sábado, 8 de marzo de 2008

Grandes pensadores: Descartes

Descartes no se propone dudar realmente de todo, cosa que es imposible prácticamente, sino obrar como si dudase de todo, dudar universalmente por método

La época renacentista es, en el orden del pensamiento, una época de crisis y de reacción, en la que se debaten fuertes impulsos antiescolásticos. En el campo de la filosofía se registran sólo escuelas de fondo literario, en las que se restaura y cultiva el Platón y el Aristóteles originales, con su propio espíritu. El hombre moderno necesitaba, sin embargo, apoyar los pies en una concepción del Universo que sustituyera, como una fe humana o divina, al aristotelismo cristiano, que dos siglos de crítica y escepticismo habían desplazado del aprecio de los hombres. Pero el primer gran filósofo constructivo de la Edad Moderna no aparece hasta principios del siglo XVII con la figura del francés Renato Descartes. El recogerá en su concepción el espíritu ambiental, y sentará las bases de la nueva mentalidad racionalista.

La figura de Descartes (1596-1650) simboliza la del filósofo moderno por oposición al medieval. No se trata ya de un clérigo, sino de un noble dedicado a las armas y a las letras; tampoco escribe solamente en latín, sino que inicia el uso para fines científicos de su lengua nativa, el francés, que utilizaba con particular elegancia. Descartes fue un espíritu universal, en el que se compendia toda su época. Estudió en el mejor colegio de Francia de su tiempo, el de la Fleche, regentado por los jesuitas, donde entró en contacto con la ciencia y la filosofía todavía oficiales y al uso, de corte aristotélico y escolástico; conoció toda la matemática y la física de su época, en cuyos dominios es también una primera figura de la historia; viajó por Europa, tomando parte bajo distintas banderas en las guerras de religión. A los treinta y dos años todo el mundo de conocimientos, de ideas y de ambientes de su época gravitaban sobre su mente. A esta edad decidió retirarse a la soledad para meditar serenamente sobre aquel complejísimo mundo cultural al que no veía unidad, ni base, ni sentido.

En este momento, la vida de su espíritu es una imagen de la atormentada crisis del Renacimiento. Descartes, que conoce la ciencia de su época, la escolástica de sus maestros y la cultura antigua entonces en boga, carece, sin embargo, de sistema sus ideas pugnan unas con otras; desconfía de todo, y no puede encontrar un punto firme, un cimiento seguro, en donde sustentar un principio y construir. Entonces decide meditar sincera, serenamente, en la soledad de su propio diálogo interior. Es preciso poner orden y empezar por el principio. Cuando a un hombre le empiezan a fallar todos los negocios y empresas que creía sólidos y en los que asentaba su vida, y llega a desconfiar de los amigos o consejeros que le rodean, delibera consigo mismo, busca un algo que le aparezca indudable por humilde que sea, y a partir de ello emprende un nuevo camino, duro quizá, pero seguro, diáfano y asentado en tierra firme.

Descartes quiere hacer lo mismo con el medio cultural en que se halla envuelto y para ello sienta el principio de desconfiar de todo, de partir de una duda universal. Es frecuente interpretar que Descartes hace con esto una profesión de escepticismo, pero nada más alejado de la realidad, porque ni la duda cartesiana es escéptica ni lo es su intención, que, antes bien, se dirige, precisamente, a salvar al hombre del escepticismo que le amenaza. La duda que propugna Descartes no es una duda real, sino metódica. Descartes busca, ante todo, un método: su obra fundamental, muy breve, se titula Discurso del Método. Método viene de las palabras griegas odos (camino) y meta (hacia): camino, dirección, que lleve rectamente hacia el fin que se pretende. El método que busca Descartes es el que le conduzca, por vía segura y con pasos firmes, hacia la construcción de una ciencia, de un saber que ofrezca a la razón las debidas garantías. Así, Descartes no se propone dudar realmente de todo, cosa que es imposible prácticamente, sino obrar como si dudase de todo, dudar universalmente por método. Es como un desposeerse momentáneamente de toda adhesión a cuanto la ciencia o la vida le han enseñado para ver si entre todo ese confuso y desordenado repertorio de cosas hay, al menos, algo que se salve de cualquier posibilidad de duda y sobre lo que poder construir después el edificio del saber. «Arquímedes -dice Descartes- para levantar la tierra y transportarla a otro lugar pedía solamente un punto de apoyo firme e inmóvil; también yo podré concebir grandes esperanzas sólo si tengo la fortuna de hallar una cosa que sea cierta e indudable.»

