jueves, 16 de abril de 2009

Sobre el sentido del pudor

Ninfa Watt publicó hace algún tiempo, en Alfa y Omega, un interesante artículo titulado “El pudor: Una olvidada forma de libertad”. Creemos que vale la pena recordarlo por su interés antropológico.

¿Qué decimos hoy cuando decimos hombre? Su instinto actuando sin coacción se presenta como forma de libertad; lo espontáneo se identifica con lo verdadero; el impudor se nombra como sinónimo de naturalidad. Y, en la ignorancia del valor de su dimensión espiritual, el hombre se disuelve. En este contexto, el acercamiento al concepto de pudor cobra una especial importancia: primero, porque permite desentrañar algunas falacias que destruyen la verdadera imagen de lo humano; segundo, porque da pie para insistir en aquello que constituye el núcleo de las —tan ambiguamente definidas hoy— relaciones interpersonales

Se precisa una gran calidad literaria para definir una obra de arte; no reviste tanta dificultad afrontar un estudio crítico de la obra en sí: puede valorarse su textura, su composición, el tipo de pincelada; pero todo ello entra dentro de la experiencia analítica y, como tal, requiere la desmembración de la unidad original.
El ser humano es la más perfecta e insondable obra de arte: cualquier intento de parcelación lo destruye y cualquier simplificación lo degrada. Por eso lo humano, más que ninguna otra realidad, se ve afectado por la tendencia racionalista que preside el pensamiento occidental. Al pretender convertirlo en objeto de estudio, es necesario proceder a una disección que lo reduce a sus partes e ignora —necesariamente— la unidad que realmente lo define.

Recordemos las palabras de Saint-Exuperie: "Únicamente el espíritu, si sopla sobre la arcilla, puede crear al hombre". Ciertamente es más cómodo prescindir del misterio. Pero resulta al menos paradójico que se admita con tanta facilidad la amputación de lo humano para poder definirlo más correctamente. Si el hombre es libre, no lo es para decidir cuál sea su esencia, sino para conocer, asumir y realizar la esencia que le viene dada.

Conciencia de la grandeza humana
En una sociedad en la que se afirma que se ha librado a lo corpóreo de una ancestral minusvaloración frente al espíritu, nos encontramos precisamente con la más pobre valoración de la corporeidad. Al desligarla del alma, se produce de inmediato un vaciamiento de significado y un empequeñecimiento de su verdadera dimensión. Cuando en la defensa, por ejemplo, de la filosofía nudista se escucha el argumento de que no hay nada que ocultar, porque todos somos iguales, algo debería rebelarse en nuestro interior. Porque cada ser es único e irrepetible; y el cuerpo, como cualquiera de las dimensiones que conforman nuestra unidad vital, no debería ser un elemento uniformante, sino distintivo. Que la desnudez sea algo positivo no hay que ponerlo en duda siempre que, como tal, se interprete la capacidad de mostrarse en la propia verdad, sin ocultamientos. Pero la verdad de cada ser humano siempre es irrepetible, y cuanto más verdadera, más irrepetible.

El hombre, por medio del cuerpo, habla de sí mismo y se abre a la experiencia. Considerar lo corporal como una realidad opaca es un error, al menos tan grave como el de anular su importancia en una exagerada afirmación de la primacía del espíritu. Sólo desde una previa —y sin duda triste— banalización de la corporeidad es posible considerar el pudor en un aspecto negativo y ceñirlo a su referencia a lo físico. Asimismo, sólo quien considere la riqueza de lo humano, en lo que tiene de profundidad insondable, podrá entender la necesidad de protegerlo de caer en la uniformidad de la masa, en el vaciamiento que supone la reducción de lo interior a lo público (E. Strauss), en el reduccionismo trágico que supone la anulación de lo espiritual.

Resulta suficientemente significativo que el niño carezca de pudor. Eso, que un análisis superficial puede convertir en argumento a favor de la tesis de la naturalidad, debería hacernos reflexionar en una dirección contraria. El niño carece de la capacidad de comprender la diferencia entre lo íntimo y lo público: no tiene, por tanto, nada que proteger. Que el pudor haga su aparición en la adolescencia —época en que la toma de conciencia de sí mismo es la experiencia primordial— no es, en absoluto, una casualidad; porque, conforme el ser humano va abriéndose hacia dentro, conforme va ahondando en las riquezas de su humanidad, más natural resulta la aparición del sentimiento del pudor en su más positiva vertiente.

Un joven —un hombre— sin prejuicios no se siente naturalmente inclinado a ignorar el instinto de proteger su mundo interior. Sólo tras haber sido informado de que el pudor es una imposición cultural, podrá plantearse la desinhibición como una forma de libertad. Pero habrán sido precisamente los prejuicios los que le habrán conducido a forzar sus tendencias naturales.

