jueves, 28 de febrero de 2008

Grandes pensadores: Lutero

Lutero coloca la propia subjetividad como lugar hermenéutico (clave para interpretar toda la realidad), con él se da un giro copernicano a todo el pensamiento religioso: lo importante no es Dios en sí, sino “Dios para mí”.



El doctor Martín Lutero (1483 – 1546), estrictamente hablando, no fue un filósofo; y al realizar su labor de explicar la Sagrada Escritura, de predicador o de teólogo, no le preocupaba en absoluto que sus palabras estuviesen en contradicción con algunas afirmaciones que parecían evidentes al sentido común; sin embargo, su influencia en la filosofía europea puede considerarse de primer orden. El monje agustino, profesor universitario y gran predicador fue por encima de todo, reformador de la Iglesia. Recomendamos sobre este tema dos obras: GARCIA-VILLOSLADA, R. Martin Lutero , BAC, Madrid 1973. Esta biografía de Lutero es una de las más extensas y solventes de las publicadas en lengua española, y otra más breve: L. F. MATEO-SECO, Martín Lutero: Sobre la libertad esclava, Madrid 1978.


Un Kant, un Hegel, un Feuerbach, el mismo Marx, le deben más de lo que muchas veces se supone a este hombre, cuyas palabras hacia la razón humana no es que fuesen precisamente halagadoras. Con frecuencia la llama "ciega, sorda, estúpida, impía y sacrílega en todas las palabras y obras de Dios" ("Sobre la libertad esclava" XVIII, 707). Lutero se consideraba el reformador de la Iglesia. Más aún: pensaba y afirmaba de sí mismo que era el hombre elegido para descubrir a los mortales el verdadero sentido del cristianismo, oscurecido por los sofistas —así llamaba a los teólogos— y por los papas.

"Por lo tanto, yo te digo —escribe en “De servo arbitrio” dirigiéndose a Erasmo— que yo en esta lucha intento una cosa que para mí es seria, necesaria y eterna, que es de tal calibre que es necesario que sea afirmada y defendida incluso por medio de la muerte, también aunque el mundo entero debiera arder en tumultos y guerras, más aún, aunque el mundo se precipitase en el caos y fuese reducido a cenizas" (XVIII, 625). Es claro que no está presentado su posición como un profesor que intenta la aprobación de la comunidad científica, sino como quien se siente portador de una misión.

En Lutero, su itinerario interior y su quehacer intelectual están indisolublemente unidos. Era un magnífico orador, precisamente porque a su dominio del idioma y a su apasionada imaginación unía la elocuencia de quien hace brotar sus palabras desde el hondón del alma, desde la propia experiencia. El era un hombre preocupado primordialmente por su propia salvación y asediado por insoportables temores interiores. El Lutero joven estaba aterrorizado por sus pecados y por el juicio divino. Y para salir de ese terror quiere estar cierto de su propia salvación. Esta es la clave: quiere estar cierto.

Analizando su extensa obra, se llega a pensar que es muy posible que la raíz última de su tremendo drama interior estribe en haber desconocido —o en no haber valorado en todas sus consecuencias— el hecho de que Dios se ha manifestado a los hombres como un padre, es decir, el hecho de que estamos llamados a ser hijos de Dios en Cristo. Y que Dios es siempre fiel a su paternidad. Jesús de Nazaret describió a ese Padre como poseído por una ternura inmensa en una de sus parábolas más poéticas: la parábola del hijo pródigo (Lucas 15, 11-30).

Lutero no se aplica todas las consecuencias que se siguen de pasajes como este y, en consecuencia, no logra superar su temor ante el destino y ante la posibilidad de condenarse, en definitiva, no logra superar su terror de Dios. "La majestad del Dios desconocido —escribe J. Lortz— es, desde su juventud, para Lutero la del juez airado. Por obra de las doctrinas ockamistas, este juez se convertirá más tarde en Dios del capricho. Pues esto es lo definitivo en el concepto de Dios del ockamismo: que Dios tiene que ser libre, libre hasta el capricho, de cualquier determinación o norma que nosotros podamos pensar o decir".

Es esta una vieja cuestión sobre la que se suele bromear, pues se trata de un problema tan conocido como el sofisma de Aquiles y la tortuga. Si Dios es omnipotente —se argumenta ante el desconcertado interlocutor—, lo puede hacer todo; en consecuencia, puede hacer el mal, porque si no pudiera hacerlo todo, no sería infinitamente libre. Lo que falta en ese argumento no es el concepto de omnipotencia de Dios, sino el concepto de libertad con que se juega, pues se considera a la libertad encapsulada en sí misma, aislada de las demás cualidades del ser que la posee, como son, por ejemplo, su sabiduría o su bondad. Si siguiendo la célebre definición del apóstol San Juan se dice que Dios es Amor (1 Jn 3, 8), no se puede añadir a continuación que, por ser omnipotente, es un ser arbitrario. Habrá que decir que, por muy poderoso y libre que sea ese Dios, su libertad es una libertad que procede del Amor y está normada por el Amor. Es, por lo tanto, una libertad que no puede elegir la injusticia, ni el mal, ya que hunde sus raíces en el Bien.

En un libro clave para conocer el pensamiento de Lutero —el “De servo arbitrio”, redactado para refutar a Erasmo de Rotterdam en 1525—, encontramos una definición de libertad en estrecha dependencia de Ockham, y que es buena muestra de la identificación entre libertad y poder a secas, es decir, entre arbitrariedad y libertad, que hace Lutero. En efecto, tras negar que se pueda decir seriamente que existe libertad en el hombre, prosigue: "Y si este vocablo significa algo, al menos, enseñemos a usarlo de buena fe de modo que se le conceda al hombre el libre albedrío sólo de la cosa que le sea inferior, no respecto de la cosa que le sea superior, esto es: que sepa que en sus facultades y posesiones tiene derecho de usar, hacer, omitir conforme a su capricho (pro libere arbitrio), aunque esto mismo esté regido por el libre arbitrio de Dios, hacia donde a El le plazca. Por lo demás, respecto a Dios, o en las cosas que atañen a la salvación o condenación, no tiene libre albedrío, sino que está cautivo, sometido y esclavo o de la voluntad de Dios o de la voluntad de Satanás".

El final de una vida

Cuando le llega la hora de la muerte, Lutero ha recorrido un largo camino. Había nacido el 10 de noviembre de 1483 en Eisleben, y había batallado duramente durante toda su vida. La muerte le encuentra tal vez cansado, pero en plenitud de facultades. Desde el 29 de enero de 1546, Lutero se encuentra en Eisleben para solucionar un conflicto surgido entre los condes de Mansfeld. E1 15 de febrero, tres días antes de morir, predica en la iglesia de San Andrés con su elocuencia habitual, comentando el Evangelio (Mateo 11, 25): "Yo te alabo, Padre (...), porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los sencillos". Como era de esperar los "sabios" y "prudentes", que desconocen las cosas de Dios, son el Papa y los obispos: También en estos días, Lutero se vuelve a sentir perseguido por el demonio.

Las últimas horas de Lutero, según cuentan los testigos presenciales, transcurrieron en un ambiente de paz. En la noche del miércoles 17 de febrero, ya antes de la cena, estando en su habitación, comenzó a sentir una opresión en el pecho. A pesar de esto baja a cenar. Tras le cena vuelve a sentir la opresión en el pecho. Le rodean y cuidan sus amigos, logra dormir serenamente unos minutos y a medianoche, puesto que se teme por su vida, se llama a dos médicos y a las autoridades de la ciudad. Está empapado en sudor. Según transmiten dos de los presentes, reza esta oración: ""Oh Padre mío celestial, Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Dios de toda consolación! Yo te agradezco el haberme revelado a tu amado Hijo Jesucristo" en quien creo, a quien he predicado y confesado, a quien he amado y alabado, a quien deshonran, persiguen y blasfeman el miserable papa y todos los impíos. Te ruego, señor mío Jesucristo, que mi alma te sea encomendada. Ah Padre celestial! Tengo que dejar ya este cuerpo y partir de esta vida, pero sé cierto que contigo permaneceré eternamente y nadie me arrebatará de tus manos". Poco después su vida se extinguió suavemente.

Su herencia

La personalidad de Martín Lutero, desde cualquier ángulo que se la considere, resulta inabarcable y no es posible presentar en tan pocas páginas una aceptable visión de conjunto de su pensamiento. Limitémonos, por tanto, a señalar dos cuestiones, que, sea cual sea la perspectiva desde la que se aborde la figura de Lutero, resultan siempre imprescindibles puntos de referencia. Me refiero al especial lugar que la subjetividad ocupa en todo su planteamiento y a lo que él llama teología de la cruz.

Como es sabido, Lutero eleva la experiencia de la debilidad que el hombre experimenta en sí mismo en la lucha contra las pasiones al nivel de una proposición teológica y universal: el hombre se encuentra intrínsecamente corrompido. Ahora bien, si el hombre se encuentra irreversiblemente corrompido, síguese que es extraño al plan salvador de Dios, es decir, es incapaz de cooperar con sus buenas obras a la propia salvación. Sólo puede contar su seguridad de que está salvado gratuitamente por Dios, es decir, sólo puede contar su fe fiducial. Lutero coloca la propia subjetividad como lugar hermenéutico (clave para interpretar toda la realidad), con él se da un giro copernicano a todo el pensamiento religioso: lo importante no es “Dios en sí”, sino “Dios para mí”.

En este sentido hay que entender las conocidas afirmaciones de esta carta a Melanchton: "Sé pecador y peca fuertemente, pero confíate y gózate con mayor fuerza en Cristo, que es vencedor del pecado, de la muerte y del mundo. Mientras estemos aquí abajo, será necesario pecar; esta vida no es la morada de la justicia, pero esperamos, como dice Pedro, unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habita la justicia" (Carta del 1 de agosto de 1521). No es que Lutero niegue la necesidad de luchar contra las reliquias del pecado, sino que insiste con la elocuencia que le caracteriza en que lo único que cuenta es la fe fiducial. Esta corrupción, que afecta a todo el hombre, le hace incapaz de conocer la verdad y de amar el bien. "La razón, que es ciega—escribe en su “De servo arbitrio”—, ¿qué dictará de recto? La voluntad, que es mala e inútil, ¿qué elegirá de bueno? Más aún, ¿qué seguirá una voluntad a la que la razón sólo le dicta las tinieblas de su ceguera y de su ignorancia? Así pues, errando la razón y corrompida la voluntad, ¿cuál es el bien que puede hacer o intentar el hombre?". Esto lleva consigo —y Lutero es consecuente— el encapsulamiento del hombre en la propia corrupción: el hombre, dada la corrupción de su razón, no puede estar cierto de haber alcanzado la verdad; de lo único que puede estar seguro es de su propia seguridad, es decir, de lo único que puede estar seguro es de la experiencia de la propia subjetividad.

Por una de esas paradojas frecuentes en el psiquismo humano, el radical pesimismo que ha llevado a Lutero a encerrar al hombre en su propia corrupción da origen al pensamiento de que el hombre se salva sin las obras —ahora imposibles—, apoyado en la fe fiducial, es decir, apoyado en la confianza que tiene de que Dios la otorga una salvación absolutamente pasiva y extrínseca. Todo se resuelve por la certeza subjetiva de haber sido justificado gracias a la imputación de los méritos de Cristo. La subjetividad se convierte así en el punto de partida para interpretar toda la revelación cristiana. El giro hacia la subjetividad característica de grandes corrientes de pensamiento de estos últimos siglos encuentra en Lutero uno de sus más radicales inspiradores.

