El servicio al prójimo en peligro
Der dienst am naechsten in gefahr.
Romano Guardini *
En esta conferencia pronunciada el 24 de mayo de 1965 en la
reunión anual de la Verband deutscher Mutterhäuser von Roten Kreuz, en Munich,
Alemania, Romano Guardini explora el tema del servicio al prójimo y sus
motivaciones. En la época moderna, y aún en nuestros días, es mentalidad común
decir que el servicio al prójimo es algo "natural" al hombre, como
algo que le viene "espontáneamente": de ahí surge la legitimación para
constituir una ética laica que prescinda de cualquier raíz religiosa. Sin
embargo, en el análisis que emprende Guardini, las cosas son muy distintas: ese
servicio al prójimo que la mentalidad dominante concibe como
"natural", es en realidad producto de la Gracia, o dicho de otro
modo, es producto de la Revelación de Dios en Cristo. De ahí que, cualquier
intento de voluntariado o ayuda al prójimo, si no parte de la mirada de Cristo,
resulta, a la larga, infructuoso, o dicho en términos más precisos, insuficiente.
Un artículo que debe leer todo aquel que, desde una perspectiva cristiana,
quiere globalizar la solidaridad y la caridad. Para que sea conciente de los
peligros del humanitarismo, es decir, de la caridad sin Cristo.
El imperativo de la
ayuda y la naturaleza humana
Si se buscara una frase que expresara breve y claramente en
qué se basan todas las formas de ayuda, individuales o de índole organizada, se
llegaría a ésta: "Ahí hay una persona en apuro; por tanto, debo
ayudarla". Simplemente así: por tanto; sin ulterior fundamentación ni
demostración; como exigencia que surge del apuro mismo. Quizá se preguntarán
ustedes por qué hace falta decir esto en especial; puesto que es obvio. Pero
¿lo es realmente?
El día de hoy los llama a ustedes a una consideración:
queremos intentarla dejándonos guiar por la máxima recién expuesta. Queremos
preguntar si es realmente obvia; y con ello percibiremos toda una historia. Una
historia de la Humanidad, que se ha realizado en lo más vivo de ella, o sea, en
su corazón, y se sigue realizando, y afecta a todos los que se sientan llamados
por la necesidad humana.
Entonces, ¿es obvia la frase que acabamos de hallar? Muchos
dicen que así: opinan que forma parte de la naturaleza del hombre responder a
la dificultad de otro con una ayuda activa. Esta opinión es muy noble y parece
expresar la esencia del hombre del modo más bello. Pero yo creo que se engaña.
Preguntemos con frialdad: el hombre natural de que se habla ahí, ¿cómo se
comporta en realidad?
En realidad, la sensibilidad originaria, cuando percibe la
privación, los dolores y el riesgo de otro no lo nota en absoluto de tal modo
que sin más surja de ello el impulso de acudir a él, de asistirlo, de ayudarlo
a salir adelante, sino que se echa atrás con miedo. Percibe el apuro ajeno como
alteración del bienestar propio; como requerimiento al bolsillo propio, como
exigencia de tener que esforzarse. Una mirada decidida a nuestro mismo interior
nos lo muestra así. Y aun el mayor idealista debe verlo así en cuanto se
encuentra en la situación de tener que pedir a otro su colaboración o su
sacrificio pecuniario en un determinado apuro. El gesto y las palabras de la
persona requerida le enseñan una amarguísima verdad.
Pero las raíces de esa actitud se encuentran aún más hondas.
Si miramos a culturas primitivas, vemos entonces que el apuro de otro se
percibe principalmente como algo que es enemigo del propio bienestar. Nos
acordamos de la conducta de los animales que viven en comunidad: tan pronto
como en una colmena o un hormiguero se pone enfermo uno de sus miembros, no lo
curan en absoluto, sino que lo matan. Esa tendencia que con tal confianza se
llama sentimiento natural, en el hombre responde en principio de modo muy
semejante al apuro de otro; pero es preciso decirlo, aún peor, porque en el
hombre toda emoción toma un carácter especial. El ser que está en peligro debe
ser eliminado, para que no ponga también en peligro a los demás.
Pero la cuestión del cómo y por qué lleva todavía más hondo.
En épocas primitivas, todo acontecer estaba atravesado de sentimientos
religiosos. Con eso no aludimos a nada cristiano; a nada que tenga que ver con
el mensaje divino de la Biblia; sino más bien a un sentimiento inmediato del
misterio en todo lo que existe. En todo acontecer se perciben poderes,
beneficiosos y destructores. El dolor, la infelicidad, la enfermedad y la
muerte se presentan a la conciencia precisamente de este modo. Por tanto, el
que está al lado del afectado también se siente amenazado por todo ello. Ve en
el apuro ajeno el dominio de poderes encolerizados y perversos, y su
sensibilidad le dice: ¡Mantente lejos: podría envolverte a ti también!
Así es en realidad la fisonomía de los sentimientos
naturales. Y sólo tenemos que volver la vista a nuestro pasado inmediato para
comprobar con qué carácter elemental han vuelto a irrumpir en el más moderno
presente. Pero sobre eso diremos enseguida algo más.
¿Cuándo responde realmente al apuro ajeno un impulso
involuntario de auxiliar? Cuando ese apuro afecta a alguien que pertenece a uno
mismo. Los padres lo perciben así cuando su hijo se pone enfermo; los esposos,
uno por el otro; el amigo por el amigo; el señor por sus servidores...
Pero ¿qué es lo que ocurre ahí en realidad? La otra persona
no es entonces el prójimo, ante el cual despertara la solidaridad natural de la
humanidad común, sino que domina la ligazón inmediata de la sangre, de los
intereses, de la simpatía, de las diversas relaciones de fidelidad, tal como
atan a los hombres. El sentimiento de la vida y la prosperidad propias se
extienden al otro y lo atraen dentro del dominio propio. En la medida en que
esa incorporación inmediata no tenga lugar, impera su forma contraria, a saber,
la relación de la extrañeza. Y el extraño es el desconocido para el sentir
inmediato; pero en cuanto tal, es el peligroso.
Aquí cabría objetar que así podría ser en grados primitivos
de cultura; pero que el hombre evoluciona y progresa. En efecto: el progreso
constituye el concepto central del sentido de la vida en los tiempos modernos.
