martes, 30 de junio de 2009

Diagnóstico cultural de nuestro tiempo

Alejandro Llano, Catedrático de Filosofía y Director del Instituto de Antropología y ética, Universidad de Navarra hace un clarificador "diagnóstico cultural del tiempo presente": Si se examinan las mentalidades y formas de vida que hoy imperan en Occidente, se detectan cuatro problemas de fondo que tiene que abordar la educación del hombre actual…

El relativismo, la concepción de los derechos humanos, la idea y práctica de la sexualidad, y el consumismo son cuestiones de las que nadie puede considerarse al margen. Ante las tendencias disolventes en estos terrenos, se presenta una oportunidad de ser rebeldes, para crear otros modos de pensar y de vivir más conformes con la dignidad de la persona.

Podemos considerar el relativismo cultural como el primer problema, el más profundo y abarcante, que ofrece hoy día relevancia intelectual. Como ha señalado Pierre Manent en su libro La ciudad del hombre, lo que se encuentra en la raíz del relativismo cultural es el abandono de la noción de naturaleza y, con ella, de la visión teleológica del hombre y de la entera realidad. Con mucho acierto, Pierre Manent sitúa en el siglo XVII la época en la que la humanidad europea se decide a echar por la borda de una buena vez la idea de naturaleza humana. Y el autor más representativo de esta operación ideológica no es otro que John Locke. Esto va unido a unas variaciones en el modo de vida que suponen el cambio de los parámetros comunitarios propios de la polis o de la civitas por otros, característicos de las sociedades modernas, en las que la clave relacional ya no es la amistad cívica sino el comercio.

El comercio no tiene patria ni aspiraciones de perfeccionamiento. Es una combinatoria anónima cuyo único propósito consiste en la mejora de las condiciones materiales de vida y, por decirlo de una manera que para Locke no es trivial, en el logro de la comodidad, del comfort. El comercio es defensivo, huidizo: no busca ya el vivir bien de los clásicos y cristianos, sino meramente el sobrevivir de la manera más placentera posible.

La vida buena, las humanidades, la religión, la cultura, se convierten entonces en una creación circunstancial e histórica del propio hombre. Y, por lo tanto, poseen un valor estrictamente relativo. A su vez, el modo comercial de vida –que sigue siendo el nuestro– fomenta la globalización, la movilidad de la población y, por lo tanto, el multiculturalismo, que viene a ofrecer en un solo golpe de vista el abigarramiento de las diferentes creencias, valoraciones, creaciones artísticas, gustos, preferencias o estructuras familiares.

Ética leve
En una situación de esta índole, la virtud fundamental es la tolerancia. Lejos de toda pretensión de superioridad o exclusivismo, cada cultura o religión debe concebirse a sí misma como una más entre otras. Lo contrario sería dogmatismo o fanatismo –eso que hoy día se llama fundamentalismo–, que es lo único que la tolerancia no debe tolerar.
Evidentemente, tal visión de la realidad social abre camino a una concepción minimalista, leve, light de la moralidad. Es la ética sin metafísica y, por los mismos motivos, un enfoque de la convivencia social que -por utilizar la expresión de John Rawls- se caracteriza por ser político, no metafísico. Como ya no se admite que haya una naturaleza –y tampoco, por ende, que haya cosas que sean según la naturaleza o contra la naturaleza–, la ética es exclusivamente procedimental o funcional: es la moral del buen funcionamiento.

Sin embargo, a la luz de lo acontecido en estos tres últimos siglos, cabe decir que “el funcionalismo no funciona”. El olvido de la naturaleza –que, por más que nos empeñemos en negarlo, sigue siendo nuestra manera fundamental de ser- lleva consigo un completo descoyuntamiento de la vida personal y social. Sin necesidad de echar cuentas de quebrantos y ganancias de este período, basta con fijarnos en la pérdida de sustancia moral característica de las sociedades actuales, en las que lo que empieza a ser problemático es justamente aquello que ante todo se pretendía, a saber, sobrevivir de una manera mínimamente digna.

