domingo, 7 de junio de 2009

Nirvana o comunión

En un iteresante artículo del card. Ratzinger (1989) titulado "El Espíritu Santo y la Iglesia" (de "El resplandor de Dios en nuestro tiempo")

El Dios trinitario es el prototipo de la nueva humanidad unida, es el prototipo de la Iglesia, cuya palabra fundacional puede reconocerse en la oración de Jesús que pide al Padre «que sean uno, como nosotros somos uno» (—Jn 17,11.21 s). El Dios trino es la medida y el fundamento de la Iglesia. Ésta tiene que lograr que alcance su objetivo la palabra pronunciada por Dios el día de la creación: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, semejante a nosotros» (Gn 1,26). En ella, la humanidad, que en su desgarramiento se convirtió directamente en la contraimagen de Dios, debe volver a ser el Adán único, cuya imagen, al decir de los santos Padres, fue hecha añicos por el pecado y ahora yace dispersa en fragmentos. La medida divina del hombre debe aparecer nuevamente en ella: unidad «como nosotros somos uno». Así, la Trinidad, Dios mismo, es el prototipo de la Iglesia. Iglesia no significa el agregado de una idea adicional del hombre sino la puesta en camino del hombre hacia sí mismo. Y si el Espíritu Santo expresa y es la unidad de Dios, es entonces el verdadero y propio elemento vital de la Iglesia, en el que el enfrentamiento se reconcilia para ser comunidad y los trozos dispersos de Adán son recompuestos en la unidad.

Por eso la representación litúrgica del Espíritu Santo comienza con la celebración de la Trinidad. Esa celebración nos dice lo que es el Espíritu: nada en sí mismo que pueda colocarse junto a otra realidad, sino el misterio de que Dios, en el amor, es totalmente uno, pero que, como amor, es al mismo tiempo un frente a frente, es intercambio, comunidad. Y, desde la Trinidad, el Espíritu nos dice cuál es la idea de Dios sobre nosotros: unidad a imagen de Dios. Pero nos dice también que como hombres sólo podremos tener unidad si nos encontramos en una unidad más elevada, como en un tercero: sólo si somos uno en Dios podemos ser unidos entre nosotros. El camino al otro pasa por Dios; si no está presente este medio de nuestra unidad, permanecemos eternamente separados unos de otros por abismos que no hay buena voluntad que pueda superar.
Cualquiera que experimente con mente alerta su condición humana se da cuenta de que no estamos hablando de meras teorías teológicas. Tal vez sólo raras veces se hayan experimentado como en el siglo XX la inaccesibilidad última del otro, la imposibilidad de darse y de entenderse mutuamente de forma duradera. «Vivir significa estar solo; nadie conoce al otro; cada cual está solo»: así lo formula Hermann Hesse. Si hablo con el otro es como si se interpusiera entre nosotros una pared de vidrio opalino: nos vemos, pero no nos vemos; estamos cerca, pero no podemos acercarnos. Así expresaba Albert Camus la misma experiencia.

Pentecostés, la presencia del misterio trinitario en nuestro mundo humano, es la respuesta a esta experiencia. El Espíritu Santo tiene que ver con la pregunta humana fundamental: ¿cómo podemos llegar unos a otros? ¿Cómo puedo seguir siendo yo mismo, respetar la alteridad del otro y, a pesar de todo, salir del enrejado de la soledad y tocar al otro interiormente? Las religiones asiáticas respondieron a esta pregunta con la idea del nirvana: mientras exista el yo, eso no es posible, afirman ellas. El yo mismo es la prisión. Tengo que disolver el yo, dejar atrás la personalidad como prisión y como lugar de irredención, dejarme caer en la nada del verdadero todo. Salvación es des-devenir, y ese proceso debe ser ejercitado: el regreso a la nada, el abandono del yo como la única liberación verdadera y definitiva. Quien experimenta día tras día la carga del yo y la carga del tú puede entender la fascinación de un programa semejante. Pero ¿es realmente mejor la nada que el ser, la disolución de la persona que su plenitud?