Tal concepto afirma que cuanto más se desarrollan la ciencia, la cultura común,
la vida económica y social, más se ennoblece el hombre mismo. Asciende a una
concepción de la existencia cada vez más alta, a una relación cada vez más
llena de sentido entre hombre y hombre, y también cada vez tiene sentimientos
más refinados respecto al apuro de otro, surgiendo poco a poco ese sentimiento
básico que hemos expresado en la frase: "Hay una persona en apuro; por lo
tanto, debo ayudarla". ¿Es esto cierto? No lo creo. Es una ideología. El
hombre moderno a quien se le escapan cada vez más los valores absolutos, trata
de sustituirlos por la ilusión de un futuro perfecto, al que se aproximaría
constantemente. Ello se hace evidente en una consideración sobria y realista de
los hechos. Solamente, tenemos bastante ejemplos de que algunos pueblos que
culturalmente están muy elevados, y tienen ya detrás de sí una larga historia
de pensamiento y evolución social, no confirman en absoluto esa afirmación;
pero ahora no hay tiempo de entrar en ello. En todo caso, entre nosotros, en
Occidente, no ha ocurrido así. Entre nosotros, el empujón decisivo no ha
llegado desde tendencias interiores a la evolución, sino de otros puntos.
¿Qué debe haber entonces para que esa frase sea reconocida
como verdadera? La admonición interior que expresa debe ser percibida ante toda
persona. Es decir, no sólo ante la persona estrechamente ligada a nosotros,
simpática, sino también ante aquel que no logra serlo; no sólo ante la persona
dotada y hermosa, sino también ante el mediocre, y aun el retrasado; no sólo
ante el rico y el cultivado, sino también ante el pobre y el mísero. Si esa
frase ha de ser cierta, la admonición debe atravesar por en medio de toda
distinción, y dirigirse a algo que determine al hombre como tal, sea como sea
por lo demás. Y si, no obstante, han de notarse distinciones, entonces, que sea
según este principio: "Cuanto más pobre y pequeño el hombre, más
apremiante es la obligación de ayudarlo".
Pero el sentimiento natural no lo dice así en absoluto. Para
que hable tal imperativo, debe tener lugar algo que haga evidente en el prójimo
un aspecto situado más allá de todos los elementos inmediatos de parentesco de
sangre, de interese comunes, de valores de personalidad y cultura; un elemento
incondicionado que ya no está bajo las perspectivas de lo útil, de lo
simpático, de lo digno de admiración: a saber, la persona en cuanto tal. Pero
ésta no se hace evidente por la evolución meramente cultural. Dejemos en paz la
cuestión de cómo ocurre en otros ámbitos culturales, por ejemplo en el
asiático, o en el africano: en esta conferencia no podemos plantearlo. En todo
caso, entre nosotros, en Occidente, no ha tenido lugar esta evidenciación.
El mensaje cristiano
¿Cómo ha ocurrido, pues? La respuesta no es dudosa para
quien esté informado de la marcha de nuestra historia: por el influjo del
mensaje de Jesús.
Ustedes conocen la escena del Evangelio en que un doctor de
la Ley quiere poner en dificultades al Señor, y le pregunta cuál es "el
mandamiento mayor" en la Ley (Mt 22, 37, sig.). Él contesta con las frases
del Antiguo Testamento: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alma y toda tu mente" (Dt 6, 5), y añade: "Éste es el
mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo" (Lv. 19, 18).
El prójimo era para el Antiguo Testamento, alguno de los
miembros del pueblo propio; y aun entre éstos la casuística de los doctores de
la Ley seguía distinguiendo; entre hombres libres y esclavos, entre conocedores
de la Ley e ignorantes, etc. Así vemos cómo el fariseo quiere mostrarse
superior y sigue preguntando: "Mi prójimo, ¿quién es?" Pero Jesús
responde con la parábola del samaritano compasivo. Así rompe todas las
fronteras de pueblo y grupo social, riqueza y cultura, y muestra cómo tiene
lugar la relación del prójimo entre el herido, que es judío, y el viajero, que
es samaritano; es decir, dos grupos nacionales que se odiaban y despreciaban
mutuamente. Pero eso significa: entre aquel cuyo corazón se abre a la llamada
de la necesidad, y aquel que necesita la ayuda. La respuesta de Jesús a la
pregunta del doctor en la Ley significa, pues: Tu prójimo es aquel que necesita
tu ayuda. Pero como ese mandato se disolvería en una vaguedad sin orillas, el
concepto de prójimo debe determinarse aún más exactamente, es decir,
prácticamente, según el acontecer concreto, y entonces implica: El prójimo es
aquel que te presenta en la situación dada. Y por lo que toca a esa situación
misma, su sentido está estrechamente ligado con el mensaje de Jesús sobre la
Providencia: El Padre en el Cielo es el que te presenta a ese hombre en el
camino de la vida, para que lo ayudes.
Ahora alcanza su expresión evidente aquel imperativo
incondicionado de que hablábamos. Caen las distinciones y permanecen sólo lo
esencial: el hombre que necesita ayuda; el que puede ayudar; la situación en
que aquél es presentado a éste, y en qué se expresa la providencia de Aquel que
guía el destino de cada hombre. Detrás de todo está el hecho de que los hombres
no son ejemplares de una especie animal, sino personas, creadas por Dios en su
llamada, y puestas por Él en la relación tú-yo, que prolonga en la relación
entre persona y persona. Pero esa llamada que percibe el que tiene buena
disposición de corazón (tu prójimo está en peligro; ayúdalo, pues) constituye
la expresión de esa relación. En ella habla Aquel que la ha fundado.
Pero todavía no se ha alcanzado la última profundidad de
Jesús. En el Evangelio de san Mateo, dice: "Cuanto hicisteis a uno de
estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (25, 40). Esta
palabras tiene una importancia inconmensurable. Dejan a un lado todas las
distinciones que pudiera hacer el sentimiento natural. Ante todo, porque se
presenta a nuestros ojos como destinatario de la conducta exigida "el más
pequeño", es decir, el que no puede poner en vigencia para sí ninguna de
las diversas razones naturales para mover el interés de ayudar: ni admiración,
ni simpatía, ni utilidad. Sino porque allí donde está, aparece el mismo Jesús.
