¿Hay mujeres más allá
del feminismo? De la lucha por la igualdad al transhumanismo /posthumanismo
María Caballero Wangüemert. Catedrática de Literatura
Hispanoamericana en la Universidad de Sevilla.
“Libertad
y autonomía, las dos marcas del ADN moderno, están detrás del imaginario
sentimental masculino y femenino”
En los dos últimos siglos, las mujeres han protagonizado una
auténtica revolución social de alcance incalculable a partir de sus
reivindicaciones en pro de la incorporación a la sociedad como ciudadanas: el
trabajo profesional remunerado y el derecho al voto al nivel de los varones han
sido la punta de lanza de un proceso que generó cambios a todos los niveles. Un
proceso aún abierto y en debate, con incidencias tanto en la esfera pública
como en la privada.
Un
fenómeno que muchos denominaron Feminismo en singular y que, a día de
hoy, es definitivamente plural. Y mucho más complejo de lo que ciertos medios
se empeñan en airear. Hay demasiada bibliografía redundante y simplificadora al
respecto. Y se repiten fórmulas cercanas al sufragismo decimonónico, al Segundo
sexo (1949), de Beauvoir, o a los movimientos sesentayochistas ya
trasnochados. Hoy se impone una revisión ponderada y “científica” de los Feminismos,
para superar el toque reduccionista del ambiente, a veces muy ideologizado, que
ha tocado fondo.
La
historia del proceso ha sido relatada. No en vano, la bibliografía crece día a
día, desde los volúmenes que recogen los
primeros manifiestos en pro del pensamiento igualitario y sus protagonistas
(Martín Gamero, 2002; Durán, 1993), hasta las antologías y estudios sobre el
feminismo español (Scandon, 2002; Vollendorf, 2005; Johnson y Zubiarre, 2012;
Caballé, 2013) y su lenta conquista de derechos. La reivindicación que aúna a
todos, más allá de las diferencias, es siempre la cultura, el derecho de la
mujer a formarse, el reconocimiento de su especificidad (Flecha, 1996; Montero,
2013). Ser personas es una cruzada contra la ignorancia ya en el periodismo y
la política del XIX. En realidad, desde siglos antiguos en que con algunas
excepciones como la famosa Christine de Pizan, laica y madre de familia, podría
hablarse de un protofeminismo conventual: paradójicamente la
investigación rescata los conventos como espacios de libertad y cultura
femenina, ligados a una visión cristiana de la historia, que puso en marcha
bibliotecas y universidades y practicó un humanismo de ese tenor (Anderson y
Zinser, 2007). Como también incide en “los orígenes ilustrados de la
vindicación igualitarista” (Beltrán et al., 2001) que devuelve a la
Europa de los salones y el prerromanticismo los orígenes de movimientos
emancipatorios, a partir de la reflexión filosófico/ política sobre la mujer.
Con algunas sorpresas poco a poco conocidas: por ejemplo, un Rousseau que excluye a las mujeres como sujeto de
ciudadanía, avalando la desigualdad “natural entre hombres y mujeres”.
Algoque remite al propio Aristóteles. Frente a él, la denominada “Ilustración
consecuente” (Condorcet, Stuart Mill, Mary Wollstonecraft…) atenta a
reivindicaciones que se articulan en torno al derecho a la educación, voto,
trabajo… y empeñada en el reconocimiento de la capacidad de elección racional
de los individuos, aplicada también a las mujeres en tanto que sujetos
racionales y autónomos.
Toda la bibliografía reitera, con matices y enfoques complementarios,
las conocidas tres olas de un feminismo
esencialmente positivo y necesario,
puesto que durante siglos, las mujeres de Occidente no fueron consideradas
plenamente humanas. Esta injusticia, que nos parece difícil de aceptar si
contemplamos desde el presente a los países de nuestro entorno, es desgraciadamente
todavía una realidad en muchas partes del mundo” (Vidal Rodà, 2015, p. 37).
