domingo, 25 de enero de 2009

Moral social

C. S. Lewis , en el sugerente libro “Mero cristianismo” (1952), describe algunas características de lo quye entiende que debe ser la moral social cristiana. Copia algunos párrafos de este capítulo:

El cristianismo no tiene, ni pretende tener, un programa político detallado para aplicar el “haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti” a una sociedad en particular en un momento en particular. No podría tenerlo. Va dirigido a los hombres de todos los tiempos, y el programa en particular que se adecuase a un lugar o un momento no se adecuaría a otros. Cuando os dice que deis de comer al hambriento no os da clase de cocina. Cuando os dice que leáis las Escrituras no os da lecciones de griego o hebreo, y ni siquiera de gramática inglesa. Jamás fue destinado a reemplazar o a imponerse sobre las artes o las ciencias humanas en general: se parece más a un director que las pondrá a todas a trabajar en sus funciones adecuadas, y a una fuente de energía que les dará a todas nueva vida sólo con que se pongan a su disposición.

La gente dice: «La Iglesia debería darnos una pauta.» Eso es verdad si lo dicen de la manera acertada, y falso si lo dicen de la manera equivocada. Por iglesia deberían querer decir el cuerpo entero de los cristianos practicantes. Y cuando dicen que la Iglesia debería darnos una pauta, deberían querer decir que algunos cristianos -aquellos que posean el talento adecuado- deberían ser economistas y hombres de estado, y que todos los economistas y hombres de estado deberían ser cristianos, y que todos sus esfuerzos en política o economía deberían estar dirigidos a poner en práctica el «Haz a los demás lo que quieres que te hagan a ti». Si eso ocurriera, y si nosotros estuviéramos realmente preparados para aceptarlo, encontraríamos la solución cristiana a nuestros problemas sociales con considerable rapidez. Pero, naturalmente, cuando piden una pauta por parte de la Iglesia, la mayoría de las personas se refiere a que sea el clero el que proponga un programa político. Y eso es absurdo. El clero está compuesto por esas personas en particular dentro de la Iglesia que han sido especialmente preparadas y señaladas para cuidar de lo que nos concierne como criatura que van a vivir para siempre: y nosotros les estamos pidiendo que hagan un trabajo enteramente diferente para el cual no han sido preparadas. El trabajo nos atañe a nosotros, los seglares. La aplicación de los principios cristianos a, digamos, los sindicatos o la educación, debe venir de los sindicalistas o educadores cristianos, del mismo modo que la literatura cristiana viene de novelistas o dramaturgos cristianos... y no de un colegio de obispos que se reúnen para escribir obras de teatro o novelas en sus ratos libres.

De todos modos, el Nuevo Testamento, sin entrar en detalles, nos da una idea bastante clara de lo que sería una sociedad enteramente cristiana. Tal vez nos dé más de lo que podamos soportar. Nos dice que no habrá parásitos: si un hombre no trabaja, no debería comer. Todos deberán trabajar con sus propias manos, y lo que es más, el trabajo de cada uno habrá de producir algo bueno: no habrá manufactura de lujos innecesarios y tampoco vana publicidad para inducirnos a que los compremos. Tampoco habrá «pavoneos», o «esnobismo», o «darse aires». En ese extremo, una sociedad cristiana sería lo que hoy llamamos «de izquierdas». Pero por otro lado el cristianismo no deja de insistir en la obediencia, una obediencia (y manifiestas señales de respeto) por parte de todos nosotros a magistrados apropiadamente escogidos, de los hijos a los padres, y (temo que esto sea muy poco popular) de las mujeres a sus maridos. En tercer lugar, habrá de ser una sociedad alegre, llena de canciones y regocijo, y que contemple la preocupación o la ansiedad como cosas negativas. La cortesía es una de las virtudes cristianas; y el Nuevo Testamento detesta a los que llama «chismosos» (…)

Y ahora algo más. Hay un consejo que nos han dado los antiguos paganos griegos, y los judíos del Antiguo Testamento, y los grandes maestros cristianos de la Edad Media, que los sistemas económicos modernos han desobedecido completamente. Todos estos grupos nos han dicho que no prestemos dinero cobrando intereses, y prestar dinero cobrando intereses -lo que llamamos inversión- es la base de todo nuestro sistema económico. Bien; es posible que de esto no se siga necesariamente que estamos equivocados. Algunos dicen que cuando Moisés y Aristóteles y los cristianos acordaron prohibir el interés (o la «usura», como lo llamaban), no podían prever el mercado bursátil y sólo estaban pensando en el prestamista privado, y que, por lo tanto, no debemos preocuparnos por lo que dijeron. Esa es una cuestión sobre la que no puedo pronunciarme. No soy economista, y simplemente desconozco si el sistema de inversiones es responsable del estado en que nos encontramos o no. Aquí es donde necesitamos al economista cristiano. Pero no sería sincero si no os dijera que tres grandes civilizaciones acordaron (o eso parece a primera vista) condenar la operación en la que hemos basado nuestra vida entera.

Una cosa más y habré terminado. En el pasaje del Nuevo Testamento que dice que todos deben trabajar, se da como razón la siguiente: «para que puedan tener algo que dar a los necesitados». La caridad -el dar a los pobres- es una parte esencial de la moral cristiana: en la aterradora parábola de las ovejas y los cabritos (cfr Mt, 25) esto parece ser el eje alrededor del cual gira todo. Hoy en día algunas personas dicen que la caridad debería ser innecesaria, y que en vez de dar a los pobres deberíamos estar creando una sociedad en la que no hubiera pobres a los que darles nada. Puede que tengan razón al decir que deberíamos crear una sociedad así. Pero si alguno piensa que, en consecuencia, puede entretanto dejar de dar, ése se ha separado de hecho de toda moralidad cristiana. Yo no creo que alguien deba establecer cuánto se ha de dar. Me temo que la única norma segura es dar más de lo que podemos permitirnos. En otras palabras, si nuestros gastos en comodidades, lujos, diversiones, etc., están al mismo nivel que el de aquellos que tienen unos ingresos similares a los nuestros, probablemente estemos dando demasiado poco. Si nuestras obras de caridad no nos incomodan o no afectan demasiado a nuestro presupuesto, yo diría que son demasiado pequeñas. Tendría que haber cosas que nos gustaría hacer y que no hacemos porque el dinero que dedicamos a la caridad las excluye. Hablo ahora de «obras de caridad» en su versión ordinaria. Casos particulares de apuros económicos entre vuestros parientes, amigos, vecinos o empleado que Dios, por así decirlo, pone forzosamente ante vuestros ojos, pueden exigir mucho más: incluso hasta el punto de afectar o poner en peligro vuestra propia posición. Para muchos de nosotros el gran obstáculo que nos separa de las obras de caridad no reside en nuestra vida lujosa o en nuestro deseo de más dinero, sino en nuestro miedo... nuestro miedo a la inseguridad. Esto debe a menudo ser reconocido como una tentación. A veces también nuestro orgullo afecta a nuestra caridad: nos vemos tentados de gastar más de lo que debemos en las formas más ostentosas de la generosidad (las propinas, la hospitalidad), y menos de lo que debemos en aquellos que realmente lo necesitan.

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