domingo, 10 de mayo de 2009

Buscar lo de arriba

"Este es el día en que actuó el Señor. Cantemos y alegrémonos en él". Así cantamos con un versículo del Salterio de Israel que manifestaba intrínsecamente la espera del Resucitado y que, de ese modo, tenía que convertirse en cántico pascual de los cristianos. Cantamos el Aleluya, en el que una palabra del idioma hebreo se ha convertido en expresión intemporal de la alegría de los redimidos.

Pero ¿es lícito que nos alegremos, realmente? ¿No es la alegría casi algo así como un cinismo, como una burla, en un mundo tan lleno de sufrimiento? ¿Estamos redimidos? ¿Está redimido el mundo? Los disparos con los que fue asesinado el arzobispo de San Salvador (Oscar Romero, 1980) durante la consagración son sólo un fogonazo deslumbrante que deja caer su luz sobre el desencadenamiento de la violencia, sobre la barbarización del ser humano que se extiende por todo el orbe. En Camboya desaparece lentamente todo un pueblo, y nadie quiere tomar nota de ello. Y por todas partes hay también hombres que sufren a causa de su fe, de sus convicciones, cuyos derechos son pisoteados. Dimitri Dudko, el sacerdote ruso, dirigió en noviembre de 1980 un mensaje a todos los cristianos, presintiendo probablemente su cercano arresto. Dice Dudko acerca de su mensaje que está hablando desde el Gólgota y, al mismo tiempo, desde el lugar en que el Señor resucitado se apareció atravesando puertas cerradas. Ve Moscú como el Gólgota en que el Señor es crucificado. Pero a la vez lo ve como el lugar en que, a pesar o justamente a raíz de las puertas cerradas que quisieran impedirle el acceso, el Resucitado se hace presente y se manifiesta visiblemente.

Quien contempla el mundo de ese modo podría preguntarse si realmente tenemos tiempo para pensar en Dios y en las cosas divinas, o si no sería mejor que empleáramos todas las fuerzas para hacer que esta tierra fuese mejor. Bertold Brecht escribió en su momento el siguiente verso inspirado en la misma convicción: «No os dejéis seducir: moriréis con todos los animales, y después no viene nada más». Brecht veía la fe en el más allá, en la resurrección, como una seducción del hombre que le impide aprehender de lleno este mundo, esta vida. Pero quien opone la semejanza divina del hombre a su semejanza de los animales, pronto lo considerará también como un animal. Y si -como dice otro poeta moderno- morimos como perros, muy pronto viviremos también como perros y nos trataremos como perros, o más bien, como no se debería tratar a ningún perro. Más honda fue la mirada del filósofo judío Theodor Adorno, que a partir del apasionado anhelo mesiánico de su pueblo preguntó y buscó una y otra vez cómo se puede crear un mundo justo, la justicia en el mundo.

Finalmente, Adorno llegó a la siguiente convicción: para que en verdad haya justicia en el mundo tiene que haber justicia para todos y para siempre; es decir, justicia también para los difuntos. Debería ser una justicia que revocara de forma irrevocable y reparara también los sufrimientos del pasado. Pero para que esto fuese posible, debería haber resurrección de los muertos. Creo que sobre este trasfondo podemos captar de nuevo el mensaje de la Pascua. ¡Cristo ha resucitado! ¡Sí, hay justicia para el mundo! Existe la justicia completa para todos, una justicia que es capaz de revocar también lo irrevocablemente pasado, porque existe Dios y porque él tiene el poder para ello. Dios no puede sufrir, pero sí compadecer, como formuló una vez san Bernardo de Claraval. El puede compadecer porque puede amar. Este poder de la compasión a partir del poder del amor es el poder que es capaz de revocar lo irrevocable y otorgar justicia. Cristo ha resucitado, es decir, existe la fuerza que puede crear justicia y que crea justicia. Por eso, el mensaje de la resurrección no es sólo un himno a Dios, sino también un himno al poder de su amor, y por eso un himno al hombre, a la tierra y a la materia. Todo es salvado. Dios no deja que ninguna parte de su creación caiga silenciosamente en lo pretérito. Él ha creado todo para que exista, como dice el libro de la Sabiduría. Él lo ha creado todo para que todo sea una sola cosa y todo le pertenezca, para que sea válido que Dios es todo en todo.

