jueves, 12 de febrero de 2009

La moral sexual en C. S. Lewis

Ya hemos hablado en este blog del conocido escritor inglés y profesor de Oxford C.S. Lewis. Reproducimos ahora otro capítulo de su obra "Mero Cristianismo": La moral sexual.

Debemos considerar ahora la moral cristiana en lo que respecta al sexo: lo que los cristianos llaman la virtud de la castidad. La regla cristiana de la castidad no debe ser confundida con la regla social de la «modestia» (en un sentido de la palabra), entendida como buena crianza o decencia. La regla social de la decencia establece qué porción del cuerpo humano debería ser enseñada y a qué temas debe referirse, y qué palabras deben usarse, según las costumbres de un cierto círculo social. Así, mientras que la regla de castidad es la misma para todos los cristianos de todos los tiempos, la regla de la decencia cambia. Una muchacha de una isla del Pacífico que apenas lleva ropa encima y una dama victoriana completamente cubierta de ropa podrían ser igualmente «modestas» o decentes, según las normas de la sociedad en que viven, y ambas, por lo que podamos saber de su indumentaria, podrían ser igualmente castas (o igualmente impuras). Parte del lenguaje que utilizaban las mujeres castas en la época de Shakespeare habría sido utilizado en el siglo XIX sólo por mujeres totalmente licenciosas. Cuando las gentes transgreden las reglas de la decencia común de su época y lugar, si lo hacen para excitar la lujuria en ellos mismos o en los demás, están pecando contra la castidad. Pero si las transgreden por ignorancia o descuido sólo son culpables de mala educación. Cuando, como ocurre a menudo, las transgreden como un desafío para escandalizar o avergonzar a los demás, no están actuando en contra de la castidad sino de la caridad: ya que es poco caritativo complacerse con la incomodidad de los demás. Yo no creo que unas reglas de la decencia muy estrictas o puntillosas sean prueba de castidad o ayuden a ella, y por lo tanto considero que la gran relajación y simplificación de esas reglas que ha tenido lugar en la época en que vivo son una buena cosa. En el momento actual, sin embargo, esto tiene el inconveniente de que personas de diferentes tipos y edades no reconocen todas el mismo patrón, y no sabemos dónde nos encontramos. Mientras dure esta confusión opino que la gente mayor, o los más anticuados, deberían cuidarse de no asumir que los jóvenes o los «emancipados» son corruptos cuando su conducta es impropia (según las antiguas normas); y que, a su vez, los jóvenes no deberían llamar puritanos a sus mayores porque no adoptan las nuevas normas con facilidad. Un auténtico deseo de creer todo lo bueno que se pueda de los demás y hacer que se sientan lo más cómodos posible resolverá la mayor parte de los problemas.

La castidad es la menos popular de las virtudes cristianas. No hay manera de evitarla: la antigua norma cristiana es «O boda, con fidelidad absoluta a la pareja, o la abstinencia total». Esto es tan difícil y tan contrario a nuestros instintos que, evidentemente, o el cristianismo se equivoca o nuestro instinto sexual, tal como es en la actualidad, se ha desvirtuado. Una de dos. Naturalmente, siendo cristiano, creo que es el instinto lo que se ha desvirtuado. Pero tengo otras razones para pensar así. La finalidad biológica del sexo es la procreación, del mismo modo que el fin biológico de comer es restaurar el cuerpo. Pero si comemos cada vez que nos venga en gana y todo cuanto queramos, es indudable que la mayoría de nosotros comerá en exceso, aunque no es un exceso irreparable. Un hombre puede comer por dos, pero no puede comer por diez. El apetito va un poco más allá de su finalidad biológica, pero no enormemente. Pero si un hombre joven y sano satisfaciera su apetito sexual cada vez que se sintiera inclinado a ello, y si cada uno de sus actos produjera un hijo, en diez años podría poblar con facilidad una pequeña villa. Este apetito está en absurda y excesiva desproporción con su función.

O considerémoslo de otra manera. Podemos reunir un público considerable para un número de "strip-tease"; es decir, para contemplar cómo una mujer se desnuda en un escenario. Supongamos que llegamos a un país donde podría llenarse un teatro sencillamente presentando en un escenario una fuente cubierta, y luego levantando lentamente la tapa para dejar que todos vieran, justo antes de que se apagasen las luces, que esta contenía una chuleta de cordero o una loncha de tocino, ¿no pensaríais que en ese país algo se había desvirtuado en lo que respecta al apetito por la comida? ¿Y no pensaría alguien que hubiese crecido en un mundo diferente que algo igualmente extraño ha ocurrido en lo que respecta al instinto sexual entre nosotros?

