miércoles, 28 de septiembre de 2016

Más allá del feminismo

 ¿Hay mujeres más allá del feminismo? De la lucha por la igualdad al transhumanismo /posthumanismo

María Caballero Wangüemert. Catedrática de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Sevilla.

“Libertad y autonomía, las dos marcas del ADN mo­derno, están detrás del imaginario sentimental mas­culino y femenino”


En los dos últimos siglos, las mujeres han protago­nizado una auténtica revolución social de alcance in­calculable a partir de sus reivindicaciones en pro de la incorporación a la sociedad como ciudadanas: el trabajo profesional remunerado y el derecho al voto al nivel de los varones han sido la punta de lanza de un proceso que generó cambios a todos los niveles. Un proceso aún abierto y en debate, con incidencias tanto en la esfera pública como en la privada.
Un fenómeno que muchos denominaron Feminismo en singular y que, a día de hoy, es definitivamente plu­ral. Y mucho más complejo de lo que ciertos medios se empeñan en airear. Hay demasiada bibliografía redundante y simplificadora al respecto. Y se repiten fórmulas cercanas al sufragismo decimonónico, al Se­gundo sexo (1949), de Beauvoir, o a los movimientos sesentayochistas ya trasnochados. Hoy se impone una revisión ponderada y “científica” de los Feminismos, para superar el toque reduccionista del ambiente, a veces muy ideologizado, que ha tocado fondo.

La historia del proceso ha sido relatada. No en vano, la bibliografía crece día a día, desde los volúme­nes que recogen los primeros manifiestos en pro del pensamiento igualitario y sus protagonistas (Martín Gamero, 2002; Durán, 1993), hasta las antologías y estudios sobre el feminismo español (Scandon, 2002; Vollendorf, 2005; Johnson y Zubiarre, 2012; Caballé, 2013) y su lenta conquista de derechos. La reivindica­ción que aúna a todos, más allá de las diferencias, es siempre la cultura, el derecho de la mujer a formarse, el reconocimiento de su especificidad (Flecha, 1996; Montero, 2013). Ser personas es una cruzada contra la ignorancia ya en el periodismo y la política del XIX. En realidad, desde siglos antiguos en que con algunas excepciones como la famosa Christine de Pizan, laica y madre de familia, podría hablarse de un protofemi­nismo conventual: paradójicamente la investigación rescata los conventos como espacios de libertad y cultura femenina, ligados a una visión cristiana de la historia, que puso en marcha bibliotecas y universida­des y practicó un humanismo de ese tenor (Anderson y Zinser, 2007). Como también incide en “los oríge­nes ilustrados de la vindicación igualitarista” (Beltrán et al., 2001) que devuelve a la Europa de los salones y el prerromanticismo los orígenes de movimientos emancipatorios, a partir de la reflexión filosófico/ polí­tica sobre la mujer. Con algunas sorpresas poco a poco conocidas: por ejemplo, un Rousseau que excluye a las mujeres como sujeto de ciudadanía, avalando la desigualdad “natural entre hombres y mujeres”. Algoque remite al propio Aristóteles. Frente a él, la deno­minada “Ilustración consecuente” (Condorcet, Stuart Mill, Mary Wollstonecraft…) atenta a reivindicaciones que se articulan en torno al derecho a la educación, voto, trabajo… y empeñada en el reconocimiento de la capacidad de elección racional de los individuos, aplicada también a las mujeres en tanto que sujetos racionales y autónomos.

Toda la bibliografía reitera, con matices y enfoques com­plementarios, las conocidas tres olas de un feminismo
esencialmente positivo y necesario, puesto que du­rante siglos, las mujeres de Occidente no fueron con­sideradas plenamente humanas. Esta injusticia, que nos parece difícil de aceptar si contemplamos desde el presente a los países de nuestro entorno, es des­graciadamente todavía una realidad en muchas par­tes del mundo” (Vidal Rodà, 2015, p. 37).
Sobre ese mundo del patriarcado, tan maniqueo en su confrontación del hombre (cultura) y la mujer (naturaleza), que olvida hasta qué punto… “naturaleza y libertad se implican mutuamente y se reclaman ne­cesariamente, por lo que no hay contraposición entre naturaleza y cultura: la persona, para desarrollar su naturaleza, incluso a nivel biológico, precisa la cultura” (Llanes Bermejo, 2010, p. 63); hasta el punto de que no cabe una descripción de la naturaleza humana que no asuma ya las categorías culturales y éticas… Sobre ese mundo del patriarcado –decía- se abaten las famosas tres olas: el sufragismo decimonónico, muy centrado en el voto y la educación femenina; el feminismo de la igualdad, que teñirá el siglo XX de reivindicación se­xual y política, culminando en el 68; y una tercera ola, que se abre en los noventa del pasado siglo, e intenta salir al paso de los desajustes provocados, con eslóga­nes como ecofeminismo o feminismo de la diferencia.