La esencia del hombre es muy problemática. En su manera concreta de darse hay
una dura desproporción, a menudo insoportable, respecto a la exigencia
planteada por el imperativo de la ayuda, provocando todas las formas de la
incomprensión y del rechazo. Esa desproporción queda abolida al parecer en la
persona del mismo Cristo menesteroso. Por su mensaje somos hermanos entre
nosotros, porque nos ha hecho hermanos y hermanas suyos, hijos e hijas de su
Padre. Así se adelanta a cada uno de nosotros dándole a su persona humana el
carácter de lo incondicionado. Se hace Él mismo la motivación última de todas
las exigencias que surgen de un hombre hacia otro. Por Él, el imperativo de
ayuda se hace categórico.
El recién citado capítulo 25 del Evangelio de san Mateo
contiene la predicción de Jesús sobre el juicio al fin del tiempo. En ese
juicio del hombre será juzgado según como tenga participación en Dios. En ese
juicio recibe su última definición de la existencia humana –la del individuo,
como también la de la comunidad, esto es, la historia. Pues la historia no se
define a sí misma. Si lo hiciera, ella sería su propio juicio, y entonces,
debería ir de otro modo que como va. El juicio le llega de más allá de ella
misma.
Pero, según las palabras de Jesús, ese juicio se decidirá
según haya cumplido el hombre el hombre el mandato de la nueva hermandad. Dice:
"Entonces dirá el Rey a los de su derecha: "venid, benditos de mi
Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación
del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de beber; era forastero, y me
acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la
cárcel y vinisteis a verme". Entonces los justos le responderán:
"Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sedientos, y
te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te
vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?" Y
entonces el Rey les dirá: En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos
hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis." (Mt. 25, 34-40). No
podría expresarse con mayor grandeza el carácter absoluto del imperativo de la
ayuda.
Cristo aporta la claridad a la historia de la menesterosidad
y la ayuda. Desde Él cae la luz sobre la confusión que atraviesa todas las
relaciones humanas. Rompe todas las pequeñas prudencias del egoísmo y los
engaños de la sabiduría autónoma. San Juan dice también con toda claridad que
el mandamiento del amor es un mandamiento nuevo (2, 8). Y nuevo no sólo en el
sentido que nunca se hubiera conocido antes, pero después se hubiera hecho
familiar con él gracias a lo cual habría podido entrar en la obviedad de una
visión de la vida, sino nuevo por esencia, en todas partes y para siempre.
Ese mandamiento queda de través respecto a todo lo que
pudiera surgir de las conexiones naturales de las relaciones humanas, de índole
biológica, psicológica, sociológica y cultural. Siempre sale al encuentro del
hombre como algo que no puede ser deducido de ninguna presuposición natural, ni
puede ser trasladado a obviedades culturales. Viene de la interioridad sapiente
de Jesús; requiere fe, exige obediencia y debe ser realizado superando lo
meramente natural.
La secularización del
mensaje de Cristo
Pero luego ocurre algo peculiar; y ahora les ruego presten
toda su atención a lo que voy a decir, pues aquí se hará evidente algo que nos
afecta del modo más inmediato.
La fe en Cristo, en la hermandad de los redimidos en Él y en
la responsabilidad de los unos por los otros, según brota de esa comunidad, fue
una propiedad común hasta el fin de la Edad Media. Naturalmente, conocida con
mayor o menor claridad, mediata con mayor o menor consecuencia, seguida con
mayor o menor fidelidad y generosidad; pero formaba el modo de ver que daba la
medida de Occidente.
Al comienzo de la época que llamamos Edad Moderna se dividen
los espíritus. Amplios círculos llegan a tener la opinión de que se podría
vivir también sin la fe cristiana. Por ejemplo, según modos de entender la vida
aprendidos en el estudio de la Antigüedad pagana; según la experiencia
inmediata en el trato humano; o según los resultados de las ciencias,
poderosamente reforzadas. Más aún: esto no sólo era posible, sino que solamente
así se desarrollaría una auténtica vida: y con ella también una ética auténtica
de las relaciones humanas.
Entonces, ello parece también cumplirse. Se elabora el
concepto de los Derechos del Hombre, y de él se sacan las consecuencias en el
aspecto jurídico, social y económico. Surge una ética de la atención inmediata
a los demás y de la responsabilidad para con ellos. La generalidad de los
hombres se siente obligada a evitar con su ayuda las necesidades, en sus
diversas formas. Se crean entidades y organizaciones de toda especie que se
dedican a los pobres, a los enfermos, a los desvalidos. La lucha contra la
estrechez humana se convierte en una obligación obvia de las entidades
comunitarias, que por su parte ponen en obra los medios de ayuda de la ciencia,
de la ordenación social, de la técnica organizadora. Aquella máxima de que
hablábamos al principio, parece realmente convertirse en un elemento básico
para la conducta de los hombres.
Pero en esa situación de aparente seguridad de moral
natural, aparece como un relámpago la doctrina que se proclama en los doce años
del dominio nazi, y que se realiza mediante la práctica correspondiente: no
todo hombre, en cuanto tal, tiene derecho a la ayuda y mejora, sino sólo aquel
que represente un valor para la nación y el Estado. Se establece la cruel
medida del hombre digno de vivir y del indigno de vivir. Esta medida proclama
que sólo tiene derecho a vivir quien puede juzgar cómo ocurre esto en cada
cual. Con ello se arroga el derecho de decidir si una persona enferma es
todavía digna de vivir; si puede seguir viviendo o no. Se tiene la terrible
osadía de matar enfermos y tarados mentales, incurables, incapaces para el
trabajo, ancianos. Más aún, se llega a decidir sobre el derecho a la vida de
pueblos enteros, declarando indignos de vivir a algunos de ellos y aniquilándolos,
con una frialdad de sentimientos y una exactitud de técnica que no tiene
modelos previos en la Historia, ciertamente escasa de espantos.
Pero todo ello en nombre del bienestar del pueblo, del
provecho de la comunidad, del ascenso del hombre hacia una perfección corporal,
espiritual y cultural cada vez más alta.