Sobre ese mundo del patriarcado, tan maniqueo en su confrontación
del hombre (cultura) y la mujer (naturaleza), que olvida hasta qué punto…
“naturaleza y libertad se implican mutuamente y se reclaman necesariamente,
por lo que no hay contraposición entre naturaleza y cultura: la persona, para
desarrollar su naturaleza, incluso a nivel biológico, precisa la cultura”
(Llanes Bermejo, 2010, p. 63); hasta el punto de que no cabe una descripción de
la naturaleza humana que no asuma ya las categorías culturales y éticas… Sobre
ese mundo del patriarcado –decía- se abaten las famosas tres olas: el sufragismo
decimonónico, muy centrado en el voto y la educación femenina; el feminismo
de la igualdad, que teñirá el siglo XX de reivindicación sexual y
política, culminando en el 68; y una tercera ola, que se abre en los noventa
del pasado siglo, e intenta salir al paso de los desajustes provocados, con eslóganes
como ecofeminismo o feminismo de la diferencia.
En el
medio y a partir de los setenta, comienza a difundirse la ideología de género, hoy omnipresente en
el discurso antropológico, social, legal y político. Un nuevo paradigma que
disuelve la tradicional imagen del ser humano en cuanto persona, como
unidad sexuada (cuerpo y espíritu) que en la Europa cristiana tuvo su aval en
el doble relato de la creación del Génesis: varón y mujer serían dos modos distintos y complementarios de encarnar
ese “ser persona”. Así lo ha recordado Juan Pablo II en sus homilías sobre la
teología del cuerpo (1995) y en su Carta a las mujeres:
“Femineidad y masculinidad son entre sí complementarias no sólo desde el
punto de vista físico y psíquico, sino ontológico. Solo gracias a la
dualidad de lo masculino y de lo femenino, lo humano se realiza plenamente”
(1996, p. 38). E incluso -una afirmación fuerte- en cada unión conyugal “se
renueva, en cierto modo, el misterio de la creación en toda su profundidad
originaria y fuerza vital” (1995, p. 81). Ello supone que la masculinidad o
feminidad se extiende a todos los ámbitos de su ser: algo estudiado por la
ciencia en libros como Cerebro de mujer, cerebro de varón, de López
Moratalla (2009).
Por el
contrario, la ideología de género disocia sexo
(lo biológico) y género (la construcción cultural), y subvierte los roles
tradicionalmente asignados a hombres y mujeres. De modo que se
fragmenta, cae rota en pedazos esa imagen armónica en que ambos aspectos al
unísono conforman su identidad masculina o femenina, reflejo de la realidad antropológica del ser humano, que no es
solo biología ni solo cultura, sino una compleja integración de múltiples
factores.
El resultado no se hace esperar: si
el ser humano nace sexualmente neutro, su identidad sexual es un mero dato
anatómico sin trascendencia antropológica alguna… dependerá de la voluntad del
sujeto (Butler, 1990; Butler, 2003). Y la estructura dual masculino/
femenino pierde su razón de ser, suplantada por la homosexualidad, el
pansexualismo, lo queer… o lo transexual. Ahora, entre líneas se
desliza una propuesta muy fuerte, que rompe el modelo femenino de siglos
dependiente de la biología y las costumbres. Una propuesta que sopesa pros y
contras en libros como ¡Divinas! Modelos,
poder y mentiras, premio Anagrama de Ensayo 2015, en que su
autora considera la identidad femenina como un travesti, una percha de usar y
cambiar según intereses y situaciones. Para concluir con afirmaciones tan
arriesgadas como… “la existencia latente de un deseo colectivo de flexibilizar
la expresión personal de la identidad de género” (Soley-Beltran, 2015, p. 183).