La expresión "teología de la cruz" fue acuñada por Lutero y con ella expresa lo más característico de su forma de hacer teología. Al decir de sus mejores conocedores, esta expresión plasma también el núcleo fundamental de su pensamiento religioso. Ambas expresiones —teología de la cruz y teología de la gloría— entrañan en la pluma del profesor de Wittenberg un sentido que va más allá de la estricta significación de los términos usados. Lutero llama teología de la cruz a su forma de hacer teología, mientras que llama teología de la gloria —teología que se gloría en las fuerzas de la razón humana— a la teología escolástica. La teología de la cruz está marcada antes que nada y esencialmente por la oposición e incompatibilidad entre inteligencia natural y revelación, como el mismo Lutero hace notar ya programáticamente en la Disputa de Heidelberg. Afloran en ella los desgarramientos tan característicos de la posición luterana: para él son incompatibles Dios y mundo, Escritura y Tradición, Cristo y jerarquía eclesiástica, fe y obras. Normalmente, donde Lutero pone una "o", la teología católica coloca una "y": Escritura y Tradición, Dios y mundo, Cristo e Iglesia, Fe y obras, libertad y gracia, razón y fe.

Los cuatro siglos de una herencia

Al hablar de la herencia de Lutero, nos hemos centrado en su pensamiento, sin entrar en la historia del movimiento religioso que él suscitó y que llega hasta nuestros días. No era posible hacer esto en tan breve espacio. Sin embargo, ya los dos temas que hemos mencionado muestran hasta qué punto la gravedad de los planteamientos y el mismo respeto a la figura del Reformador exigen estudiar a fondo las cuestiones que propone, con serenidad y cariño, sin soslayar las dificultades, y con el ánimo abierto hacia la captación de la verdad en toda su universalidad.

En sus escritos y en su predicación, Lutero intenta poner de relieve la absoluta soberanía de Dios y la gratuidad de la gracia. El problema surge cuando se entiende que la gratuidad de la gracia conlleva el que el hombre no puede colaborar con ella. Un más hondo sentido de la soberanía de Dios, de su omnipotencia, muestra que la solución es otra: la gracia es gratuita y, al mismo tiempo, eficaz, es decir, capaz de regenerar al hombre hasta hacerlo verdaderamente bueno y, en consecuencia, capaz de colaborar con la gracia de Dios en la propia salvación. Algo similar acontece con la teología de la cruz. En efecto, la cruz pone de manifiesto la gravedad del pecado humano. Pero al mismo tiempo y antes que nada, ella es signo del amor de Dios a esta tierra, de la fidelidad de Dios a su paternidad sobre el hombre. De hecho el Evangelio es Buena Noticia precisamente porque es predicación del amor de Dios al hombre y, ciertamente, al hombre después del pecado.

Más de cuatro siglos después de su muerte, Lutero continúa atrayendo por su enorme fuerza personal, por el drama interior que es la clave de toda su vida, por la radicalidad y gravedad de las cuestiones que supo plantear y formular. Estos ya casi cincos siglos muestran también las graves consecuencias que se siguieron de su postura y son una llamada al sentido de responsabilidad y a la esperanza de que con una comprensión cada vez más honda del misterio de la cruz en el que se revela también la íntima naturaleza de Dios, resplandezca la verdad completa sobre Dios y sobre el destino humano con toda su fuerza de unir a los hombres.

Aprender a perdonar


Reproducimos este artículo de Jutta Burgraff publicado en istmoenlinea.com.mx pues nos parece muy sabio y oportuno.

¿Perdonaríamos a quien nos ha dejado completamente en ridículo ante los demás, nos ha engañado o difamado? Perdonar es un reto importante del ser humano. No sólo hay que olvidar una agresión, sino asumir una ofensa y liberar al otro de la culpa. El verdadero perdón es incondicional, un don gratuito del amor, liberador y creativo.

Cuando alguien en un autobús lleno nos da un pisotón y con amabilidad pide perdón, ordinariamente no tenemos grandes dificultades en asentir aunque nos duela el pie. Somos conscientes de que no fue con intención, sino por descuido o movido por la fuerza de la gravedad. No es responsable de su acción. Falta una razón necesaria para que yo pueda ejercer el perdón en sentido propio, que se refiere a un mal que alguien nos ha ocasionado voluntariamente. Al hablar de auténtico perdón, el terreno es mucho más profundo que el de un pisotón accidental, es una herida en el corazón humano causada por la libre actuación de otro.

Todos sufrimos injusticias, humillaciones y rechazos; algunos deben soportar torturas, no sólo en la cárcel, sino en el trabajo o, incluso, en la propia familia; «El único dolor que destruye más que el hierro —dicen los árabes— es la injusticia que procede de nuestros familiares». Frente a esas heridas es posible reaccionar de formas diferentes —golpear a quienes nos han golpeado, hablar mal de quienes lo han hecho con nosotros…—, pero es una pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores o desesperación y, tal vez, es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más.

Sólo en el perdón brota nueva vida porque es renunciar a la venganza y querer, a pesar de todo, lo mejor para el otro. La tradición cristiana ofrece varios testimonios de esta actitud, como el caso del monje trapense muerto en Argelia con otros religiosos que habían permanecido en su monasterio, en 1994. En una carta que dejó para su familia agradecía a todos los que había conocido e incluía a sus asesinos: «Y también a ti, amigo de última hora, que no habrás sabido lo que hiciste. Sí, también por ti digo ese gracias y ese adiós cara a cara contigo». Quizá pensemos que son situaciones límite, reservadas para algunos héroes; ideales bellos, más admirables que imitables. Pero, ¿puede una madre perdonar al asesino de su hijo? ¿Perdonaríamos, por lo menos, a quien nos ha dejado por completo en ridículo ante los demás, a quien nos ha engañado o difamado?

¿QUÉ SIGNIFICA PERDONAR?

Cuando digo a alguien «te perdono», no olvido simplemente la injusticia, sino que rechazo la venganza y los rencores, y me dispongo a ver al agresor como una persona digna de compasión. Consideremos estos elementos con detenimiento.

Si me amputan un brazo infectado sentiré dolor y tristeza, incluso furia contra el cirujano. Pero no habrá nada que perdonar porque era necesario para salvarme. Es claro que el perdón sólo tiene sentido si alguien ha recibido un daño objetivo de otro. Por otro lado, perdonar no consiste en no querer ver el daño, colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias porque intentan eludir cualquier conflicto; buscan la paz a cualquier precio y pretenden vivir siempre en un ambiente armonioso.

Parece que todo les da igual. «No importa» si no les dicen la verdad; «no importa» si los utilizan como meros objetos para conseguir unos fines egoístas; «no importan» tampoco el fraude ni el adulterio. Tal actitud es peligrosa porque puede llevar a una completa ceguera ante los valores. La indignación e incluso la ira son reacciones normales y hasta necesarias en ciertos casos. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar.

Si uno acostumbra a callarlo todo, tal vez goce por un tiempo de una aparente paz; pero al final pagará un precio muy alto, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla gruesa, que levanta para protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su falta de autenticidad. Es normal que una injusticia duela y hiera, pero para sanarla es necesario verla. Si no, huimos sin cesar de la propia intimidad (es decir, de nosotros mismos); y el dolor nos carcome lenta e irremediablemente.

«Aunque nos maten —dicen—, no pueden hacernos ningún daño». Han logrado un férreo dominio de sí mismos, se sienten superiores a los demás y mantienen interiormente una distancia tan grande hacia ellos que nadie puede tocar su corazón. Como nada les afecta, no reprochan nada a sus opresores. ¿Qué le importa a la luna que un perro le ladre? El problema es que no hay relación interpersonal; para no sufrir se renuncia al amor. Quien ama, siempre se hace pequeño y vulnerable. Cuando a alguien nunca le duele la actuación de otro, el perdón es superfluo. Falta la ofensa y falta el ofendido.

Es imposible huir del sufrimiento. Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como un trauma y puede causar heridas perdurables o, a veces, convertir a alguien normal en una persona agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez habría sido mejor enfrentar directa y conscientemente la experiencia del dolor: hacerlo es la clave para conseguir la paz interior.

Actuar con libertad y sensatez

Perdonar es la única reacción que no re-actúa simplemente según el conocido principio «ojo por ojo, diente por diente». El odio provoca la violencia y ella justifica el odio. Al perdonar, corto ese círculo vicioso, libero al otro, que ya no está sujeto al proceso iniciado y, en primer lugar, me libero yo. Estoy dispuesto a desatarme de los enfados y rencores, no «re-acciono» de inmediato, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.

Superar las ofensas es muy importante para la propia vida. Max Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí misma; el otro le ha herido y ahí se recluye, se instala y encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con repeticiones del mismo acontecimiento.
El resentimiento hace que las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo, creando una especie de malestar e insatisfacción generales. En consecuencia, uno no está a gusto, ni en su propia piel ni en ningún lugar. Los recuerdos amargos encienden de nuevo la cólera y llevan a depresiones. Al respecto, es muy ilustrativo el refrán chino que dice: «El que busca venganza debe cavar dos fosas».

En su libro Mi primera amiga blanca, una periodista negra describe cómo la opresión que su pueblo había sufrido en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a los blancos, «porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado». Después de algún tiempo reconoció que su odio, por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que en vez de esperar el perdón de los blancos debía pedir perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirarlos como personas, no como opresores. Encontró al enemigo en su interior, formado de prejuicios y rencores que le impedían ser feliz.

Las heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad y originar reacciones desproporcionadas y violentas que nos sorprenden a nosotros mismos. Una persona herida hiere a las demás. Y, muchas veces, oculta su corazón tras una coraza, en apariencia dura, inaccesible e intratable. En realidad, no es así. Sólo necesita defenderse. Parece sólida, pero es insegura; está atormentada por malas experiencias. Ordenar el propio interior es un paso para hacer posible el perdón, pero es muy difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Quizá renunciemos a la venganza, no al dolor. Así, es claro cómo el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico. Se puede perdonar llorando.

Es ley natural que el tiempo «cura» algunas llagas. No las cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos hablan de la «caducidad de nuestras emociones». Llegará un momento en que una persona no pueda llorar más ni sentirse ya herida. Pero esto no es señal de que haya perdonado a su agresor, sino de que tiene ciertas «ganas de vivir».

Un determinado estado psíquico —por intenso que sea— no suele volverse permanente. A este estado sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa. No podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en nosotros el daño sufrido. Así sólo bloqueamos el ritmo de la naturaleza. La capacidad de desatarse y olvidar, por tanto, es importante para el ser humano, pero no tiene nada que ver con la actitud de perdonar, que no consiste sólo en «borrón y cuenta nueva». Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la justicia, que muchas veces pretende camuflarse. El daño debe reconocerse y, en lo posible, repararse. Hace falta «purificar la memoria» para que sea maestra de vida. Si vivo en paz con mi pasado aprenderé mucho de los acontecimientos que he vivido.

Renunciar a la venganza

Como el perdón expresa nuestra libertad, también es posible negarlo al otro. El judío Simon Wiesenthal cuenta sus experiencias en los campos de concentración. Un día, una enfermera se acercó y le pidió seguirle. Le llevó a una habitación donde agonizaba un joven oficial de las SS, quien le contó su vida: habló de su familia y de cómo llegó a colaborar con Hitler. Le pesaba sobre todo un crimen en el que había participado: los soldados a su mando habían quemado a 300 judíos encerrados en una casa. «Sé que es horrible —dijo el oficial—, durante las largas noches, mientras espero mi muerte, siento la gran urgencia de hablar con un judío sobre esto y pedirle perdón de todo corazón». Wiesenthal concluye: «De pronto comprendí y, sin decir una sola palabra, salí de la habitación». Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio.