Se ha dicho que esto ha sido la barbarie de unos pocos en
quienes ha habido una peligrosa alianza de criminalidad y fantasía. El que así
opine, no ha comprendido nada de lo que ha ocurrido. Por lo pronto, no fueron
simplemente unos pocos los que pensaron y obraron así, sino que se crearon
grandes organizaciones en que muchos hombres estuvieron muy activos. Pero
además –y esto nos afecta aquí-, en esos sucesos se ha desarrollado hasta sus
consecuencias algo que se había preparado desde hacía mucho tiempo y que se
llama la secularización del cristianismo.
La doctrina cristiana de la dignidad dada por Dios a cada
hombre, de su valor eterno y, por tanto, de la obligación de ayudarlo, se había
convertido en un bien común, según hemos visto. Pero así se había desprendido
cada vez más de ese fundamento que le había dado Jesús, a saber, de la fe en la
unión que se ha establecido el Hijo de Dios al llevar a los hombres en
fiabilidad a su Padre. La conciencia de esto había palidecido cada vez más, y
por fin había desaparecido del todo. Había quedado una ética universal, que era
muy pura, muy hermosa, y parecía el supremo desarrollo de la conducta humana.
La interpretación corriente de la Historia dice también que la doctrina
cristiana influyó en esa ética con su incitación y estímulo, pero nada más: que
la misma naturaleza humana se habría desarrollado y ennoblecido, produciendo
por sí sola una moralidad, que a partir de ese momento formaría parte de la
propiedad definitiva de la Humanidad. De hecho, pasa algo totalmente diverso.
La ética de la obligación para con el hombre, en efecto,
estaba sustentada por la Revelación. La frase: "Hay un hombre en apuro;
¡ayúdalo, pues!" recibió su fuerza convincente por el sentido de la vida
que dio Cristo, y permaneció viva mientras se percibió ese sentido. En la
medida en que palidecía, también se hizo más débil la consideración de la ética
social que se descansaba en él; hasta que por fin, como un relámpago, se hizo
evidente que era posible arrojar a un lado, no sólo la Revelación, sino toda
esa ética social; que era posible establecer y aplicar el principio de que no
todos deben ser ayudados, sino sólo aquellos que sean dignos. Pero es digno
aquel que es declarado digno por el instinto de raza, por las exigencias del
trabajo, por las finalidades del Estado. Y los jueces de esto serían aquellos a
quienes nombrase el Estado. El terrible lema: "Es justo lo que es útil
para la nación", recibió otra forma igualmente terrible: "Puede vivir
quien sirve a la nación". Pero la nación, el pueblo –pronúnciese el
Estado, y los que tienen el poder en el Estado- tiene derecho de decidir a
quién no hace falta ayudar, más aún, quién debe ser eliminado. Pero esta manera
de ver las cosas humanas no es siquiera, como suele decirse en disculpa, una
ruptura con lo anterior, hecha por hombres que representan una recaída en
niveles primitivos de rudeza, sino que está comportada por todo lo precedente.
El positivismo, el liberalismo, todos los esfuerzos de elaborar una cultura sin
Cristo, e incluso sin auténtica idea de Dios, han cooperado en su preparación.
No podemos olvidar –para citar por su nombre a uno solo-, cómo Friedrich
Nietzsche, crecido en la escuela clásica, había proclamado que había que
desprenderse de la compasión cristiana por los oprimidos, y crear una cultura
de la energía sin ruptura y la hermosa Naturaleza, y "lo que quiera caer,
golpearlo aún", para quitarlo de en medio del camino.
Señales de peligro
Son deducciones que hacen meditar. Nuestras tareas de ayuda
–tomando la palabra en su sentido más amplio- están en una situación que
querría ilustrar con una pequeña anécdota:
Hace unos decenios ocurrió en la catedral de Maguncia lo
siguiente: El sacristán mayor iba, sin sospechar nada, bajo la alta bóveda,
cuando de repente cayó un bloque de piedra y por poco no lo aplastó. Con terror
se comenzaron a buscar las causas. Se ahondó en los cimientos y se vio que el
edificio estaba sobre un enrejado de fuertes vigas de encina, pero que estas
vigas estaban podridas en su mayor parte. Mientras las había rodeado el agua
subterránea, habían estado duras como piedra, pero a consecuencia de la
canalización del Rhin, el agua se había retirado y las vigas se habían quedado
en seco, estropeándose. La catedral seguía en pie, pero los cimientos habían
desaparecido en parte, y costó mucho y largo trabajo sujetarlos por todas
partes, sustituyendo la madera podrida por el cemento... Esto puede ser un
símbolo de los trabajos por la necesidad de los demás. Se hacen cosas
inconmensurables. Amplias organizaciones, diversamente especializadas, se
dedican a todos los casos posibles de necesidad. Se aplican grandes medios para
su obra. Pero las personas de sensibilidad más despierta notan que toda esa ensambladura
ya no está segura. Dudan de que sus cimientos sigan sosteniendo bien. Los
motivos amenazan perder fuerza. Se debilita la conciencia de la obligación de
persona a persona.
Pero eso en dos sentidos. El modo como se plantea la
instancia de la ayuda se hace a la vez más exigente e irreflexivo. Se hace
dominante el sentimiento de que el Estado debe ayudar: en lugar de Estado se
puede decir también: los seguros sociales, las Cajas de enfermedad, los
hospitales, las Hermanas enfermeras... Todo lo dicho hasta ahora muestra de
sobra hasta qué punto estamos de acuerdo con el derecho a la ayuda; pero
notamos que aquí hay algo que se está falseando. La ayuda no puede fundarse del
mismo modo que una regulación económica. Lo que en ella acontece, ese esfuerzo
interminablemente variado, dirigido a personas vivas, y conformándose a
situaciones siempre nuevas, no puede tener lugar meramente por utilidad y
prescripción, ni tampoco meramente por razón y obligación: lo mismo que tampoco
se puede exigir sólo por derecho y pago. Algo diverso debe actuar ahí: una
llamada a la libertad, una apertura del corazón. Pero se siente el peligro de
que en lugar de esto pueda todo convertirse en una exigencia mecánica. Y el
arte de buscar y explotar las diversas posibilidades de ayuda del Estado puede
desarrollarse hasta hacerse una parte constitutiva de la técnica de la vida.