¿No será, más bien –es la apuesta de Rocío Arana en su artículo sobre moda y
blogs-, que todavía existe un resto de sentido común en la sociedad y en
mujeres que se saben más que manipuladas y defienden la alteridad sexual
(Calvo Charro, 2013)? ¿Y que en absoluto puede hablarse de ese supuesto y
mayoritario “deseo transgenérico latente”, a pesar de que la publicidad y la
moda a partir del 2010 fuercen un cierto gusto por la denominada identidad
transversal en actuaciones puntuales y minoritarias como las del modelo Andrej
Pejic, que pasó de un campo de refugiados serbio a las portadas de Citizen
K travestido de mujer? ¿O la de Hari Nef, fichado por la agencia IMG Models
como primer modelo transexual? A este deseo de visibilizar personajes
transgenéricos se ha sumado recientemente el cine (La chica danesa, 2015,
T. Hooper).
Sea como fuere el alcance del asunto,
las consecuencias van mucho más lejos de la pretendida libertad sexual de hippies
y sesentayochistas. Desde hace décadas, la diferenciación sexual ha venido
soportando una progresiva erosión jurídica y sociocultural (Durán, 2007;
Elósegui, 2011). A largo plazo, de aquí arranca una revolución que culmina en
el transhumanismo y/ o posthumanismo:
la vida humana no es algo excepcional, puede manipularse tanto en la línea
de emanciparse cada vez más del cuerpo (lo biológico, la naturaleza), como en
la de ir construyendo híbridos entre el organismo y las máquinas (Cortina y
Serra, 2016). Ya en su día, el manifiesto Cyborg de Dora Haraway
(1985/2000) llevó a plantearse si existe una diferencia ontológica entre el
ser humano y la máquina; diferencia defendida por una mayoría. Y ya no estamos
hablando solo de mujeres, ni siquiera de hombres y mujeres…
El asunto es complejo y fascinante,
más allá de Matrix y otras imágenes a las que el cine nos ha ido
acostumbrando. De hecho, sigue generando debates y congresos como el que
recientemente coordinaron Albert Cortina y Miquel-Ángel Serra en la Universidad
internacional Menéndez Pelayo (UIMP), cuyas actas se publicaron bajo el título Humanidad.
Desafíos éticos de las tecnologías emergentes (2016). En este libro,
Cortina glosa y traduce el artículo “A history of transhumanist thought” (2005)
escrito por el filósofo Nick Bostrom, del grupo de Oxford, quien ha definido
transhumanismo como
un movimiento cultural, intelectual y científico que afirma el
deber moral de mejorar las capacidades físicas y cognitivas de la especie
humana, y aplicar al hombre las nuevas tecnologías, a fin de que se puedan
eliminar los aspectos no deseados y no necesarios de la condición humana: el
padecimiento, la enfermedad, el envejecimiento e, incluso, la condición mortal
(Cortina, 2016, p. 51) .
Relato que
apunta hacia una sociedad ideal, una nueva utopía; pero que oculta la búsqueda
de rendimiento en una sociedad capitalista, lo que conllevaría agresivas
desigualdades entre los seres humanos. El debate, a nivel ontológico y ético,
se plantea cuando las injerencias tecnológicas alteran la naturaleza más
íntima del ser humano, su propia identidad. ¿Es el hombre algo distinto a una
máquina? ¿Hasta qué punto tiene derecho a manipular a sus congéneres?
La liberalización de esta clase de
prácticas podría generar graves discriminaciones genéticas y biotecnológicas
entre grupos de seres humanos y la introducción de singularidades modificadas
biotecnológicamente, tanto en las personas como en otros seres vivos –vegetales
y animales- podría alterar la lógica y el equilibrio de los ecosistemas
(Torralba, 2016, p. 152).
Si he
sintetizado de modo abrupto esa empinada pendiente por la que parece irse
despeñando el ser humano (tanto varón como mujer) es para mostrar el talante y
las preocupaciones de quienes elaboramos este libro.
Porque
podría objetarse ¿no íbamos a abordar el debate siempre vigente de los derechos
femeninos, de la igualdad entre hombres y mujeres… y tantas otras cuestiones
que, en definitiva, es lo que se propusieron los diversos feminismos? Sí y no:
sí, pero eso es insuficiente para entender el calado del problema. Hay quien
opina (habrá muchas manos alzadas en contra) que, a comienzos del siglo XXI y
en la sociedad occidental, la mujer ya consiguió la igualdad “formal” (legal)
de oportunidades. Y exhiben logros como la feminización de las fuerzas armadas
en España (Álvarez Terán, 2014) ¿De verdad es así en nuestro privilegiado mundo
occidental, en cuyos márgenes nos estamos moviendo en este libro? “Hecha la
ley, hecha la trampa” –dice el viejo refrán-. Y por ello, tantas mujeres
hablan desde su experiencia de “trabas sutiles”, reiterando una y otra vez una
metáfora, ya manida pero en su origen transparente contra la que se estrellan
sus expectativas: ¿siguen funcionando los techos de cristal? Porque la ideología de
género partía del planteamiento maniqueo de que el poder lo sustentaba el
varón y la mujer reclamaba su parte del pastel. Y de ahí tantos estudios
sobre el asalto femenino al poder, la lenta incorporación de la mujer al
trabajo y los reajustes problemáticos que acarrea una vez conseguido, el
derecho al voto y otras “libertades” plasmadas en las sucesivas leyes Orgánicas
de Igualdad de los estados europeos, o en la labor de los Institutos de la Mujer,
siempre vigilantes. Por no hablar de que todavía en los 2000 se considera
necesario crear asociaciones como AMIT, Redes de género y otros medios de
seguir forzando los temibles techos de cristal.
