martes, 26 de junio de 2018

Educación de la afectividad

Educación de la afectividad: el “control flexible”
por Antonio Malo
El pensamiento tiene como objeto el mundo no sólo en sus dimensiones técnica, práctica, teórica e ideal, sino también en sus dimensiones que conocemos como “inteligencia emocional”. Gracias a su capacidad de iluminar los diversos niveles personales, el pensamiento hace posible el control flexible del nivel tendencial-afectivo, poniendo así las bases de la integración de los diferentes niveles en una personalidad sana y madura.
La noción de control flexiblese opone a la tesis de la mayoría de los filósofos modernos, para quienes —según los diversos tipos de dualismo—, razón y afectividad tienen un origen radicalmente diverso, y también a la de los psicólogos conductistas, para quienes no hay distinción entre razón y afectividad, pues el hombre es sólo materia. Si para los seguidores del dualismo cartesiano el único control posible es de tipo rígido, para los conductistas no debe hablarse de control de la razón, sino sólo del uso, más o menos consciente, de modelos de comportamiento cuyo objetivo es la satisfacción de las necesidades biológicas del organismo.
El control flexible por parte de la razón se realiza a través del juicio racional. Para entender con profundidad el sentido de esta afirmación, es preciso darse cuenta de que la posibilidad de ejercer dicho control depende de la unidad de la persona. En efecto, razón y afectividad no tienen un origen opuesto ni diverso, como si nacieran de dos sujetos distintos, pues surgen de una sola persona: una sola e idéntica persona es quien siente determinadas inclinaciones, reflexiona sobre ellas, las valora y actúa en consecuencia. Que la persona y, por consiguiente, la personalidad sea una no significa que sea simple, pues, además de estar formada por diversos niveles, en ella existen inclinaciones que en sí no son racionales e, incluso, las hay contrarias al juicio de la razón. El problema consiste en saber cómo la razón puede influir en los niveles que en origen no son racionales.
Creo que la explicación es esta: la razón, cuya función práctica más importante es el juicio, puede influir en los afectos porque estos suponen siempre un juicio natural. Sin él, la razón no podría interpretar la afectividad ni valorarla de acuerdo con la totalidad de la persona y, por consiguiente, no podría corregirla cuando se opone a ella. Hay, por tanto, una continuidad o, por lo menos, puede haberla, entre el juicio natural característico de la afectividad y las diferentes funciones hermenéuticas de la razón.
a) La interpretación.Una de las funciones primarias de la razón consiste en interpretar la afectividad, es decir, captar el diverso significado de las vivencias afectivas. Para hacerlo, no basta la conciencia originaria de la vivencia (por ejemplo, sentir miedo), sino que es necesaria la reflexión, o sea la conciencia racional de lo que aparece en la vivencia; en el miedo, por ejemplo, sentir determinada realidad como peligrosa[1].
En los sentimientos corporales, de dolor, placer, etc. puede hablarse, desde un punto de vista vital, de la existencia de un significado positivo o negativo que se percibe sin reflexión, pues, por ejemplo, el dolor es experimentado de forma espontánea como contrario al vivir. La reflexión de la razón es necesaria, en cambio, para descubrir la causa de esos sentimientos corporales, para no dejarse dominar por ellos y, sobre todo, para poder valorar el significado personal del dolor y el placer. Al comienzo de la biografía de cada uno, la interpretación del placer y dolor es realizada por una razón ajena; normalmente, la de los padres; por ejemplo, ante el dolor del niño pequeño manifestado a través del llanto, gritos o señales corporales, las personas que cuidan de él tratarán de descubrir su causa para eliminarlo o paliarlo. Más adelante,  es el juicio de la propia razón el que induce a tomar un calmante que haga desaparecer el dolor o, por lo menos, disminuir su intensidad, o a aceptarlo e incluso amarlo cuando el dolor, valorado en la perspectiva de la persona en su totalidad, se ve —a la luz de la Revelación cristiana— como participación en el amor redentor de Cristo, que sufre y muere en la Cruz.