La verdad es subversiva
Como moraleja de estas disquisiciones, puede servir la recomendación de una relectura de dos encíclicas que mutuamente se complementan y que presentan un extraordinario valor histórico en el fin del milenio: Veritatis splendor y Fides et ratio. Ambos documentos nos vienen a decir –el primero en clave práctica y el segundo en clave teórica– que lo más grave de esta época reside en la falta de un pensamiento que esté a la altura de los tiempos y de la condición humana.

Es la paradoja de un pensamiento que ha perdido su finalidad propia: la orientación de toda la vida hacia la verdad, como perfeccionamiento último del hombre. Es preciso que redescubramos la tremenda fuerza de la verdad, el interés absoluto de la verdad, el valor inalienable de la verdad. Como dice Leonardo Polo, la verdad no tiene sustituto útil, no se puede reemplazar por nada que resulte igualmente válido. Hoy día, decir la verdad siempre –sin componendas, cesiones o compromisos- es la estrategia subversiva por excelencia. Desde luego resulta peligrosa para quien la proclama, pero sobre todo es dañina para quien procura ocultarla por su puro y simple acallamiento, o por la relativización de algo que es en sí mismo absoluto.
El relativismo es un modo muy deficiente de pensar, que no resiste los primeros embates de una crítica mínimamente rigurosa. Constituye, más bien, un modo de no pensar, de acomodar la vida a las circunstancias inmediatas, sin estridencias, y dedicarse al consumo y al comfort.

Entender los derechos humanos
Por muy relativista que se sea, toda persona humana y toda sociedad necesitan un marco de referencia, algo en lo que confiar y en lo que creer. Pues bien, a la luz de lo dicho y de una cuidadosa exploración de nuestro entorno cultural, cabe advertir que las únicas referencias “políticamente correctas” son los derechos humanos. Expulsada por la puerta, la humana naturaleza vuelve a entrar por la ventana. ¿Qué podría significar el calificativo humanos que se une al sustantivo derechos sino aquello que es propio del hombre, que le corresponde por su propia esencia o naturaleza? Bien entendidos, los derechos humanos no son otra cosa que lo que antes se llamaba derecho natural o ley natural, sin entrar ahora en otras precisiones conceptuales. Y aquí nos encontramos con una pieza doctrinal, culturalmente acreditada, de la que cabe echar constantemente mano, no por oportunismo o táctica, sino justo por atenerse a la verdad del hombre que en tales derechos se expresa.

Ahora bien, sería ingenuo pensar que el sentido actualmente dominante de la expresión derechos humanos fuera justamente el de derecho natural o ley natural, por más revisiones y actualizaciones que se hagan de estos conceptos clásicos. En lo que podríamos llamar “semántica de los derechos humanos”, la acepción predominante en la modernidad no puede ser otra que la de unos atributos que -a falta de cualidades naturales- el hombre se da a sí mismo, como reivindicación de esa autonomía absoluta que le confiere precisamente el haberse librado de una naturaleza heterónoma. Así entendidos, los “derechos humanos” no admiten límite: siempre se pueden reivindicar derechos humanos “nuevos”, aunque ello suponga transgredir aquellos otros “viejos” y seguramente más fundamentales. En su acepción ideológica radicalizada, los llamados “derechos humanos” son esencialmente insolidarios: algo que alguien reivindica contra otro.

Es imprescindible ganar la “batalla retórica” de los derechos humanos; no permitir que deriven irreversiblemente hacia su versión individualista y agnóstica; abrir un camino cada vez más ancho a su versión cognitivista, es decir, aquella que se basa en la admisión de la capacidad que el hombre tiene para conocer su propia naturaleza.

Materialismo artificial
En el fondo de las graves confusiones con las que nos enfrentamos al doblar el cabo del milenio, se encuentra una concepción del mundo y del hombre que consiste en un materialismo cada vez más sofisticado y, por ello mismo, más radical. Ya nadie niega que haya esferas de la realidad que no responden a simples procesos físico-químicos, entre otras cosas porque se ha descubierto paso a paso que tales procesos nada tienen de simples, en el sentido de susceptibles de una explicación simplista. Lo que sucede es que, por más que haya evolucionado la ciencia contemporánea, en el fondo seguimos pensando que todo acaba por reducirse a materia y movimiento local, es decir, a un mecanismo que no se distingue esencialmente de los que el hombre mismo puede fabricar.