El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo tipo de venganza. No habla de los demás desde sus experiencias dolorosas, evita juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con el corazón abierto. El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra. Todo ser humano es más grande que su culpa. Albert Camus da un ejemplo elocuente en una carta pública a los nazis sobre los crímenes cometidos en Francia: «Y a pesar de ustedes, les seguiré llamando hombres… Nos esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no respetaban en los demás».
El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar un castigo, sino que es, ante todo, una actitud interior. Significa vivir en paz con los recuerdos y no perder el aprecio a ninguna persona. Se puede considerar también a un difunto en su dignidad personal. Nadie está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz.

Al perdonar a alguien le decimos: «No, tú no eres así. ¡Sé quien eres! En realidad eres mucho mejor». Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.

jueves, 21 de febrero de 2008

Grandes pensadores: Guillermo de Ockham

El nominalismo o la decadencia escolástica



El criticismo, que se inicia con Escoto, y la lucha de escuelas, resquebrajaron la fe y el espíritu constructivo que habían animado a las grandes síntesis teológico-filosóficas de los siglos XII y XIII, y van a determinar, en el siglo XIV, un ambiente crítico y escéptico que constituirá la decadencia y disolución de la Escolástica.

Un franciscano, Guillermo de Ockham (1300-1350) es el inciador de la tendencia más característica de esta época. Su pensamiento representa, como hemos dicho, la reacción empirista y escéptica que suele seguir a toda época metafísica. Comienza Ockham por exagerar el individualismo de Escoto: la doble afirmación de Aristótoles y de Santo Tomás según la cual sólo existen los individuos, pero la ciencia trata de lo universal, es contradictoria. Si sólo existen los individuos, ellos son el único objeto posible de nuestro conocimiento. Es cierto que poseemos conocimientos que no parecen referirse a ningún objeto individual. Así, el hombre, el triángulo, es decir, eso que llamamos conceptos o universales. La explicación, según Ockham, es ésta: cuando conocemos con claridad poseemos el conocimiento concreto de lo individual, de Juan, por ejemplo. Pero cuando a Juan lo vemos de lejos tenemos un conocimiento confuso en que no podemos distinguirlo de otros seres parecidos, y a este conocimiento confuso le ponemos un nombre. Así decimos que es un hombre, palabra o término que puede aplicarse también a los otros objetos con que le confundimos. Si Juan se acercase más podríamos decir, por ejemplo, que es un militar, concepto también, y como tal confuso, pero más cercano del conocimiento perfecto, propiamente individual. Con esta doctrina restaura Ockham el nominalismo de Roscelino, y se coloca a dos pasos del escepticismo, porque, si no hay conocimiento más que de lo individual y concreto, ¿cómo poseer el conocimiento universal y necesario de las leyes científicas?

Las formas inteligibles, la materia individualizadora y demás conceptos metafísicos son para Ockhcam entidades inútiles e imaginarias. Ockham enuncia un principio, que él llama de economía del pensamiento: entia non sunt multiplicanda sine necessitate (los entes no deben multiplicarse sin necesidad) ; o bien: no expliques por lo más lo que puede explicarse por lo menos.

No sólo la metafísica es imposible y falsa para Ockham, sino que también lo es la teología racional o conocimiento de Dios por la razón. Las pruebas tomistas de la existencia de Dios no concluyen, porque siempre sería posible una serie infinita de causas, y aunque se llegase a una primera causa, nada nos dice que eso sea lo que llamamos Dios. De Dios sólo podemos adquirir una cierta probabilidad de que existe, y lo demás sólo puede conocerse por la fe. Esta radical separación entre el mundo del conocimiento natural y el de la fe trae corno consecuencia la absoluta libertad en el terreno del pensamiento y la posibilidad de que la ciencia y la filosofía se desentiendan del orden sobrenatural abandonándolo a la fe, esto es, se secularicen. Empirismo, agnosticismo y secularización son las características del pensamiento de Ockham y ellas pasarán como rasgos fundamentales al pensamiento moderno, que se inicia con el Renacimiento.

El nominalismo del siglo XIV en nombre de la sencillez y claridad del pensamiento, se empeña en una concienzuda destrucción de cuantas construcciones metafísicas se habían propuesto dar una explicación racional del Universo durante los siglos anteriores. Como todo escepticismo, logra mil argumentos para impugnar estas obras. de la razón humana, apoyándose en la experiencia inmediata de los sentidos, que sólo nos da a conocer individuos concretos, materiales, diferentes. Pero, al cabo, esta labor demoledora coloca al hombre ante el mundo fragmentario, dividido en experiencias contradictorias, que provocó la iniciación de la filosofía en la Grecia presocrática. Y el hombre volverá a recomenzar la labor.

Sin embargo, tras cada período de aniquilación escéptica, el esfuerzo filosófico no vuelve a empezar por el principio. Tampoco prosigue simplemente la especulación metafísica en el punto en que la dejaron los últimos grandes pensadores. Recomienza en una esfera distinta, en un mundo nuevo que cuenta con la obra de todos los filósofos anteriores, pero también con las críticas de sus impugnadores. Así, el espíritu crítico y demoledor del nominalismo occamista acaba con la vigencia en aquel siglo de la concepción general del Universo que late bajo los grandes sistemas de la Escolástica cristiana, y abre la puerta a una nueva edad del pensamiento -la modernidad- que nos llevará ya de la mano al mundo espiritual en que vivimos.

Hemos visto desde los primeros días de la filosofía cristiana y a través de toda la Edad Media la alternancia de dos corrientes de pensamiento que en mil casos se rectifican mutuamente y contienden entre sí. La corriente que podríamos llamar platónico-agustiniana y que desde Tertuliano y San Agustín pasa a través de Escoto Eriúgena, San Anselmo, San Bernardo y la mística, hasta la filosofía del franciscanismo, y aquella otra que encuentra sus antecedentes en los padres latinos y, a través de Abelardo y los primeros aristotélicos, culmina en Santo Tomás.

La perennidad de ambas corrientes en el seno de la misma ortodoxia y del espíritu del Cristianismo no podría explicarse si entre ellas existiera una radical oposición. Esto nos sugiere que ambos modos de pensar son, en el fondo, complementarios. La verdadera ciencia, el fondo de nuestro saber, y también el sentido de nuestro recto obrar, proceden de lo alto, del espíritu divino, de su gracia, que es lo verdaderamente importante. Pero ello no exime al hombre de «ganar su ser en la vida», vivir, conocer y querer en medio y a través de las cosas de este mundo, cuya naturaleza y jerarquía puede y debe llevarnos también a Dios.

Y no sólo se complementan ambas corrientes en su contenido, sino que históricamente sirvieron también para corregirse -y apoyarse así- mutuamente. Todo excesivo intelectualismo que, sobre bases cristianas, pretende llegar a una sistematización de la realidad universal, halla en la sencilla intimidad del agustinismo el refugio de la verdad última, la luz del misterio con que siempre habría de chocar, y el consuelo a sus finales fracasos; y toda mística lindante ya con el ontologismo encuentra en el intelectualismo de tipo tomista la llamada a una jerarquizada realidad que, por vías naturales y ayudada de la gracia, va también a Dios y es camino fijo y seguro de verdades demostradas.

martes, 19 de febrero de 2008

La educación del deseo

El Dr. ENRIQUE ROJAS, Catedrático de Psiquiatría, hace esta enriquecedora reflexión.

EDUCAR es convertir a alguien en persona. Introducir en la realidad con amor y conocimiento. La educación es la base para edificar una trayectoria personal adecuada. Etimológicamente significa acompañar y extraer. Educar es cautivar con argumentos positivos, entusiasmar con los valores, seducir con lo excelente. Eso significa comunicar conocimientos y promover actitudes, en una palabra, información y formación. Educar no es enseñarle a alguien matemáticas, literatura, arte o contabilidad, sino prepararlo para que viva su biografía de la mejor manera posible. Reglas de urbanidad y convivencia, hábitos positivos para no ser sujeto masa, anónimo e impersonal.

La educación es la estructura del edificio personal, la cultura es la decoración. La primera enseña a nadar para no verse arrastrado por las mareas de todo tipo que amenazan al ser humano, la segunda enseña a vivir. La cultura es la estética de la inteligencia. Hablamos ya de un nivel superior, que empuja a caminar hacia unos objetivos verdaderamente dignos. Por eso la cultura es libertad. Espesor del conocimiento vivido, lo que queda después de olvidar lo aprendido.

Educación y cultura forman un entramado en donde se dan influencias reciprocas, con fronteras difusas y linderos mal definidos. De ahí, que a la hora de ocuparnos del deseo, hagamos estas matizaciones. El deseo es la tendencia del pensamiento y de la conducta que proporciona alegría o que terminaría con algún tipo de sufrimiento. Apetecer algo que se ve y que depende de sensaciones exteriores, mecanismos que se disparan de forma más o menos inmediata y que empujan en esa dirección. Hay ejemplos clarificadores: los instintos o las tendencias básicas, como el hambre, la sed, la sexualidad, etc. Apetito, inclinación, que impulsa a la acción.

Descartes definió el deseo como «la agitación del alma causada por los espíritus que la disponen a las cosas que ella se representa como convenientes». Es algo característico del vivir hacia delante del ser humano, nos proyectamos al futuro, que es la dimensión mas viva de nuestra existencia. El deseo es apetito, anhelo, ansia, apetencia, tener como objeto algo que vemos ó imaginamos y que tira de uno en esa dirección. Cicerón introdujo la doctrina de las pasiones fundamentales en dos apartados: los bienes presentes (la alegría) y futuros (el deseo); y los males presentes (la tristeza) y futuros (el temor, hoy hablaríamos aquí de la ansiedad).

Por otra parte, hay deseos que dependen de uno mismo y otros que están mas relacionados con las circunstancias. Si cada uno de nosotros somos un haz de deseos, ya que son tantas las cosas hacia las que corremos, es importante poner en claro cuáles son las que de verdad interesan y posponer las otras. La persona superior, la que es líder, no debe dejarse llevar por las pasiones, sino que las domina y gobierna. La administración inteligente del deseo es propio de los que tienen una visión larga y panorámica de la realidad. Levantan la mirada y ven mas allá de lo que aparece delante de sus ojos, miran por sobreelevación.

Hay otra palabra próxima que conviene precisar su significado. Me refiero al término querer, que en el lenguaje coloquial se suelen confundir. Querer es verse motivado a hacer algo que nos hace mejores, que nos eleva hacia planos superiores y que brota de vivencias mas profundas. Aquí entra de lleno la voluntad, esa pieza clave que nos hace capaces de renunciar a lo inmediato por lo lejano, capacidad para aplazar la recompensa próxima, buscando bienes de mas calado. Voluntad es elegir. Y elegir es anunciar y renunciar: me quedo con esto y dejo de lado aquello otro. Comportamiento mas lejano, que apuesta por aquello que tardará en llegar, pero cuya posesión será mas honda y enriquecerá nuestra condición. Esto complica las cosas, porque requiere un mayor grado de madurez. Querer es determinación. Y por eso necesita del apoyo de un voluntad firme, templada en la lucha y el esfuerzo.

