miércoles, 16 de diciembre de 2009

La familia, lugar ordinario de la educación

Cardenal Carlo Caffarra en la Revista Humanitas nº25 (2002):



A veces procedemos con justicia y a veces no lo hacemos, pero si nos preguntan: “¿Y cómo te gustaría ser tratado, algunas veces con justicia y otras injustamente o siempre con justicia?”, estoy seguro de que la respuesta es “Siempre en forma justa”. Nadie desea ser tratado injustamente, ni siquiera a veces.
Decimos la verdad y no engañamos al prójimo, pero a veces puede ocurrir que mintamos y lo engañemos. No obstante, si alguien nos preguntara “¿Y tú deseas ser engañado a veces?”, estoy seguro de que nadie respondería seriamente que le gusta ser engañado o lo desea. Podría proseguirse con estos ejemplos. Estos son suficientes para llegar a hacer un extraordinario descubrimiento sobre nosotros mismos. Cada uno de nosotros sabe distinguir entre “actuar con justicia y actuar con injusticia”, entre “estar en la verdad y ser engañados”. Además de eso, cada uno de nosotros desea la justicia, la verdad. El ser humano posee la admirable capacidad de distinguir entre justicia e injusticia o verdad y error y desear una de las dos cosas, prefiriéndola a la otra.
En todo caso, el descubrimiento no se detiene en este punto: aun cuando deseemos la justicia, podemos querer tratar a otro con injusticia; aun cuando deseemos la verdad, podemos decidir engañar a otro. Así, puede producirse una “grieta” en nuestro interior entre lo que conocemos y deseamos y aquello que de hecho llevamos a cabo.
Esta “grieta” no es producto del azar, sino producto de cada uno de nosotros, es obra nuestra. El conocimiento-deseo (la justicia, la verdad...) piden a nuestra persona realizarse concretamente. Recurren a “algo” que está en nosotros. Este algo tiene un nombre y se llama libertad. Ésta se nos presenta, por consiguiente, como la capacidad de satisfacer o no el “deseo” que reside dentro de nuestra persona.
A partir de estos sencillos ejemplos tomados de nuestra experiencia cotidiana, descubrimos quiénes somos: somos un gran “deseo” (de justicia, de verdad, de amor...) cuya realización es encomendada a nuestra “libertad”. Podemos decir lo mismo de la siguiente manera: somos peregrinos hacia la beatitud movidos por nuestra libertad.
Con todo, siento que alguien se preguntará qué relación tiene todo esto con la educación. Así es: veremos en seguida que el ser humano necesita, pide ser educado, precisamente porque es “peregrino-mendigo de la beatitud”, en un peregrinaje que debe ser llevado a cabo por su libertad.
Podemos comprender esto partiendo de una de las páginas más “sugerentes” de todo el Evangelio: el encuentro de María e Isabel (cfr. Lc 1, 39-45)
Entre los millones de seres humanos que poblaban la tierra, había llegado uno que era Único, esperado por milenios: el Hijo de Dios que vino a habitar entre nosotros. Nadie había sentido su presencia: sólo su madre. Las dos mujeres se encuentran. ¿Y qué ocurre? Ese ser humano que estaba en el vientre de Isabel “exultó” porque en ese momento sintió la presencia de Dios mismo en el mundo: junto a él.
También Juan, ese niño que entró al mundo seis meses antes, había iniciado su “peregrinación hacia la beatitud”, como todo ser humano. ¿Qué le sucedió? Experimentó una Presencia que introdujo en su corazón un “sobresalto de alegría”. Y Juan nunca olvidó ese “sobresalto de alegría”. Convertido en adulto, morirá a causa de la justicia y la santidad del amor conyugal.
Intentemos ahora agrupar los elementos fundamentales de esta extraordinaria situación.
Una persona está entrando en el mundo, y hemos visto de qué “equipaje” está dotada. Y más bien quién es: un peregrino-mendigo de beatitud, confiado a su libertad. En este mundo, descubre una Presencia, la Presencia de Alguien. El descubrimiento genera en él un sobresalto de alegría: la certeza de no ser defraudado en su deseo, de que su peregrinaje no es hacia la nada. Ha podido descubrir esta Presencia porque una mujer se la ha hecho “sentir próxima”. Ahora bien, éstos son los elementos fundamentales de la “comunicación educativa”.
Un persona humana que entrando al mundo inicia su peregrinaje hacia la beatitud, pide ser “ayudada” y encuentra a otras personas.
Éstas lo hacen sentir o no lo hacen sentir una Presencia. Y en esta “comunicación”, la nueva persona consigue o bien no consigue la plena libertad de caminar.
El “punto esencial” de este acontecimiento, que es la educación, consiste en comprender debidamente qué significan las palabras “personas que lo hacen sentir/no sentir una Presencia”. Éste es, en realidad, el “corazón” de la relación educativa. Intentaré una vez más explicarme con algún ejemplo.
Todos saben que uno de los momentos más difíciles de toda nuestra vida han sido los primeros días de la misma. La dificultad consistía en encontrarse dentro de una realidad totalmente distinta a aquella en la cual vivíamos en el cuerpo materno. En una palabra: la dificultad del contacto con la realidad.
Detengámonos un momento para reflexionar en lo que significa “contacto con la realidad”, partiendo siempre de experiencias muy comunes.
Si accidentalmente pongo mi mano sobre una plancha caliente, siento un terrible dolor y de inmediato retiro la mano. He tenido un contacto con la realidad, un contacto puramente físico. El hecho está conducido, más bien dominado por el principio del placer/dolor. ¿Es el único contacto posible con la realidad?
Consideremos otro ejemplo. Nos encontramos con muchas personas. A algunas de ellas ni siquiera las conocemos y a otras las conocemos; pero en un momento dado, una de estas personas nos parece “distinta a todas las demás” y entre mil conocidos, “única e insustituible”. ¿Qué ha ocurrido? Hemos visto en esa persona “algo” que no habíamos visto en ninguna otra y nos ha hecho exclamar “¡Qué maravilla que existas!” y en definitiva “¡Qué lindo es vivir! Es la experiencia de una Presencia dentro de la realidad concreta, que nos ha hecho “sobresaltarnos de alegría”. ¿Qué significa entonces “la persona necesita-pide ser educada”? Significa: necesita-pide entrar en contacto con la realidad para sentir en la misma una Presencia que la haga “sobresaltarse de alegría”, que le dé la certeza de que vale la pena vivir, precisamente debido a esta Presencia. Educar significa introducir a la persona en la realidad de tal manera que se sienta como acogida por un Destino bueno.
De lo dicho se desprende que la educación puede ocurrir únicamente en el interior de una relación entre personas, en el interior de una “comunicación indirecta” que circula de “persona a persona”.
Existe una comunicación directa entre las personas. Cuando un profesor quiere enseñar a dividir, entrega al niño algunas reglas. Si es un buen profesor, si el niño presta atención y es algo inteligente, comprende esas reglas y ha aprendido a dividir. Ha habido una comunicación (de un saber, en este caso) y ha sido directa, en el sentido de que se han aprendido ciertos conocimientos mediante ciertos razonamientos simples. Veamos otro ejemplo.
Un joven se da cuenta muy pronto de que en su corazón tiene un profundo deseo de justicia y en el mundo muchas personas actúan injustamente, por lo cual tarde o temprano puede encontrarse en una situación en la cual debe elegir entre soportar una injusticia o cometerla para no ser víctima de ella. Y se pregunta si es mejor soportar una injusticia o cometerla, si es preferible ser engañados o engañar.

