a las que sólo aporta aquel significado; así, si se definen super- y fino, huelga superfino. Sin embargo, aún sigue residual en el infolio, y continuó ejemplificando, él solo, el uso superlativo del formante super-, hasta que, en 1992, se añade otra formación moderna: superelegante. Era la consagración oficial de su pujanza.

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