El ejemplo más profundo y más claro es el de nuestro propio conocimiento. La gran hazaña intelectual de Husserl y la fenomenología es haber demostrado, de manera invulnerable, que el conocimiento humano no consiste en los procesos psico-físicos de nuestra mente. Porque, en realidad, en la mente no hay procesos, sino actos. Y, en último término, porque no existe algo así como un recinto de internos fenómenos psíquicos –al que llamamos “mente”- que transcurrirían en paralelo a los externos fenómenos físicos.

Que no estoy exagerando demasiado es algo que se demuestra en los actuales debates sobre inteligencia artificial. En los laboratorios de las universidades norteamericanas ya constituye una especie de broma el animar a alguien a que pida una subvención pública o privada para llevar a cabo una investigación en inteligencia artificial, por la fundamental razón de que es un campo en el que se ha prometido mucho y no se ha producido casi nada. Y, sin embargo, cada vez está más extendida la idea de que nuestro cerebro es una especie de potentísimo ordenador, al cual se pueden reducir todos los procesos mentales.

Culto al cuerpo
¿A qué se debe que hayamos perdido lo que se podría llamar el “sentido del espíritu”, la convicción de que ahí reside la realidad verdadera, la fuerza más poderosa? Se debe a que se ha incorporado a nuestra visión del mundo el lema “la fuerza viene de abajo”, de la estructura material y básica, que condiciona la superestructura más o menos adjetiva y evanescente, donde acontecen los fenómenos de tipo cultural o “espiritual”, en un sentido completamente desvaído de esta última palabra. Pensar así equivale a ser marxista sin saberlo. Por eso produce cierta triste gracia ver cómo a materialistas resabiados se les llena la boca hablando de “la caída del muro de Berlín”: al fin y al cabo han tenido que recurrir a un hecho material y anecdótico (el derrumbamiento de una pared), para visualizar un evento histórico que está lejos de haberse resuelto de una vez por todas.

Decía Goethe, en el que se inspira Nietzsche y en general los “filósofos de la sospecha”: “gris es la ciencia y verde el árbol de la vida”. El espíritu es de un gris tristón y desvaído -”el último humo de una realidad que se apaga”, diría Nietzsche-, mientras que el cuerpo resplandece con sentimientos, emociones, perspectivas y visos siempre nuevos. El materialismo de esta época es, sobre todo, un corporalismo: culto al cuerpo. Corporalismos son, al cabo, la new age , la meditación trascendental, el yoga y demás orientalismos.
El auténtico “culto al espíritu” no puede separarse del culto a Dios: de lo contrario, degenera en corporalismos cada vez más ambiciosos, porque se acaban atribuyendo al cuerpo aquellas características del espíritu que todavía no se han disipado del todo. Como decía el San Josemaría Escrivá, es preciso materializar la vida sobrenatural, que es justamente lo contrario de “espiritualizar” la materia.

Esta es la clave: hay que afirmar, por todos los medios, la primacía del espíritu sobre la materia. Y este sentido de la realidad y eficacia del espíritu procede reincorporarlo a la vida diaria, al común vivir y sentir de las gentes, hasta en los detalles aparentemente más intrascendentes: desde decir “adiós” en lugar de “venga”, hasta redescubrir el profundo sentido espiritual de la alimentación humana; desde añadir “si Dios quiere” al formular un proyecto o previsión, hasta defender las tradiciones cristianas.