Pero entonces se plantea la siguiente pregunta: ¿cómo podemos corresponder a este mensaje de resurrección? ¿Cómo puede él introducirse y hacerse realidad entre nosotros? La Pascua es como el resplandor de la puerta abierta que conduce fuera de la injusticia del mundo y la invitación a seguir ese resplandor de luz, a mostrárselo a otros, sabiendo que no se trata de un ensueño sino de la luz real, de la salida real. Pero ¿cómo podemos ir hacia allá? A esa pregunta responde la lectura del domingo de Pascua, donde Pablo escribe a los colosenses: «Si habéis sido resucitados juntamente con Cristo, buscad lo de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Aspirad a lo de arriba, no a lo de la tierra» (Col 3,1 s).
Quien escuche con oídos modernos esta indicación de san Pablo en el mensaje de Pascua, quien preste atención a la realidad de la Pascua, estará probablemente tentado de decir: ¡o sea, que es verdad: fuga hacia el cielo, fuga del mundo! Pero tal interpretación es un grave malentendido. En efecto: para la vida humana rige la ley fundamental de que sólo quien se pierde se encuentra. Quien se quiere retener a sí mismo, quien no se trasciende, justamente ése no se recibe a sí mismo. Esta ley fundamental de la condición humana, que sigue a la ley fundamental del amor trinitario, a la esencia del ser de Dios, que en el darse a sí mismo como amor es la verdadera realidad y el verdadero poder, vale para todo el ámbito de nuestra relación con la realidad.

Quien sólo quiere la materia, ése justamente la deshonra, le arrebata su grandeza y su dignidad. Más que el materialista es el cristiano quien da a la materia su dignidad, porque la abre a fin de que también en ella Dios sea todo en todo. Quien sólo busca el cuerpo, lo empequeñece. Quien sólo quiere las cosas de este mundo, ése destruye justamente de ese modo la tierra. Servimos a la tierra en la medida en que la trascendemos. La sanamos en cuanto no la dejamos estar en soledad y en cuanto nosotros mismos no permanecemos solos. Así como la tierra necesita físicamente del sol a fin de seguir siendo un astro de vida, y así como necesita de la consistencia del todo para recorrer su trayectoria, así también el cosmos espiritual de la tierra del hombre necesita la luz de lo alto, la fuerza que otorga cohesión, la misma fuerza que le da apertura. No debemos cerrar la tierra para salvarla, no debemos aferrarnos a ella. Debemos abrir de par en par sus puertas, a fin de que las verdaderas energías de las cuales ella vive y que nosotros mismos necesitamos puedan estar presentes en ella. ¡Buscad lo de arriba! Éste es un encargo para la tierra: vivir orientados hacia arriba, hacia lo alto, hacia lo que es elevado y grande, y oponerse a la pesantez de lo de abajo, de la descomposición. Esto significa seguir al Resucitado, servir a la justicia, a la salvación de este mundo.

El primer mensaje que el Resucitado transmite a los suyos a través de los ángeles y de las mujeres reza: ¡Seguidme, que yo os precederé! La fe en la resurrección es un caminar. La fe en la resurrección no puede ser otra cosa que un ir detrás de Cristo, en el seguimiento de Cristo. Adónde fue él, de qué modo lo hizo y adónde hemos de seguirlo nosotros nos lo ha expresado muy claramente Juan en su Evangelio de Pascua: «Voy a subir a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 21,17). El Resucitado dice a Magdalena que ahora no puede tocarlo, y que sólo podrá hacerlo cuando ya haya ascendido. No podemos tocarlo de tal modo que lo hagamos regresar a este mundo: sólo podemos tocarlo siguiéndolo, ascendiendo con él. Por eso, la tradición cristiana ha hablado muy conscientemente de seguimiento de Cristo, y no simplemente de seguimiento de Jesús. No seguimos al muerto sino al Viviente. No buscamos imitar una vida pasada o transformarla en un programa con todo tipo de compromisos y reinterpretaciones. No debemos dejar fuera del seguimiento aquello que le es auténticamente propio, a saber, la cruz, la resurrección y la filiación divina, el ser-junto-al-Padre. Justamente de ello depende todo. Seguimiento significa -una vez más según Juan- que, ahora, podemos ir a donde Pedro y los judíos no podían ir al comienzo, pero allí nosotros podemos ir ahora porque él nos ha precedido y desde que él nos ha precedido. Seguimiento significa asumir el camino en su totalidad, entrar en lo que es de arriba, en lo oculto, que es lo auténtico y propio: en la verdad, en el amor, en la condición de hijos de Dios. Ahora bien, un seguimiento semejante se da siempre y sólo en la modalidad de la cruz, en el verdadero perderse a sí mismo, que es la única modalidad en que se abren los tesoros de Dios y de la tierra, la única que abre, por decirlo así, las fuentes vivas de la profundidad y deja entrar la fuerza de la vida verdadera en este mundo. Es un adentrarse en lo oculto a fin de encontrar, en la verdadera pérdida de sí, la condición de ser humano. Y después, eso mismo significa también hallar aquella reserva de alegría que el mundo necesita con tanta urgencia. No es sólo nuestro derecho: es nuestra obligación alegrarnos, porque el Señor ha regalado la alegría y porque el mundo la espera.

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