En el medio y a partir de los setenta, comienza a difundirse la ideología de género, hoy omnipresente en el discurso antropológico, social, legal y político. Un nuevo paradigma que disuelve la tradicional ima­gen del ser humano en cuanto persona, como unidad sexuada (cuerpo y espíritu) que en la Europa cristia­na tuvo su aval en el doble relato de la creación del Génesis: varón y mujer serían dos modos distintos y complementarios de encarnar ese “ser persona”. Así lo ha recordado Juan Pablo II en sus homilías sobre la teología del cuerpo (1995) y en su Carta a las mu­jeres: “Femineidad y masculinidad son entre sí com­plementarias no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino ontológico. Solo gracias a la dualidad de lo masculino y de lo femenino, lo humano se realiza plenamente” (1996, p. 38). E incluso -una afirmación fuerte- en cada unión conyugal “se renueva, en cierto modo, el misterio de la creación en toda su profundi­dad originaria y fuerza vital” (1995, p. 81). Ello supone que la masculinidad o feminidad se extiende a todos los ámbitos de su ser: algo estudiado por la ciencia en libros como Cerebro de mujer, cerebro de varón, de López Moratalla (2009).

Por el contrario, la ideología de género disocia sexo (lo biológico) y género (la construcción cultural), y subvierte los roles tradicionalmente asignados a hom­bres y mujeres. De modo que se fragmenta, cae rota en pedazos esa imagen armónica en que ambos as­pectos al unísono conforman su identidad masculina o femenina, reflejo de la realidad antropológica del ser humano, que no es solo biología ni solo cultura, sino una compleja integración de múltiples factores.
El resultado no se hace esperar: si el ser humano nace sexualmente neutro, su identidad sexual es un mero dato anatómico sin trascendencia antropológica algu­na… dependerá de la voluntad del sujeto (Butler, 1990; Butler, 2003). Y la estructura dual masculino/ femenino pierde su razón de ser, suplantada por la homosexuali­dad, el pansexualismo, lo queer… o lo transexual. Aho­ra, entre líneas se desliza una propuesta muy fuerte, que rompe el modelo femenino de siglos dependiente de la biología y las costumbres. Una propuesta que so­pesa pros y contras en libros como ¡Divinas! Modelos, poder y mentiras, premio Anagrama de Ensayo 2015, en que su autora considera la identidad femenina como un travesti, una percha de usar y cambiar según intereses y situaciones. Para concluir con afirmaciones tan arriesgadas como… “la existencia latente de un de­seo colectivo de flexibilizar la expresión personal de la identidad de género” (Soley-Beltran, 2015, p. 183). ¿No será, más bien –es la apuesta de Rocío Arana en su artículo sobre moda y blogs-, que todavía existe un resto de sentido común en la sociedad y en mujeres que se saben más que manipuladas y defienden la alte­ridad sexual (Calvo Charro, 2013)? ¿Y que en absoluto puede hablarse de ese supuesto y mayoritario “deseo transgenérico latente”, a pesar de que la publicidad y la moda a partir del 2010 fuercen un cierto gusto por la denominada identidad transversal en actuaciones pun­tuales y minoritarias como las del modelo Andrej Pejic, que pasó de un campo de refugiados serbio a las porta­das de Citizen K travestido de mujer? ¿O la de Hari Nef, fichado por la agencia IMG Models como primer mo­delo transexual? A este deseo de visibilizar personajes transgenéricos se ha sumado recientemente el cine (La chica danesa, 2015, T. Hooper).