¿Cuál es
el objetivo de tanta actividad? Visibilizar a la mujer en un mundo masculino. Porque, seamos
objetivos, el feminismo de igualdad permitió a la mujer acceder a un mundo
cuyas estructuras seculares eran masculinas. Y le dijo “adáptate”.
Beauvoir nos convenció de que para lograrlo, la maternidad era un lastre, una
cárcel. Lo cierto es que, desde la década del sesenta, los medios incluidos
cine (Casas, 2015) y literatura pusieron el dedo en la llaga: la insostenible
doble jornada laboral de unas mujeres obligadas a ser super womans y
cada vez más conscientes de lo que en otro libro denominé las trampas de la
emancipación (Caballero Wangüemert, 2012). En efecto, transcurridas varias
décadas, afloran las insatisfacciones, siempre paradójicas: por un lado, las
de quienes consideran fracasadas las pretensiones de la ideología de género,
una herramienta que se vendió como la panacea y ha quedado corta. Por otro,
las de ciertas
plataformas alternativas como la española de Profesionales por la Ética o la
Plataforma Global Women of The World Global Platform en contra de esta
ideología, “un nuevo dogma ideológico de la izquierda política”, a la
que acusan de desvirtuar la esencia femenina sin mostrar alternativas válidas,
y con unos lastres (violencia doméstica y otros) demasiado altos y en
progresión creciente.
Con objeto
de paliar tantos límites surgió el ecofeminismo, el feminismo de la diferencia que buscó y
sigue buscando una vía alternativa capaz de conciliar la especificidad femenina
con su integración profesional y social. No sin críticas por parte de las
viejas feministas de la igualdad que temen se trate de una involución, una
manera de encubrir la denominada “mística de la femineidad”, tan airadamente denunciada por
Friedman en los setenta. Más peligrosa e involucionista parece la vuelta a la
naturaleza representada por Puleo y otras ecofeministas (2011) que acaban
considerando los modelos animales como espejos de la realidad social.
¿Equiparar sus derechos a los de ciertos chimpancés? Para ese viaje no hubiera
necesitado alforjas, las alforjas de tantos siglos, una mujer incapaz de ilusionarse
con esa perspectiva (aunque los derechos animales sean prioritarios en nuestras
sociedades occidentales y el tema del ecologismo preocupe incluso a la
jerarquía de la Iglesia Católica: como testimonio, Laudato si (2015), en
que el Papa Francisco se suma al coro de las advertencias por el deterioro del
medio ambiente, no sin apostar después por una “ecología integral” que
salvaguarde al hombre, cumbre de la creación).
¿Hay
alternativas? ¿Tal vez solo construir un mundo de y para mujeres? ¿Hay mujeres
más allá de tantos feminismos? Y ¿qué papel deben jugar los varones en el siglo
XXI? La discusión está sobre el tapete… ¿No será que en la sociedad liberal,
altamente competitiva, la cuestión debería plantearse de otro modo, en otros
parámetros? Ya no tiene sentido, a pesar de su diversidad, enfrentar hombres y
mujeres, en una actitud maniquea cada vez más superada. Más bien, habría que
hablar de solteros y casados o, con más propiedad, de personas que tienen
obligaciones a su cargo o no. Porque ese ha sido el lastre de algunas mujeres
por herencia de siglos: la familia, la casa… Mientras que a la mujer se le siga
exigiendo implícitamente una doble tarea (en y fuera del hogar, con todo lo
que ello conlleva, no solo la maternidad), el asunto sigue abocado hacia un
callejón sin salida.