Todo aparece dudoso a Descartes en algún aspecto: los sentidos nos engañan muchas veces; aunque así no fuera, tampoco poseemos un criterio para distinguir la realidad del sueño, porque cuando soñamos también creemos en la realidad de lo que vemos... Sin embargo, se detiene Descartes ante una proposición en la que no ve posibilidad de ataque ni aun para los más refinados argumentos de los escépticos. Esta proposición es su tan conocido pienso, luego existo («cogito, ergo sum»). Dudo de todo, pero al dudar estoy pensando, y si pienso, existo. Me capto a mí mismo, en la más íntima e inmediata experiencia de mi ser, como algo que piensa y, pensando, existe. En esa proposición, la existencia no se deduce del pensar por vía racional o discursiva, sino que es todo ello una intuición, un golpe de vista en que me aprehendo como un ser que existe pensando. Este será para Descartes el asidero firme, el punto de apoyo sobre el que pueda construirse el sistema del saber.

A continuación trata Descartes de descubrir lo que hace a ese principio, a diferencia de todo lo demás, inviolable a cualquier género de duda; y lo encuentra en el hecho de ser evidente. Una idea es evidente para Descartes cuando se presenta al entendimiento como clara y distinta. Clara es aquella idea que se conoce separada, bien delimitada de lo demás; distinta, aquella cuyas partes o elementos se destacan u ordenan con nitidez en su interior. Descartes encuentra, pues, la verdad básica y fundamental en una idea («cogito, ergo sum») que le aparece clara y distinta. La verdad para la filosofía anterior era una propiedad de los juicios que consistía en estar de acuerdo con la realidad exterior. Es verdad una afirmación cuando reproduce lo que es. El criterio para conocer la verdad estribaba para ella en la evidencia objetiva, esto es, en una claridad del objeto exterior que lo hace reproducible en un juicio sin temor a errar. Pero Descartes, en su duda universal metódica, había encontrado motivos para dudar de la misma existencia del mundo exterior al sujeto que piensa (cabe que todo sea sueño...). El criterio primero de verdad para asignar esta condición a aquella primera idea indudable no será, pues, su adecuación con el mundo exterior, sino una propiedad de la misma idea. Así, a partir de Descartes, el pensamiento filosófico se encierra en el sujeto, y capta el ser y la verdad en el sujeto mismo, en su propia razón, con lo que, naturalmente, se aspirará a concebir a todo el universo como racional, es decir, con la interna necesidad que caracteriza a las ideas evidentes en sí mismas.

En el Discurso del Método propone Descartes varias reglas «para bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias»; en ella se halla como en germen toda la concepción racionalista del Universo. La primera exige no admitir por verdadero más que aquello que se presente como claro y distinto, es decir, con las cualidades de la evidencia interior, racional. La segunda manda dividir cada dificultad que se examine en tantas partes como sea necesario para llegar a su resolución. Aquí se halla implicada la tendencia que reconocimos como general en el pensamiento moderno, consistente en reducir todo orden de la realidad a los inferiores o más evidentes hasta llegar a la comprensión matemática, esto es, racional o necesaria. La tercera prescribe conducir ordenadamente el pensamiento partiendo de esos objetos simples o evidentes hasta llegar al conocimiento de lo más complejo, sin salirse de esa línea de comprensión racional. La cuarta, en fin, sugiere hacer recuentos y revisiones generales para no perder de vista la estructura racional del conjunto.

Sobre el punto de apoyo indudable del pienso, luego existo, y por los cauces del método racionalista, construye Descartes después su propio sistema filosófico. Sentada la realidad del propio yo como pensante, analiza las ideas que posee en su mente y halla una -la de Dios- que posee una propiedad muy especial: me persuade por sí misma de que el ser que es su objeto existe en sí, fuera de la mente que lo concibe. La idea clara y distinta me revela que yo existo como ser pensante, pero esta idea de Dios y sólo ésta me pone en contacto con la existencia del objeto. El existir pertenece a la esencia misma de Dios: no puede concebirse a esta idea sin que su objeto exista, como no puede concebirse un hombre sin razón o un triángulo sin tres ángulos. Se trata aquí de una reviviscencia, en forma muy semejante, del argumento ontológico de San Anselmo. De la existencia de estas dos realidades -yo pensante y Dios- deduce Descartes la existencia real del mundo exterior o de las cosas. En efecto: si nuestros sentidos nos dicen que existe ese mundo de cosas ma¬teriales, en cuya realidad todo hombre cree espontáneamente, y si, además, existe Dios, ese mundo tiene realmente que existir. Lo contrario se opondría a la veracidad y bondad de Dios, autor de nuestros sentidos y de cuanto existe, que se complacería en mantenernos en un engaño irremediable y absoluto.