¿Cómo se puede convencer a ese joven muchacho de que es mejor soportar una injusticia que cometerla, es decir, que ser justos y estar en la verdad es, entre lo que existe, lo más precioso, bello y digno de buscarse y desearse?
Opera únicamente la confianza otorgada a la persona que lo educa y por consiguiente le entrega la propuesta según la cual en la vida es mejor dar que recibir. Es una comunicación indirecta.
Es éste el motivo por el cual el primer lugar de origen de la educación de la persona es la familia. De hecho, la misma está constituida por la relación interpersonal padres-hijos. Es una relación en la cual el hijo es acogido por sí mismo, puesto que en la familia la nueva persona es acogida en su valor puro y simple. Y así, recíprocamente, la nueva persona toma contacto con la realidad no como algo hostil, sino como acogida.
“La madre se encuentra en el principio del mundo del niño, mundo en el cual éste vive una relación simbiótica en que ni siquiera tiene conciencia de la diferencia entre él y el mundo.
“Durante toda la vida, el niño vivirá el ser de acuerdo con la temperatura emotiva originaria con la cual vivió su relación con la madre.
“El ser, el otro, el mundo se reconocerá como residencia acogedora, cargada positivamente, originaria y fundamentalmente benévola. Si no se ha otorgado esta experiencia, hay un obstáculo para la persona humana en la percepción de la verdad fundamental metafísica según la cual el ser es bien” (H.U. von Balthasar).
Nada ni nadie jamás podrán sustituir esta relación “de persona a persona” en la educación.
Nos encontramos hoy, sin embargo, en una situación que yo llamaría de “desierto educativo”.
Hemos dicho que cada uno de nosotros es “un gran deseo (de justicia, de verdad, de amor...) cuya realización se encomienda a nuestra libertad”. Tiene sentido hablar de educación precisamente porque este deseo es el hombre.
¿Y si se apaga el deseo en el corazón del hombre? ¿Qué sucede? ¿Qué ocurre con la libertad? Apagar el deseo en el hombre es algo que sucede cuando se introduce en el corazón del hombre la sospecha de que aquello que se desea no existe: que su deseo no tiene sentido porque carece de contenido. Eso ocurre cuando se afirma, cuando se enseña que no existe una verdadera distinción entre justicia e injusticia (y se actúa como si no existiera), porque puramente existen la utilidad y el interés. Eso ocurre cuando se afirma que no existe la verdad, sino únicamente opiniones. Eso ocurre cuando se afirma que no es posible amarse verdaderamente y la relación entre las personas sólo puede configurarse como coexistencia regulada por egoísmos en oposición. En este punto, el hombre se sumerge en el más puro relativismo.
¿Y qué ocurre entonces en su corazón? Se extingue o al menos se entorpece el deseo. ¿De qué es peregrino el hombre? Peregrino de la nada. Educar resulta imposible.
Las consecuencias en la libertad pueden explicarse con un ejemplo muy sencillo. Imaginemos que al coser olvidamos hacer el nudo en el hilo. ¿Qué sucede? Seguimos cosiendo... sin jamás coser.
Así, una libertad desarraigada de los verdaderos deseos del hombre, de sus “naturales inclinaciones” (Santo Tomás), es una libertad que ya no sabe hacia adónde moverse, hacia adónde ir, es decir, ya no sabe por qué elige lo que elige. Por lo tanto, todo y lo contrario merecen ser elegidos y al mismo tiempo nada merece ser elegido. La libertad se reduce a mera espontaneidad. A esto he llamado “desierto educativo”. El desierto es el lugar donde ya no hay agua y donde ya no hay caminos.