Un crítico ha dicho que si él encontrase un país en el que números de "strip-tease" con la comida fueran populares llegaría a la conclusión de que las gentes de ese país se estaban muriendo de hambre. Lo que quiere decir, por supuesto, es que cosas tales como el número de “strip-tease” serían el resultado no de la corrupción sexual sino de la inanición sexual. Estoy de acuerdo con él en que si, en un país extraño, descubriésemos que números similares con chuletas de cordero fueran populares, una de las posibles explicaciones que se me ocurriría sería la hambruna. Pero el próximo paso sería poner a prueba esa hipótesis averiguando si, de hecho, en ese país se consumía poca o mucha comida. Si la evidencia demostrase que se comía mucho, tendríamos, naturalmente, que abandonar nuestra hipótesis de la hambruna e intentar pensar en otra. Del mismo modo, antes de aceptar la inanición sexual como la causa del "strip-tease", deberíamos buscar pruebas de que existe, de hecho, más abstinencia sexual en nuestra época que en aquellas épocas en las que cosas como el strip-tease eran desconocidas. Pero es indudable que tales pruebas no existen. Los anticonceptivos han hecho de la permisividad sexual algo mucho menos costoso dentro del matrimonio y mucho más seguro fuera de él que en ninguna otra época, y la opinión pública es menos hostil a las uniones ilícitas, e incluso a la perversión, que lo ha sido desde los tiempos paganos. Tampoco es la hipótesis de la «hambruna» sexual la única que podemos imaginar. Todos sabemos que el apetito sexual, como otros de nuestros apetitos, aumenta con su satisfacción. Los que se mueren de hambre pueden pensar mucho en la comida, pero también lo hacen los glotones; a los ahítos, igual que a los hambrientos, les gusta la tentación.

Y he aquí un tercer punto. Encontramos a muy poca gente que quiera comer cosas que no son realmente comida o hacer con la comida otra cosa que no sea comer. En otras palabras, las perversiones del apetito por la comida son raras. Pero las perversiones del instinto sexual son numerosas, difíciles de curar y terribles. Siento tener que entrar en todos estos detalles, pero debo hacerlo. La razón por la que debo hacerlo es que vosotros o yo, a lo largo de los últimos veinte años, hemos sido permanentemente alimentados de rotundas mentiras acerca del sexo. Se nos ha dicho, hasta que nos hemos hartado de escucharlo, que el deseo sexual está en el mismo estado que cualquier otro de nuestros deseos naturales, y que sólo con que abandonemos nuestra anticuada idea victoriana de silenciarlo, todo en el jardín será bellísimo. Esto no es cierto. En cuanto consideramos los hechos, e ignoramos la propaganda, vemos que no es así.

Nos dicen que el sexo se ha convertido en un lío porque ha sido mantenido en secreto. Pero a lo largo de los últimos veinte años no ha sido mantenido en secreto. Se ha hablado de él en todo momento. Y sin embargo sigue siendo un lío. Si elhecho de mantenerlo en secreto hubiera sido la razón del problema, el hablar de él lo hubiera solucionado. Pero no ha sido así. Yo creo que ha sido al revés. Creo que la raza humana lo mantuvo originalmente en secreto porque se había convertido en un lío tal. La gente moderna siempre está diciendo: «El sexo no es algo de lo que debamos avergonzarnos.» Pueden querer decir dos cosas. Pueden querer decir: «No hay nada de qué avergonzarse en el hecho de que la raza humana se reproduce de una cierta manera, ni en el hecho de que esto produzca placer.» Si se refieren a eso, tienen razón. El cristianismo dice lo mismo. El problema no es el hecho en sí, ni el placer que produce. Los antiguos maestros cristianos dicen que si el hombre no hubiera caído, el placer sexual, en vez de ser menor de lo que es ahora, sería en realidad mayor. Sé que algunos cristianos confundidos han hablado como si el cristianismo pensara que el sexo, o el cuerpo, o el placer fueran malos en sí mismos. Pero se equivocaban. El cristianismo es casi la única de las grandes religiones que aprueba el cuerpo totalmente, que cree que la materia es buena, que Dios mismo tomó una vez un cuerpo humano, que recibiremos alguna especie de cuerpo en el cielo y que este será una parte esencial de nuestra felicidad, de nuestra belleza y nuestra energía. El cristianismo ha glorificado el matrimonio más que ninguna otra religión, y casi toda la mejor poesía de amor del mundo ha sido escrita por cristianos. Si alguien dice que el sexo, en sí mismo, es malo, el cristianismo le contradice inmediatamente. Pero, por supuesto, cuando la gente dice: «El sexo no es algo de lo que debamos avergonzarnos», puede querer decir: «el estado en el que se encuentra ahora el instinto sexual no es nada de lo que debamos avergonzarnos».