De todas formas, la experiencia del dolor como algo negativo, no es susceptible de error. Si alguien siente dolor, no sólo no puede dejar de sentirlo, sino que es informado de la existencia de algo en su organismo que se opone a la salud. La razón, pues, aunque es capaz de valorar el dolor en el conjunto de la persona, no puede modificar el significado vital del mismo.
Los sentimientos corporales no necesitan ser interpretados por la razón, mientras que deben serlo los ligados a la tendencia nutritiva, como el hambre o la sed, a la tendencia sexual, etc. Como ya se dijo, el hambre y la sed son sentimientos tendenciales interpretados originalmente por una razón ajena; gracias a ésta, el niño que por primera vez los experimenta es capaz de conferirles un significado determinado. La función de la interpretación no se agota en las primeras experiencias, sino que parece interiorizarse poco a poco hasta coincidir en cierto modo con el propio sentimiento, de tal forma que —una vez interiorizada— es muy difícil separar la interpretación del sentimiento  tendencial interpretado. Por ejemplo, cuando un adulto identifica determinados sentimientos como hambre, no es necesario que emita un juicio racional ulterior para saber que necesita comer. 
La necesidad de interpretar los sentimientos tendenciales depende del modo de ser de la subjetividad. En efecto, la subjetividad está capacitada para experimentar algo que todavía no conoce, pues, a través, del sentimiento de necesidad, el objeto que en parte puede satisfacerla es experimentado antes de ser poseído. Este modo de sentir la propia subjetividad, característico de los sentimientos tendenciales de hambre, sed, etc., demuestra que éstos pueden ser interpretados sólo por quien conoce el objeto de la necesidad, ya que en sí mismos los sentimientos indican sólo un tender de forma vaga y confusa  hacia algo que todavía no ha sido poseído[2].
Más compleja aún es la interpretación de los afectos en los estados de ánimo disposicional, como los celos, la envidia, el deseo desmesurado de estima, pues la oscuridad del afecto no depende sólo de su cercanía a lo somático, sino también de su relación con el yo. Los celos, por ejemplo, derivan de la envidia e implican por lo menos la existencia de tres personas; en efecto, los celos se refieren a algo propio (en sentido estricto, al objeto de nuestro amor) que nos ha sido arrebato por un rival o, por lo menos, tememos que éste nos lo pueda arrebatar. Para interpretar tales afectos de forma adecuada, es preciso estar dispuestos a admitir que el yo tiene determinadas inclinaciones que avergüenzan, lo que —si uno es sincero consigo mismo— significa valorarlas negativamente y, por consiguiente, empeñarse por modificarlas. En la función hermenéutica de la razón notamos el papel fundamental de la voluntad, que puede aceptar o rechazar una interpretación determinada.
En conclusión, la función interpretativa de la razón, aunque no es aplicable a los sentimientos corporales de dolor y placer, debe aplicarse a los demás tipos de afecto, pues implican siempre un juicio naturalrespecto de relación entre la subjetividad tendente y la realidad que ha de tenerse en cuenta. No porque el juicio natural de por sí sea conveniente a la persona, ya que de modo inmediato no se refiere a ella sino a las tendencias; sino porque normalmente le informa de algo importante para su existencia. Mediante la interpretación de ese juicio natural, la razón puede descubrir el origen de los sentimientos que están unidos a las tendencias y, sobre todo, el de los afectos más espirituales, en donde hay mayores posibilidades de error, lo cual es necesario si se desea integrarlos convenientemente antes de referirlos a la persona[3].
b) La valoración. Si en la interpretación se aplica la razón para captar el significado que tiene el sentimiento o el afecto, es decir, su significado tendencial, en la valoración se considera en cambio el aspecto personal de ese juicio natural. La razón, mediante la reflexión, no sólo determina cuál es la tendencia dinamizada, sino sobre todo establece una separación entre el yo sometido a la afección y la realidad a la que tiende, indicando cuando se debe o no seguir esa tendencia. 