En la practica desear y querer aparecen mezclados. Pero en la teoría es bueno distinguirlos, para saber qué terreno estamos pisando. Es necesario un cierto ejercicio de submarinismo para delimitar la geografía marina de uno y otro. Mirada cartesiana sobre la realidad tumultuosa que nos asedia, al estar inmersos en una sociedad de consumo que trata de vendernos un producto detrás de otro, creándonos necesidades que realmente no tenemos. Vertiginosa sucesión de imágenes que despiertan intereses contradictorios en una sociedad tan permisiva y pendular.

Lo diré de un modo mas tajante. El desear y el querer buscan la felicidad. Aunque los vericuetos son distintos y los medios ofrecen recortes y matices rescatados de esfuerzos continuados. La felicidad es un resultado, la consecuencia de lo que hemos ido haciendo con nuestra vida. Pero siguiendo este curso de ideas, la felicidad es un sentimiento de equilibrio entre lo que hemos querido y los que hemos conseguido, entre los objetivos y los resultados, entre los sueños juveniles y las metas conquistadas.

Los antiguos dividían la vida en dos zonas: ocio y negocio. La primera consiste en ocuparse de saborear la existencia, de lo humano y sus derroteros. La segunda está llena de esfuerzo por alcanzar un cierto nivel de vida, un bienestar, a través de un trabajo profesional concreto. También la felicidad busca aquí un territorio intermedio entre ambos. Hay en esa travesía toda una ingeniería de la conducta, que es menester que cada uno sepa cómo irla diseñando.

Es mas fácil desear, que querer. Desear es más superficial e inmediato. Querer es más profundo y lejano. Aquel va al corto plazo, con mirada corta. Éste va al largo plazo, con una visión alargada, extensa, espigada, que se sitúa en los aledaños del futuro.

¿Qué es lo que hace que apuntemos hacia esa dirección, qué es lo que arrastra? El sentirnos motivados por aquello que nos interesa. La motivación es la representación anticipada de la meta, que conduce a la acción. A través de ella nos vemos llevados a realizar algo valioso que hemos elegido. El problema está en la siguiente pregunta: ¿cómo fomentar la voluntad para buscar lo que uno quiere, cuando hay otros muchos deseos que nos sacan del camino emprendido y nos distraen y nos alejan y nos sacan del sendero que conduce a la meta?, ¿cómo no cansarse cuando el objetivo, que es bueno y valioso, está lejos y tarda en llegar y es costoso de entrada? Yo daría la siguiente respuesta: teniendo claro lo que uno quiere, concretando al máximo su contenido y evitando la dispersión; y a continuación, sabiendo hacer atractiva la exigencia. Mirando siempre fijamente al horizonte de las ilusiones del provenir. Poniendo una mirada inteligente, sublimando esfuerzos, no dándose uno por vencido cuando las cosas van mal o aparece el cansancio y las dificultades, creciéndose uno ante los problemas con una fortaleza que se va haciendo rocosa. Ese es el método.

Los esfuerzos y las renuncias de ahora, tendrán su recompensa. Sólo el que sabe esperar, es capaz de utilizar la voluntad sin recoger frutos inmediatos. La vida feliz aspira a desarrollar de forma equilibrada el proyecto personal, cuyo envoltorio es la ilusión y cuyo contenido está habitado de amor, trabajo y cultura. El hombre actual está cada vez más perdido. Nunca había tenido tanta información sobre tantos temas y a la vez, nunca había flotado sin asidero como en los tiempos que corren. Veo mucha gente sin hacer pie en lo fundamental. Y es que los modelos de identidad que nos presentan los grandes medios de comunicación social son cada vez más pobres, menos sólidos. La televisión fabrica personajes famosos sin fondo. No perdamos de vista la diferencia entre la fama y el prestigio (entre ser conocido y tener consistencia).

La educación es ante todo educación de los deseos. Querer es la mejor manera de descifrar la realidad, pirotecnia de propósitos concretos, que al ser pocos aterrizan en objetivos claros, que nos seducen con su carisma si están bien delimitados. El que no sabe lo que quiere no puede ser feliz. Si utiliza la voluntad, lo irá consiguiendo, porque su sombra es larguísima y sus frutos sabrosos. Gavilla de audacias cinceladas por el esfuerzo de lo diario.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Actualidad de Tomás de Aquino

Por su indudable interés, rescatamos esta entrevista al Prof. Cornelio Fabro publicada con motivo del VII centenario de muerte de Santo Tomás. (Palabra, marzo de 1974)


-Al conmemorar el séptimo centenario de la muerte de Santo Tomás, surge espontánea, y en primer lugar, la pregunta sobre la vigencia actual del tomismo. Hay quien piensa en él como en un "sistema" cerrado, acabado, esencialmente ligado a los problemas y circunstancias de su época. ¿La obra de Santo Tomás, es realmente un sistema? Y, si su vigencia actual no es la de un sistema, ¿en qué radica principalmente su valor permanente?

-La filosofía y la teología de Santo Tomás no constituyen un sistema. La sistematización de su obra se hizo después y, desgraciadamente hay que decir que el tomismo de escuela no siempre corresponde exactamente a las posiciones auténticas de Santo Tomás, por haber absorbido el polvo de diversas corrientes escolásticas, velando a veces la originalidad de Santo Tomás, con fórmulas que no son de Santo Tomás.
Ciertamente no hay que considerar a Tomás de Aquino como si fuese el punto final, o una especia de arsenal en el que podamos encontrar respuestas ya formuladas para todos los problemas: no es posible; nos separan siete siglos, y la humanidad ha pasado por una inmensidad de experiencias, la cultura ha hecho adquisiciones de todo género; y la ciencia, y la misma reflexión filosófica ha descubierto, por ejemplo, una originalidad de la libertad, que en Santo Tomás está ya apuntada, pero no desarrollada.
Pero el tomismo auténtico –el de Santo Tomás- tiene y tendrá siempre una actualidad permanente. No, como un sistema –el mismo concepto de sistema lo acuño mucho después la filosofía de origen cartesiano-; sino por la actualidad perenne de las dos instancias fundamentales del conocimiento humano, que Tomás de Aquino supo armonizar. Me refiero, concretamente, a esa especie de convivencia, en el tomismo, de lo que podemos llamar la esencia de la trascendencia platónica, con la esencia de la concreción aristotélica. Es decir, la armonía de esa instancia permanente de autonomía, de consistencia del mundo y de la persona, con la aspiración profunda hacia el infinito, hacia Dios, al que se llega a través de la inteligencia y de la libre elección de la voluntad. Es por esta característica especulativa propia –más que por su origen -, por lo que Tomás de Aquino se destaca netamente de las diversas escuelas filosóficas.

Actualidad

-¿Podría decirse, entonces, que la originalidad de Tomás de Aquino radica en haber elaborado una síntesis entre Platón y Aristóteles, entre dos extremos inconciliables?

Desde luego creo que el término síntesis puede aplicarse a la filosofía de Tomás de Aquino. Sin embargo, es importante observar que no se trata de una síntesis entre dos extremos inconciliables, se trata más bien de una intuición única de Tomás de Aquino, la del acto de ser, que le permitió descubrir en el aristotelismo exigencias platónicas; y dentro de un cierto tipo de platonismo –neoplatonismo, sobre todo en la línea de Proclo, mediante el De Causis, y del Pseudo-Dionisio y otros escritos famosísimos en el medioevo- exigencias aristotélicas.
No es pues, repito, la síntesis de dos contrarios, sino el descubrimiento – a la luz del ser como acto participado- de la necesaria complementariedad de ambas instancias fundamentales: la consistencia y concreción de lo real, del mundo, de la persona, y la apertura al infinito, mediante la relación de participación.

-Además de esas dos instancias fundamentales, de perennidad indudable, ¿podría indicarnos algún punto concreto en que se manifiesta de modo especial la actualidad de Tomás de Aquino ante las legítimas instancias del hombre y de la cultura de hoy?

La originalidad, la actualidad y, podríamos decir, la urgencia de la concepción tomista sobre el hombre, quizá nunca se haya presentado tan patente, incluso tan salvífica para la Iglesia y para el mundo contemporáneo, como hoy día. Es bien sabido cómo actualmente, por todas partes, en la sociedad, en la cultura –dentro y fuera de la Iglesia-, el hombre ha sido colocado en el centro de la búsqueda de la verdad. En la Edad Media, el primero que ha afirmado esa centralidad del hombre ha sido sin dudas Santo Tomás. Baste pensar en la lucha contra el agustinismo exagerado de la escuela de San Anselmo, de la iluminación, y contra el otro enemigo –enemigo declarado de la fe- que era el averroísmo, que afirmaba la unidad del sujeto cognoscente y volente: el intelecto separado. Por el contrario afirmando la consistencia de la inteligencia y de la voluntad libre personal de cada sujeto humano, Santo Tomás ha atribuido enérgicamente a cada hombre la plena responsabilidad de una relación propia, de una relación libre, con Dios.

El inmanentismo

-Es frecuente leer, o escuchar, que el proceso que, en términos generales, puede considerarse iniciado con Descartes y que tiene como momentos más relevantes a Spinoza, Kant, Hegel, etc., es un proceso irreversible. ¿Cabe, a su juicio, una filosofía actual que no acepte ese condicionamiento? ¿cuáles serían las condiciones de autonomía respecto a ese proceso, sin limitarse a ignorarlo?.

La pregunta es muy compleja y procuraré responder con unos pocos puntos principales. En primer lugar, no pienso en absoluto que el proceso del pensamiento moderno sea irreversible. Desde el punto de vista histórico, sí podemos comprobar que la filosofía moderna, en su variedad de corrientes, se ha ido desarrollando, paso a paso, hacia un término que parece inevitable. Además el proceso es inevitable teóricamente una vez aceptado su inicio, es decir, el principio moderno de la inmanencia.
Sin embargo, estoy verdaderamente convencido que podemos tener una filosofía liberada, desanclada de este principio moderno. Se trata de una filosofía que sea continuación de la filosofía que podríamos llamar de la consistencia de la conciencia individual del "hombre ante Dios", como diría Kierkegaard. Es, pues, la continuación de la intuición original de Tomás de Aquino a la que antes me refería.
Las condiciones de autonomía respecto a aquel proceso yo lo resumiría en dos puntos: en primer lugar, el retorno al principio clásico cristiano de la prioridad del ser sobre el pensamiento; en segundo lugar, la distinción entre inteligencia y voluntad libre. Estas dos condiciones son, en mi opinión, fundamentales para una posición realista, abierta al progreso y a las instancias legítimas del pensamiento moderno.
Es interesante notar que solo admitiendo la distinción entre ser y pensamiento se puede reconocer al pensamiento humano su originalidad y al hombre su originalidad frente al mundo. Y sólo admitiendo la distinción entre intelecto y voluntad, entre intelecto y libertad -hoy día puesta en duda o negada por muchos- puede reconocerse, es más fundamentarse, la consistencia de la responsabilidad. No la responsabilidad de tipo sociológico, la responsabilidad de tipo teológico-idealista, es decir la responsabilidad del Todo, o de la sociedad que nos condiciona por todas partes; no; sino que cada sujeto se asume plenamente la responsabilidad de sus propias decisiones.

-Ha mencionado usted el principio moderno de inmanencia, como un inicio que –una vez aceptado- lleva inevitablemente a un cierto término. ¿Podría explicar cuál es ese término, y la razón profunda de lo inevitable de ese proceso, una vez iniciado?