Pero la manera cómo se solicita la ayuda corresponde a la
larga a la manera cómo se presta. También a la ayuda la amenaza el peligro de
que todo se transforme en una burocracia universal, un asunto de oficina, de
organización, de prestación profesional regulada, de funcionarios. Tan pronto
como la ayuda es solicitada de un modo tan obviamente exigente y rutinario, no
puede sino transformarse ella misma en una rutina objetiva.
Claro que debe ser objetiva. Corresponde totalmente a
nuestra sensibilidad el decir: "Deja a un lado los sentimientos y
preocúpate de que la terapéutica se aplique bien..." O: "Las tareas
son tan grandes que sólo una organización adecuada está a la altura de ellas:
ahí estás en tu sitio, de modo que no hables de sentimentalismos, sino cumple
tu servicio..." Lo mismo que es absolutamente correcto decir: "Todo
trabajo es digno de su paga; por tanto, tengo derecho a exigir la remuneración
correspondiente..." Y: "Todo trabajo tiene derecho a hacerse en
condiciones adecuadas; por tanto, exijo relaciones racionales de
trabajo..." Eso es obvio y debe ser así. Pero también es cierto esto otro:
Que aquello de que se trata no puede hacerse solamente por experiencia
objetiva, por método científico, por exactitud del servicio, sino en
definitiva, solamente por una apertura interior del corazón, por una
magnanimidad de la mente, por un altruismo y una disposición al sacrificio que
tienen que proceder de otro sitio.
Cuando dejan de obrar, queda perdida la esencia de lo que se
llama ayuda, pues ésta descansa sobre la relación de persona a persona, en la
libertad de la apelación y respuesta, y tiene su sentido último en esa
comunidad en que la menesterosidad de la existencia reúne a los hombres por
parte de Dios.
Una objeción sociológica
Pero contra lo dicho se presentan objeciones que deben ser
tenidas en cuenta. Y, ciertamente, proceden de la transformación en la
estructura sociológica de los tiempos modernos. Ante todo, el extraordinario
aumento de población: el hecho de las masas, que influye en todas las
cuestiones referentes a los hombres.
La cifra de los que requieren ayuda crece constantemente.
Podría admitirse que las condiciones generales de vida están mejorando; con
ello debería disminuir la necesidad de ayuda. Pero los trastornos de los
últimos decenios son tan grandes y variados, que ya por ellos hubo de tener
lugar una equiparación hacia lo peor. Y también, prescindiendo de esto, tiene
importancia el hecho de que el hombre se hace cada vez más consciente de su
exigencia a la vida, y, por su sentimiento democrático, cada vez está más
seguro de su derecho a la ayuda, en ese mismo sentido. Por eso muchas
situaciones de necesidad que en épocas anteriores eran sencillamente aceptadas,
ahora hacen que se hable de ellas y exigen auxilio.
Las instituciones de ayuda se encuentran así ante una
exigencia constantemente creciente. Pero estos significa que los actos de
socorro cada vez son más numerosos, y con eso el propio proceso de la ayuda
aumenta su carácter masivo. La medida del tiempo disponible para los individuos
se hace cada vez más escasa, y más escasa la capacidad del que ayuda para
compartir la necesidad al remediarla; de modo que no queda sino proceder según
un esquema, y considerar en él que lo necesario es que este esquema corresponda
lo más posible a la situación de conjunto. Así desaparece cada vez más el
enfrentamiento de persona a persona, y todo ello se convierte cada vez con más
evidencia en caso.
Pero en tal estado de cosas no hay que ver una mera
inconveniencia, pues en él se expresa una auténtica transformación de
estructuras. Por lo pronto, el gran número es ya un hecho, y es también un
hecho todo lo que resulta de él, tanto en la psicología social como en la
individual. Por eso, el acto de ayuda ya no puede tener ese carácter de
contacto personal, que sólo es posible para pequeñas cifras. Prescindimos de
que esta situación también influye en casos en que sería posible una relación
personal; en todo caso, siempre que cobra efectividad el elemento de la masa,
una conducta realista no puede ser sino objetiva.
La tragedia de los que prestan ayuda social, en efecto,
consiste en buena parte en que no valoran adecuadamente ese elemento de lo masivo,
y, por tanto, empiezan por lanzarse al trabajo con una entrega personal que, en
rigor, no viene al caso, y acaba por llevarlos luego a volverse amargados y
cínicos. Una visión realista debe asumir de antemano el hecho de la masa en la
disposición de la ayuda. Y considerar y adaptar los puntos de vista antes
expuestos en sentido de que de lo personal se aporte solamente lo que se pueda
dar de modo auténtico; por lo demás, que el trato con los muchos esté animado
por la conciencia de que no se trata de una masa de casos, sino de un gran
número de personas. Con eso surge una actitud que se basa tanto en la distancia
interior cuando en la atención auténtica; que tiene lugar en tranquila
objetividad, pero también de modo verdaderamente amistoso. El que busca ayuda
probablemente empezará por decepcionarse porque él, siendo el individuo, no es
recibido como tal. Pero pronto se encontrará bien en el trato objetivo, porque
éste es precisamente el apropiado. Naturalmente, con todo eso no se ha de
menospreciar ninguno de los esfuerzos que quieren dividir en partes la
multitud, quitándole así el carácter de masa. Van unidos a los intentos de
construir las ciudades de modo más adecuado, de crear relaciones de vecindad;
de hacer que los centros de trabajo sean también los de prestación de ayuda,
etc. Todo ello no sólo es bueno, sino necesario. Pero no suprimirá el elemento
masivo en el conjunto; por tanto, lo que hemos dicho sigue siendo cierto
siempre que se hace presente tal talento.
Más hondo alcance tiene otro cambio en la situación
sociológica y cultural en general. Se expresa en el sentimiento de que la
relación entre necesidad y ayuda, tal como hasta ahora se ha dado, debe
desaparecer en general. Requerir ayuda, sería algo vergonzoso, y ayudar, en el
sentido antiguo, sería una arrogancia, y las situaciones de necesidad deberían
ser superadas de modo puramente objetivo. Así se manifiesta una sensibilidad
que –a pesar de todas sus brusquedades en el individuo- es absolutamente
honrosa. Diversas son sus raíces; por un lado, tiene que ver con la exigencia
del sentir democrático en cuanto a la atención a la propia persona; por otro
lado, también con la conciencia de la debilidad en la posición personal del
hombre actual.
