miércoles, 4 de junio de 2008

El velo pintado

De vez en cuando, pocas veces al año, pare ser sinceros, uno lee un libro, ve una película, o escucha una canción que le llegan al fondo del alma. Y es que el arte tiene ese poder: hacernos vivir con especial intensidad y lucidez aspectos concretos de la vida humana. Esto es más o menos lo que he sentido al ver “El velo pintado” (John Curran, 2006). Me gustaría hablar largo y tendido de ella, pero no puedo hacerlo aquí si no es resumiendo. Podría aplicarse a este film las palabras de Virgilio que cita Benedicto XVI en su primera Encíclica: “Omnia vincit amor” (el amor todo lo vence), y añade: “et nos cedamos amore”, rindámonos también nosotros al amor (Bucólicas, X). Claro que todo depende de lo que entendamos por amor, y en esta película se nos da una magnífica explicación de lo que es y lo que no es amor.

Me limitaré por el momento a citar gran parte de un excelente artículo de Ramiro Pelletero, Profesor de Teología en la Universidad de Navarra, pero prometo profundizar en el tema:

Esta película se basa en una novela que tiene el mismo título: “El velo pintado”, escrita por Somerset Maugham en 1925. Tras la portada de la novela aparece una frase misteriosa: “…El velo pintado al que quienes viven llaman Vida”. Pues bien, esa frase, que da el título al libro, pertenece a un soneto del poeta romántico inglés P.B. Shelley (1792-1822). En el soneto se dice que tras el velo de las apariencias, la vida no esconde amor, sino sólo miedo y oscuridad. Pero en la novela de Maugham, tras el velo de la vida y del amor se puede descubrir un horizonte más profundo y cristiano. Esta novela se llevó al cine primero en 1934 (protagonizada por Greta Garbo) y por segunda vez en nuestros días.

Enfoquemos ahora la figura de Kitty, tal como se presenta y se desarrolla en la película. Ella lucha durante largo tiempo por arrancarse el velo que la encierra dentro de sí. Lo consigue cuando va descubriendo que puede ser útil a los que sufren. Al contacto con el dolor, el amor entre los esposos se purifica, también con el testimonio de las religiosas católicas que cuidan de los enfermos en nombre del Evangelio. Kitty aparece así como una nueva Verónica (=verdadero rostro), la mujer que en la devoción cristiana del viacrucis interviene (aunque no se cita en el Evangelio) para enjugar el rostro doliente del Nazareno, y recibe a cambio la imagen de la Santa Faz en su lienzo. Emilia Pardo Bazán recreó esta figura de Berenice en un hermoso relato.

Kitty vence las meras conveniencias sociales (los respetos humanos) y se vence a sí misma para darse a los demás. Al abrir sus compuertas, ese corazón desvela su anhelo más profundo. “Da la cara” y en el velo de su vida queda impreso el “Rostro” del amor. En ella se cumple a la letra lo que Benedicto XVI explica en su primera encíclica: que en la perspectiva cristiana, el eros, sin destruirse, se transforma por el sacrificio en “ágape” y se diviniza, poniéndose a la altura del único Redentor; pues él ha redimido, de una vez por todas, el sentido del auténtico amor humano, especialmente el amor matrimonial.

John Henry Newman se fijaba en la sencillez del gesto de Verónica, que ayudó a Jesús con lo que podía en su situación. Romano Guardini descubre, en ese humilde servicio, el rostro regio, noble y libre del amor: dueño de sí, se libera del egoísmo y se hace capaz de ser útil a los demás, de aliviarles y consolarles, animarles y ayudarles. Para Urs von Balthasar, ese gesto representa la actitud fundamental del cristiano: porque lleva la imagen de Cristo en su corazón, es capaz de reconocerlo en sus hermanos que sufren.

Josemaría Escrivá dice que cuando un cristiano acepta a Jesús, nada puede detenerle: ni los respetos humanos, ni las pasiones, ni la soberbia, ni la soledad. Y Ernestina de Champourcin desea, a base de contemplar el rostro de Cristo, inundarse de su luz y su victoria.

Pocas semanas antes de ser elegido Papa, Joseph Ratzinger describe así a Verónica-Berenice: “En el rostro humano, lleno de sangre y heridas, ella ve el rostro de Dios y de su bondad, que nos acompaña también en el dolor más profundo”, y es que “sólo el amor nos permite reconocer a Dios, que es el amor mismo”. Casi treinta años antes, Karol Wojtyla había interpretado el gesto de Verónica evocando la parábola del juicio final, cuando muchos preguntarán: “Señor, ¿cuándo hemos hecho todo esto?” Y Jesús responderá: “Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis”. Por eso el Salvador imprimió sobre el lienzo su imagen, “como hace sobre todo acto de caridad”. Al traspasar el milenio, Juan Pablo II volvería sobre el mensaje del velo de Verónica: “Todo gesto de verdadero amor hacia el prójimo aumenta en quien lo realiza la semejanza con el Redentor del mundo”. Cristianos auténticos, como Teresa de Calcuta y Dorothy Day, fueron en nuestro tiempo Verónica, verdadero icono de la osadía cristiana.

1 comentario:

Noe dijo...

Extraordinario comentario. Gracias.