Sea como fuere el alcance del asunto, las conse­cuencias van mucho más lejos de la pretendida liber­tad sexual de hippies y sesentayochistas. Desde hace décadas, la diferenciación sexual ha venido sopor­tando una progresiva erosión jurídica y sociocultural (Durán, 2007; Elósegui, 2011). A largo plazo, de aquí arranca una revolución que culmina en el transhu­manismo y/ o posthumanismo: la vida humana no es algo excepcional, puede manipularse tanto en la línea de emanciparse cada vez más del cuerpo (lo bio­lógico, la naturaleza), como en la de ir construyendo híbridos entre el organismo y las máquinas (Cortina y Serra, 2016). Ya en su día, el manifiesto Cyborg de Dora Haraway (1985/2000) llevó a plantearse si exis­te una diferencia ontológica entre el ser humano y la máquina; diferencia defendida por una mayoría. Y ya no estamos hablando solo de mujeres, ni siquiera de hombres y mujeres…
El asunto es complejo y fascinante, más allá de Matrix y otras imágenes a las que el cine nos ha ido acostumbrando. De hecho, sigue generando debates y congresos como el que recientemente coordinaron Albert Cortina y Miquel-Ángel Serra en la Universidad internacional Menéndez Pelayo (UIMP), cuyas actas se publicaron bajo el título Humanidad. Desafíos éti­cos de las tecnologías emergentes (2016). En este li­bro, Cortina glosa y traduce el artículo “A history of transhumanist thought” (2005) escrito por el filósofo Nick Bostrom, del grupo de Oxford, quien ha definido transhumanismo como
un movimiento cultural, intelectual y científico que afirma el deber moral de mejorar las capacidades fí­sicas y cognitivas de la especie humana, y aplicar al hombre las nuevas tecnologías, a fin de que se pue­dan eliminar los aspectos no deseados y no necesa­rios de la condición humana: el padecimiento, la en­fermedad, el envejecimiento e, incluso, la condición mortal (Cortina, 2016, p. 51) .

Relato que apunta hacia una sociedad ideal, una nueva utopía; pero que oculta la búsqueda de rendi­miento en una sociedad capitalista, lo que conllevaría agresivas desigualdades entre los seres humanos. El debate, a nivel ontológico y ético, se plantea cuan­do las injerencias tecnológicas alteran la naturaleza más íntima del ser humano, su propia identidad. ¿Es el hombre algo distinto a una máquina? ¿Hasta qué punto tiene derecho a manipular a sus congéneres?
La liberalización de esta clase de prácticas podría ge­nerar graves discriminaciones genéticas y biotecnoló­gicas entre grupos de seres humanos y la introducción de singularidades modificadas biotecnológicamente, tanto en las personas como en otros seres vivos –ve­getales y animales- podría alterar la lógica y el equili­brio de los ecosistemas (Torralba, 2016, p. 152).

Si he sintetizado de modo abrupto esa empinada pendiente por la que parece irse despeñando el ser humano (tanto varón como mujer) es para mostrar el talante y las preocupaciones de quienes elaboramos este libro.
Porque podría objetarse ¿no íbamos a abordar el debate siempre vigente de los derechos femeninos, de la igualdad entre hombres y mujeres… y tantas otras cuestiones que, en definitiva, es lo que se pro­pusieron los diversos feminismos? Sí y no: sí, pero eso es insuficiente para entender el calado del problema. Hay quien opina (habrá muchas manos alzadas en contra) que, a comienzos del siglo XXI y en la sociedad occidental, la mujer ya consiguió la igualdad “formal” (legal) de oportunidades. Y exhiben logros como la fe­minización de las fuerzas armadas en España (Álvarez Terán, 2014) ¿De verdad es así en nuestro privilegiado mundo occidental, en cuyos márgenes nos estamos moviendo en este libro? “Hecha la ley, hecha la tram­pa” –dice el viejo refrán-. Y por ello, tantas mujeres hablan desde su experiencia de “trabas sutiles”, rei­terando una y otra vez una metáfora, ya manida pero en su origen transparente contra la que se estrellan sus expectativas: ¿siguen funcionando los techos de cristal? Porque la ideología de género partía del plan­teamiento maniqueo de que el poder lo sustentaba el varón y la mujer reclamaba su parte del pastel. Y de ahí tantos estudios sobre el asalto femenino al poder, la lenta incorporación de la mujer al trabajo y los rea­justes problemáticos que acarrea una vez conseguido, el derecho al voto y otras “libertades” plasmadas en las sucesivas leyes Orgánicas de Igualdad de los esta­dos europeos, o en la labor de los Institutos de la Mu­jer, siempre vigilantes. Por no hablar de que todavía en los 2000 se considera necesario crear asociaciones como AMIT, Redes de género y otros medios de seguir forzando los temibles techos de cristal.