Esa razón profunda de lo que he llamado cadencia atea del principio de inmanencia, podría expresarse –muy esquemáticamente- considerando que si, como afirma ese principio, es el pensamiento el que condiciona, el que funda el ser, y si es la autonomía de la conciencia lo único que garantiza el inicio, el desarrollo y el término del proceso del pensamiento, entonces, al final del proceso, no se podrá encontrar otra cosa que esa misma conciencia humana; naturalmente no ya, como en las primeras fases del pensamiento moderno, anclada a un Absoluto formal -substancias que Spinoza; Mónada en Leibniz; Intelecto –Sujeto absoluto en el idealismo-, sino una conciencia dispersa, desintegrada, en el aparecer momentáneo de los fenómenos de la experiencia: es el fin de la filosofía, que abandona al hombre sobre el fluir del tiempo, sin finalidad y sin esperanza.
En otras palabras, si se parte de la posición de una conciencia pura, es decir, de la afirmación de un pensamiento que piensa libremente a sí mismo; una conciencia de la conciencia, que no es conciencia de conocer algo diverso de esa misma conciencia; entonces, es a la conciencia a la que se atribuye toda la consistencia de la realidad, de la entidad. Luego, cualquier otra cosa, para tener consistencia real, no podrá ser más que modificación o producto de la conciencia misma. Entonces, en efecto, no hay lugar alguno para algo que sea absolutamente independiente de la propia conciencia. Todo es conciencia que se afirma a sí misma con libertad pura. No hay pues lugar para Dios –que es el Santo, el ser separado, el Creador-, y además se pierde, con el ser, la originalidad del hombre, como ya señalé antes.

El tomismo hoy

-¿Cuál es realmente, a grandes rasgos, la situación actual del tomismo?
A esta pregunta podría darse una contestación inmediata, y un poco ingenua. Es decir, considerar la situación actual del tomismo como el punto al que ha llegado después de un florido período de desarrollo, que comienza con la encíclica “Aeterni Patris” de León XIII el 4 de agosto de 1879, hasta el Concilio vaticano II. Pero luego ha venido lo que está sucediendo después del Concilio. Por lo que se refiere a ese primer momento –este primer siglo-, la renovación del tomismo está fuera de duda. Las declaraciones de los sumos Pontífices, desde el punto de vista del Magisterio, y las contribuciones notabilísimas de los últimos estudios critico- históricos, han lleva al convencimiento, a la certeza, de la originalidad de santo Tomás, de un modo como nunca había verificado en los siete siglos precedentes. Se ha puesto de relieve mejor que nunca la neta separación de la metafísica de Santo Tomás respecto a las otras escuelas o familias doctrinales, como la familia agustiniana, la familia franciscana, la misma corriente jesuítica iniciada sobre todo con la segunda escolástica.
Para señalar sólo un punto concreto de ese redescubrimiento de la originalidad de Santo Tomás, citaré el caso de lo que es el núcleo central de su metafísica; la distinción real entre “esencia” y “acto de ser”, que en el tomismo de escuela prácticamente se había perdido, al cambiar el par esencia-ser por el de esencia-existencia, como en el suarecismo, como en el scotismo. Con esa pérdida del ser –sustituido por el mero hecho de existir -o existencia-, ya no había ninguna distinción de fondo entre Santo Tomás y las diversas corrientes escolásticas. Y precisamente el redescubrimiento del ser como acto –esse, actus essendi- coloca al tomismo actual en una situación profundamente mejor que en los siglos precedentes.
Después de esta respuesta, digamos, ingenua creo que la pregunta queda aún por contestar. La situación actual del tomismo es difícil de valorar, en cuanto que la gran divulgación, también en el campo católico, se ocupa casi exclusivamente de cuestiones, surgidas después del Concilio Vaticano II. En realidad, el Vaticano II – por primera vez en un concilio- ha indicado a Santo Tomás como maestro de la investigación teológica, pero de esto no se ha hablado para nada en el postconcilio. En realidad en estos años ya se ha hecho algo, sobre todo en el ámbito de las Universidades civiles. Recuerdo con particular agrado el Congreso de la American Philosophical Association celebrado en Denver (Colorado) en 1966. Me llamó profundamente la atención la numerosísima participación de profesores laicos y su franca adhesión al tomismo. Sin ánimo de ofender a nadie, debo decir que en esa ocasión hubo oscilaciones y afirmaciones muy discutibles acerca de Tomás de Aquino: y todas provenían de ciertos sectores eclesiásticos, no de los laicos que se remitían a un Tomás de Aquino directamente estudiado con seriedad, sin el peso embarazoso de escuelas y tradiciones y sin particulares intereses históricos que defender. Pero de esto, y de otras realidades semejantes, la divulgación no se ocupa.
Por tanto, y para concluir, diría que el tomismo actual bajo cierto aspecto –como tarea, como instancia- se encuentra en condiciones incluso mejores que en otras épocas. Pero, en realidad, todavía se está esperando la buena ocasión – ojalá lo sea este séptimo centenario de la muerte de Santo Tomás- para que sea realizada, actuada, la recomendación del Concilio.

El ser

-Se ha referido usted al redescubrimiento del ser, en la filosofía de santo Tomás, ¿podría indicarnos en qué radica la originalidad y la importancia filosófica y teológica de la concepción tomista sobre el ser?

La originalidad de la concepción tomista genuina sobre el ser se deriva de aquella intuición de Tomás de Aquino, a la que antes me refería, que supo descubrir en el aristotelismo exigencias platónicas, y en el neoplatonismo exigencias aristotélicas. Concretamente, Tomás de Aquino supera la relación, o tensión, aristotélica entre acto y potencia, de modo que el acto no es intrínsecamente informante – como para Aristóteles- , sino que el acto es constitutivo de sí mismo, de su emergencia sobre cualquier potencia. Y he aquí la conquista de S. Tomás: mientras toda forma, en cuanto forma, remite a un sujeto al que informa, en cambio, el acto de ser –que es acto de todos los actos y forma de todas las formas- informa los actos, no las potencias; las potencias son informadas por las formas – actos formales-, y las formas –también la forma angélica y las del alma—en cuanto formas son a su vez potencia respecto al acto de ser. Y éste es el descubrimiento que anticipa la instancia moderna de que el acto no puede ser más que acto, y que la libertad –en cierto modo- no puede fundarse más que en sí misma, en cuanto que la voluntad misma es el principio que mueve la actividad de toda la persona, también de la inteligencia.
Es sabido que, dentro del pensamiento moderno, es sobre todo Heidegger, quien ha intentado una recuperación del ser. El ser de Heidegger, en efecto, como ya el ser de Tomás de Aquino, no es ni fenómeno, ni noumeno, ni substancia, ni accidente: es acto, simplemente. Pero mientras el ser heideggeriano es puesto en el fluir del tiempo por la conciencia humana, el ser de Tomás de Aquino expresa la plenitud del acto por esencia (Dios) o que reposa en el fondo y raíz de todo ente, como la energía primordial participada que lo constituye a partir de la nada.
La importancia filosófica y teológica de este redescubrimiento del ser es imponente. No es posible aquí desarrollar ni siquiera sumariamente los diversos aspectos de esa importancia, porque fuera del ser no hay nada: el ser lo abarca todo. Por enumerar sólo algunos ejemplos, piénsese en ese estar de Dios en el mundo, en cada criatura: el ser como actus essendi participado es lo que permite descubrir que la fórmula tomista, “per essentiam, per potentiam, per praesentiam” expresa en su vértice supremo, con la suprema quietud del absoluto penetrado en lo finito, la suprema dependencia que lo finito tiene de lo Infinito. Considérese también la consistencia de lo real: el esse es el acto, sin añadidura; en las cosas finitas, en la naturaleza y en el alma. El esse es el acto actuante y, por tanto, el siempre presente y presentificante: mientras la presencia del presente heideggerana es una denominación fenomenológica, el esse tomista es el singular y propio acto metafísico de toda concreción. Las implicaciones teológicas de esto, y de otros muchos aspectos, son patentes. Baste recordar, por ejemplo, la teología del misterio de Cristo, en la que S. Tomás alcanza una profundidad admirable por medio de la consideración de la unidad del ser en Cristo, y así la unicidad divina de su Persona.

En el Concilio Vaticano II


-Antes dijo que ojalá el séptimo centenario de la muerte de S. Tomás fuese esa "buena ocasión" para poner en práctica la recomendación del Concilio Vaticano II de tener al Santo como maestro de la investigación teológica. ¿Qué desearía usted para una digna conmemoración de este centenario?

Deseo lo que desea la misma Iglesia; lo que desean todos los que buscan la verdad. Son mucho hoy día los que andan buscando una orientación en la Iglesia, en medio de este entrecruzarse de opiniones contrastantes, de conflictos, tanto en el campo dogmático como – sobre todo- en el terreno moral, y también en el filosófico. En ciertos momentos se tiene la impresión de que no hay ninguna diferencia entre lo que se ha llamado filosofía cristiana y el pensamiento de cualquier corriente contemporánea. Este es el problema profundo, un problema de estructura de pensamiento; y tengo la impresión de que muchos de los que hoy escriben de filosofía y teología lo tienen poco en cuenta. El problema no es que de una parte exista la filosofía y de otra parte exista la teología: existe una tarea de la filosofía, que es distinta de la tarea de la teología; pero la persona humana es una, es completa, de modo que la orientación de la teología está condicionada por la orientación de la filosofía. No se trata de escoger a priori una filosofía, de acuerdo con la teología que se haya elegido, porque entonces el círculo es vicioso: hay que buscar la verdad, y esta se funda en el ser. He ahí entonces la importancia de estudiar los grandes clásicos del pensamiento, y seguir el curso real de la humana adquisición de la verdad. Hay que estudiar directamente en las fuentes, y no proceder – como con frecuencia se oye- con generalidades. : "la filosofía moderna ha dicho…", "la filosofía moderna ha demostrado…","la filosofía moderna…": no existe una filosofía moderna en abstracto, y como si fuese el pensamiento de un universal "hombre de hoy". No hay que contentarse con frases genéricas: "la escolástica ha dicho…","la teología ha dicho…": hay muchas corrientes entre los escolásticos, y no se puede ni siquiera decir "el tomismo dice, enseña…", porque, como decía al principio, el tomismo de escuela no responde siempre a las posiciones auténticas de S. Tomás.
Antes que en celebraciones festivas, una digna de conmemoración del centenario debería ser ocasión para una renovación de la seriedad científica del trabajo filosófico y teológico en la Iglesia.
Me refería antes al redescubrimiento del ser. En esa línea debería ir esa renovación del estudio. Y otro tanto se podría decir – y en esto la investigación debe profundizar más aún- por lo que se refiere al tema de la libertad. En S. Tomás se encuentran expresiones que a veces dejan un poco en suspenso, como cuando dice que la bienaventuranza consiste en la voluntad “secundum quid” y en el intelecto “simpliciter”; es decir, como si pusiese como función primaria el conocimiento, y como función secundaria el amor, la caridad. En realidad, el mismo Tomás de Aquino, en otros contextos, integra esa legítima concepción aritotélica, en el sentido de afirmar que la Causa primera es el Bien, que es el objeto de la voluntad. Después, afirma categóricamente que la voluntad es la facultad de toda la persona, por tanto que mueve todas las acciones de la persona, también a la inteligencia: es “facultas personae”. Y después, sobre todo, que la virtud de la caridad –el amor mismo en el orden natural, la caridad en el mundo sobrenatural- es el primer motor de la vida del espíritu. He aquí un punto que el tomismo debería profundizar, y desde esta perspectiva debería ser avistado, afrontando, el mundo contemporáneo. Pero no pasándose con armas y equipajes a los principios del pensamiento moderno, que ha desintegrado la conciencia humana – y vivimos ahora en esa desintegración -, sino haciendo converger esta instancia de salvación en la libertad hacia el interior de la originalidad del espíritu humano, que Santo Tomás ha sabido afirmar mejor que nadie; quizá más que el mismo San Agustín –a pesar de lo que muchos creen-, más que Kant y más que Hegel.