¿vivir desde dentro? ¿vivir desde fuera?
Todos somos conscientes de que la complejidad y abundancia de los estímulos que interpelan al ser humano del siglo XX pueden suponer una seria dificultad para mantener viva la capacidad de interiorización. También la velocidad que han imprimido en el mundo las nuevas tecnologías crea un contexto en el cual el hombre no acaba de saber desenvolverse sin sacrificar, hasta un punto antropológicamente peligroso, sus vivencias individuales —que requieren un tempo indiscutiblemente menos acelerado—.

La frase: Hemos dejado de vivir "intensamente" hacia dentro para vivir "extensamente" hacia fuera (P. Lersch) contiene un lúcido resumen de este problema. Es fácil entender que el pudor no signifique nada para quien se mueve en un universo externo despojado de su carácter de ventana a un universo más dilatado. Es fácil entender que el hombre, que ya no se reconoce en su unicidad insustituible y sagrada, acepte confundir su cuerpo con otros cuerpos que tampoco se le presentan como símbolos de una realidad más rica: un ánfora sólo se guarda como un tesoro cuando su contenido se venera como tal.

Así, el hombre actual, que experimenta este vaciamiento casi sin apercibirse del drama que protagoniza, no tiene reparo en convertir en público lo que pertenece de forma natural al ámbito de lo privado. Los sentimientos, las conmociones internas, los deseos más escondidos, los sueños más ocultos, todo se ofrece a la galería con una ausencia de pudor que no es voluntad de comunicación, sino reflejo de una extraordinaria pobreza de autoconocimiento y autovaloración.

El pudor no es, en absoluto, el seguimiento de una serie de normas sociales: es el veto que permite mantener en su dimensión sagrada el misterio de la grandeza humana; es la defensa ante un reduccionismo materialista; es la manifestación del propio respeto. Y, para muchos, es además el reconocimiento explícito de la grandeza del Creador.

Algo más que un producto cultural
Sorprende, por todo ello, la facilidad con la que se acepta la aseveración de que, en el tema del pudor, no nos encontramos nada más que con un producto cultural, ajeno a lo constitutivamente humano. Esta afirmación encierra una extraordinaria falta de rigor histórico, porque una cultura no es un conjunto de costumbres, sino algo mucho más digno de respeto.

Es cierto que, por ejemplo, la desnudez es práctica común en numerosos grupos humanos; pero no lo es, en absoluto, que el pudor esté ausente en esas comunidades. Su protección de lo íntimo se revestirá —y es evidente que así ocurre— de otras formas que las adoptadas en Occidente. Negarse a ver esto sería tan absurdo como no reconocer el sentido de trascendencia en otras culturas por el hecho de que la simbología que la hace patente sea distinta.

En camino hacia el amor
Pero, quizá, la más dramática consecuencia de este rechazo a la importancia del pudor no se ha mencionado aún. Hasta aquí hemos estado refiriéndonos a la persona en cuanto ser humano-individuo, pero, utilizando una expresión acuñada por Martin Buber, deberíamos dar un paso más: El ser humano se torna Yo en el Tú. Si nos degradamos cosificándonos, si somos incapaces de entender nuestro cuerpo o nuestras palabras o cualquiera de nuestras manifestaciones externas como una puerta a lo que somos en realidad, si no tenemos nada que ofrecer al otro porque no tenemos nada nuestro, la relación humana se pervierte. Y a la inversa: cuando lo externo del otro no lo percibimos como portador de su yo único, cuando reducimos a su ser a lo que se muestra, cuando podemos ser testigos sin inmutarnos de la exhibición que desnuda el alma del que la lleva a cabo, entonces, no existe un tú con quien establecer un lazo verdaderamente humano.

¿Cómo superar, entonces, la soledad y realizarnos como el ser-para-otro que radicalmente nos constituye? Sólo la densidad propia y ajena nos garantiza la comunicación. El pudor no preserva para ocultar en un deseo de aislamiento, sino para proteger lo que va a ser entregado. El respeto a los demás, y en especial a aquellos con quienes puede llegar a unirnos un vínculo profundo, nos obliga a enriquecernos personalmente evitando disolvernos en pura exterioridad. Abrir para un único tú el siempre misterioso universo interior, donar lo virginal, son elementos constitutivos de un darse mutuo y la base imprescindible para que acontezca el amor.
Así pues, educar en el pudor es una forma primordial de defensa de la Humanidad, puesto que ésta ha de estar compuesta por seres verdaderamente humanos y en verdaderamente humana relación.

Para aquellos que se reconocen como obra intencionada de un Amor que crea comunicando su vida, y se saben objeto de una inhabitación divina, la cuestión sobre el pudor posee además otras vertientes. No sólo la grandeza y la dignidad de lo meramente humano han de ser protegidas; el hombre es sagrado en su núcleo más íntimo, y como sagrado ha de ser objeto de un infinito respeto.
Cuando la definición del yo surge como referencia a un Tú ante el cual cualquier intento de ocultación es imposible, el hombre se realiza plenamente. Por eso, Su relación nos salva del vacío y nos hace personas.

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