¿Cuál es el objetivo de tanta actividad? Visibilizar a la mujer en un mundo masculino. Porque, seamos objeti­vos, el feminismo de igualdad permitió a la mujer acce­der a un mundo cuyas estructuras seculares eran mas­culinas. Y le dijo “adáptate”. Beauvoir nos convenció de que para lograrlo, la maternidad era un lastre, una cárcel. Lo cierto es que, desde la década del sesenta, los medios incluidos cine (Casas, 2015) y literatura pu­sieron el dedo en la llaga: la insostenible doble jornada laboral de unas mujeres obligadas a ser super womans y cada vez más conscientes de lo que en otro libro denominé las trampas de la emancipación (Caballero Wangüemert, 2012). En efecto, transcurridas varias décadas, afloran las insatisfacciones, siempre paradó­jicas: por un lado, las de quienes consideran fracasadas las pretensiones de la ideología de género, una herra­mienta que se vendió como la panacea y ha quedado corta. Por otro, las de ciertas plataformas alternativas como la española de Profesionales por la Ética o la Plataforma Global Women of The World Global Plat­form en contra de esta ideología, “un nuevo dogma ideológico de la izquierda política”, a la que acusan de desvirtuar la esencia femenina sin mostrar alternativas válidas, y con unos lastres (violencia doméstica y otros) demasiado altos y en progresión creciente.