Para terminar, diría que –como he escrito más de una vez- no se trata de remozar un tomismo de frases hechas, de fórmulas que simplemente se repiten, sino de un tomismo esencial, de profundización en los principios, y por eso dinámico y abierto a todas las aspiraciones y problemas válidos de cualquier tiempo. En los siete siglos que nos separan de la muerte de Actualidad del pensamiento de Tomás de aquino –defensor intrépido del valor del conocimiento y de la dignidad del espíritu humano-, el mundo ha cambiado varias veces de figura exterior e interior, y ahora atraviesa sin duda una de las transformaciones más decisivas de la historia. Es necesario afrontar esta época con una altísima idea de la dignidad de cada hombre y con una firme convicción de las posibilidades de su mente, que tiene como tarea fundamental el descubrir en la naturaleza los signos de la inteligencia divina, y de reconocer en la historia las fases del plan divino de salvación por la redención del pecado y la victoria sobre la muerte.

sábado, 9 de febrero de 2008

Conciencia y libertad

Me ha parecedo muy bueno el último libro de la Dra. Jutta Burggraf, titulado “Libertad vivida con la fuerza de la fe”. Trata, con la claridad que es habitual en la autora, un tema difícil e importante: la conciencia y autonomía de la persona. Recomiendo vivamente su lectura y copio unos fragmentos dedicados a la conciencia.


La voz de Dios en nosotros se llama tradicionalmente «conciencia». El término viene del latín y no significa nada menos que «saber con» Dios: saber con Dios lo que tengo que hacer en cada momento concreto para realizar su proyecto sobre mí. Es una participación en la misma sabiduría divina.

La conciencia da una extraordinaria dignidad al hombre. Es como el hilo directo -el «teléfono rojo»- que cada uno de nosotros tiene con Dios y que vale más que cualquier mandato o consejo que podamos recibir de otras personas. La conciencia es «el primero de todos los vicarios de Cristo» (Catecismo de la Iglesia, 1778). ¿Quién podría atreverse a afirmar que sus palabras sean más importantes que lo que Dios me dice directamente?

Nos encontramos en el núcleo del corazón humano, que para muchos pensadores es lo más grande que hay en el mundo bajo las estrellas. «En la conciencia, el hombre queda a solas con lo mejor o peor de sí mismo, y a través cíe la conciencia... queda sobre todo a solas con Dios.» A través de la conciencia -esto es, a través de nuestros pensamientos y sentimientos más íntimos-, Dios nos habla, nos instruye y enseña a vivir en consonancia con nuestro auténtico ser. Si escuchamos su voz y estamos dispuestos a seguirla, no disminuyen ni nuestra creatividad como tampoco la ingeniosidad. Todo lo contrario, es entonces, cuando somos realmente «originales», tal como nadie ni antes ni después jamás ha existido, ni existirá. Dios te comunica otras cosas a ti que a mí. Cada uno es un «hijo único» para Él. Por esto, cada uno puede enriquecer a los demás, pues tiene algo que los otros no tienen, y todos podemos aprender de todas y cada una de las personas que nos rodean.

Seguir la conciencia

Cada hombre debe obrar en armonía con lo que le dice su conciencia. Dios le infunde una luz en la inteligencia y -si no la apaga voluntariamente- está capacitado para hacer el bien sin necesitar, en un primer momento, una ayuda especial de lo exterior. Es más, no debe seguir los consejos de otras personas, cuando éstos contradicen lo que considera bueno en lo más profundo de su corazón.

La vida moral se basa, pues, en el principio de una «justa autonomía» del hombre, que posee en sí mismo la ley, recibida del Creador, y es sujeto personal de lo que hace. Tiene obligación de seguir fielmente los dictámenes de su conciencia, tal como lo hizo -de un modo extraordinariamente ejemplar- el cardenal Newman, que podía afirmar al final de su larga vida: «Nunca he pecado contra la luz.»

Sólo actuando así, el hombre se unirá a Dios y a los planes sobre su propia vida. Por tanto, nadie le puede forzar a obrar en contra de sus convicciones. Ni tampoco se le debe impedir que obre según ellas. Visto desde otra perspectiva, nadie debe cargar sobre otros la responsabilidad de su propia actuación. Si lo hiciera, perdería la dignidad de ser un «hijo libre» y se convertiría en un «esclavo» que pertenece a su dueño. «El que actúa espontáneamente, actúa libremente. Pero el que recibe el impulso de otro, no actúa libremente.» (Tomás de Aquino) Se ha convertido ya en una noticia común el hecho de que los funcionarios de regímenes políticos, cuando son llevados a juicio, justifican homicidios, torturas, saqueos y otros crímenes con la excusa de haber obedecido a los mandatos de sus superiores.

En la vida cotidiana, deberíamos acostumbrarnos a actuar por convicciones, no por convenciones. No debemos consentir que otros nos lleven hacia donde no queremos ir, o que el ambiente nos seduzca a obrar sin pensar. «Con razón se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta, cuando puede discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un juicio propio.» (Juan Pablo II)

Formar la conciencia

Una persona sólo puede seguir una verdad que ha comprendido. No puede hacer cosas que considera absurdas o nocivas, al menos no puede hacerlo durante largo tiempo sin volverse desgraciada. Esto vale incluso para la práctica de la religión. Santo Tomás advierte con prudencia: «Aquel que evita el mal, no porque es un mal, sino porque es un precepto del Señor, no es libre. Por el contrario, el que evita el mal porque es un mal, ése es libre... Es libre no en el sentido de que no esté sometido a la ley divina, sino porque su dinamismo interior le lleva a hacer lo que prescribe la ley divina.» Mientras un adolescente no sabe lo que es la Santa Misa, el precepto dominical le parecerá un pesado formalismo, que quizás evita no cumplir por un confuso sentimiento de deber o simplemente por presiones familiares. Si, en cambio, comprende y acoge con fe el sentido de la celebración litúrgica, acude con alegría a la Misa, y no sólo los domingos.

Tenemos que seguir siempre el dictamen de la conciencia, aunque sea equivocado, como si nos dijera que no es lícito comer carne de cerdo o ir al teatro o bailar.'
Si actuamos en contra de lo que nos dice, nos corrompemos, aún en el caso en que, objetivamente, no hagamos ningún mal, como cuando comemos cerdo, bailamos o acudimos al teatro.

Aquí se manifiesta que la conciencia, aunque sea para nosotros «el primero de todos los vicarios de Cristo», no es la última instancia que determina la bondad o maldad de nuestras actuaciones. Efectivamente, la conciencia tiene una «autonomía relativa», puesto que está ordenada hacia la plena verdad y «en relación» con ella.

Por tanto, tenemos el grave deber de formar la conciencia, porque su función no consiste en crear, sino en encontrar la verdad y los valores. Sólo si rezamos, si estudiamos y contemplamos la ley divina, permanecemos en contacto íntimo con Dios. En otro caso, no es posible distinguir las palabras que Dios quiere comunicarnos, de la voz de nuestro egoísmo y de nuestro orgullo.

La conciencia puede estar deformada en dos sentidos: puede ser superficial y embotada; o puede ser miedosa y escrupulosa, viendo deberes donde no los hay y exagerando las exigencias sin medida. En el primer caso, no se oye la voz de Dios, sino sólo los ruidos producidos por uno mismo o por los demás. El ejemplo típico es un señor burócrata que se limita a ser la longa manus de sus jefes: su conciencia está completamente «limpia»: nunca la ha usado. Puede ser sumamente diligente y eficaz, pero vive una vida infrahumana. La libertad no se hizo para los pusilánimes que tiemblan ante su enorme responsabilidad, y nunca osan formarse un juicio propio.

En el otro extremo, se encuentran algunas personas que sufren continuamente «sentimientos de culpa» por actuaciones que, objetivamente, no son malas. Sus sentimientos no señalan una culpa verdadera, sino que muestran más bien una falta de claridad en su modo de entender los preceptos. Se acusan, por ejemplo, de «faltas de caridad» cuando ven defectos en los demás...

Con respecto a la conciencia no vale la sentencia: «cuanto más severa, tanto mejor», sino más bien aquella otra: «cuanto más verdadera, tanto mejor». Lo que importa, es la conexión con Dios, que nos otorga la claridad interior que necesitamos. No sólo nos amonesta y nos conduce a evitar lo prohibido, sino sobre todo nos anima a hacer lo pedido y a emprender grandes cosas.

jueves, 7 de febrero de 2008

Mejor evitar riesgos

La educación de la sexualidad en los más jóvenes encierra, con frecuencia, peligrosas contradicciones. Algunos estudios recientes parecen demostrar que la educación basada solo en la abstinencia no funciona. Pero, igual que en las campañas contra el tabaco o la violencia de género, esto solo significa que hay que hacerlo mejor, no abandonar los esfuerzos. El autor de este artículo es Jokin de Irala, Doctor en Salud Pública por la Universidad de Massachusetts.

Los adolescentes pueden vivir peligrosamente, y, en la actualidad, la sociedad les brinda muchas oportunidades para hacerlo. Como consecuencia, nos encontramos ante una ola de borracheras juveniles, enfermedades mentales inducidas por drogas, e infecciones de transmisión sexual, por mencionar solamente tres de los excesos a los que los jóvenes pueden verse involucrados.

El gobierno está intensificando sus esfuerzos para educar a los jóvenes en lo referente a los daños derivados del consumo de alcohol y de cocaína. Dado que, cuanto más joven se empieza con el abuso de substancias, mayor es el daño, la mejor elección para los adolescentes es, claramente, no ingerir alcohol ni fumar ni consumir ningún otro tipo de drogas.

Pero ¿qué sucede con el sexo? ¿Es la abstinencia la mejor elección para los adolescentes, y deberíamos hacer todo lo posible por persuadirles de que se abstengan de la experimentación sexual? ¿O es una meta inalcanzable para la mayoría de los jóvenes, basada en ideales sobre el amor y el sexo que son simplemente un residuo de épocas pasadas? ¿Hacemos todo lo posible cuando decimos que “está bien no mantener relaciones sexuales”, y, luego, nos pasamos el día explicando a los chavales cómo protegerse si lo hacen?

Dos modos de enfocar la educación
Estas cuestiones reflejan dos modos de enfocar la educación de los más jóvenes sobre el sexo que, actualmente, parecen estar en conflicto frontal, sobre todo en Estados Unidos, donde el futuro de la financiación gubernamental para los programas de ‘sólo abstinencia’ pende de un hilo.

Como consecuencia, las conclusiones de las investigaciones del entorno, muy politizadas, pueden ser críticas. Dos estudios publicados recientemente sobre el programa de ‘sólo abstinencia’ en Estados Unidos han dado lugar a una serie de titulares que manifiestan que “la educación en la abstinencia no funciona”. El más reciente de los dos, publicado en la influyente revista British Medical Journal, es el realizado por un grupo de investigadores de la Universidad de Oxford, que revisaron 13 estudios científicos en los que se valoraban los programas de abstinencia. Estos investigadores llegaron a la conclusión de que dichos programas “no eran eficaces”.

