martes, 9 de diciembre de 2008

Sensibilidad de ruptura

Vivimos tiempos de crisis, que son siempre tiempos para plantarse cambios. En ocasiones serán simples reformas y en otros casos verdaderas rupturas con el pasado. El profesor Carlos Soria, maestro de periodistas escribía este notable ensayo que se incluye en su libro “Elogio de la intolerancia”. Provocador título que responde a una realidad, porque no podemos olvidar que hay cosas intolerables que deben cambiar.

Permitidme, antes de nada, que vuelva a formular esas preguntas que han inquietado y comprometido a los hombres de todos los tiempos. ¿Cómo va a ser el futuro? Mejor aún: ¿Qué futuro nos espera, a nosotros, a los que nos rodean, a todas las personas con las que compartimos nuestro presente? ¿Podemos hacer algo significativo en la construcción del futuro? jamás ha habido tantos futurólogos, adivinos del porvenir, indagadores de tendencias, echadores de cartas, o astrólogos encaramados en la tapia del más allá. ¿Significa todo esto que el futuro se ha hecho más permeable, o que hemos perdido el respeto al futuro porque se han intuido las leyes que rigen su construcción?

Es cierto que tanto la experiencia histórica como la memoria colectiva de los pueblos nos están permitiendo conocer algunas cosas del futuro. Por ejemplo, esto: que resulta una pasión inútil intentar conocer el futuro por la simple razón de que el futuro... no existe. En un sentido estricto, el conocimiento sólo puede estar referido al pasado, a la historia, a las huellas que el hombre ha ido dejando al caminar.

EL FUTURO ES EXORABLE
Tiene razón Schumacher cuando afirma rotundamente que el futuro está siempre haciéndose. Pero también tiene razón cuando matiza que, además, el futuro se hace principalmente con el material existente. Por eso, si tenemos un profundo conocimiento del pasado; si somos capaces de detectar el pulso y las tendencias emergentes de nuestro tiempo presente, tal vez seamos capaces de predecir algunas notas del futuro. Sólo unas notas. Sólo una predicción esbozada. Sólo un boceto desdibujado. Nunca una predicción total, ni una predicción axiomática, ni una predicción coloreada de certeza.

Ocurre así porque el futuro está entretejido de libertad. El porvenir, lo que puede existir más allá del instante presente, está vertebrado por esa fuerza misteriosa y rebelde de la libertad creadora de los hombres. El futuro no puede ser, en consecuencia, el puro inmovilismo, el no cambio. Pero también se opone al sentido común y a la libertad creadora -que siempre tiene alguna finalidad- entender el futuro en clave de cambio por el cambio, como si el puro y desnudo movimiento, sin cuestionarse ni su por qué ni su para qué, fuera en sí mismo un elemento redentor.

El futuro es siempre exorable, nunca inexorable. No es verdad que nuestro futuro -el futuro de todos- esté ya escrito. Ni sea nítido, ni sea cierto, ni seguro, para nadie, ni menos para una élite de profetas de los tiempos nuevos. El futuro no está determinado, ni es una corriente que fluye inexorablemente en el sentido que marcan unos hipotéticos signos de los tiempos. Tampoco parece cierto que la única alternativa de la sensatez sea arrojarse a la corriente determinista generada por esos signos. El futuro es suficientemente exorable como para que haya que desconfiar de todas las utopías -de todas las utopías desencarnadas- que lucen en su frontispicio la pretensión de que sólo existe un futuro, ese futuro, su futuro. No es así. El futuro termina declinándose en singular pero comienza a gestarse en plural: el futuro se hace a partir de eventuales futuros.

EL FUTURO ES TAMBIÉN LABORABLE
El futuro además de exorable es también laborable. Es decir, el futuro es de quienes lo trabajan. Como la tierra. Como la industria. Como la política. Como el amor humano. Como son laborables toda vida y todas las vidas. El futuro pertenece a todas las mujeres y todos los hombres que son capaces de abrir bien los ojos ante la realidad -una realidad al tiempo bella y cruel, atroz y justa, violenta y amorosa- y están comprometidos con la tarea de cambiar el mundo hasta donde puedan, y de cambiar a los hombres hasta donde sea posible.

Cambiar el mundo, cambiar a los hombres, es intentar hacer todas las cosas más humanas y más divinas. No sólo en los momentos ordinarios. Ni sólo en los momentos extraordinarios. Con la coherencia de dotar de sentido a todos los ámbitos de la vida humana, la esfera íntima, la esfera privada y la esfera pública. Con la serenidad indispensable para trabajar sin ese patetismo -inmaduro, infantil y estéril- de querer cambiarlo todo, en todos los sitios, y en un instante.

Dios es el Señor de la Historia. Del pasado, del presente y del futuro del mundo y de los hombres. Nada ocurre en nuestra historia personal o colectiva por puro azar, por pura casualidad, por puro accidente. Ni existe un Deus ex machina que cae del Cielo para arreglar las cosas rocambolescamente sin que los protagonistas tengan más que hacer que contemplar cómo ese Deus ex machina hace y deshace los nudos y los líos del problema.

Por duro o incómodo que pueda ser -o mejor aún, por arriesgado y aventurado que sea somos y seremos siempre responsables de nuestro destino futuro. El futuro será, en síntesis, también lo que acertemos a ser y lo que acertemos a hacer cada uno de nosotros.

¿DE DÓNDE PARTIMOS?
En términos culturales, ¿de dónde puede arrancar el futuro? ¿Cuál es el material existente para la construcción del futuro? Mi respuesta abreviada podría ser ésta: hay que construir casi todo otra vez de nuevo. Reinventar la política y la economía. Revitalizar las Universidades. Dar a las relaciones Norte-Sur, Este-Oeste, un enfoque radicalmente distinto. Redescubrir la familia pública. Desburocratizar la vida. Redimensionar todo el Estado. Replantear desde los cimientos los periódicos. Integrar mejor la vida vegetal y animal en la vida humana. Dar un empujón fuerte, hacia adelante, a toda la libertad. Ayudar a subir mucho más a los que están abajo o a los que están en el medio. Y también a los que están arriba. Reformular la idea de cultura. Oxigenar todos los rincones de la convivencia humana. Apostar más en serio por los derechos humanos. Reinstalar el sentido de la trascendencia en todas las vidas, en las existencias humildes y en las vidas de los aparentemente poderosos... Estamos en un momento apasionante y enigmático, como el cruce de muchos caminos, pero también tan impreciso que hasta carece de nombre. Sólo es capaz de decir de sí mismo algo esquemático y simple: que el tiempo presente es el tiempo que rompe y sigue a la cultura de la modernidad.

El punto de partida es, pues, el agotamiento de la cultura que ha configurado progresivamente el mundo que hemos heredado en el momento presente. Y también la oportunidad histórica –y hasta el deber- de superar ese agotamiento a partir de una nueva sensibilidad de ruptura.

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