El que presta ayuda deberá tener en cuenta esta sensibilidad.
Su actitud respecto al que está en un apuro podría expresarse, por ejemplo, en
estas palabras: "Estás en un caso de necesidad. A mí tampoco me gusta la
situación, pero tengo la misión de socorrerte, de modo que vamos a ponernos de
acuerdo para resolver la cuestión del modo más decente posible, esto es, del
modo más objetivo posible". El peligro de que el pudor ante lo
excesivamente personal se convierta en desatención, y la objetividad en
mecanismo, puede evitarse captando el sentido de la relación con más segura
medida, tanto más cuanto más claramente conozcan las personas en cuestión la
dignidad de la persona, merced al Cristianismo.
Pero aún cala más hondo lo siguiente: La creciente
naturalización de la existencia, el sentido humano de dominio de sí mismo, y,
además, la idea del progreso, llevan a concebir la necesidad como algo que debe
sencillamente desaparecer.
El cristiano ve en la necesidad un elemento de la
existencia, tal como es ahora. Naturalmente, se preocupa por superarla, y logra
disminuirla constantemente; pero sabe que nunca desaparecerá del todo, porque
forma parte del trastorno de la existencia, en definitiva incurable.
"Pobres tendréis siempre con vosotros", ha dicho el Señor (Mt. 26,
11). Pero la necesidad ha recibido un sentido positivo por la intención
redentora y el destino de Cristo; el sentido de ser expiación de la culpa de la
Humanidad. Por tanto, el creyente tiene el deber de entrar en la solidaridad de
esa culpa y expiación, y establecer por ella la comunidad en la necesidad y la
ayuda.
El cristiano ve en el que sufre una imagen de la dignidad
honrosa. Ahí se manifiesta una profundidad última, que penetra en la
sensibilidad de todo corazón bien nacido, como una admonición, tan pronto como
se lo proponen la salud, el bienestar y la dicha como medidas auténticas de la
existencia digna de vivirse. Siente que un modo tal de humanidad no sólo debe
ser superficial, sino peligroso, y aun inhumano. El sufrimiento es expresión de
la verdad última de la existencia, que se retrotrae hasta la hondura de lo
divino. De ello es testimonio el destino de Cristo.
Todo esto contradice esa manera de ver que produce de la
incredulidad y que dice que la necesidad no sólo debe ser socorrida, sino que
no debe existir en absoluto; que de ella no puede provenir en definitiva ningún
valor auténtico: que es indigno del hombre encontrarse en necesidad, pedir
ayuda y darla. Pero también, que es preciso que no exista porque procede de una
mala ordenación de las cosas sociales, de unas falsas ideas de la saludo y la
enfermedad, y de una injusta distribución de la propiedad. Así la tarea sólo
puede consistir únicamente en eliminar la necesidad: toda ayuda debe ser
considerada sólo como algo provisional. Por eso tampoco puede tener un carácter
voluntario o generoso, sino que debe convertirse en función del Estado, que ha
de tener lugar del modo posiblemente más eficaz y con el menor empleo de
participación personal.
No hay que negar que también en estas ideas hay elementos
verdaderos. Realmente, la petición y concesión de ayuda pueden convertirse en
una cosa nada buena, y así ocurre más a menudo de lo que se pensaría: una
alianza, por un lado, de pereza y cobardía, y, por otro lado, de complacencia
en sí mismo y de afán de señorío. Con eso, muchas necesidades se quedan
consolidadas en una situación que podría eliminarse si surgiera una iniciativa
enérgica. Pero no se puede olvidar aquí que la opinión antes expuesta se hace
ilusiones absolutas sobre la realidad de nuestra existencia, y no se ve la
profundidad del enredo que hay en las cosas humanas; destruyendo valores
esenciales de las relaciones humanas, y empobreciendo la existencia de modo
irreparable. Por otra parte, en fin, la experiencia de los últimos decenios nos
hace darnos cuenta de la facilidad con que la voluntad de eliminar el
sufrimiento se transforma en la voluntad de eliminar a los hombres que sufren,
y cuyo sufrimiento ya no puede vencerse, o sólo puede superarse con auténtico
altruismo. F.W. Foerster ha llamado la atención sobre el hecho de que el que
sufre tiene una tarea importante dentro del conjunto de la existencia: defender
a los que no sufren –a los sanos, enérgicos, bien acomodados- de los peligros
del egoísmo, de la despreocupación, de la dureza, y aun de la crueldad;
peligros presentes en su situación. No se entiende la esencia del hombre si no
se entiende qué problemática es la salud; en todas sus formas, individuales y
sociales; y hasta qué punto necesita un constante correctivo.
Todo ello está dicho para hacer visibles las complicaciones
contenidas en el trayecto de reflexiones que aquí nos ocupa propiamente. Por
paradójico que suene: Sólo se pueden superar la necesidad, el apuro, el
sufrimiento, en todas sus formas, si se empieza por reconocer el derecho de la
necesidad a existir. La ayuda no puede consistir en querer suprimir de un
plumazo el fenómeno de la necesidad, pues entonces se crea una situación que no
es otra cosa sino egoísmo disfrazado –ceguera ante lo real, dureza frente al
hombre que está en necesidad- y cuyas consecuencias han de ser peores que la
necesidad.
La responsabilidad
En esta breve hora, hemos atravesado un largo acontecer: la
historia de la humanidad occidental en su relación con la necesidad. Nos hemos dado cuenta de lo que pasa con el supuesto
sentimiento natural de la disposición a la ayuda, en sí... Hemos visto que hizo
falta la Revelación para abrir los ojos a los hombres y despertar su
conciencia... Hemos considerado cómo de la fe en la Revelación surgió una
actitud de amor humano que estaba fundada en la relación con Cristo; toda una
moralidad de obligación recíproca a cada individuo... Y cómo luego empezaron a
secarse sus raíces. Las tendencias que despertaron mediante la Revelación,
siguieron influyendo, ciertamente, y produjeron sistemas bien elaborados y muy
eficaces para la acción práctica; todo lo cual dio la impresión de formar una
propiedad indestructible del hombre culto y progresado... Y cómo de repente,
igual que un disparo, la tan celebrada naturaleza humana se rompió y mostró de
qué sigue siendo capaz, ahora como antes...
