Aceprensa
Georges Steiner se queja en La
barbarie de la ignorancia de que, en todo el mundo, el noventa y nueve por
ciento de los seres humanos prefieren –y están en su perfecto derecho– la
televisión idiota, la lotería, el Tour de Francia, el fútbol o el bingo antes
que la cultura escrita. El sabio profesor confiesa que lleva toda su vida
esperando que la escolarización obligatoria y la proliferación de bibliotecas
cambien tal porcentaje, pero eso nunca sucede. Porque el animal humano es muy
perezoso, mientras que la cultura es exigente.
Es evidente que ponerse a estudiar
es una elección. En la sencilla disyuntiva entre estudiar o no estudiar, la
probabilidad de abrir un libro puede ser alta. En cambio, si lo que se me
ofrece como alternativa es entrenar con mi equipo de fútbol, ver una película,
manejar la Play o la Game, navegar por internet, chatear, asistir
a clases de inglés en una academia, o de clarinete en un conservatorio…,
entonces también es evidente que la probabilidad de abrir un libro será mínima.
El estudio requiere tiempo y sosiego, justo lo que apenas tenemos en nuestras
sociedades avanzadas.
Por si fuera poco, este nuevo
estilo de vida, al que llamamos “progreso”, tiene otros efectos colaterales,
contrarios a cualquier actividad intelectual. El Ministerio de Sanidad reconoce
que la cuarta parte de los jóvenes españoles juguetean con la droga y el
alcohol de forma irresponsable. Y nos consta que las consultas de niños y
adolescentes a psicólogos y psiquiatras aumentan en la misma proporción que las
rupturas familiares.
Apague y lea
¿Qué podemos hacer? “Apague y lea” –como titulaba Sánchez Dragó
una de sus columnas– es un buen lema, pero no es fácil aplicarlo, pues ya no
estamos enchufados a un televisor, sino a una docena de sofisticados
cachivaches, que quizá sean las nuevas cadenas de los nuevos esclavos. Suelo
recomendar a mis alumnos menos facebook y más the face on the book, pero
solo consigo que sonrían.
Se ha dicho que quien siembra actos
recoge hábitos, y quien siembra hábitos cosecha su propio carácter
Felipe –el simpático y apático
amigo de Mafalda– estaba hace años en minoría. Hoy, por el contrario, Felipe
somos todos –niños, jóvenes y adultos–, inmersos en una nueva civilización que
–como señala Lipovetsky– ya no se dedica a vencer el deseo sino a exacerbarlo,
de manera que la obligación ha sido reemplazada por la seducción, el bienestar
se ha convertido en Dios, y la publicidad en su profeta.
Abotargados por la omnipresente
cultura del ocio y el exceso de pan y circo, no es extraño que nuestros jóvenes
padezcan la falta de voluntad de Felipe y la indiferencia desdeñosa de
Manolito, que se pregunta “a mí qué más me da saber si el Everest es navegable
o no”.
Una importancia absoluta
Sabemos que la adquisición de hábitos tiene una enorme
importancia educativa. Junto a la naturaleza biológica, que recibimos antes de
nacer, la educación nos brinda una segunda naturaleza: a base de repetir los
mismos actos, vamos tejiendo nuestro propio estilo de conducta, nuestro modo de
ser.
Pero la libertad nos ofrece la
doble posibilidad de lograr tanto una conducta digna y lógica, como una
conducta indigna y patológica. Así –dice Aristóteles– unos se hacen justos y
otros injustos, unos trabajadores y otros perezosos, responsables o irresponsables,
amables o violentos, veraces o mentirosos, reflexivos o precipitados,
constantes o inconstantes. En consecuencia, concluye el filósofo, “adquirir
desde jóvenes tales o cuales hábitos no tiene poca o mucha importancia: tiene
una importancia absoluta”.
Cualquier profesional de la
enseñanza sabe que estas palabras de Aristóteles están cargadas de razón. Al
igual que una golondrina no hace verano, un acto aislado no constituye un modo
de ser, pero su repetición bien puede lograrlo. Por eso se ha dicho que quien
siembra actos recoge hábitos, y quien siembra hábitos cosecha su propio
carácter.
En la tarea educativa interesan los
valores, pero mucho más las virtudes, porque éstas son la encarnación de
aquellos
Misteriosa incoherencia
Toda repetición supone, en mayor o menor grado, fuerza de
voluntad. Pero la voluntad –que lo fue todo durante siglos– tiene mala prensa
en una época que valora la libertad por encima de todo. Por eso conviene
recordar que una libertad sin voluntad constituye un divorcio nada
recomendable.
Si los hábitos positivos no
arraigan pronto, la personalidad del niño y del joven queda a merced de la ley
del gusto. Cuando Lázaro de Tormes se aficiona al vino, el astuto ciego a quien
servía sospechó y vigiló el jarro en las comidas. Pero el deseo ya había ganado
la batalla a la voluntad del chiquillo, quien reconoce con sencillez: “Yo, como
estaba hecho al vino, moría por él”.