Un mero activismo no es respuesta alguna a semejante fuga mística; por el contrario, la suscita. En efecto, todos los nuevos dispositivos que el activismo crea sólo se convierten en nuevas prisiones cuando el tú y el yo no se reconcilian. Pero el yo y el tú no pueden reconciliarse si el hombre sigue sin reconciliarse con su propio yo. ¿Y cómo podrá aceptar ese yo, el yo sediento y ávido, que grita reclamando amor, reclamando al tú, pero que al mismo tiempo se siente vulnerado, amenazado y coartado por el tú? Y a propósito, frente a la gran voluntad que anima a las religiones asiáticas, las técnicas modernas de la dinámica de grupos, de la reconciliación del hombre consigo mismo y con el tú, son sólo pobres soluciones sucedáneas, aun a pesar de sus sofisticadas artes. En ellas se dispone al yo y al tú para funcionar al mínimo, se los acostumbra a reglas a fin de percibirse lo menos posible y de no desgastarse en la mutua fricción. Su pasión divina se ve reducida a un par de instintos y el hombre es tratado como un aparato cuyo manual de instrucciones hay que conocer. Se intenta solucionar el problema de la condición humana negando en general al ser humano y tratándolo como un sistema de procesos que se atraviesan y que hay que aprender a dominar.

Ahora bien: ustedes me preguntarán qué tiene que ver todo esto con el Espíritu Santo y con la Iglesia. La respuesta es la siguiente: la alternativa cristiana al nirvana es la Trinidad, esa unidad última en que el frente a frente del yo y del tú no queda abolido sino que se integra en el Espíritu Santo. En Dios hay personas, y justamente así es Él la realización de una unidad última. Dios no ha creado la persona para que sea disuelta sino para que se abra a la totalidad de su altura y a su máxima profundidad, para que se abra hacia la dimensión donde el Espíritu Santo la envuelve y es la unidad de las personas separadas. Tal vez esto suene demasiado teórico, pero tenemos que intentar acercarnos paso a paso al programa de vida que contiene.

A este camino llegamos si recordamos una vez más el decurso de las celebraciones litúrgicas en la Iglesia oriental. Habíamos dicho que, después de la fiesta de la Trinidad el domingo de Pentecostés, se celebra el lunes la efusión del Espíritu Santo, la fundación de la Iglesia; y, al domingo siguiente, la fiesta de Todos los Santos. La comunidad de todos los santos es la humanidad configurada en unidad según el modelo de la Trinidad, la ciudad futura que ya está en proceso de surgimiento y que nosotros procuramos construir con nuestra vida. Es la imagen ideal de la Iglesia, situada, por decirlo así, al final de la semana en cuyo comienzo se encuentra la Iglesia terrena, que comenzó en el Cenáculo de Jerusalén. La Iglesia en el tiempo se extiende entre esa Iglesia del comienzo y la Iglesia del final, que ya se encuentra en crecimiento. En la tradición artística de Oriente, la Iglesia del comienzo, la Iglesia de Pentecostés, es el icono del Espíritu Santo. El Espíritu Santo se hace visible y representable en la Iglesia. Si Cristo es el icono del Padre, la imagen de Dios y, al mismo tiempo, la imagen del hombre, la Iglesia es la imagen del Espíritu Santo. A partir de ahí podemos entender qué es propiamente la Iglesia en lo más hondo de su esencia: la superación del límite entre el yo y el tú, la unificación de los hombres entre sí a través del trascenderse a sí mismos hacia el propio fundamento, hacia el amor eterno. La Iglesia es la incorporación de la humanidad en la modalidad de vida del Dios trinitario. Por eso, la Iglesia no es cuestión de un grupo, de un círculo de amigos; por eso no puede ser Iglesia nacional o identificarse con una raza o con una clase: si así es, tiene que ser católica, «reunir juntos a los hijos de Dios que estaban dispersos», como lo formula el Evangelio de san Juan (11,52).

