lunes, 13 de octubre de 2008

Fe y diálogo

El concepto de diálogo en el Concilio Vaticano II

En el año 1972 el cardenal Karol Wojty1a publicó una de sus obras menos conocidas, aunque no por ello de menor importancia. Se trata de "La renovación en sus fuentes", en la que presenta los contenidos esenciales del Concilio Vaticano II a los fieles de su diócesis en Polonia. En uno de los capítulos introductonos de ese libro, que lleva el significativo título "Fe y diálogo", el él explica que los padres conciliares se propusieron dar respuesta a una pregunta compleja: ¿qué significa ser creyente, ser catófico, ser miembro de la Iglesia en la sociedad de hoy? Reflexionar sobre este texto n os ayudará a entender mejor la identidad cristiana y hasta qué punto los caminos de la Iglesia Católica se alejan de todo fundamentalismo. Basándose en todo esto Juan Manuel Mora publicó un artículo sobre el en la revista "Nuestro Tiempo" (diciembre 2006) que reproducimos a continuación:

Karol Wojtyla recuerda que el Vaticano II no tiene una orientación primariamente doctrinal, sino pastoral: es decir, no pretende revisar y reproponer las verdades en las que los católicos creemos. En efecto, "un concilio pastoral, sobre la base de las verdades que proclama, recuerda o aclara, se propone en primer lugar dar un estilo de vida a los cristianos, a su modo de pensar y de obrar". La reflexión se orienta al "enriquecimiento de la fe", a la maduración de la identidad cristiana. Como consecuencia de esa orientación de fondo, era preciso definir "las actitudes del miembro creyente de la Iglesia", el conjunto de rasgos que configuran su "estilo de vida". En este punto aparece la cuestión del diálogo.

La fe conlleva adhesión personal y libre a las verdades reveladas. Desde el momento en que supone asentimiento a la verdad, deja de ser una búsqueda, en sentido estricto. Pero la fe es a la vez punto de llegada y punto de partida, que requiere una continua profundización en esas verdades reveladas. Por eso, la fe lleva consigo una nueva forma de búsqueda, que se realiza también de modo libre y personal, a la luz del magisterio de la Iglesia. El Concilio señala que esa búsqueda se lleva a cabo con la ayuda de la comunicación y del diálogo, con el cual unos comparten con otros los propios descubrimientos. Porque "el hombre que cree y es miembro de la Iglesia profesa su fe no sólo ante Dios, sino también ante los hombres", no solamente de forma apologética, sino como auténtico diálogo, intercambio de preguntas y respuestas: la búsqueda no es nunca solitaria, porque el acceso a la verdad tiene algo de tarea colectiva.

El diálogo ayuda a madurar
El diálogo es importante porque contribuye al "enriquecimiento de la fe", a la maduración de la identidad cristiana, al menos en dos sentidos. En primer lugar, en sentido intelectual. En efecto, la fe se interioriza cuando se comunica; la fe, que hemos recibido como una gracia, es asumida de forma reflexiva sólo cuando se encuentra ante la necesidad de "dar razón de la propia esperanza", cuando tiene que superar las dificultades que el interlocutor plantea, los interrogantes profundos del alma humana y los enigmas del mundo. De ese modo supera los límites de la subjetividad. Esto no quiere decir que la fe tenga que reducirse a una argumentación racional meramente natural, cerrada a la gracia, sino que la comunicación requiere -y, por tanto, garantiza- la comprensión de la fe. Es una experiencia que se aplica también a otros aspectos: suele decirse, por ejemplo, que enseñar es el mejor modo de aprender; y, desde luego, no se puede enseñar sin aprender.

En segundo lugar, el diálogo contribuye al enriquecimiento de la fe en un sentido que podemos llamar existencial. Porque el tipo de diálogo al que se refiere el Vaticano II no es sólo un intercambio intelectual de ideas, sino una forma de relación que afecta a otros aspectos de la existencia: se comunica con los razonamientos, pero también con el testimonio, con la coherencia de vida. Comunicar la fe implica, por tanto, el compromiso de ser coherentes, de no desmentir con los hechos lo que dicen las palabras. Se entiende en este contexto la importancia crucial de la caridad, como forma suprema de comunicación de la fe. En consecuencia, dialogar significa comprometerse, y el compromiso es otra forma de "enriquecimiento de la fe". En resumen, el diálogo ayuda a madurar a los cristianos, les lleva a mirar de frente a las dificultades que el proceso de comunicación de la fe lleva consigo, y a intentar superarlas mediante la propia coherencia cristiana, que está hecha de caridad y de claridad.