Demostrada así, a partir de la experiencia racional y a través de Dios, la existencia del mundo de las cosas reales, pasa Descartes a analizar la naturaleza y clases de las cosas existentes. Y ve, con la misma evidencia, que todas las cosas reales responden a las leyes y modo de ser de la materia, menos una clase de cosas: las almas, que son de una naturaleza del todo diferente. El atributo (o característica) de la materia es la extensión: todo lo que es material es extenso. El atributo de las almas es el pensamiento: todo lo que es espiritual piensa. La experiencia de su propia alma única asequible se la ha mostrado como pensante. Esto le lleva a concluir que en el mundo existen dos sustancias a las que todo se reduce: materia y espíritu, o cuerpos y almas. A ellas se añade una tercera sustancia, que es Dios. Lo que no es pensante no es alma; de aquí su extraña idea de que los animales son meros mecanismos, puramente materiales. Esas dos sustancias son radicalmente diferentes; no cabe entre ellas ningún modo de unidad: Descartes vuelve por este camino a la antigua doctrina de la unión accidental, en el hombre, de cuerpo y alma. El hombre no posee unidad sustancial: el alma vive en el cuerpo como el jinete en el caballo o como el marino en la nave. De esta radical heterogeneidad entre el ser de los cuerpos y el de las almas renacerá un viejo y arduo problema, con el que se enfrentarán los grandes filósofos discípulos de Descartes, dándole entre todos todas las soluciones posibles, que les llevarán a concepciones filosóficas bien diferentes y alejadas entre sí.

Descartes recoge todo un ambiente filosófico difuso desde la época del Renacimiento y lo encauza por un camino muy definido, que es precisamente el del racionalismo. En aquella situación de profundísima crisis espiritual busca Descartes la verdad primaria y cree hallarla en la propia experiencia interior, en el análisis de su propio pensamiento. Como consecuencia, toda la posterior elaboración filosófica deberá hacerse a imagen y por extensión de esta experiencia racional: comprender una cosa será contemplarla reducida a la claridad y distinción de las verdades racionalmente evidentes. Lo realmente importante de la filosofía cartesiana es su intento de buscar en el análisis del pensamiento interior la verdad que fundamenta el edificio del saber, y las consiguientes reglas del Discurso del Método, principios que sientan las bases de la concepción racionalista del Universo.

Podemos afirmar que con Descartes comienza un nuevo modo de pensar. La filosofía antigua y medieval partía como dato inicial de la relación primaria entre el sujeto que conoce y la cosa conocida, esto es, del momento luminoso en que el espíritu capta la rea¬lidad exterior. La filosofía moderna, en cambio, se encierra con Descartes en la experiencia interior, hace radicar la verdad fundamental en el pensamien¬to puro, en la subjetividad, prescindiendo de su correlación con el mundo exterior. Descartes mismo, y muchos filósofos después de él, pretenderán salir de los límites de la subjetividad (del interior del pensamiento) a la objetividad (al mundo exterior); pero de la cárcel de la razón es muy difícil salir una vez que se le ha otorgado la condición de realidad verdadera y básica. Así, la historia de estos esfuerzos será la historia de sus fracasos, y las distintas corrientes racionalistas irán cayendo, como veremos, en la concepción filosófica que se llama idealismo, que es la culminación del racionalismo. Idealismo es aquella teoría que niega la existencia del mundo exterior, de las cosas reales, fuera del sujeto que piensa y conoce, porque, según ella, la realidad es creación del pensamiento y sólo existe en cuanto es conocida.

Se considera a Descartes como una de las fuentes del espíritu de claridad que caracteriza a la cultura francesa. El Discurso del Método presentó al hombre moderno un nuevo acceso a la filosofía a través de ideas claras, sencillas, dominables intelectualmente. Por otro lado, abrió ante sus ojos la posibilidad de un Universo y de una ciencia que se basen en sí mismos y que por sí mismos se expliquen, es decir, que no tengan que recurrir a otra realidad (Dios) para ser concebidos. El embarcarse en esta doble empresa puede considerarse como la gran aventura intelectual de la Edad Moderna, y también su gran pecado y el origen de su tragedia final.

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