La expresión del des-devenir que describe el proceso espiritual de las religiones asiáticas podrá resultar poco adecuada para representar el camino cristiano. Pero sí es correcto que ser cristiano implica una ruptura de abrirse y ser abierto al modo como tiene que sucederle al grano de trigo a fin de que, abriéndose, dé fruto. Llegar a ser cristiano es llegar a ser unido: los añicos de la imagen rota de Adán tienen que ser recompuestos. Ser cristiano no es una confirmación de sí mismo sino un ponerse en marcha hacia la gran unidad que abarca a la humanidad de todos los lugares y todos los tiempos. La llama del infinito anhelo no es extinguida sino alzada, de modo que se una con el fuego del Espíritu Santo. Por eso, la Iglesia no comienza como un club sino de forma católica: ya en su primer día habla en todas las lenguas, en las lenguas del orbe. La Iglesia fue universal antes de que diera origen a Iglesias locales. La Iglesia universal no es una federación de Iglesias locales sino su madre. La Iglesia universal dio a luz a las Iglesias particulares, y éstas sólo pueden seguir siendo Iglesia en la medida en que se desprendan constantemente de su particularidad y la trasciendan hacia el conjunto: solamente de ese modo, desde el conjunto, pueden ser icono del Espíritu Santo, que es la dinámica de la unidad.
Aun cuando hablemos de la Iglesia como icono del Espíritu Santo y hablemos de Él como Espíritu de unidad, no debemos perder de vista un rasgo llamativo de la historia de Pentecostés. Dice el relato de Pentecostés que las lenguas de fuego se dividieron y descendieron una sobre la cabeza de cada uno (Hch 2,3). El Espíritu Santo se da personalmente y a cada uno a su modo. Cristo asumió la naturaleza humana, aquello que nos une a todos, y desde ella nos une. Pero el Espíritu Santo se da a cada uno como persona; a través de Él, Cristo se torna respuesta personal para cada uno de nosotros. La unión de los hombres como tiene que suscitarla la Iglesia no sucede por la disolución de la persona sino por su plenitud, que significa apertura infinita. Por eso, a la constitución de la Iglesia pertenece por un lado el principio de la catolicidad: nadie actúa por mera voluntad o genialidad propia; cada uno tiene que actuar, hablar y pensar a partir de lo comunitario del nuevo nosotros de la Iglesia, que está en intercambio con el nosotros del Dios uno y trino.

Pero, justamente por eso, vale por el otro lado que nadie actúa sólo como representante de un grupo o de un sistema colectivo, sino que se encuentra en la responsabilidad personal de la conciencia abierta y purificada en la fe. La eliminación de la arbitrariedad y del egoísmo debería alcanzarse en la Iglesia no por medio de proporcionalidad de grupos e imposición de la mayoría, sino por la conciencia formada por la fe, que no se alimenta de lo propio sino de lo que se ha recibido en común en la fe. En sus discursos de despedida, el Señor describe la esencia del Espíritu Santo con estas palabras: Él «os guiará hacia la verdad plena, porque no hablará por cuenta propia, sino que dirá todo lo que él oye y os explicará lo que está por venir» (J n 16,13). Aquí, el Espíritu se torna en icono de la Iglesia. A través de la descripción del Espíritu Santo, el Señor aclara qué es la Iglesia y cómo debe vivir ésta para ser ella misma. Hablar y actuar cristianamente se realiza de este modo: nunca ser sólo yo mismo. Llegar a ser cristiano significa incorporar a la Iglesia toda en sí mismo o, mejor dicho, dejarse incorporar desde dentro en ella. Cuando hablo, pienso, actúo, lo hago como cristiano siempre en el conjunto y a partir del conjunto: de ese modo halla expresión el Espíritu y los hombres llegan al encuentro mutuo. Sólo llegarán al encuentro exterior si antes han llegado a un encuentro interior: si me he vuelto interiormente amplio, abierto y grande, si he recibido a los otros en mí mismo a través de mi comunión de fe y de amor con ellos, de modo que ya no estoy más solo sino que todo mi ser está marcado por esa comunión.

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