El diálogo, por otra parte, presupone dos actitudes. Por un lado, manifiesta profundo respeto hacia la verdad recibida, que es tan valiosa que merece ser comunicada. Y por otro, manifiesta profundo respeto hacia la libertad del otro. En este sentido, la importancia que el Concilio presta al diálogo significa que la Iglesia toma la libertad como premisa y la razón como método de evangelización. En este sentido, Karol Wojtyla llega a afirmar que la "vía del diálogo" es muy adecuada a la "situación global del creyente en el mundo contemporáneo", donde es particularmente claro que "la verdad no se impone más que en virtud de la misma verdad, la cual se difunde en las inteligencias suavemente y con vigor".

La capacidad de diálogo, rasgo de la identidad cristiana
Entendida como vía de enriquecimiento de la fe, la capacidad de diálogo se convierte en una actitud propia del cristiano, parte de su estilo de vida, característica que define su identidad. Como recordábamos, el Concilio quiso plantearse una pregunta compleja: "¿qué significa ser creyente, ser católico, ser miembro de la Iglesia?". El mismo Wojtyla resume la respuesta: "significa estar convencido de la verdad de la revelación y, al mismo tiempo, ser capaz de diálogo". Se trata de una respuesta que podríamos llamar no-racionalista. Ser cristiano hoy significa creer firmemente en las verdades reveladas, y tener capacidad de transmitirlas, movidos por dos amores: el amor a la verdad (a Dios, que es la Verdad que se revela) y el amor al prójimo, que es destinatario de la revelación. En último término, el diálogo demuestra que el cristiano practica esos dos amores, además de prestar su adhesión intelectual a una doctrina.

Estas formulaciones presuponen una antropología, una clara comprensión de la persona humana, que es racional, relacional y dialógica. También la fe tiene esa triple dimensión, puesto que se origina en el diálogo entre Dios y el hombre: Dios revela porque ama, y se da a conocer precisamente con el amor, con la entrega de Jesucristo; el hombre responde a la revelación con una relación estable de fe y de amor. Verdad y caridad son inseparables. La importancia del diálogo como rasgo fundamental de la identidad cristiana y como clave de la relación de la Iglesia con el mundo, que Karol Wojtyla destaca en su libro de 1972, había sido enfatizada por Pablo VI, en su primera encíclica (Ecclesiam suam), publicada en 1964, cuando el Concilio no había terminado. Conceptos similares expresó el Santo Padre después, en 1975, en la encíclica Evangelü nuntiandi, dedicada precisamente a la transmisión del Evangelio en el mundo moderno, plural, complejo y descristianizado. En esos documentos se perfilan las características del diálogo del cristiano y de la Iglesia: apertura al otro, firmeza en las creencias, capacidad de escucha, claridad de expresión, humildad, entre otras.

La noción de diálogo abre un horizonte nuevo a la labor evangelizadora de la Iglesia en el mundo contemporáneo. Pero indudablemente, plantea también algunos riesgos, si se aborda con un paradigma desenfocado. No es este el lugar de detenerse en esos aspectos negativos, pero la historia posterior al Concilio demuestra que al menos dos de los peligros se han manifestado. Por una parte, la pérdida de la identidad cristiana en el proceso mismo del diálogo. Es lo que sucede cuando se piensa que la identidad no viene dada, sino que se "construye en el diálogo" con otras instancias del mundo (este factor está presente, por ejemplo, en la teología de la liberación, y en algunos enfoques de la relación entre marxismo y cristianismo.

Por otro lado, el relativismo y el indiferentismo religioso, propios de quienes consideran que en el diálogo todas las verdades son iguales (en definitiva, cuando la "actitud", el "estilo", la "capacidad" de diálogo se elevan de categoría metafísica, cuando se confunden la verdad con el método, el fin con los medios). Pero, dejando ahora de lado los peligros, es posible afirmar que la noción de diálogo bien entendida es una aportación fundamental del Concilio Vaticano II en el tema de la identidad cristiana.

La comunicación en las sociedades pluralistas
El diálogo no es solamente una noción teológica, sino una actividad humana con sus propias reglas, que es necesario conocer y respetar para comunicar cualquier mensaje, también para comunicar la fe. No basta creer en el diálogo, hace falta aprender a dialogar. El estilo dialogante propio del cristiano tiene una dimensión humana, que requiere aprendizaje. Así como fe y razón caminan juntas, así como la teología y la filosofia se necesitan mutuamente, podríamos decir que la disposición religiosa hacia al diálogo necesita de la capacidad humana de comunicación.