La ayuda que debe el pastor a los padres

A la luz de la anterior reflexión, es fácil comprender ahora qué debe dar un pastor de la Iglesia a los padres como ayuda en su tarea educativa: es una ayuda que se sitúa en dos niveles.
Primero: apoyar su autoridad educativa. No hay educación donde no existe autoridad educativa. ¿Qué entiendo por autoridad educativa? Educar significa introducir a una persona en la realidad. Introducir a una persona en la realidad significa ofrecerle una hipótesis para interpretar la realidad misma (el mapa geográfico que le permite moverse en la “región del ser”). Nadie ofrece lo que no tiene. Por consiguiente, no se puede educar sin estar en posesión profunda y vivida de una interpretación de la realidad, considerada la única verdadera también sobre la base de la propia experiencia. Autoridad educativa significa posesión segura y vivida de una propuesta de interpretación de lo real, que se ofrece-propone para la verificación existencial de quien es educado.
Para los padres cristianos, la única verdadera “hipótesis” interpretativa es la fe cristiana: la educación cristiana es la forma más elevada del testimonio cristiano, porque en la misma (educación) la fe se convierte en un don hecho al otro para que dicho testimonio sea generado.
La cooperación principal y fundamental que los pastores de la Iglesia deben ofrecer a los padres es la enseñanza de la verdad de la fe como clave para la interpretación de la totalidad de la vida humana.
Esta cooperación es hoy día aún más necesaria debido al “desierto educativo” sobre el cual hablaba anteriormente: los educadores inseguros parten habiendo fracasado.
Segundo: apoyar su libertad educativa. De acuerdo con la visión cristiana, la libertad es la capacidad de hacer lo que deseo haciendo lo que debo. Libertad educativa significa capacidad de educar, educando en la fe.
Entendida de esta manera, la capacidad es acechada tanto desde el interior como desde el exterior de la persona del educador.
Desde el interior: existe también en los padres la tentación permanente de rendirse ante las dificultades educativas, de carácter intrínseco en el acto educativo mismo. El pastor debe proporcionar a los padres la ayuda espiritual requerida para que sepan hacer obrar el don recibido en el sacramento del matrimonio.
Desde el exterior: la libertad educativa a menudo es desconocida o negada por la sociedad. El pastor debe defender también públicamente este derecho fundamental de la familia.
“Te amonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos” (II Tim 1,6): así escribía Pablo a su discípulo Timoteo. Esto es substancialmente aquello que los padres tienen derecho a recibir de los pastores: ser ayudados permanentemente a reavivar en sí mismos ese don de Dios que hay en ellos, el don de la capacidad de generar en sentido pleno una persona humana.

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