En cierto sentido, mediante la valoración, el yo es objetivado y, por tanto,  separado de la relación contingente con una realidad precisa. La separación entre relación tendencial y persona, obrada por la razón, está en la base del juicio que esta emite o puede emitir, a la luz del conocimiento de sí y del fin elegido. Por eso, en la valoración del juicio natural, el bien o mal tendenciales hay que referirlos al bien o mal de la persona, teniendo en cuenta el futuro, sobre todo, la realización del propio proyecto existencial[4].
1. Valoración de los sentimientos corporales. El placer y el dolor deben ser valorados en cuanto placer o dolor de la persona. Los sentimientos de nuestra corporalidad —placer y dolor— no pueden ser ni rechazados como si no nos pertenecieran (como hicieron los estoicos y sus seguidores), ni considerados como el único fin del vivir (como han hecho, por ejemplo, los hedonistas de todos los tiempos). La información que los sentimientos corporales proporcionan es importante pues manifiestan una situación corporal determinada y, en el caso del placer y del dolor conectados a la posesión o separación del objeto al que se tiende, expresan también la satisfacción o insatisfacción de necesidades importantes para la vida del individuo y de la especie.
La valoración racional de tales sentimientos indica, sin embargo, el carácter parcial de los mismos, pues estos no reflejan la totalidad de la persona, sino sólo algunos aspectos de ella, por más importantes que sean. El papel de la razón consiste, por tanto, en buscar y encontrar el sentido personal de los sentimientos corporales. El dolor, por ejemplo, incluso cuando es fortísimo y persistente, no se identifica con la persona, ya que ésta puede distanciarse de él: asumirlo como algo con sentido personal, llegando incluso a aceptarlo y amarlo. 
El amor al dolor no significa eliminar el sentimiento corporal negativo, sino descubrir en él un significado que lo hace digno de la persona. Amar el dolor no equivale a ser masoquista pues, aunque parezca que éste otorga al dolor un sentido diferente del que normalmente se le da, tal sentido no va más allá de la esfera de la afectividad, clausurando así a la persona en el círculo dolor-placer. Un dolor cerrado en sí mismo, sin referencia a la alteridad, o abierto únicamente al placer, no puede ser integrado en la persona, que es esencialmente un ser en relación (como ya se dijo, la persona no existe nunca aislada: no hay persona, sino personas). Los sentimientos corporales debido a su inmediatez y a la carga de urgencia con que aparecen en la conciencia pueden parecer absolutos, pero no lo son, pues dejan en la oscuridad aspectos esenciales del ser humano, como la libertad. El dolor, como el placer, puede ser aceptado si se lo asume como un aspecto parcial, si bien real, de la persona[5].
2. Valoración de las emociones. La relación entre valoración racional y afectiva es todavía más necesaria en el caso de las emociones, pues el juicio natural de estas está más cercano a la razón, en cuanto que corresponde a una relación vital, concretamente a la relación de la subjetividad que tiende y la realidad. En la emoción, la subjetividad aparece siempre en una situación determinada, es decir, en un tipo de relación con la realidad: peligro, adversidad, deseo, confianza, etc. La imposibilidad de separar la subjetividad de su sentirseen una determinada circunstancia, muestra que las emociones contienen siempre la existencia de algo que es a la vez real y subjetivo, cierto convencimiento espontáneo. La valoración racional debe examinar ese convencimiento, así como si es correcto o no actuar de acuerdo con él. 
La emoción propone motivos para juzgar la realidad de un modo determinado y para actuar según ese juicio. Por eso, cuando no hay reflexión racional de esos motivos, el juicio natural no puede ser valorado. Un caso extremo de falta de reflexión se da en la emocionalización de la conciencia, cuando la pasión es de tal intensidad que ocupa completamente el horizonte de la conciencia[6].
