lunes, 26 de mayo de 2008

Esplendor y consumación de Vicente Aleixandre

En diciembre de 1984 fallecía Vicente Aleixandre, con este motivo otro gran poeta, Gerardo Diego publicaba este bello artículo en el que hace un breve recorrido por la obra del Premio Nobel de Literatura y que ahora ponemos a disposición de los internautas amantes de la poesía:


Me gustaría poder escribir un texto que no fuese más que un Vicente Aleixandre repetido en sí mismo, que se pudiera al mismo tiempo comprender como la obra más suya, más incomparable, como nacida de su propia entraña y a la vez el reflejo de esa obra en la conciencia y representación de su partido, poético, tal como no una masa, sino una unidad de crítico la puede abrazar y a su vez transmitírsela al lector.

Por ejemplo, de un libro suyo “Poemas de la consumación”, uno de sus últimos libros, pasarían diversos fragmentos, tal el titulado «Felicidad, no engañas», que es el que repro¬duzco ahora:

Felicidad, no engañas.
Una palabra fue o sería,
y dulce quedó en el labio. Algo
como un sabor
a miel, quizá
aún más a sal
marina. A agua de mar, o a verde fresco
de la campiña. Quizá a gris robusto
del granito o poder, que allí tentaste.
La gravedad del mundo está ostensible
ante tus ojos. No, no busques
por tu labio el color rubio del beso
que es miel, con su amargor que puede
sobrevivir. Vivir o no es ignorar
una verdad. El labio sólo sabe
a su final sabor: memoria, olvido.

Sí ahora queremos buscar un contraste, demos un salto atrás hasta toparnos con los primeros ejemplos de poesía escrita. No absolutamente los primeros, como yo creía, sino de la primera época, entre los veinte y treinta y tres ó treinta y cinco años, que son las fechas a que corresponden estos poemas que después publicaría ya como libro total e independiente. El libro se llamaría “Pasión de la tierra”. El poeta ha querido siempre ver en sus zonas abisales el arranque de la evolución de su poesía que desde su origen ha sido una aspiración a la luz. Por eso este libro me ha producido un doble complejo sentimiento: de aversión por su dificultad y de llamamiento por su apelación a la proximidad común a todos. A este libro pertenece un poema en prosa cuyo título es «La muerte o antesala de consulta». Reproduzco solamente el comienzo del poema:

Iban entrando uno a uno y las paredes desangradas no eran de mármol frío. Entraban innumerables y se saludaban con los sombreros. Demonios de corta vista visitaban los corazones. Se miraban con desconfianza. Estropajos yacían sobre los suelos y las avispas los ignoraban. Un sabor a tierra reseca descargaba de pronto sobre las lenguas y se hablaba de todo con conocimiento. Aquella dama, aquella señora argumentaba con su sombrero y los pechos de todos se hundían muy lentamente. Aguas. Naufragio. Equilibrio de las miradas. El cielo permanecía a su nivel, y un humo de lejanía salvaba las cosas.

Paso ahora por el libro siguiente, cuyo título es “Espadas como labios”. Este libro salió a luz en 1932, pero lo estaba ya concluyendo tres años antes, en 1929. El libro quería ser poesía..., pero en prosa. Voy a presentar un poema de los más atrevidos que por entonces ya lanzaba a la aventura nuestro protagonista. Y debo advertir que aparece ya aquí lo que va a ser un signo singularísimo de Vicente Aleixandre en esta etapa de su trabajo poético. Y ya que estamos explicando el fragmento al que te ha tocado el turno, anotaremos que Vicente Aleixandre era ya, y lo ha seguido siendo siempre, el poeta del adverbio de duda que se complace en presentársela al lector para que él elija. Tal el que él llama «Toro» y en cuyo contexto están saltando constantemente las negaciones por el uso y abuso del elemento típico y multiplicadamente poderoso. Hélo aquí:

Esa mentira o casta.
Aquí, mastines, pronto; paloma; vuela; salta, toro,
toro de luna o miel que no despega.
Aquí, pronto; escapad, escapad,
sólo quiero los bordes de la lucha.
Oh tú, toro hermosísimo, piel sorprendida;
ciega suavidad como un mar hacia adentro,
quietud, caricia, toro, toro de cien poderes,
frente a un bosque parado de espanto al borde.
Toro o mundo que no,
que no muge. Silencio;
vastedad d esta hora. Cuerno o cielo ostentoso,
toro negro que aguanta caricia, seda, mano.
Ternura delicada sobre una piel de mar,
mar brillante y caliente, anca pujante y dulce,
abandono asombroso del bulto que deshace
sus fuerzas casi cósmicas como leche de estrellas.
Mano inmensa que cubre celeste toro en tierra.