Si es esto lo que quieren decir creo que están equivocados. Opino que debemos avergonzarnos de ello, y mucho. No hay nada de qué avergonzarse en el hecho de disfrutar de la comida, pero sí habría de qué avergonzarse si la mitad del mundo hiciera de la comida el mayor interés de su vida y pasara el tiempo mirando fotografías de comida, babeando y chasqueando los labios. Yo no digo que vosotros o yo seamos responsables de la situación actual. Nuestros antepasados nos han legado organismos que se han torcido en este aspecto, y crecemos rodeados de propaganda en favor de la libertad sexual. Hay gente que quiere mantener nuestro instinto sexual inflamado para sacar dinero de ello. Porque, naturalmente, un hombre con una obsesión es un hombre que tiene muy poca resistencia a lo que pueda vendérsele. Dios conoce nuestra situación; no nos juzgará como si no tuviéramos dificultades que sortear. Lo que importa es la sinceridad y perseverancia de nuestra voluntad para sortearlas.

Antes de poder ser curados debemos querer ser curados. Aquellos que realmente desean ayuda la obtendrán; pero para mucha gente moderna incluso este deseo es difícil. Es fácil pensar que queremos una cosa cuando realmente no la queremos. Un famoso cristiano nos dijo hace mucho tiempo que cuando era joven rezaba constantemente pidiendo la castidad, pero que muchos años más tarde se dio cuenta de que mientras sus labios decían «Dios mío, dame la castidad», su corazón añadía secretamente: «... pero no todavía». Esto también puede ocurrir en nuestras oraciones con respecto a otras virtudes, pero hay tres razones por las que ahora nos es especialmente difícil desear -para no hablar de conseguir- la castidad completa.

En primer lugar, nuestra naturaleza caída, los demonios que nos tientan y toda la propaganda contemporánea en favor de la lujuria se combinan para hacernos sentir que los deseosa los que nos resistimos son tan «naturales», tan «sanos» y tan razonables que es casi perverso resistirse a ellos. Cartel tras cartel, película tras película, novela tras novela asocian la idea de la permisividad sexual con las de la salud, la normalidad, la juventud, la franqueza y el buen humor. Esta asociación es una mentira. Como todas las mentiras poderosas, está basada en una verdad, la verdad, reconocida más arriba, de que el sexo en sí (aparte de los excesos y las obsesiones que han crecido a su alrededor) es «normal» y «sano» y todo lo demás. La mentira consiste en pretender que todo acto sexual al que te sientes tentado es ipso facto saludable y normal. Pues bien; esto, desde cualquier punto de vista, y sin ninguna relación con el cristianismo, tiene que ser una insensatez. Ceder a todos nuestros deseos evidentemente conduce a la impotencia, la enfermedad, los celos, la mentira, la ocultación y todo aquello que es lo opuesto a la felicidad, la franqueza y el buen humor. Para cualquier tipo de felicidad, incluso en este mundo, se necesitará una gran dosis de control, de modo que lo que pretende cualquier clase de deseo fuerte, ser sano y razonable, no cuenta para nada. Todo hombre cuerdo y civilizado debe tener un conjunto de principios según los cuales elija rechazar algunos de sus deseos y permitir otros. Un hombre hace esto basándose en los principios cristianos; otro, en principios de higiene; otro, en principios sociológicos. El verdadero conflicto no está entre el cristianismo y la «naturaleza», sino entre los principios cristianos y otros principios en el control de la «naturaleza». Puesto que la «naturaleza» (en el sentido de los deseos naturales) tendrá que ser controlada de todos modos, a menos que uno prefiera arruinar toda su vida. Es cosa admitida que los principios cristianos son más estrictos que otros, aunque pensamos que recibiréis una ayuda para obedecerlos que no recibiréis para obedecer a los otros.