Sexualidad exhibicionista
Nada tiene de extraño que ese difuminado materialismo teórico desemboque en numerosas y variadas manifestaciones de materialismo práctico. La primera y más llamativa es la que deriva de la llamada “revolución sexual”, producto de las ideas de 1968 y de las técnicas anticonceptivas. Como ha señalado Fernando Inciarte, este es quizá el único ejemplo claro y delimitable de lo que el marxismo entiende por “revolución”: la transformación de unas condiciones materiales que genera un cambio moral y religioso, una mutación de las costumbres y los modos de vida. Se dirá que siempre ha habido disolución moral en el campo de la sexualidad. Pero lo que es un fenómeno del todo nuevo es el permisivismo completo en muchos ambientes, hasta llegar a la exaltación del sexo y la normalización social de las perversiones sexuales. La pérdida del pudor, del respeto al cuerpo propio y ajeno, de la vergüenza en exhibirlo ante propios y extraños es quizá el fenómeno moral más grave con el que nos enfrentamos en este fin de siglo.

Detrás de esta realidad social hay toda una labor de ejercicio de la “sospecha” intelectual que viene de muy atrás. Existe también una estrategia de seducción y perversión, desde la infancia hasta la vejez, que ha conducido a una penosa “sexualización” del arte y de la moda, por no hablar de la publicidad, el cine y, por supuesto, la televisión. Por debajo de estas manifestaciones se encuentra lo que antes llamaba “corporalismo”, culto al cuerpo, preocupación excesiva por la apariencia externa –causante de tantas anorexias–, por la salud, por la comida, por el descanso, etc.

Reeducar el gusto
Pero incluso en este terreno tan pantanoso resulta que hay lo que un colega mío llamó “límites invulnerables del ethos social”. Será difícil –por ejemplo– decir siempre la verdad, pero tampoco se puede llegar a mentir siempre o casi siempre, porque entonces la sociedad se disolvería. La corrupción sexual también registra efectos, por así decirlo, de rebote, que es preciso aprovechar con astucia de serpiente (no se me ocurre otro terreno más adecuado para aplicar tan olvidado mandato evangélico).

Ahora bien, el trabajo más eficaz es siempre el positivo. Por señalar una vía, apuntaría a la recuperación de los clásicos. De sus obras artísticas y literarias cabría decir justamente lo contrario de lo señalado en las producciones actuales: que es muy raro encontrarse con representaciones o relatos escabrosos (aunque nada se deja sin tratar con toda naturalidad: basta pensar en la Biblia, en El Quijote, en Shakespeare, ¡en Quevedo!, o en la serenidad de los desnudos que aparecen continuamente en la pintura y escultura clásicas). Se trata de una re-educación del gusto, es decir, de que llegue de nuevo a agradar lo bello y lo bueno, y a repeler o disgustar lo soez y desvergonzado. Y en este campo no es improcedente cultivar un sentido de la excelencia y hasta, si se me permite, una cierta discriminación.

El consumo, por último. Evidentemente, hay que consumir, porque de lo contrario uno se muere o malvive. Pero poner en el consumo el núcleo de la vida es una estrategia mortal. Los lujos de ayer se redefinen como necesidades de mañana, decía Daniel Bell en ese libro imprescindible que sigue siendo Las contradicciones culturales del capitalismo. Y si la economía actual exige la expansión indefinida del consumo, es que se trata de una economía mal pensada, humanamente deplorable.

Sobriedad, elegancia del espíritu
Y aquí entran de lleno las viejas virtudes morales, que ahora se están redescubriendo no sin cierto asombro. Solo con vivir la justicia distributivo se evitarían gran parte de los males del consumismo, que es una enfermedad social corrosiva y epidémica. De manera que la difusión de la labor de las ONGs asistenciales (y honradas), el fomento del voluntariado, la reivindicación del famoso 0,7% y la promoción de una cooperación internacional mucho más eficaz son acciones que van en la buena dirección. Se trata de llegar, por todos los medios posibles, a una situación en la que la riqueza común sea compatible con la austeridad personal, sin que los consabidos indicadores económicos hagan sonar sus apocalípticas señales de alarma. Como indica Schumacher en Lo pequeño es hermoso –otro libro de obligada relectura–, la virtud que hoy más necesitamos es la sobriedad. Y la sobriedad es la elegancia del espíritu.

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