Esta marcha de las cosas nos ha abierto los ojos para algo
que ocurre en todas partes –si bien no de este modo violento, sino de modo
silencioso, y, por tanto, aún más inquietante-: la corrosión de los auténticos
motivos, actitudes y convicciones que pueden sustentar solamente la ayuda; el
enfriamiento del corazón y el apagamiento de la generosidad. Irrumpe el
espíritu de cálculo: ¿Qué puedo exigir cuando haya pagado? ¿Cómo puedo explotar
del mejor modo las instituciones sociales de ayuda? ¿A qué tengo derecho si
estoy formado de manera adecuada? ¿Cómo puedo reducir mis pretensiones y elevar
mi remuneración? Y así sucesivamente, en todas esas consideraciones y medidas,
que, en cada ocasión, pueden ser disculpables, ventajosas, e incluso muy
razonables, pero con las cuales se oscurece cada vez más el axioma básico en
que todo descansa: "Hay una persona en apuro; por tanto, debo
ayudarla".
Tal ha sido la Historia que hemos atravesado juntos. Y
déjenmelo decir con todo énfasis; que no vale sólo para los que hemos dejado
atrás esos doce años oscuros, sino para todos.
Lo que ha ocurrido en Alemania desde 1933 a 1945, revela
algo que ha tenido lugar en todo el mundo dominando por Occidente, y que sigue
teniendo lugar, y ejerce su influencia. Dejen pasar una cuantas generaciones
que todavía hayan percibido de algún modo la exigencia cristiana de conciencia
ante la necesidad del prójimo; dejen que se forme del todo el hombre
enteramente terrenal, asentado sólo en su propia naturaleza y en su fuerza, ese
hombre en cuya formación se trabaja por todas partes; y ya verán que lo que ha
ocurrido en Alemania en estos años puede ocurrir en todas partes de alguna
manera. De manera indirecta, no directa; de forma cauta, no brutal; con
fundamentación científica, y no fantástica; pero con igual sentido, más aún,
quizá de modo más destructivo, por estar disfrazado de razonabilidad y
humanidad.
La consideración histórica va en dos direcciones. En una de
ellas mira atrás y pregunta: ¿Qué ha ocurrido? En la otra, mira adelante y
pregunta: ¿Qué ocurrirá?
He de dejarlos a ustedes que lancen la mirada hacia el
porvenir después de ponderar honradamente lo pasado. Pero tengan la seguridad
de que la concatenación de lo que hace el hombre a partir de su modo de pensar
es tan inexorable como el funcionamiento de esas cosas naturales. Tan pronto
como el corazón de los hombres olvida la máxima: Cuando hicisteis a uno de mis
hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis; tan pronto como busca el motivo de
la ayuda sólo en motivos de razón o del humanitarismo natural, se desarrollará
todo eso, con la misma consecución que la destrucción de un órgano corporal
contra cuya enfermedad no se hace nada.
Observaciones posteriores
Algunas conversaciones con oyentes de esta conferencia me
han hecho darme cuenta, de modo más evidente de lo que yo mismo lo había notado
en su desarrollo, que se quedan sin observar ciertos aspectos importantes de la
cuestión. Ello era inevitable, pues una conferencia – o más exactamente: una
charla que se deja a la responsabilidad de los oyentes- es cosa muy diversa de
un tratado, que desarrolla todos los elementos que entran en la consideración,
y que concluye en su resultado equilibrado. Mi atención quedó totalmente
dirigida a una línea determinada que se dibuja en la historia de la necesidad
humana.
Pero la lealtad al problema exige una alusión a elementos
que pueden ser fecundos para su análisis completo. Ante todo: Esta conferencia, ¿ha hecho plena justicia a las
posibilidades positivas del hombre? Las fuerzas naturales del altruismo, de la
simpatía, de la disposición a la ayuda, ¿no son más fuertes de cómo se ven en
él? ¿No hay en el hombre un humanitarismo esencial, que se desarrolla poco a
poco por sí mismo; o bien, una vez despierto por un gran ejemplo religioso,
permanece en vela y desarrollándose a pesar de todo cambio de opiniones?
El lector puede continuar estas preguntas de modo más
exacto. Pero no debe perder de vista una fuente de error; a saber, la
inclinación a adscribir simplemente al dominio de lo naturalmente humano
aquellas actitudes anímicas y motivaciones morales que en realidad están
condicionadas por la fe cristiana. Y también, que hay que desconfiar de la
retórica que habla constantemente de este humanitarismo, en ocasión cotidiana o
festiva, y con ello nutre ilusiones peligrosas sobre la realidad del hombre.
Además: el número de los que ya no están en la convicción
cristiana aumenta constantemente. Y asimismo: aumenta el número de aquellos en
quienes es ése el caso desde hace generaciones, de tal modo que los elementos
cristianos ya no están operantes en la vida de su espíritu y de su corazón, ni
siquiera en forma de oposición.
Ahora bien, los que así piensan, viven en la misma comunidad
que los que están más o menos convencidos del Cristianismo. Por tanto, hay que
encontrar una base en que se pueda abordar en común los problemas de la
necesidad. ¿Dónde está esa base? ¿Qué motivos pueden tener eficacia del mismo
modo para quienes piensan de modo tan diverso? ¿No estamos obligados también en
este sentido a remitirnos a algo humano en general; a una razonabilidad y
bondad que residirían en los cimientos de la naturaleza humana, y que habría
que fomentar con una pedagogía apropiada, tanto del individuo como de la
comunidad?
Esta es una cuestión decisiva para nosotros, pues desemboca
en otra más amplia: si por parte de la razón, en general, puede existir una
ordenación en que el hombre exista con honor y libertad. ¿O todo debe
disolverse en un tejido de causalidades psicológicas, sociológicas, técnicas y
políticas, que ya no atienda a la persona y a sus exigencias? Y, entonces,
nuestra existencia en el Estado, aunque sea paso a paso, ¿ha de caer en el
totalitarismo, bien sea directo, como en el nazismo o el bolchevismo, o
indirecto, según surge con todos los mecanismos de influencia y orientación que
operan aún en países de liberalidad aparentemente indudable?