La emocionalización es la causa de que la persona se adhiera completamente al juicio tendencial y, por tanto, considere como necesaria la acción a la que este se dirige. La emocionalización se produce en las pasiones violentas, mientras que es más difícil en los sentimientos estéticos, de deber, etc. por ser menos dependientes de la dinamización corporal. En condiciones normales, la emoción no impide la reflexión, pero, a través de la fuerza persuasiva del placer o de los motivos presentados por la emoción, puede influir en la voluntad y, por consiguiente, en la misma valoración. En efecto, cuanto mayor es el placer o la inclinación que se experimenta, más involucrada se halla la atención, dificultando así el juicio objetivo de la razón, que puede quedar obnubilado por completo[7].
Los motivos contenidos en las emociones, si bien pueden ser tomados como razones, o sea como explicaciones de nuestras valoraciones y acciones, por sí solos no corresponden a la valoración que la razón debe dar, pues ésta ha de tener en cuenta no sólo la operatividad de la persona sino también su entera existencia. La conexión de la emoción con la persona, a través de la valoración racional, implica que la emoción pueda ser interiorizada. Sin interiorización, las emociones serían eventos fugaces carentes de significado en la vida personal; algo semejante a una sucesión continua de imágenes sin relación y, existencialmente, indiferentes. Por eso, cuando por algún motivo falta interiorización en las emociones, la persona es incapaz de plantearse preguntas del tipo: “¿qué me sucede?”, “¿por qué me sucede?”, que manifiestan una relación íntima entre lo sucedido y el yo.
No todas las experiencias tienen la misma importancia para la persona: algunas son triviales e inconsistentes, por lo que apenas dejan huella en ella; otras, en cambio, resultan tan decisivas, que le fuerzan a revisar la propia escala de valores, creencias, aspiraciones y deseos. Mientras que en las primeras la interiorización espontánea es mínima, en las segundas es tan intensa que obligan a la persona a tomar decisiones con trascendencia, impulsándola en ocasiones a variar el rumbo de su vida.
3. Valoración de los sentimientos. Desde el punto de vista de los sentimientos, o sea de la afectividad más espiritual, la valoración racional cobra aún mayor importancia, sea porque consiente objetivar sentimientos a veces confusos, es decir, responder a preguntas sobre su origen y significado, sea porque permite educar los sentimientos, en particular los de deber, los remordimientos, el sentimiento de culpabilidad, etc. No se debe pretender, pues, la eliminación de esos sentimientos negativos por ser contrarios a la salud psíquica, sino que hay que tenerlos en cuenta, ya que manifiestan una constricción o un malestar causados por una exigencia real, una falta de integración personal, una actitud equivocada (entendida en sentido amplio: pensamientos, deseos, estados de ánimo disposicional, etc. inadecuados) o, incluso, un comportamiento inauténtico. Por otra parte, el yo no debe dejarse envolver e impregnar por sentimientos como la tristeza, el enfado y la desesperación por el mal realizado, sino que ha de reconocer lo que de negativo puede haber en algunas actitudes y disposiciones suyas, intentando rectificarlas. De este modo, se evitan los trastornos psíquicos ocasionados por un remordimiento obsesivo, que puede conducir a la depresión. No hay que confundir el dolor y el remordimiento que nacen de reconocer el daño causado a otro, con la obsesión, desencadenada por la pérdida de la imagen positiva de sí que el yo o los demás tienen. El dolor posee un significado positivo cuando conduce a la rectificación, a cambiar las actitudes que están en el origen del daño producido; en cambio, cuando el dolor no se controla puede paralizar la vida psíquica impidiendo cualquier acción positiva, pues continuamente tiende a presentar a la conciencia el mal realizado, agobiando al sujeto y reduciendo su energía y esperanza.
