jueves, 18 de febrero de 2010

Libertad de inexpresión

Daniel Innerarity, en su apasionante ensayo filosófico « Libertad como pasión » hace una reivindicación insólita: la libertad de inexpresión.

«Palabras, palabras, palabras!» (Shakespeare)

En su denso pequeño libro «Libertad como pasión», Daniel Innerarity supera el reduccionismo de una libertad limitada a aspectos formales, a la capacidad de elección, comprada al precio de una perpetua indecisión. Las nuevas perspectivas que se están abriendo a la acción libre del hombre en tantos lugares del mundo hacen que nos encontremos en un momento privilegiado para pensar y vivir la libertad en toda su amplitud. Recogemos aquí unos párrafos con una reivindicación inusual: la «libertad de inexpresión»

En nuestra civilización el decir tiene más prestigio que el callar. Tanto tiempo reivindicando la libertad de expresión ha vuelto sospechosa la demanda de un derecho al silencio, como si se tratara de una coartada para imponer una nueva mordaza o de una excusa para esconder lo inconfesable. Pero es posible que la libertad de expresión se nos haya convertido en una inadvertida obligación de hablar. Y así, el político se ve forzado a improvisar una opinión acerca de un suceso sobre el que no ha tenido aún tiempo de reflexionar, al profesor no le está permitido contestar con un «no lo sé» a una pregunta arrojada contra sus inevitables ignorancias y a cualquier acusado se le aplica estrictamente el abstracto principio de que quien calla otorga. ¿No será quizás el momento de reivindicar una libertad de inexpresión? ¿Acaso no es el silencio una condición de esa libertad interior que se nos escapa a chorros en la locuacidad? ¿No estaremos sufriendo ya ese ajuste de cuentas contra toda palabra ociosa del que nos previene la biblia?

Antes había contestatarios; lo que hoy abunda son los contestadores. No me refiero a esos artilugios de gusto dudoso, sino a un tipo humano que prospera, sin escrúpulos a la hora de emitir su opinión, inasequible al desconcierto y rápido, fundamentalmente rápido. Imperturbable en su seguridad, sabe siempre qué es bueno o malo, conoce la verdad y desnuda la mentira, receta con seguridad lo beneficioso y nos advierte contra lo perjudicial. Las opiniones parecen ser tanto más claras e inequívocas cuanto menos idea se tiene del asunto en cuestión.

Pero todos los grandes espíritus que han saboreado las dimensiones más profundas de la libertad han vislumbrado alguna vez esa región apenas explorada donde la mudez construye un espacio de libertad que nos protege de una sutil intolerancia: de la obligación de decirlo todo y tener a punto para todo una opinión, disculpa o justificación. Sin este derecho a callar, no habría manera de defenderse en un mundo que cada vez se parece más a un escenario público en el que, sin lugar para lo privado y hostigada toda forma de pudor como si fuera una vulgar hipocresía, la escenificación es propiamente una «obscenificación» (no entiendo por qué el adjetivo < público» es peyorativo cuando califica a las mujeres e inocuo cuando se aplica a los hombres). En una civilización así, en la que todo está en venta, expuesto y desarmado, ofrecido a un destinatario genérico, parece que la libertad -para no quedar atrapada en sus exteriorizaciones- no tiene más remedio que buscar una amable trastienda y adoptar la forma de una ironía silenciosa. No hay verdadera virtud sin ironía, sin esa capacidad para guardar una cierta distancia respecto a sí mismo, sin la presencia constante de la propia finitud, para no tomarse demasiado en serio el cultivo de sí. Nietzsche vio muy bien que el hombre virtuoso ha de estar desprendido de la propia virtud. El irónico no es un cínico porque cree en el bien y la verdad, pero tampoco un dogmático satisfecho porque es consciente de que los valores no se realizan plenamente en la historia y de que la verdad no se deja decir totalmente.

