domingo, 16 de noviembre de 2008

La familia y sus fundamentos éticos

ROCCO BUTTIGLIONE expone brillantemente en la Revista Humanitas (n. 52) los fundamentos éticos y religiosos de la familia. Nos parece un tema de gran interés para todos aquellos que deseen entender la p`roblemática de nuestro mundo.


1. El corazón de cada hombre es animado por un gran deseo, fundamental, de felicidad. No sabemos con precisión qué es lo que nos hace felices, así como hay mucha incertidumbre acerca de lo que debemos hacer para ser felices. Pero estamos seguros de una cosa: y es que queremos ser felices. Este deseo de felicidad es parte constituyente de nuestra identidad: sin él, no seríamos lo que somos. En general, podemos decir que, para ser felices, queremos satisfacer nuestras necesidades. Es difícil ser felices si tenemos hambre, o tenemos sed, o sentimos frío. Santo Tomás de Aquino, un genio del sentido común, dice que la satisfacción de las necesidades del cuerpo es parte de nuestro camino hacia la felicidad. Sin embargo, es posible satisfacer todas las necesidades del cuerpo, sin por ello ser felices. Como dijo una vez el cardenal Biffi, es posible estar satisfechos y desesperados al mismo tiempo.

¿Qué más desea el hombre, tras satisfacer todas las necesidades del cuerpo? Un gran filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, hablaba del deseo de reconocimiento. El hombre es un ser hecho de manera tal que, fundamentalmente, necesita ser valioso para alguien, ser estimado y apreciado por el otro hombre. Nosotros nos vemos a nosotros mismos con los ojos del otro, y si sobre nosotros no se detiene la mirada llena de afecto de otro ser humano, no logramos vernos a nosotros mismos, no logramos estimarnos, no logramos amarnos. El Concilio Ecuménico Vaticano II expresó todo esto, y de forma mejor que Nietzsche, al declarar que «el hombre es un ser hecho de manera tal que no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás».

2. Hay una evidente diferencia entre la manera en que Nietszche habla del reconocimiento y la manera en que el Concilio Ecuménico Vaticano II habla de la entrega de sí mismo. Para Nietzsche, el más fuerte se impone sobre el más débil: para el Concilio, el reconocimiento es un don que se entrega. Trataremos de profundizar sobre esta diferencia. En su obra Fenomenología del Espíritu, Hegel nos muestra cuál es la dinámica del reconocimiento. Ésta nace del enfrentamiento entre los hombres. La rivalidad por el dominio sobre las cosas de la tierra, la competencia por imponer la voluntad del uno al otro, conducen a la lucha mortal del uno contra el otro para afirmarse a sí mismo y para someter al otro a su propio poder. Al final, uno de los dos contrincantes cede: para salvarse la vida se somete, renuncia a su libertad, acepta hacerse esclavo y reconoce al otro como a su amo. En este caso, el reconocimiento es impuesto por uno al otro con la fuerza. El reconocimiento es reconocimiento de la fuerza.

En la dinámica que describe Hegel, ciertamente hay mucha verdad. No hay que pensar en la lucha de cada uno contra todos para la afirmación de sí mismo necesariamente en términos de lucha física y muscular. En cuántas oficinas, en cuántos talleres, en cuántos colegios y universidades la vida está marcada por un enfrentamiento semejante, sostenido por el poder del dinero, de la información, de la manipulación, del chantaje, etc. Un gran filósofo francés, G. Fessard, nos proporciona otra visión de la relación original del hombre con el hombre. En el caso de Hegel, el modelo es el encuentro del guerrero con el guerrero, es la lucha entre héroes de la que brotará la distinción entre el esclavo y el amo. Para Fessard, en cambio, el encuentro arquetípico (el encuentro original, que sirve como modelo para todos los demás) es el encuentro del hombre con la mujer. Claro, es posible que la relación del hombre con la mujer se viva también de la forma tipificada por Hegel, con la lucha del esclavo y del amo. El hombre puede imponer a la mujer su fuerza física, puede usarla para satisfacer sus necesidades, puede violarla. Pero esto no se corresponde con la naturaleza de la relación entre el hombre y la mujer, y sobre todo no se corresponde con esa experiencia humana fundamental que es el enamoramiento. En El Banquete, Platón nos describe de forma inolvidable esta experiencia original. A la raíz, se da la maravilla ante la belleza. La presencia del otro nos hace descubrir una vitalidad y plenitud de la existencia que jamás hubiéramos imaginado antes. En la experiencia de un gran amor, todo es atraído hacia el campo de tensión generado por la presencia del otro y yo mismo, ante esa presencia, descubro un valor, una libertad, un sentido del humor, una capacidad de sacrificio y de trabajo que ignoraba poseer. Ante la presencia de la amada yo descubro una identidad nueva y más verdadera, que no sabía que poseía. Se puede aplicar a la persona amada una frase que la liturgia relaciona con el semblante mismo de Dios: en tu luz descubrimos la luz.

Ya no puedo definir quién soy sino en mi relación con ella. El enamoramiento (que es una forma, considerablemente más fuerte, de la experiencia más general del encuentro con el valor y del descubrimiento del valor) hace que yo ya no pueda definirme a mí mismo sino en mi relación con la persona amada. Somos el uno en la otra y el uno para la otra. Este sentimiento está vinculado estructuralmente con el deseo y la necesidad sexual. Sin embargo, la satisfacción de la necesidad no es ni puede ser la cosa más importante. No puedo ni quiero imponer mi deseo a la persona amada. Quiero obtener su amor y quiero que su deseo se encuentre con el mío. Hay un abismo entre el deseo de hacer el amor con la persona amada y el de violarla para obtener, de cualquier manera que sea, una satisfacción sexual.

La experiencia del enamoramiento y del amor atrae (dice K. Wojtyla) la sexualidad hacia la esfera de la persona e impone para su satisfacción una modalidad personalista. Aquí, la afirmación de uno mismo está vinculada con la capacidad de obtener el amor de la otra, y ello excluye en principio el uso de la violencia. La satisfacción del deseo de acuerdo con su verdadera naturaleza no conlleva la lucha, sino un proceso apasionante y difícil, el proceso que se denomina cortejo. Sólo ofreciendo desinteresadamente mi amor al otro puedo esperar obtener el suyo. Sólo la entrega de uno mismo puede solicitar para sí la entrega del otro. No por casualidad, en el Cantar de los Cantares el cortejo y, después, la mutua entrega de sí de los esposos se toma como ejemplo para explicar el amor con que Dios ama al hombre. Aquí se experimenta una paradoja: la lógica eudemonista (egoísta) de la satisfacción de la necesidad es superada por la de la entrega de sí, que es la condición para el cumplimiento del deseo. En la entrega se incluye necesariamente la disponibilidad al sacrificio. En efecto, el amor podría no ser correspondido. El amor es la única actitud justa, adecuada, ante la belleza de la persona del otro, que nos asombra y nos deslumbra en la experiencia del enamoramiento. El amor, entonces, es un deber que nadie nos impone, sino que nace desde el interior de nuestra persona. Nadie nos obliga, pero sentimos que si actuáramos de otra forma, estaríamos traicionándonos a nosotros mismos.

El amor es la actitud justa, como sea y en todo caso, ante la grandeza y la belleza de la persona humana, o, por lo menos, es éste el contenido del mandamiento cristiano del amor. Pero es obvio que la convicción de la dignidad y del derecho al amor de cada persona humana no tiene la misma evidencia emocional en las diversas experiencias de encuentro entre hombres. (Ver texto completo)

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