Los educadores en la abstinencia no deberían desanimarse ante tales resultados. Lo que Kristen Underhill y sus colegas hicieron fue buscar estudios que tratasen sobre el tema de la prevención de la infección por VIH –el punto fundamental en la educación sexual–, y que estuvieran, más o menos, bien diseñados. Sin embargo, dichos estudios constituían una mezcla muy heterogénea, y, aunque los investigadores realizaron un gran trabajo de síntesis del material examinado, sus conclusiones pasaron por alto problemas metodológicos muy serios.

Por ejemplo, ¿cómo comparar programas que oscilan en duración entre 1 sesión y 720 sesiones, o evaluar resultados de forma fiable cuando hay tasas de abandono del 5 al 45%? Dados estos problemas, el número total de jóvenes con los que se llevaron a cabo los estudios revisados –15.940– no tiene especial relevancia, aunque se haga referencia a dicho número para dotar de más autoridad al análisis.

¿Eficaces o no?
A pesar de estas deficiencias, sin embargo, los científicos de Oxford afirman rotundamente que “la evidencia del análisis sugiere que los programas de ‘sólo abstinencia’ que intentan prevenir la infección por VIH no son eficaces”. Y esta afirmación es corroborada por una editorial amiga en el BMJ que, con relación a los 13 estudios examinados, considera que son “notablemente consistentes” cuando sugieren que los programas de ‘sólo abstinencia’ no aumentaron ni la abstinencia sexual primaria ni la secundaria.

Incluso, los editorialistas van más allá, diciendo que: “En contraste con los programas de ‘sólo abstinencia’, aquéllos otros que promueven el uso de condones reducen enormemente el riesgo de contraer el VIH”. Y, para apoyar dicha afirmación, citan tres artículos, dos de los cuales datan de finales de los 90. El editorial termina argumentando que el dinero no debería ser gastado en programas de ‘solo abstinencia’, sino más bien en programas que promuevan el uso del condón.
Desconozco bajo qué criterios se excluyeron otros trabajos que mostraban lo contrario, antes de realizar estas afirmaciones. Por ejemplo, los resultados de un ensayo que se realizó en Uganda señalaban un aumento en las conductas de riesgo para el VIH en el grupo de intervención, donde se promovía el uso y el suministro del condón. Y DiCenso y colaboradores llevaron a cabo un meta-análisis, en el que se reflejaba que diversos programas, incluidos algunos de centros de planificación familiar, no resultaban muy eficaces ni a la hora de mejorar el uso de los anticonceptivos, ni de posponer el comienzo de relaciones sexuales, ni de evitar los embarazos imprevistos. Pero, entonces, nadie solicitó que se eliminase la financiación de los centros de planificación familiar.

A la luz de los problemas con los que se topó el equipo de Oxford, quizás habría sido más prudente decir que no había evidencia de que los 13 programas concretos de ‘sólo abstinencia’ que ellos revisaron hubiesen dado mejores resultados que las alternativas evaluadas. Esto no significa que “la promoción de la abstinencia no funciona”, que es lo que algunos medios están intentando transmitir a la gente.

Mensajes contradictorios
En cualquier caso, la verdadera cuestión no es si esos programas son eficaces o no. Lo que realmente importa es saber si nos estamos planteando las preguntas correctas con relación a estos programas. ¿Cree alguien, realmente, que es posible cambiar cualquier conducta humana con una docena de clases en la escuela si los padres, en casa, los programas de la televisión, las películas, las revistas para jóvenes, las autoridades sanitarias y educativas, y la sociedad en general, transmiten el mensaje contrario?

Pensemos en la llamada violencia de género, el sexismo, la discriminación, el fracaso escolar, la falta de ejercicio, la comida basura, el problema de la bebida y de la conducción, del tabaco y de otro tipo de drogas. ¿Cambiarían estas conductas una docena de clases impartidas en 2º y 3º de la E.S.O. si en todas partes el mensaje fuese diferente?

La pregunta para estas cuestiones es “cómo” podemos transmitir los mensajes correctos, y no “si” deberíamos transmitirlos. Si un programa cuya finalidad es prevenir la violencia de género no tiene éxito, sería un gran error concluir que “la educación contra la violencia no es eficaz”. Dado que ese programa concreto ha fallado, lo que tendríamos que pensar, más bien, es en la manera de hacerlo mejor, o, al menos, en cómo podríamos conseguir que dicho programa tuviese éxito.
No olvidemos que muchos programas anti-tabaco tienen poco éxito, y, sin embargo, nadie duda que debemos prevenir el tabaquismo en los jóvenes. ¿Esperamos, realmente, que la ‘promoción de la abstinencia’ a lo largo de unas pocas clases pueda resultar eficaz en una sociedad en la que muchos medios de comunicación están transmitiendo exactamente el mensaje contrario? La cuestión es: ¿creemos, realmente, que la abstinencia es una buena elección para nuestros jóvenes, y queremos, realmente, fomentar la abstinencia?

La educación del carácter
No soy, necesariamente, un defensor de los programas de ‘sólo abstinencia’. Al menos, no para los adolescentes mayores. Personalmente, creo que la verdad es lo mejor que podemos dar a nuestros jóvenes para ayudarles a que elijan mejor y de manera más saludable. Pero deberíamos fortalecerlos también para que puedan hacer las mejores elecciones, y, en lo que se refiere a las conductas, la educación del carácter es fundamental.

No podemos limitarnos a darles información y eslóganes; debemos ayudarles a interiorizar los buenos valores, así como a desarrollar las aptitudes, o las costumbres, que se corresponden con éstos. Y éste no es el trabajo de un programa concreto.

Siempre es mejor “evitar riesgos” que “reducir riesgos”, y los mensajes deberían adecuarse a los grupos específicos a los que van dirigidos. Existe una evidencia epidemiológica firme en favor de la estrategia de prevención ABC –Abstinencia, Basarse en la fidelidad, y uso del Condón–. La abstinencia y la monogamia mutua son mejor para evitar el riesgo, mientras que los condones pueden reducir, aunque nunca eliminar del todo, el riesgo en aquellas personas que eligen no evitar riesgos con ‘A’ y ‘B’.

Un documento de consenso publicado por The Lancet en 2004 hacía hincapié en la importancia de priorizar mensajes de llamamiento a posponer la iniciación sexual en los jóvenes, o a la vuelta a la abstinencia para los que mantenían relaciones esporádicas. En el caso de que se optase por mantener relaciones sexuales, el consenso priorizaba el mensaje de la monogamia mutua. Y, para aquellos que elegían no aceptar ‘A’ ni ‘B’, el documento señalaba que se les debía informar de que, con la opción C, se reducía el riesgo de infección, aunque nunca se eliminaba totalmente.
Los firmantes del consenso Lancet consideraban que no era acertado que las políticas de salud pública diesen el mismo tipo de prioridad a un mensaje (el uso del condón) a adolescentes que no han empezado a ser sexualmente activos y a personas que se dedicaban al comercio del sexo. Se debe transmitir toda la verdad, pero los programas llamados de ‘abstinencia plus’, porque añaden información sobre el preservativo, tienen que estar ‘centrados en la abstinencia’, y no ser solamente programas que ponen la información sobre el condón y la promoción de la abstinencia en el mismo nivel. Hay evidencias que muestran que los programas “centrados en la abstinencia’ son útiles.

Por otro lado, si la promoción del uso del condón (reducción de riesgo) no se lleva a cabo de forma cautelosa, en realidad, puede fomentar una falsa sensación de seguridad en los jóvenes, así como, paradójicamente, conducir a un aumento de las conductas de riesgo y su vulnerabilidad: por ejemplo, iniciación sexual a una edad temprana, mayor número de parejas sexuales. Este fenómeno se conoce como “compensación de riesgo”. En ningún país africano se ha conseguido reducir la incidencia del VIH con programas basados exclusivamente en la promoción del condón, mientras que aquellos países que han integrado ‘A’ y ‘B’ en programas nacionales integrales han logrado reducir la incidencia del VIH.

¿Qué queremos transmitir?
Nuestro principal problema consiste en decidir qué queremos transmitir a nuestros jóvenes. Es poco probable que un programa ayude a cambiar las conductas de riesgo, a menos que se dé información verdadera a los jóvenes, y a menos también que se les fortalezca con habilidades necesarias para la vida, como sucede a través de la educación del carácter. Pero difícilmente podremos conseguirlo si la sociedad en general, y, especialmente, las autoridades educativas y sanitarias no realizan un verdadero esfuerzo para transmitir mensajes coherentes a los grupos específicos a los que van dirigidos, ayudando, de ese modo, a que los padres puedan realizar también su tarea educativa en el hogar.

¿Estamos preparados para transmitir lo que es mejor para nuestros hijos, así como para confiar en su capacidad para tomar la decisión correcta? ¿O deberíamos decidir por ellos, de manera pesimista y condescendiente, que no pueden conseguir evitar riesgos, y que no tienen otra elección que reducir riesgos?

domingo, 3 de febrero de 2008

La dignidad de la persona humana

"Quizás una de las más vistosas debilidades de la civilización actual esté en una inadecuada visión del hombre. La nuestra es, sin duda, la época en que más se ha escrito y hablado sobre el hombre, la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo, paradójicamente, es también la época de las más hondas angustias del hombre respecto de su identidad y destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes. Cómo se explica esta paradoja? Podemos decir que es la paradoja inexorable del humanismo ateo. Es el drama del hombre amputado de una dimensión esencial de su ser -el absoluto- y puesto así frente a la peor reducción del mismo ser".
Juan Pablo II


Juan Pablo II señaló la clave del orden social que la Iglesia propone en su verdad antropológica esencial: el hombre es imagen de Dios, y por eso, irreeductible a una simple parcela de la naturaleza, o a un elemento anónimo de la ciudad humana. Es urgente proclamar al mundo esta "verdad sobre el hombre", clave del orden social, frente a instituciones y prácticas sociales que se fundan en una antropología reductiva del hombre, presentándolo como mera "unidad económica". La relación histórica entre cada doctrina sobre el hombre, cada doctrina social y cada tipo de sociedad humana es una relación evidente de siglo en siglo. Para mejor comprender la dignidad de la persona humana es preciso centrarse en una cuestón fundamental de la antropología cristiana: el hombre como imagen de Dios.


El hombre, imagen de Dios. Así lo expresa el Concilio Vaticano II: "Las Sagradas Escrituras enseñan que el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", capaz de conocer y amar a su Creador, puesto por El como señor de todas las criaturas de la tierra, para mandar en ellas y usarlas dando gloria a Dios" (Concilio Vaticano II, “Gaudium et Spes”, n. 12). Penetrando con el pensamiento el conjunto de la descripción del libro del Génesis (2,18-25), e interpretando a la luz de la verdad sobre la imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26-27), podemos comprender mejor en qué consiste el carácter personal del ser humano. Es decir, el hombre como imagen de Dios es una persona (Cfr. Juan Pablo, Laborem exercens, n. 6).

En efecto, cada hombre es imagen de Dios como criatura racional y libre. La condición radical de criatura, que afecta al hombre y al universo entero en su más íntima constitu¬ción ontológica, está en la base misma de todo orden social.