Para que la valoración racional del sentimiento sea adecuada, la razón debe juzgar ante todo si hay relación entre el juicio natural espontáneo de la realidad y la valoración racional que se hace de ella cuando no se está ya bajo el influjo del afecto. Si la situación en que se encuentra el hombre es objetivamente tal que debe ser juzgada como dolorosa, la tristeza —lejos de ser un sentimiento destructivo— ayuda en la construcción de la estructura de la personalidad. Se comprende, entonces, porque no sentirse triste por la muerte de una persona querida no es algo positivo, sino negativo, ya que manifiesta falta de amor e insensibilidad. Por otro lado, la valoración de la razón resulta imprescindible para moderar el sentimiento: como este no es capaz de encontrar por sí solo el justo medio, por ejemplo, entre la indiferencia y la desesperación, corresponde a la persona la tarea de regularlo a través de las virtudes o hábitos que dependen de la razón práctica y de una buena voluntad.
La distinción entre el significado del afecto en sí y el valor que tiene en la estructura de la personalidad es esencial para una buena educación de la afectividad, pues en cada afecto hay un juicio natural de la realidad que corresponde a un modo determinado de referirse a esta. Es necesario descubrir la tendencia que conduce a juzgar la realidad como positiva o negativa, alcanzable o inalcanzable, adecuada o inadecuada, para examinar después si se trata de un juicio que puede y debe ser aceptado por la persona.
c) La rectificación. Si el juicio natural de las emociones permite captar los valores existenciales (útil, nocivo, posible, imposible, etc.), y el de los sentimientos los demás valores —como la verdad, la belleza, el bien moral, etc.—, la valoración racional de esos juicios consiente integrar los afectos en la persona, corrigiéndolos y educándolos. De hecho, para que se eficaz, la valoración racional de los afectos y de sus acciones correspondientes, que —en sí o en determinadas circunstancias— son contrarias a la personalidad madura, debe ir acompañada por la rectificación de actitudes, disposiciones y motivos que conducen a valorar y actuar según dichos afectos. 
A veces, no puede ser uno mismo quien rectifique los propios afectos, pues en algunos de ellos la misma valoración objetiva y, por consiguiente, la posibilidad misma de rectificar se ven impedidas. Así ocurre, por ejemplo, con el juicio del escrupuloso. En efecto, puesto que el escrupuloso experimenta sentimientos de duda, de culpabilidad, etc. ante una supuesta falta moral, religiosa, etc. que en realidad no existe, su juicio ha de ser corregido con la ayuda de una razón ajena que le haga ver la inconsistencia y lo infundado de esos sentimientos.
Algo semejante sucede con los estados de ánimo que dependen del temperamento o de trastornos psicofísicos (depresión, angustia, etc.), que impiden también una relación real con el mundo, siendo causa de valoraciones que, a pesar de carecer de objetividad, son consideradas verdaderas por la persona afectada. Esos estados de ánimo, que deben ser inmediatamente corregidos si no se quiere caer en el círculo vicioso de la negación (la depresión alimenta pensamientos, recuerdos y expectativas negativos, que aumentan los efectos depresivos), son por otro lado los más difíciles de rectificar. En efecto, la persona deprimida, para curarse, debe estar dispuesta a soportar un sufrimiento especial, pues ha de valorar y realizar acciones que están en total contradicción con lo que siente, pero sólo de este modo conseguirá romper el círculo vicioso en que se encuentra[8].
La rectificación es muy importante en el caso de las valoraciones y acciones realizadas bajo el influjo de las emociones. En condiciones normales, la razón valora el juicio natural (el fenómeno de la emocionalización de la conciencia es una excepción), pero, a veces, por determinados motivos no logra valorarlo correctamente. Esto ocurre, por ejemplo, cuando el deseo, el placer o cualquier otro afecto es presentado ante la voluntad como un motivo suficiente para actuar. A través de la reflexión o de la corrección de otra persona, la razón puede caer en la cuenta de su error.