Con objeto de paliar tantos límites surgió el ecofe­minismo, el feminismo de la diferencia que buscó y sigue buscando una vía alternativa capaz de conciliar la especificidad femenina con su integración profe­sional y social. No sin críticas por parte de las viejas feministas de la igualdad que temen se trate de una involución, una manera de encubrir la denominada “mística de la femineidad”, tan airadamente denun­ciada por Friedman en los setenta. Más peligrosa e involucionista parece la vuelta a la naturaleza repre­sentada por Puleo y otras ecofeministas (2011) que acaban considerando los modelos animales como es­pejos de la realidad social. ¿Equiparar sus derechos a los de ciertos chimpancés? Para ese viaje no hubiera necesitado alforjas, las alforjas de tantos siglos, una mujer incapaz de ilusionarse con esa perspectiva (aunque los derechos animales sean prioritarios en nuestras sociedades occidentales y el tema del eco­logismo preocupe incluso a la jerarquía de la Iglesia Católica: como testimonio, Laudato si (2015), en que el Papa Francisco se suma al coro de las advertencias por el deterioro del medio ambiente, no sin apostar después por una “ecología integral” que salvaguarde al hombre, cumbre de la creación).
¿Hay alternativas? ¿Tal vez solo construir un mundo de y para mujeres? ¿Hay mujeres más allá de tantos feminismos? Y ¿qué papel deben jugar los varones en el siglo XXI? La discusión está sobre el tapete… ¿No será que en la sociedad liberal, altamente compe­titiva, la cuestión debería plantearse de otro modo, en otros parámetros? Ya no tiene sentido, a pesar de su diversidad, enfrentar hombres y mujeres, en una actitud maniquea cada vez más superada. Más bien, habría que hablar de solteros y casados o, con más propiedad, de personas que tienen obligaciones a su cargo o no. Porque ese ha sido el lastre de algunas mujeres por herencia de siglos: la familia, la casa… Mientras que a la mujer se le siga exigiendo implícita­mente una doble tarea (en y fuera del hogar, con todo lo que ello conlleva, no solo la maternidad), el asunto sigue abocado hacia un callejón sin salida.
En esta tesitura, el modelo de corresponsabilidad social a partir de la “ética del cuidado” (Aparisi), ha­bitualmente asignada a lo femenino, se ofrece como un estrecho pasillo hacia una nueva civilización. Toda­vía en pañales, titubeante, tal vez sea un medio de armonizar trabajo y familia (en el sentido más amplio y rompedor de ambos). Si hace tiempo se levantó la bandera de “lo privado es público” tal vez también se pueda volver la oración por pasiva: “lo público es pri­vado”, e involucrar a agencias y estados. Hay quien se atrevió con el desafío de que… “la mejor culminación del feminismo es un viaje de destinos entrecruzados. El viaje de las mujeres al desempeño de los talentos en la vida social, y el viaje de la incorporación de los hombres a las tareas del cuidado” (Vidal Rodà, 2015, p. 129). El guante está lanzado… Y no vendría mal ge­nerar toda una política de apoyos ahora que la crisis está impulsando a las mujeres a dedicarle más tiempo a ese tipo de cuestiones, frente a un trabajo profesio­nal fuera del hogar escaso y mal pagado. Algo sobre lo que reflexionan mujeres como la filósofa francesa Badinter, muy de moda como “disidente” de los viejos feminismos (Abad).
El propósito de este libro fue reunir un grupo de especialistas que abordara el proceso de transfor­mación de la mujer desde una doble perspectiva: la historia (cuál ha sido la evolución del tema) y el mo­mento actual: ¿hay mujeres más allá del feminismo? ¿Hablamos de “mujer” o “mujeres”? ¿Por dónde van los derroteros de los viejos feminismos? ¿Qué pro­puestas alternativas (nuevos problemas, nuevos ro­les...) podrían hacerse? Y todo ello desde la filosofía, la historia, la teología, la ciencia, la literatura, el cine, la moda… de modo que el producto final de la investi­gación, un libro, se haga eco de la pluralidad de voces femeninas (o masculinas), que reflexionan sobre mu­jer, familia, sociedad… No con la pretensión de dar re­cetas, ni soluciones comunes en la estela de los viejos esencialismos; sí con el deseo de iluminar nuevas vías, convencidas de que el asunto lo merece.
Por ello, la primera parte repasa históricamente el asalto a la universidad de la mujer española en el pri­mer tercio del siglo XX (Mercedes Montero) y la pos­terior integración en estructuras como el Consejo Su­perior de Investigaciones Científicas (Caballero), que representa un hito en la escalada femenina hacia el trabajo y la visibilización social. En el medio recuerda mujeres escritoras que, si bien de modo minoritario, desde el XVII hasta nuestro siglo reivindicaron un lu­gar en la sociedad a través de su pluma (Oviedo).
La segunda parte intenta bucear en el misterio fe­menino per se y en su figura en sociedad: la identidad femenina desde la filosofía y en función de algunos cambios en los modos de vida de la mujer que alcan­zan a toda la condición humana (Flamarique). Aborda, a continuación, la persona femenina desde la teología, a partir de una pregunta que no deja de ser atrevida: si la mujer es y de qué modo imagen de Dios (Castilla de Cortázar). Para continuar poniendo sobre el tapete los modelos de discursos de género y el auge del mo­delo de la corresponsabilidad (Aparisi), o la incidencia de un ecologismo personalista e integral (Bel Bravo).
Por fin, la última parte se hace eco de los medios: moda y blogs como modelos femeninos en los que se plasman múltiples paradojas (Arana); el cine que muestra los nuevos roles, la desintegración familiar pero también una nueva apuesta por ese núcleo fun­damental en la sociedad (Caballero)… o hasta qué punto es la lengua o el uso lo que invisibiliza a la mujer (Márquez). Para terminar mostrando las fisuras de los sucesivos feminismos en esa incipiente (o no tan inci­piente) cuarta ola de “disidentes y visionarias” (Abad).
Se imponen los agradecimientos, en primer lugar al Consejo Superior de Investigaciones Científicas en la persona de Alfonso Carrascosa, quien consideró el asunto de suficiente entidad como para darle cabida en un órgano tan prestigioso como Arbor. Y muy since­ramente a las colaboradoras, universitarias plurales, con distintos perfiles y dedicaciones, pero compro­metidas con la mujer y el hombre contemporáneo en lo que es un reto apasionante: aportar su granito de arena para construir la sociedad de hoy y del mañana.

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