El hombre es un ser social. Dios no creó al hombre sólo: desde el primer momento los creó macho y hembra (Gen 1,27), de cuya unión hizo la primera expresión de una comunidad de personas. El hombe, es, por su propia naturaleza, un ser social, y sin las relaciones con los demás ni puede vivir, ni puede desarrollar sus cualidades. De manera que "no puede existir 'solo'; puede existir solamente como 'unidad de los dos', y, por tanto, en relación con otra persona humana. Se trata de una relación reciproca del hombre con la mujer y de la mujer con el hombre. "Ser persona a imagen y semejanza de Dios, comporta también existir en relación al otro 'yo'. Esto es preludio de la definitiva autorrevelación de Dios Uno y Trino" (Cfr. Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 7).

El hombre es un ser corpóreo. La corporeidad es constitutiva y esencial al hombre en su existencia histórica, y también, misteriosamente, en la gloria de la resurrección. En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día.

Esta certeza sitúa a la Iglesia más allá de todo "espiritualismo"; da un profundo realismo a su doctrina social, temática¬mente enfrentada a las necesidades del cuerpo humano, a los derechos y deberes que le onciernen, a los bienes materiales, etc. Es lícito, por tanto hablar de un materialismo cristia¬no, según la conocida expresión de nuestro Padre, que se opone audazmente a los materialis¬mos cerrados al espíritu (san Josemaría Escrivá, Amar al mundo apasionadamente, n. 114).

El hombre, animal racional. "El hombre no se equivoca -afirma el Concilio Vaticano II- cuando se ve superior a las cosas corporales y no se considera a sí mismo solamente como una pequeña parte de la naturaleza, o como un elemento anónimo de la ciudad humana. Gracias a su interioridad, sobrepuja al mundo de las cosas, y es capaz de llegar a esas profundidades cuando se vuelve hacia su corazón, donde le espera Dios, que sondea los corazones, y donde él mismo, bajo la mirada de Dios, decide su propia suerte. Al afirmar, por tanto, en sí mismo la espirituali¬dad e inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la realidad. Tiene razón el hombre, participante de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma que es superior al universo material" (Gaudium et spes, nn. 14-15). Son muchas las verdades sociales -económicas y políticas- que se fundan en la inmaterialidad de la inteligencia humana y en la interioridad de su conciencia. Así, por ejemplo, la primacía del sujeto humano sobre las estructuras sociales; es el hombre quien forja las instituciones.

El hombre, ser libre y dotado de conciencia moral. El atributo de la libertad sigue necesariamente a la naturaleza intelectiva del hombre. El hombre no puede orientarse hacia el bien si no es libremente. La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina del hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión, para que así busque espontáneamente a su Creador, y adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfec¬ción. Aunque la libertad ontológica del ser humano y sus libertades civiles no sean en modo alguno la misma cosa, sin embargo estas últimas tienen su fundamento radical en aquélla, y de una y otra vale el principio de que no existe libertad alguna sin su correlativa responsabilidad moral. En otros términos, es algo intrínseco al sujeto libre al estar gobernado por normas morales.

Las leyes morales -y entre ellas las que gobiernan la convivencia social- no son una imposición extrínseca ni menos una limitación de la libertad. Se confunde en nuestros días con demasiada frecuencia la libertad como pura licencia para hacer cualquier cosa; confusión que, en su amoralidad, suele ir aliada con diversas formas de positivismo jurídico, y que, al desconocer la norma moral intrínseca de nuestros actos, limita su regulación a las solas leyes positivas de la autoridad civil. Pero éstas no serían verdaderes leyes si no tuvieran como fundamento la ley moral natural.

"En lo más profundo de su conciencia decubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto y evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo" (Gaudium et spes, 16).


A causa de su dignidad personal, la criatura humana es siempre un valor en sí mismo y por sí mismo y como tal exige ser considerado y tratado. En realidad, el misterio del no se ilumina verdaderamente sino en el misterio del Verbo Encarnado. La condición del hombre como persona está tan ligada a su origen divino y semejanza con Dios, que históricamente el concepto mismo de persona ingresó por la vía de la revelación bíblica en nuestra cultura y civilización; es un concepto que lleva la indeleble señal cristiana en su origen. Esta idea aparece constantemente en los textos de los documentos del Magisterio de la Iglesia, nos limitamos a recoger un expresivo texto de Juan Pablo II en la Redemptor hominis n, 13: "Aquí se trata, por lo tanto, del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión. No se trata del hombre 'abstracto', sino real; del hombre 'concreto', 'histórico'. Se trata de 'cada' hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo, por medio de este misterio".

El hombre, única criatura que Dios ha querido por sí misma (Gaudium es Spes, 22). A estas palabras del documento conciliar, comenta Juan Pablo II: "El hombre como tal ha sido 'querido' por Dios, tal como El lo ha 'elegido' eternamente, llamado, destinado a la gracia y a la gloria, tal es precisamente 'cada' hombre, el hombre 'más concreto', el 'más real'; éste es el hombre, en toda su plenitud del misterio del que se ha hecho partícipe cada uno de los cuatro mil millones de hombres vivientes sobre nuestro planeta desde el momento en que es concebido en el seno de la madre" (Redemptor hominis, n. 13). La importancia social de esta verdad -el hombre es persona- es enorme, porque sólo desde ella se comprende plenamente el ser social del hombre, la sociedad misma, y los derechos y deberes de la persona en sociedad. Dios ha querido al hombre en sí mismo, y al mundo "para" el hombre, y al hombre "para" Sí: "Todas las cosas son vuestras (...), y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios" (1 Cor 3,21-23).

La igualdad de todos los hombres. "La dignidad personal es el bien 'más precioso' que el hombre posee, gracias al cual supera en valor a todo el mundo material. Las palabras De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si después pierdede Jesús: 'su alma?' (Mc 8,36) contienen una luminosa y estimulante afirmación antropológica: el hombre vale no por lo que 'tiene' -aunque poseyera el mundo entero!-, sino por lo que 'es'. No cuentan, por tanto, los bienes de la tierra, cuanto el bien de la persona, el bien que es la persona misma (...) La dignidad personal constitu¬ye el fundamento de la igualdad de todos los hombres entre sí" (Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 37). Y también la dignidad de la persona humana es fundamento de la participación y solidaridad de los hombres entre sí: el diálogo y la comunicación radican, en última instancia, en lo que los hombres "son", antes y mucho más que en lo que ellos "tienen". Y concluye Juan Pablo II en el mismo texto: "La dignidad personal es propiedad indestructible de todo ser humano. Es fundamental captar todo el penetrante vigor de esta afirmación, que se basa en la unicidad y en la irrepetibilidad de cada persona".

Los derechos humanos. Una última consideración. El efectivo reconoci¬miento de la dignidad personal de todo ser humano exige el respeto, la defensa y la promoción de los derechos de la persona humana. Se trata de derechos naturales, universales e inviolables. Nadie, ni la persona singular, ni el grupo, ni la autoridad, ni el Estado pueden modificarlos y mucho menos eliminarlos, porque tales derechos provienen de Dios mismo.

sábado, 2 de febrero de 2008

Hacia un sincero progreso democrático

La prisa es un elemento característico de los tiempos que nos ha tocado vivir. La prisa y el consumo marcan en gran medida la pauta de nuestro acontecer diario. Si uno necesita un traje, nada de ir al sastre, tomar medidas, etc. se va a unos grandes almacenes, elige un traje "prêt a porter" y ya está. Si se trata de comer, nada de guisos complicados, en cualquier supermercado pueden encontrarse alimentos precocinados y listo; o más fácil aún, unas hamburguesas con "ketchup" y todos contentos. Cuando se trata de tener opiniones sobre temas de actualidad, nada de leer libros gordos, que es aburridísimo, uno pincha la "tele" o abre el periódico y encuentra toda una gama de ideas "prêt a porter", unas cuantas frases hechas que quedan bastante bien y ahorran el esfuerzo de pensar. De no haber un mínimo control de calidad, nos arriesgamos a tragarnos hamburguesas con carne de canguro canceroso o argumentos elaborados con tópicos de la más baja calidad.

Quisiera advertir aquí del peligro que supone la actual puesta en circulación -en el mercado de las ideas- de algunos razonamientos adulterados. Veamos una muestra tomada del pensamiento laicista; se dice una y otra vez: "en una sociedad pluralista como la nuestra es inadmisible y antidemocrático pretender imponer las propias convicciones a los demás, por lo tanto no se puede legislar según las normas de la moral católica". Ciertamente, estamos en una sociedad plural y democrática, y es lógico que puedan surgir discrepancias: unos sostienen normas o principios éticos relacionados con sus creencias religiosas mientras, que otros, por no compartir esas convicciones, pueden defender lo contrario. Hasta aquí todos de acuerdo, ahora bien ¿cómo solventar esta discrepancia? En un sistema democrático es evidente que hemos de descartar la imposición violenta de un bando, pero atención, porque aquí es donde se descubre el fraude de esta argumentación.

"Como no se puede imponer a nadie -dirán los laicistas- una creencia religiosa, busquemos una solución neutral, legislemos abstrayendo de toda posición religiosa". He aquí el truco: curiosamente, la solución "neutral" viene a coincidir con la opinión de uno de los bandos en litigio. Es como si dijéramos: usted propone que ciertos principios acordes con su fe han de inspirar la vida social, y yo sostengo unos principios contrarios a los suyos. Como no podemos ponernos de acuerdo, prescindamos de sus principios y no nos peleemos más.

Evidentemente, los creyentes no tienen por qué aceptar semejante "pluralismo trucado" en virtud del cual se les da por perdedores antes de empezar a jugar. ¿Acaso es menos ciudadano alguien por el hecho de tener convicciones cristianas? Y si no es menos ciudadano ¿Por qué ha de tener menos derecho a influir en la configuración de la sociedad en la que vive? Tienen razón quienes sospechan de un planteamiento que sólo funciona para negar a los cristianos el derecho de afirmar sus propios valores o sus propias tradiciones, mientras que permite al no creyente conservar arbitrariamente y sin necesidad de justificación alguna su propia postura, en una especie de "cara, yo gano; cruz, usted pierde".

La confusión engendra confusión, y así, partiendo de este sofisma, se llega a afirmaciones tan sorprendentes como las de aquellos que dicen: "personalmente estoy en contra del aborto, pero me parece antidemocrático imponer mis convicciones a quienes no piensan así". Resulta tan sorprendente como afirmar “personalmente estoy en contra de la injusticia pero no haré nada por implantar la justicia en el mundo” ¿Puede uno considerarse más demócrata al pensar de este modo? Semejante actitud no es muestra de talante democrático, lo que evidencia es debilidad de las propias convicciones. Siempre que emplee medios lícitos puedo y debo luchar por implantar la justicia a mi alrededor ¿acaso se puede tachar de antidemocrática la actitud de los ecologistas que luchan por lograr una legislación severa contra aquellas industrias altamente contaminantes? ¿sería más acorde con la sociedad democrática no querer imponer esas ideas a los demás y aceptar pacíficamente el hecho de que muchas y poderosas industrias contaminen?

Un precedente significativo lo tenemos en el siglo pasado con respecto a la polémica sobre la esclavitud. Estados Unidos, 1857, el juez Roger B. Taney firmaba una sentencia con la que se ratificó y extendió la esclavitud. Sin embargo se daba la circunstancia curiosa de que el propio Taney estaba en contra de la esclavitud y de hecho había liberado años antes a sus propios esclavos. Personalmente estaba en contra de la esclavitud, pero no quería imponer sus puntos de vista a otras personas. Su decisión pasó a la historia como una de las más desafortunadas del siglo XIX. Las convicciones firmes y los valores verdaderos nunca serán un peligro para la sociedad democrática, sino la garantía de un auténtico progreso.