Aquí es difícil dar respuesta. Más difícil por depender en
definitiva de la toma interior de posición de cada individuo: de sus experiencias,
de su temperamento, de su actitud ante las posibilidades de la existencia; en
definitiva, de que vea en el Cristianismo sólo una forma de religión entre
otras, o la forma absolutamente decisiva.
En fin: se podría ir más lejos aún en la referencia a lo
natural y decir que la simple razón del hombre llegará por si misma al
resultado de que va en el interés de todos eliminar la necesidad mediante la
ayuda: que el hombre verá cada vez con mayor evidencia que la necesidad no sólo
perjudica al afectado inmediatamente por ella, sino que también hace entrar en
ella a todos los hombres: que ya aprenderá el hombre que la actitud amistosa
hacia los demás no es sólo la actitud simpática, sino la que produce la mayor
medida posible de bienestar para todos. De ahí surgirá una tendencia inmediata,
operante en todo; semejante a aquella que da al hombre bien educado la ocasión
de comportarse bien en el trato o echar una mano en los accidentes. Sobre todo,
el estudio de la vida americana podría confirmar tal opinión.
También aquí se hace presente otra consideración: Apenas
cabe dudar de que la vida de los sentimientos pierde universalmente en
intensidad. Este proceso va unido al aumento de las cifras, como ocurre en
todas partes, a consecuencia del crecimiento de la población y de la
democratización de la vida. Cuanto más frecuentemente aparecen unas
situaciones, menor impresión hacen; cuanto más frecuentemente se realizan
acciones, se manejan cosas, se ponen en marcha organizaciones, más esquemático
se hace todo esto. Dicho en general: Cuanto más aumentan las cifras en que se
realiza la vida humana, más escasa se hacen la participación interior y la
intensidad y el calado de la realización. Eso podría llevar a la interpretación
de que el sufrimiento, la necesidad, la miseria, por un lado, y por el otro, el
egoísmo, la dureza, la crueldad, requerirían para sí estratos excesivamente
profundos de la vida, de modo que habría que hacerlo todo en forma más sencilla
y económica, en lo cual entra el ayudarse mutuamente. A semejantes tendencias
alude un artículo del 8 de junio de 1956 en el Frankfurter Allgemeine Zeitung,
sobre la vida americana, bajo el título "Air-conditioned Wonderland"
(El país de las maravillas con aire acondicionado). Una forma de vida y de
cultura, en que la temperatura esté en todas partes compensada, evita
conflictos, ahorra fuerzas, aumenta los resultados. Y la reflexión prosigue
preguntando si por el influjo de la muchedumbre y de su expresión instrumental,
es decir, por la técnica, no se ajustará en todas partes la emocionalidad a un
nivel medio, en que la disposición universal a la ayuda deberá aparecer por sí
misma como la mejor forma posible de la convivencia.
Este punto de vista sería también significativo para nuestro
problema. Pero frente a él habría que contar con algo importante. Ante todo,
con que esa misma frialdad se sentimientos puede también tener influjos
negativos. La persona con tal sensibilidad podría, con igual tranquilidad,
destruir una gran ciudad llena de fugitivos, o eliminar con radiaciones y
bacterias a la población de un país entero, si el juicio de los especialistas
competentes lo consideran necesario. Con la misma objetividad podría llegar al
resultado de que la salud de todos exige que se determine qué personas son
inadecuadas para la procreación, y, por tanto, esterilizadas; qué enfermos son
una carga excesiva para la sociedades, y, por tanto han de ser eliminados en
forma suave; y así sucesivamente, por ese camino temible que amenaza ser el
camino de la Humanidad. ¿Y por qué no, si a favor de ello hablan razones tan
absolutamente humanitarias; si la emocionalidad compensada es tan receptiva a
todo lo racional y tan poco receptiva a esos avisos que proceden de las
profundidades de la vida, y sólo son percibidas por gente impresionable; tan
poco receptiva para la interpretación de la vida, según la da Cristo?
Dicho de otro modo: Ese humanitarismo sería ambivalente,
como todas las posiciones que no están determinadas por lo absoluto, y podría
desarrollarse tanto positiva cuando negativamente.
En todo caso, habría de quedar claro que tal actitud no
sería lo que implica la relación humana auténtica entre quien sufre la
necesidad y quien presta la ayuda.
El lector que penetre en la discusión de estas cuestiones,
hará bien en no perder de vista las posibilidades indicadas, y no olvidar, con
el uso frecuente de las palabras necesidad y ayuda, cuál es su sentido
auténtico.
_________________
+ Título original: Der dienst am naechsten in Gefahr.
Traducción del alemán por José María Valverde.
* Nació en Verona (Italia) en 1885. Su familia se trasladó
al año siguiente a Maguncia (Alemania). Tras comenzar sus estudios de química
en Tubinga y de economía política en Munich, se traslada a Friburgo de
Brisgovia y empieza la carrera de teología. En 1908 ingresa en el Seminario de
Maguncia, ordenándose sacerdote el 28 de mayo de 1910. En 1915 presenta su
tesis doctoral en Friburgo. Allí conoce a Joseph Frings, quien llegará a ser
cardenal de Colonia y a Martin Heiddeger, de quien será condiscípulo. Asimismo
fue profesor de destacados pensadores, entre ellos Hans Urs von Balthasar.
Ocupó varias cátedras de filosofía y teología, en 1923 la Universidad de Berlín
crea expresamente para él la cátedra de Filosofía de la Religión y Visión
Católica del Mundo, suprimida por los nazis en 1939. Murió en Munich el 1 de
octubre de 1968. Entre su amplísima obra destacan El Ocaso de la Edad Moderna,
Religión y Revelación, El mesianismo en el mito, la revelación y la política,
Mundo y Persona, El Señor, Jesús el Cristo en el Nuevo Testamento, Pascal o el
drama de la existencia cristiana, La muerte de Sócrates, entre otras.
Fuente: Romano Guardini, El servicio al prójimo en peligro,
Lumen, Argentina, 1989.
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