En esta
tesitura, el
modelo de corresponsabilidad social a partir de la “ética del cuidado”
(Aparisi), habitualmente asignada a lo femenino, se ofrece como un estrecho
pasillo hacia una nueva civilización. Todavía en pañales, titubeante,
tal vez sea un medio de armonizar trabajo y familia (en el sentido más amplio y
rompedor de ambos). Si hace tiempo se levantó la bandera de “lo privado es
público” tal vez también se pueda volver la oración por pasiva: “lo
público es privado”, e involucrar a agencias y estados. Hay quien se atrevió
con el desafío de que… “la mejor culminación del feminismo es un viaje de
destinos entrecruzados. El viaje de las mujeres al desempeño de los talentos en
la vida social, y el
viaje de la incorporación de los hombres a las tareas del cuidado”
(Vidal Rodà, 2015, p. 129). El guante está lanzado… Y no vendría mal generar
toda una política de apoyos ahora que la crisis está impulsando a las mujeres a
dedicarle más tiempo a ese tipo de cuestiones, frente a un trabajo profesional
fuera del hogar escaso y mal pagado. Algo sobre lo que reflexionan mujeres como
la filósofa francesa Badinter, muy de moda como “disidente” de los viejos
feminismos (Abad).
El
propósito de este libro fue reunir un grupo de especialistas que abordara el
proceso de transformación de la mujer desde una doble perspectiva: la historia
(cuál ha sido la evolución del tema) y el momento actual: ¿hay mujeres más
allá del feminismo? ¿Hablamos de “mujer” o “mujeres”? ¿Por dónde van los
derroteros de los viejos feminismos? ¿Qué propuestas alternativas (nuevos
problemas, nuevos roles...) podrían hacerse? Y todo ello desde la filosofía,
la historia, la teología, la ciencia, la literatura, el cine, la moda… de modo
que el producto final de la investigación, un libro, se haga eco de la
pluralidad de voces femeninas (o masculinas), que reflexionan sobre mujer,
familia, sociedad… No con la pretensión de dar recetas, ni soluciones comunes
en la estela de los viejos esencialismos; sí con el deseo de iluminar nuevas
vías, convencidas de que el asunto lo merece.
Por ello,
la primera parte repasa históricamente el asalto a la universidad de la mujer
española en el primer tercio del siglo XX (Mercedes Montero) y la posterior
integración en estructuras como el Consejo Superior de Investigaciones
Científicas (Caballero), que representa un hito en la escalada femenina hacia
el trabajo y la visibilización social. En el medio recuerda mujeres escritoras
que, si bien de modo minoritario, desde el XVII hasta nuestro siglo
reivindicaron un lugar en la sociedad a través de su pluma (Oviedo).
La segunda
parte intenta bucear en el misterio femenino per se y en su figura en
sociedad: la identidad femenina desde la filosofía y en función de algunos cambios
en los modos de vida de la mujer que alcanzan a toda la condición humana
(Flamarique). Aborda, a continuación, la persona femenina desde la teología, a
partir de una pregunta que no deja de ser atrevida: si la mujer es y de qué
modo imagen de Dios (Castilla de Cortázar). Para continuar poniendo sobre el
tapete los modelos de discursos de género y el auge del modelo de la
corresponsabilidad (Aparisi), o la incidencia de un ecologismo personalista e
integral (Bel Bravo).
Por fin,
la última parte se hace eco de los medios: moda y blogs como modelos femeninos
en los que se plasman múltiples paradojas (Arana); el cine que muestra los
nuevos roles, la desintegración familiar pero también una nueva apuesta por ese
núcleo fundamental en la sociedad (Caballero)… o hasta qué punto es la lengua
o el uso lo que invisibiliza a la mujer (Márquez). Para terminar mostrando las
fisuras de los sucesivos feminismos en esa incipiente (o no tan incipiente)
cuarta ola de “disidentes y visionarias” (Abad).
Se imponen
los agradecimientos, en primer lugar al Consejo Superior de Investigaciones
Científicas en la persona de Alfonso Carrascosa, quien consideró el asunto de
suficiente entidad como para darle cabida en un órgano tan prestigioso como Arbor.
Y muy sinceramente a las colaboradoras, universitarias plurales, con
distintos perfiles y dedicaciones, pero comprometidas con la mujer y el hombre
contemporáneo en lo que es un reto apasionante: aportar su granito de arena
para construir la sociedad de hoy y del mañana.
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