Una de las manifestaciones más preocupantes de esta incontinencia verbal es el abuso de los superlativos. Hoy todo es super-, infinito y absolutamente, horrible, impresionante... Resulta que para decir que algo es bueno o malo no disponemos de expresiones más modestas. Es demasiado, una pasada. Y todo esto cuando acabábamos de convenir precisamente lo contrario: que todo -o casi todo, ¿qué más da?- depende, que no vale la pena discutir por un dios más o menos, ni enfrentar la biografía de tu madre a la de la mía, que estamos condicionados, que no hay que imponer nada a nadie, etcétera, etcétera, etcétera. Tengo la impresión de que a fuerza de tratar a las palabras como rameras, de apurar su sentido para describir una mediocre experiencia, hemos disparado la inflación lingüística, se nos ha estragado el gusto por la palabra exacta, la expresión ha muerto de _ síndrome del superlativo. Yo me pregunto: ¿nos quedará alguna palabra virgen, algún adjetivo preciso, cuando nos enfrentemos a una realidad que nos sorprenda y se nos aparezca el misterio bajo la forma de un demonio o de un ángel?

La libertad de inexpresión ha de ser reivindicada junto con la inexactitud. Lo que el verbalismo no parece comprender es que todo acto de habla es una acotación y, por tanto, una renuncia a decirlo todo en una expresión definitiva, que los silencios pertenecen a la misma sustancia de la sonoridad, que la palabra oculta mucho más de lo que desvela, que los silencios acotan los límites de lo expresado gracias a los cuales podemos reconocer su significación. La comunicación humana es imposible si no se dice nada, pero equívoca si se pretende agotar todo significado. Toda expresión precisa lo es tanto por lo que dice como por lo que sugiere, encubre, disimula, inventa o deja en la ambigüedad. Apenas una porción muy pequeña del discurso humano puede reclamar la veracidad escueta o el puro contenido informativo. Salvo en el ámbito estricto de las ciencias positivas, cualquier oración se encuentra rodeada por un campo denso, inconmensurable, de omisiones.

A los fanáticos del decir les parecerán un mero formalismo los eufemismos ceremoniosos de la negación, esa cortesía que tiene pudor a decir que no, que se ha liberado de la asfixiante obligación de decirlo todo a cualquiera y en cualquier momento. Esa amistad consigo mismo de la que habló Aristóteles no es necesariamente un narcisismo vacío, cuya única alternativa fuera la exteriorización total. El silencio oportuno forja la personalidad en el difícil equilibrio del decir y el callar. Desde Sócrates, el silencio ante la injusticia ha sido más elocuente que la verborrea de los acusadores. Lo que los sabios oficiales, Herodes y los torturadores que en el mundo han sido no soportan es la razón profunda y la insobornable dignidad del que calla. Unamuno advirtió la existencia de dos situaciones en las que no hay nada que decir: ante una verdad evidente y ante una absoluta sandez. Tener razón no depende de que otros nos la concedan. No hace falta ser un elitista para desconfiar por principio de las opiniones que encuentran una fácil acogida. Deberíamos ver en el aplauso mecánico y poco razonado un asentimiento superficial, mientras que las verdaderas convicciones sólo arraigan cuando se han abierto paso en medio de la dificultad. Lo que no es controvertido suele ser trivial. En ocasiones, la profundidad de una convicción es inversamente proporcional al número de razones que se esgrimen para defenderla. Y nunca puede deducirse del éxito persuasivo -tan azaroso, tan sometido a los vaivenes de la retórica- la validez de lo que se piensa, cree o vive. Para las opiniones, vale la pena seguir el agudo consejo de Nietzsche: «cuando una gran verdad triunfa en la plaza pública, piensa que una gran mentira ha combatido en su favor».

De nuestra intolerancia ante la inexpresión es buena prueba el hecho de que el silencio -en un ascensor, entre una conferencia y el coloquio posterior, tras una pregunta- se vive como cargado de tensión. Pero una sociedad sana necesita una serie de instituciones del silencio que economicen la palabra y el decir: el silencio puede ser manifestación ante lo innombrable, hay también silencios deontológicos, el beneficio procesal del silencio (válido para el inculpado, no para el testigo), el silencio soberano de las víctimas, el silencio estético previo a un concierto o el ritual en un templo...

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