En conclusión, la interpretación, la valoración y la rectificación de los afectos no dependen por tanto del juicio tendencial, sino del juicio racional que, además de examinar si los juicios elaborados se adecúan a la persona, debe juzgar si la posibilidad de actuar contenida en ellos, por lo menos, como motivo, se halla en sintonía con los actos humanos, es decir, con aquellos actos en los que hay consentimiento y voluntariedad. El juicio racional no es, pues, solipsista ni monológico, sino un juicio que  ha madurado en el contexto de los actos de las demás personas y de las normas, costumbres y leyes.  
El ejercicio del juicio racional no debe considerarse —con terminología tomada en préstamo del psicoanálisis— como constricción de unsuper-egoindividual o colectivo que, posteriormente, es interiorizado. Tal tipo de constricción ciertamente es posible y da lugar, como ha revelado esta escuela, a diversas neurosis: la afectividad puede estar enmascarada bajo acciones opuestas, reprimida, sublimada, etc. Sin embargo, las neurosis, por implicar el dominio tiránico de una racionalidad extraña y contraria a la propia, son un fenómeno patológico. La racionalidad ajena (de los padres y educadores), en cambio, lejos de ser alienante, es necesaria para que pueda desarrollarse la propia racionalidad. Cuando la racionalidad humana desempeña bien su función permitiendo a la persona el dominio político de los diversos niveles que la constituyen, los traumas y las neurosis no se producen, ya que es una y la misma persona la que experimenta el afecto, lo objetiva con el juicio natural, lo refiere a sí misma y actúa libremente. Por eso, la libertad humana no se reduce —en contra de la tesis de Minsky— a elegir metas de carácter secundario (las de carácter primario, según este psicólogo, se hallanfuera de nuestra elección por depender de modelos a los que estamos ligados de forma afectiva), sino que es capaz de elegir una meta última, es decir, un fin para la propia vida. La capacidad del hombre de no estar necesariamente ligado a la afectividad se funda en la trascendencia de la razón-voluntad respecto del juicio natural[9].
En definitiva, la interpretación, la valoración y la rectificación efectuadas por la razón no destruyen la afectividad ni se oponen a ella, sino que la encuadran en un contexto de mayor amplitud, el de la persona. A través de la valoración racional del afecto, no sólo no se percibe a la persona determinada necesariamente por la circunstancia, sino que se considera esta última a partir de la persona. 



[1]Arnold distingue entre dos niveles de valoración en las emociones de miedo e ira: la primera (en el nivel cortical) es inmediata (no razonada); la segunda, razonada, es un sentimiento secundario: me siento atemorizado (vid. M. B. ArnoldEmotion and  personality, Columbia University Press, New York 1960).
[2]Cfr A. Millan PuellesLa estructura de la Subjetividad, Rialp, Madrid 1976pp. 22-25.
[3]La importancia de la interpretación y reinterpretación de las emociones de cara a un mejor desarrollo del pensamiento ha sido indicada por M. y O. EhrenbergCómo desarrollar una máxima capacidad cerebral: Un programa total para incrementar su inteligencia, Edad, Madrid 1996, p. 237.
[4]Vid. H. Thomae,Dinamica della decisione umana, LAS, Roma 1964.
[5]Una explicación profunda del valor existencial del dolor se halla en V. E. Frankl,El hombre doliente: fundamentos antropológicos de la psicoterapiaHerder, Barcelona 1987.
[6]«Un tipo de fenómeno límite es, aquí, la emocionalización de la conciencia, donde el exceso de emoción parece destruir la conciencia y la capacidad ligada a ésta de una normal experiencia vivida» (K. WojtylaOsoba i czyn-Persona e atto, G. Reale y T. Styczen (editores), Bompiani Testi a fronte, Milano 2001, pp. 581)
[7]Cfr. S. Th., I-II, q. 33, a. 3.
[8]Sobre las emociones negativas y sus efectos en los diferentes procesos mentales y la conducta puede verse M. Lewis, J. M. HavilandHandbook of Emotions, Guilford, New York 1993.
[9]Para una visión de conjunto de las diferentes teorías de la personalidad véase H. Franta, Psicologia della personalità. Individualità e formazione integrale, LAS, Roma 1982.

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