En un plano meramente humano, la comunicación requiere un conjunto de actitudes, que necesitan ser cultivadas. La comunicación es un puente entre dos orillas, una relación entre dos sujetos. Visto desde un lado, para auto-comunicarse es preciso conocerse, asimilar de modo reflexivo la propia identidad; hace falta expresar esa identidad con coherencia en las acciones y palabras; es imprescindible tener capacidad de discurso y un cierto dominio de lenguaje. Pero la comunicación solamente funciona cuando los sujetos están abiertos uno al otro. Recurriendo a los elemento clásicos de la Retórica (ethos, logos, pathos), se pueden señalar tres condiciones para la comunicación: credibilidad por parte del sujeto que habla; relevancia e interés de lo que dice, que tiene que resultar significativo para quien escucha; empatía, sintonía entre las dos partes de la comunicación.

Estas condiciones se tienen que dar en la comunicación de la identidad cristiana, tanto en el terreno personal como en el institucional. Un conocido periodista italiano se refirió una vez de pasada a estas cuestiones, con un sencillo ejemplo. Juan Pablo II comunicó la idea de la misericordia cristiana con el documento "Dives in Misericordia" y con su visita a Alí Agca en la cárcel. La comunicación invita a integrar los elementos racionales, simbólicos y emotivos.

La escucha
La comunicación de la identidad cristiana presupone escucha del otro, capacidad de hacerse cargo de sus dificultades para entender y aceptar el mensaje cristiano. En un diálogo bien entendido, la escucha no es solamente un rasgo de cortesía. La escucha me influye, me cambia de alguna manera. Al explicar mi identidad a otra persona, compruebo cómo percibe mi relato, su reacción me ayuda a comprenderle mejor, pero también a comprenderme mejor, a detectar los límites de mi racionalidad, de mi discurso o de mi coherencia.

Algunos teólogos afirman que las herejías son "respuestas equivocadas a problemas reales", que reclaman una reacción adecuada: aceptar la existencia del problema, reformularlo correctamente, y disponerse a buscar juntos una solución mejor. El diálogo tiene que ver con la búsqueda y con la mutua purificación, de la que habla Benedicto XVI en otro contexto. La comunicación llega a un punto crítico cuando las convicciones personales chocan con los problemas del entorno, con esa variada gama de situaciones, preñadas de preguntas apremiantes: porque el mundo globalizado trae consigo una especie de conocimiento universal de todas las formas del mal. Este choque es una forma de comunicación conflictiva (preguntas complejas que reclaman respuestas claras) y puede poner en crisis la identidad cristiana, si no está madura, si no se ha descubierto que precisamente esas creencias y ese estilo de vida contienen la clave interpretativa, la brújula de la propia existencia: si no se ha entendido que la fe es la principal fuente de sentido.

Con esta perspectiva, cabe ver los problemas humanos y sociales con los que se enfrentan los cristianos en las sociedades pluralistas como parte de ese diálogo las dificultades pueden ser entendidas como preguntas necesitadas de respuesta. La comunicación de la fe es algo sencillo y complejo a la vez Es fácil que el proceso falle, no sólo por la debilidad de las propias convicciones religio sas, por la fragilidad de las propias virtudes o por las dificultades externas, sino también porque no se comprenda bien en qué consiste la comunicación, porque falte la sabiduría que requiere el diálogo público en nuestras sociedades pluralistas. Sabiduría acompaña da de discernimiento, para no incurrir, come se ha dicho, en los riesgos que, por su naturaleza, todo diálogo lleva consigo.

Por ejemplo, cuando se critica el "laicismo" en el debate público, hace falta completar el mensaje y confirmar que no se está defendiendo el clericalismo; cuando se critica el "relativismo", que no se está proponiendo el autoritarismo. Las propuestas se entienden mejor cuanto mejor se explican (...) En síntesis, el esfuerzo de comunicación de la identidad cristiana, tanto personal como institucional, exige someterse a la prueba del diálogo público. Es patente que los progresos de las ciencias influyen en el diálogo entre ciencia y fe. Análogamente, la creciente importancia de la comunicación es un factor que influye en la tarea de comunicación de la fe. Y, como sucede en otros campos, la solución no hay que buscarla fuera, sino dentro: en la propia mejora. El desafio es comunicar a la altura de los problemas humanos y sociales que esperan respuesta, a la altura de la verdad revelada -la caridad revelada- que los cristianos hemos recibido para compartir.

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