“Sombra del paraíso”, así le llama su autor a este libro. Y así le juzga (con “La destrucción o el amor” e “Historia del corazón”): «es uno de los libros que mayor estimación me marece entre los míos». Elijo «El cuerpo y el alma», cuya palabra esencial es la que encabeza el último verso, «Vacilando.»
Pero es más triste todavía, mucho más triste.
Triste corno la rama que deja caer su fruto para nadie.
Mas triste, más. Como ese vaho
que de la tierra exhala después la pulpa muerta.
Como esa mano que del cuerpo tendido
se eleva y quiere solamente acariciar las luces,
la sonrisa doliente, la noche aterciopelada y muda.
Luz de la noche sobre el cuerpo tendido sin alma.
Alma fuera, alma fuera del cuerpo, planeando
tan delicadamente sobre la triste format abandonada.
Alma de niebla dulce, suspendida
sobre su ayer amante, cuerpo inerme
que pálido se enfría con las nocturnas horas
y queda quieto, solo, dulcemente vacío.
Alma de amor que vela y se separa
vacilando, y al fin se aleja tiernamente fría.

Este otro ejemplo que voy a presentar po¬dríamos definirlo como la soberanía, el triunfo de los superlativos. Por si fuera poco el título se descompone en dos:

La mirada infantil
La clase
Como un niño que en la tarde hermosa
va diciendo su lección y se duerme.
Y allí sobre el magno pupitre está el mudo
Profesor que no escucha.

Y ha entrado en la última hora un vapor leve, porfiado,
pronto espesísimo, y ha ido envolviéndolos a todos.
Todos blandos, tranquilos, serenados, suspiradores,
¡ah!, cuán verdaderamente reconocibles.
Por la mañana han jugado,
han quebrado, proyectado sus límites, sus ángulos,
sus risas, sus imprecaciones, quizá sus lloros.
Y ahora una brisa inoíble, una bruma, un silencio,
casi un beso, los une,
los borra, los acaricia, suavísimamente los recompone.
Ahora son como son. Ahora puede reconocérseles.
Y todos en la clase se han ido adurmiendo.
Y se alza la voz todavía, porque la clase dormida se sobrevive.
Una borrosa voz sin destino, que se oye y que no se
supiera ya de quién fuese.
Y existe la bruma dulce, casi olorosa, embriagante,
y todos tienen su cabeza sobre la blanda nube que los envuelve.
Y quizá un niño medio se despierta y entreabre los ojos,
y mira y ve también el alto pupitre desdibujado
y sobre él el bulto grueso, casi de trapo, dormido, caído,
del abolido profesor que allí sueña.

Y ahora yo, señalando superlativos;
última
espesislmo
inoíble
suavísimamente.
«Violeta»
Aquel grandullón retador lo decía.
«Violeta». Y una calleja oscura.
Violeta... Una flor. ¿Pero un nombre?
Y decía, y contaba. Y el niño chico casi no lo [entendía.
Cuando él se acercaba, los mayores se callaban.
¡Ah!, aquella flor oscura, seductora, misteriosa, embriagante,
con un raro nombre de mujer...
«Violeta»... Y el niño rompía un extraño olor a clavel reventado.
Y el uno decía: «Fui...» Y el otro: «Llegaba...»
Y un rumor más bísbíseante. Y la gran carcajada súbita,
la explosión, casi hoguera, de una como indecente alegría
superior
que exultase.
Y el niño, diminuto, escuchaba.
Corno si durmiese bajo su inocencia, bajo un río callado.
Y nadie le veía y dormía.
Y era como si durmiese y pasase leve, bajo que le las aguas buenas,
que le llevaban.

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