En segundo lugar, muchos se arredran ante la perspectiva de intentar seriamente la práctica de la castidad cristiana porque creen (antes de intentarlo) que esto es imposible. Pero cuando algo ha de ser intentado, nunca se debe pensar en la posibilidad o la imposibilidad. Enfrentado a una pregunta opcional en un examen, uno considera si puede contestarla o no; enfrentados a una pregunta obligatoria, uno ha de hacer lo que pueda. Podemos obtener una nota por una respuesta muy poco correcta, pero no recibiremos ninguna si dejamos la pregunta sin contestar. No sólo en los exámenes, sino también en las guerras, en el alpinismo, en aprender a patinar, a nadar, a montar en bicicleta, incluso a abotonarse un cuello duro con los dedos entumecidos, la gente a menudo hace lo que parecía imposible antes de que lo hicieran. Es maravilloso lo que podemos hacer cuando tenemos que hacerlo.

Podemos ciertamente estar seguros de que la castidad perfecta, como la caridad perfecta, no serán alcanzadas por nuestros meros esfuerzos humanos. Debemos pedir la ayuda de Dios. Incluso cuando esto ya se ha hecho es posible que os parezca que durante mucho tiempo ninguna ayuda, o menos de la que necesitáis, os es otorgada. No importa. Después de cada fracaso, pedid perdón, levantaos del suelo y volved a intentarlo. Muy a menudo, lo que Dios nos otorga primero no es la virtud en sí sino este poder de volver a intentarlo de nuevo. Pues por muy importante que sea la castidad (o el valor, la sinceridad, o cualquier otra virtud), este proceso nos entrena en hábitos del alma que son más importantes todavía. Nos cura de nuestras ilusiones con respecto a nosotros mismos y nos enseña a depender de Dios. Por un lado, aprendemos que no podemos confiar en nosotros mismos ni siquiera en nuestros mejores momentos y, por el otro, que no debemos desesperar ni en nuestros peores momentos, porque nuestros fracasos son perdonados. La única cosa fatal es sentirse satisfecho con cualquier cosa que no sea la perfección.

En tercer lugar, la gente a menudo malinterpreta lo que la psicología nos enseña acerca de las «represiones». La psicología nos enseña que el sexo «reprimido» es peligroso. Pero «reprimido» es aquí una palabra técnica: no significa «suprimido» en el sentido de «negado» o «resistido». Un deseo o pensamiento reprimido es uno que ha sido relegado al subconsciente (generalmente a una edad muy temprana) y que puede presentarse ahora a la conciencia sólo de un modo disfrazado e irreconocible. La sexualidad reprimida no le parece al paciente sexualidad en absoluto. Cuando un adolescente o un adulto se ocupa de resistir un deseo consciente, no está tratando con una represión ni está en el menor peligro de crear una represión. Por el contrario; aquellos que seriamente intentan practicar la castidad son más conscientes, y pronto saben mucho más acerca de su propia sexualidad que ningún otro. Llegan a saber de sus deseos como Wellington sabía de Napoleón, o Sherlock Holmes de Moriarty; como un cazador de ratas sabe de ratas o un fontanero de tuberías que pierden agua. La virtud -incluso la virtud que se intenta- trae consigo la luz; la permisividad trae las tinieblas.

Finalmente, aunque he tenido que extenderme un poco en el tema del sexo, quiero dejar tan claro como sea posible que el centro de la moral cristiana no está aquí. Si alguien piensa que los cristianos consideran la falta de castidad como el vicio supremo, está del todo equivocado. Los pecados de la carne son malos, pero son los menos malos de todos los pecados. Los peores placeres son puramente espirituales: el placer de dejar a alguien en ridículo, el placer de dominar, de tratar con desprecio, de denigrar; el placer del poder o del odio. Puesto que hay dos elementos en mí, compitiendo con el ser humano en el que debo intentar convertirme. Estos son el ser Animal y el ser Diabólico. El ser Diabólico es el peor de los dos. Por eso un hipócrita frío y autocomplaciente que acude regularmente a la iglesia puede estar mucho más cerca del infierno que una prostituta. Aunque, naturalmente, es mejor no ser ninguna de las dos cosas.

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