La adquisición de hábitos tropieza
con otro obstáculo permanente: por una misteriosa incoherencia, ningún ser humano
es como a él le gustaría ser. “Veo lo mejor y lo apruebo –reconoce el poeta
Ovidio–, pero sigo lo peor”. No se trata de falta de libertad sino de falta de
fuerzas. Quien fuma cuando no quiere fumar, o no respeta el régimen de comida
que había decidido guardar, sabe que se contradice libremente.
Ese querer y no querer no tiene
otro tratamiento que el esfuerzo por vencer en cada caso. Esa debilidad
constitutiva hace necesario el entrenamiento de la voluntad. Y ese
entrenamiento supone esfuerzo, sacrificio, especialmente en sus comienzos.
Supone negarse o vencerse en los gustos y en las inclinaciones inmediatas, lo
cual sin duda es difícil, pero también gratificante.
La cultura del esfuerzo
Por vivir en una cultura del éxito, con devoción hacia los que
triunfan, conviene aclarar que la fuerza de voluntad no solo es necesaria para
el común de los mortales, sino también para los que triunfan, incluso para los
genios.
Demóstenes, el más brillante de los
oradores griegos, fue un niño huérfano y tartamudo, con dislalia y muy poca
voz. Beethoven compuso la Quinta Sinfonía casi sordo. Mozart compuso su Requiem
en el lecho de la muerte, afligido por grandes dolores. Dante escribió la Divina
comedia en el destierro y la pobreza, a lo largo de treinta años. La
mejor novela del mundo fue escrita por un hombre manco, que supo sobreponerse a
la pobreza y a la cárcel, a las humillaciones y a la infamia. Los ejemplos de
este estilo son innumerables, y ponen de manifiesto que el mundo avanza a
remolque de la gente que persevera en su empeño.
En España, la cultura del esfuerzo
tropieza, desde hace décadas, con el síndrome lúdico, introducido por políticos
y pedagogos que ignoran el gran consejo de Unamuno: “El que quiera enseñar
jugando, acabará jugando a enseñar”. Nuestro síndrome lúdico, reacio a la
exigencia y al esfuerzo, es reforzado por algunas señas de identidad de nuestra
sociedad. Si para los políticos solo somos votantes –nunca personas–, para la
economía capitalista somos consumidores, a ser posible consumidos por el consumo,
y cuanto antes.
Por ello, no nos extraña que entre
nosotros proliferen tipos humanos adolescentes, compulsivos, poco dados a la
reflexión, con alergia a la responsabilidad. Al hablar de tipos adolescentes no
me refiero solamente a los jóvenes. Mercedes Ruiz Paz, en su magnífico ensayo Los
límites de la educación, tal vez pone el dedo en la auténtica llaga cuando
nos dice que en nuestro país, unos millones de adolescentes de 13 a 18 años
están siendo educados por otros adolescentes de 30 a 40 años.
Valores convertidos en virtudes
La cristalización de un hábito positivo produce una virtud. Por
el contrario, si lo que arraiga es un hábito negativo, lo que tendremos es un
vicio, como hemos visto en el Lazarillo. De ahí la importancia absoluta de la
buena educación, pues lo que está en juego es la persona: su conducta lógica o
patológica en el futuro, su vida lograda o malograda. Cervantes dedica este
elogio a los profesores del colegio donde muy probablemente estudió:.
“Recibí gusto de ver el amor, el término,
la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros
enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud,
porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que
juntamente con las letras les mostraban. Consideraba cómo los reñían con
suavidad, los castigaban con misericordia, los animaban con ejemplos, los
incitaban con premios y los sobrellevaban con cordura, y, finalmente, cómo les
pintaban la fealdad y horror de los vicios, y les dibujaban la hermosura de las
virtudes, para que, aborrecidos ellos y amadas ellas, consiguiesen el fin para
que fueron criados”.
De acuerdo con Cervantes, podemos
añadir que en la tarea educativa nos interesan los valores, por supuesto. Pero
mucho más nos interesan las virtudes, porque éstas son la encarnación de
aquellos.
El paso de los valores a las
virtudes es el paso de la teoría del bien a la práctica del bien, y ese
tránsito se da por el puente de los hábitos. Con una acertada comparación,
Aristóteles dirá que no nos interesa saber en qué consiste la salud, sino estar
sanos. Si los valores no se convierten en virtudes, vender valores es vender
humo.
Esperando a San Benito
Pero nadie da lo que no tiene. Desde Platón sabemos que solo
puede educar en virtudes quien previamente es virtuoso, como “aquellos benditos
padres y maestros”, de quienes el escritor destaca su amor, su solicitud, sus
recursos pedagógicos, su criterio, su paciencia…
Y esto nos lleva a la certera
propuesta de MacIntyre: la urgencia de crear comunidades donde florezcan la
vida civil, moral e intelectual en medio de “las nuevas edades oscuras que ya
caen sobre nosotros. Pues si la tradición de las virtudes fue capaz de
sobrevivir a los horrores de las pasadas edades oscuras, no estamos enteramente
faltos de esperanza. Sin embargo, en nuestra época los bárbaros no esperan al
otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos hace algún tiempo. Y
nuestra falta de conciencia de ello, constituye parte de nuestra difícil
situación. No estamos esperando a Godot, sino a otro, sin duda muy diferente: a
San Benito”.
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