viernes, 13 de julio de 2012

Náufragos a la deriva


NAUFRAGOS A LA DERIVA
por José Ramón Ayllón


Vicente ALEIXANDRE
Una tarde me habló Aleixandre de su naufragio existencial. Fue en su casa de la calle Velintonia, recién rebautizada como calle de Vicente Aleixandre, porque, al ilustre vecino, ya le habían concedido el premio Nobel por sus versos. Fue una tarde intensamente azul, de un mes intensamente mayo, allá por 1983. Él era enfermo vitalicio y capitán de los poetas de la Generación del 27, conquistadores de un segundo Siglo de Oro para las letras españolas. Yo, profesor novato con media docena de alumnos que bebían las palabras del anfitrión.
Góngora, Lope, Quevedo, Lorca, Guillén, Salinas, Dámaso, Alberti... De todos hablamos un poco. Más de los pasados, por esa natural elegancia que invita a no juzgar a los vivos.
-¿Su poeta preferido?
-Uno para cada época y uno para todas las épocas: san Juan de la Cruz.

-¿Por qué Juan de Yepes?
-Por haber logrado eternizar la palabra poética.

Preguntábamos con libertad, y el poeta respondía con soltura, complacido por aquel público joven que se sentaba literalmente a sus pies. Alguien quiso saber si Aleixandre compartía visión cristiana de la vida con sus poetas predilectos. Y don Vicente aparcó un momento la sonrisa para explicarnos que le gustaría tener esa misma fe compacta y sin fisuras, y que por ello lamentaba su condición de náu- frago en un mar de dudas.
Murió un año más tarde. Y la prensa recogió el agradecimiento de su hermana al sacerdote que acudió a la última llamada del poeta. Desde entonces, siempre que pienso en Aleixandre y en nuestro encuentro de aquella tarde de primavera, me vienen a la cabeza unas palabras entrañables que tiempo atrás le había dedicado su amigo Dámaso:

Largos años hace, Vicente, que esperas -como todos- tu viaje. No tengas miedo: tú no has de sentir el choque de la bestia fría, que te derribe. Barco sobre el ancla, te bastará un pequeño impulso para empezar la gran navegación.


Dámaso ALONSO


Dime, di que me buscas.
Tengo miedo de ser náufrago solitario,

miedo de que me ignores
como al náufrago ignoran los vientos que le baten,

las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan.


Dámaso Alonso (1898-1990) es el altavoz y crítico más autorizado de la Generación del 27, la de él. Y también el filólogo español del siglo xx con más prestigio internacional. En sus versos, de enorme fuerza expresiva, aparece como un agnóstico abrumado por su propia duda. Y ese agnosticismo se alimenta del dolor humano, del silencio de Dios y de un consiguiente e insoportable sentimiento de soledad:


¿Por qué nos huyes, Dios, por qué nos huyes? Desde la entraña se elevó mi grito,
y no me respondías. Soledad absoluta. Solo. Solo.
Hombre, cárabo de tu angustia, agüero de tus días estériles, ¿Qué aúllas, can, qué gimes? ¿Se te ha perdido el amo?
No: se ha muerto.


Ya Nietzsche nos adelantó que la muerte de Dios trastornaría a los hombres más que cualquier cataclismo cósmico. ¿Qué decir del dolor? Los europeos que han vivido dos guerras mundiales, los españoles que han sufrido en sus carnes una guerra civil han llegado a pensar, como Papini, que el mundo es un infierno iluminado por la condescendencia del sol. Así resume Dámaso esa trágica experiencia:


Habíamos pasado por dos hechos de colectiva vesania, que habían quemado muchos años de nuestra vida, uno español y otro universal, y por las consecuencias de ambos. Yo escribí Hijos de la ira lleno de asco ante la estéril injusticia del mundo y la total desilusión de ser hombre.


El siglo xx con frecuencia ha visto a Dios como responsable último del mal en el mundo, al menos por no evitarlo. Esa imputación es quizá el mayor argumento contra el Dios bueno y providente de la tradición cristiana. Dámaso, sin embargo, atribuye la injusticia humana al propio ser humano:


Yo quiero ver qué brazos ahogan la justicia de Dios, qué bocas retuercen su verdad.
Si el poeta parece tener claro que Dios es justo, lo que no tiene claro es su existencia. ¿Estará Dios detrás de su silencio? Dámaso necesita la existencia de Dios para fundamentar su sed de eternidad:


Te pedí muchas veces que existieras. Hoy te pido otra vez que existas [...}
. Mi amor te ama: ¡qué existas!
Te lo pido con toda tu inmensa intensidad. Deseo esto de Ti: que el alma quede eterna

cuando se muere el cuerpo.


Con acento quevedesco, Dámaso escribe que hemos nacido para arder, para arder siempre... Muchos pensadores han visto en el deseo de inmortalidad una llamada de Dios en el corazón humano. Si la naturaleza no trabaja en vano y despierta la sed porque existe el agua para calmarla, tal vez la sed del corazón esté prevista por el Dios que puede aplacarla con una eternidad feliz...


Dije que muere el alma cuando el cuerpo se muere. Ahora, al fin, reconozco que no hay nada
que afirme mis ideas negativas.
Pero yo era ignorante, tenía sueño, no sabía
que la muerte es el único pórtico de tu inmortalidad.



Dios es un tema central de la filosofía y de la religión. Dámaso va más lejos y, en una de sus tesis más conocidas, afirma que toda poesía se mide inevitablemente con Dios:


Toda poesía es religiosa. Buscará unas veces a Dios en la Belleza. Llegará a lo mínimo, a las delicias más sutiles, hasta el juego, acaso. Se volverá otras veces, con íntimo desgarrón, hacia el centro humeante del misterio, llegará quizá a la blasfemia. No importa. Si trata de reflejar el mundo, imita la creadora actividad. Cuando lo canta con humilde asombro, bendice la mano del Padre. Si se revuelve, iracunda, reconoce la opresión de la poderosa presencia. Si se vierte hacia las grandes incógnitas que fustigan el corazón del hombre, a la gran puerta llama. Así va la poesía de todos los tiempos a la busca de Dios.


En el funeral del poeta, junto a su tumba, su esposa recitó dos versos de Hijos de la ira:


Virgen María, madre,
dormir quiero en tus brazos hasta que en Dios despierte. 

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