domingo, 14 de enero de 2024

Juan XXIII y el Concilio Vaticano II


 

El Concilio Vaticano II fue un verdadero “Kairós” eclesial. Las discusiones apasionadas, las diversas tendencias eclesiales que participaron y debatieron, no obstaron para que el Espíritu Santo, obrara e impulsara a la Iglesia a un proceso de renovación, que aún no culmina. El Concilio Vaticano II no buscó que la Iglesia se pusiera “a la moda” sino que refrescara su rostro volviendo a las fuentes más originarias para su adecuada reforma. No faltaron, en aquella época, los sectores que miraban cualquier innovación como una claudicación de la Iglesia ante los poderes del mundo. El Papa san Juan XXIII fue muy consciente de la existencia de toda una mentalidad ultraconservadora, antimoderna, “contrarevolucionaria”, llena de diagnósticos fatales que profetizaban fracturas eclesiales y crisis sin fin. Sin embargo, tanto él, como el resto de los pontífices postconciliares, lograron una lectura teológica de la historia más analítica y diferenciada que la antimoderna. De esta manera, entre otras cosas, se evitó caer en fáciles simplificaciones neo-maniqueas, que en el fondo eran parte de la polarización ideológica que caracterizó parcialmente al siglo veinte. Miremos, por ejemplo, cómo en el discurso de apertura del Concilio, san Juan XXIII afirmaba con contundencia:

“En el cotidiano ejercicio de Nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan como si nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la vida.” (…) “Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia.”

Este apretado texto, evidentemente no se alinea a la lectura modernista de la historia, que busca sumar acríticamente a la Iglesia al mito del progreso indefinido. Tampoco, el texto cae en la tentación de la lectura antimoderna, tan típica de los grupitos que llenos de temor, y afincados a una falsa idea de “Tradición”, buscaban que la Iglesia se mantuviera dentro de la zona de “seguridad” definida por el pensamiento ultraconservador e integrista. El “Papa bueno”, con gran agudeza, y sin ingenuidad alguna, sabe que la Providencia es la que conduce la Historia y nos lleva a un nuevo orden de cosas, a nivel personal, social y eclesial.

La Iglesia no ha claudicado a afirmar la verdad y corregir el error. De hecho, los errores también pululaban al interior de los debates conciliares. No faltaron voces que sugirieron al Papa asumir una actitud de combate y de condena al error para no caer en la “ambigüedad”, en la “confusión” y mantener una doctrina “clara”. San Juan XXIII, sin embargo, estaba convencido que la mejor manera de corregir el error y el pecado no es bajo la forma del combate o la condena. El Concilio Vaticano II no debería ser una síntesis de condenas, sino una afirmación gozosa de la misericordia de Dios dentro de la historia:

“Siempre la Iglesia se opuso a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. Ella quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas”.

2. El Concilio Vaticano II: los obispos “cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice”

Teniendo estas convicciones bien asentadas en la mente y en el corazón, san Juan XXIII y, posteriormente, san Paulo VI, condujeron el Concilio Vaticano II, discernieron su doctrina, y eventualmente se llegó al momento de promulgar sus documentos. De entre todos ellos, quiero destacar la Constitución sobre la Iglesia, mejor conocida como “Lumen gentium”. En este importante texto, entre otras cosas, se colocan las bases esenciales, para acoger de modo adecuado, verdaderamente eclesial, el Magisterio pontificio. Para acogerlo cuando me gusta, y también cuando no me gusta:

“Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto. Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo.”

En efecto, el Concilio Vaticano II es clarísimo: los obispos deben ser respetados como testigos de la verdad católica cuando enseñan en comunión con el Papa. Los fieles, por nuestra parte, somos convocados a una adhesión interior, al “obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento” frente al magisterio. Esta expresión no significa claudicar a la vocación de la razón o cosa parecida. Significa aprender a vivir en espíritu de fe, – que es un asentimiento racional de una verdad revelada movido por la gracia -, la enseñanza de la Iglesia.

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